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Miércoles, 3 de febrero. A primer hora de la tarde


George Willard amartilló la pistola y apuntó al escuálido negro que, entre combate y combate, limpiaba el ruedo de la plaza de toros de Bunker Hill.

– Vamos, gallina -se mofó Charlie Wright-, Haz tu hazaña.

George se mordió el labio inferior. Hacía suficiente calor para que la nieve se derritiera, pero no tanto como para sudar como lo hacía. Olía su propio sudor. ¿Lo percibía también Charlie? En realidad eso no le importaba. Él sí apestaba como un establo; un establo que George no podía derribar. Basta, se dijo. La cuestión era: ¿podía realizar ese disparo sin fallar?

– Hazlo o páganos los dos dólares -exclamó Charlie con su voz áspera y grave.

Podía hacerlo. Un tiro a los pies del negro, lo bastante cerca para hacerlo bailar. Pero no debía darle. ¿Y si lo hacía? No era más que un negro, pero acertarle significaba perder la apuesta, y no tenía esos dos dólares.

Ése era el primer día que Ned y Charlie le permitían volver a la plaza. Había sido una suerte encontrar esos ciento cincuenta dólares en el escritorio de su tío. George había pagado los cien que debía y había gastado en alcohol y apuestas los otros cincuenta. Si apostaba y no podía pagar, Charlie se enfadaría mucho. Y nadie en su sano juicio quería ver a Charlie Wright enfadado.

George rió de puro miedo antes de disparar la pistola. ¡Zas! La bala se incrustó en el blando suelo, levantando la tierra barrosa. Y el negro bailó y aulló como un perro enloquecido.

George sopló el humo que salía del cañón. No volvería a hacer un disparo como ése; no en cien años. Pocos eran capaces. Pero él, George Willard, lo había logrado. Riendo, se volvió hacia Charlie con la mano extendida.

– Págame.

Charlie sonrió.

– No pienso. Digamos que ya lo he hecho.

George se encogió de hombros. Nadie discutía con Charlie.

– Ya he tenido bastante. Vamos.

– ¿Adónde? -preguntó George.

– Vamos. -Charlie no acostumbraba dar explicaciones. Se encaminó hacia la puerta y montó su enorme rucio-. ¿Vienes?

George desató con torpeza su yegua de la cerca. Era la primera vez que Charlie lo incluía en un plan.

Cabalgaron sin descanso por Broadway y cruzaron Chambers Street. Al cabo de casi media hora, después de haber recorrido Broadway y dirigirse hacia el este por caminos embarrados a causa de la nieve derretida, Charlie tiró de las riendas. Se hallaban junto a un pequeño cementerio situado en un claro. Una docena de carruajes y caballos ocupaban el camino, y al otro lado, en el interior del recinto, había un corro de gente. Enfrente se encontraba la entrada de los Jardines Elgin del doctor David Hosack.

Charlie se irguió en su montura y observó al grupo del cementerio. Se celebraba un entierro cuáquero, y la mayoría de los reunidos vestían de oscuro; las mujeres con capas grises; y algunos hombres con pantalones bombachos o calzones de color oscuro y medias. Semejaba un mar de sombreros de ala ancha. A George le recordaron un rebaño de ovejas.

– ¿De qué demonios va todo esto? -se quejó, limpiándose la boca y mirando alrededor en busca de un pozo o un arroyo para calmar la sed.

– Quería venir para presentar mis respetos al Amigo Brown. -Charlie sacó una cantimplora de las alforjas, bebió y volvió a guardarla sin ofrecerle a George-. Bien, aún no han terminado. Mira a todos esos Alas Anchas hablando junto a la tumba, como si fueran predicadores. -Sin embargo, parecía complacido, porque en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.

De pronto, entre los grises y marrones de los cuáqueros, apareció una mancha de color. Una mujer de considerables proporciones envuelta en una capa morada se unió a los congregados para presentar sus respetos al difunto. Una capucha le cubría el rostro.

La sonrisa de Charlie se tornó amenazadora.

– Lo sabía. Esa bruja mintió al decir que amaba a Ned, no a ese monigote. ¿Por qué, si no, había de acudir a su funeral?

Cuando Charlie montaba en cólera, George deseaba estar sentado en el Tontine. Se sentía intrigado. Nunca lo había visto tan furioso.

– ¿Quién es?

– Simone Aubergine, una mujer que juró fidelidad aNed. -Su voz se convirtió en un bramido-: ¡Y mira encima de quién pone sus infieles manos ahora!

George miró hacia donde señalaba el dedo de Charlie. Simone Aubergine había cogido del brazo a Peter Tonneman.



ADIVINANZA

¿EN QUÉ SE PARECE EL EMBARGO A UN VIEJO MOSQUETE?

EN QUE LOS VIEJOS MOSQUETES SE LAS INGENIAN PARA ERRAR EL TIRO, Y AUNQUE APUNTEN BIEN A UN PATO O UN CHORLITO, SE DESVÍAN DEL BLANCO Y LES SALE EL TIRO POR LA CULATA. M. FINGAL.

New-York Herald

Febrero de 1808


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