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3 y 4 de febrero. Del miércoles noche al jueves por la mañana


Eran las doce en punto de la noche. No había luna, y South Street se hallaba silenciosa y desierta, como una ciudad fantasma, debido a la hora, el frío y el embargo del señor Jefferson.

Jamie había acudido al puerto para recoger un cargamento. El barco, un carcamán en que ondeaba la bandera española, bautizado acertadamente Exile en consideración a su pasajero especial, no atracó, sino que permaneció a poca distancia de la costa.

Antes del embargo, embarcaciones procedentes de todo el mundo habían ocupado los numerosos y espaciosos muelles de Manhattan, y sus mercancías habían llenado hasta rebosar los nuevos y enormes almacenes.

Los comerciantes y consignatarios tenían sus oficinas en la planta baja de dichos almacenes. Ese conjunto de edificaciones y muelles partía del Battery y se extendía a lo largo de los ríos Hudson y East, a ambos lados de la ciudad. Los barcos desembarcaban sus mercancías, cargaban otras y zarpaban y el puerto de Nueva York estaba continuamente rodeado de los mástiles de cientos de barcos.

Recientemente se había puesto en marcha una nueva clase de negocio. A Estados Unidos seguían llegando mercancías procedentes de Europa y Oriente, aunque eran más escasas. Y el transporte resultaba más caro porque las naves debían cruzar Canadá y descargar los productos furtivamente.

Si las mercancías debían guardarse en los almacenes, se trasladaban de noche, cuando no había testigos. Por lo general se depositaban en cuevas y cobertizos situados en los bosques, o las acarreaban a otras partes tierra adentro.

Así pues, el embargo no había frustrado a los hombres de negocios emprendedores. Todo lo contrario, los hombres como Jamison se dedicaban al contrabando desde diciembre de 1807, cuando Tom Jefferson había declarado su maldito bloqueo.

Aquella noche, como otras tantas, a la luz de unas débiles lámparas, llevaron a tierra firme el cargamento en una lancha. Se componía de vino, aceite, frutos secos y lozas. Jamie haría un buen negocio.

El cargamento incluía a un hombre. El pasajero que trasladaron a la costa en el último viaje de la lancha podía abrir infinitos cofres de riquezas. Juntos, él y Jamie podrían convertirse en los dueños de Estados Unidos.

Un pasajero rondaba los cincuenta y medía metro sesenta y siete. Un sombrero flexible ocultaba su espléndido rostro romano, de barbilla prominente, nariz aguileña y frente alta. Los ojos castaños también quedaban ocultos en la oscuridad de aquella noche sin luna. Si por lo general era un hombre elegante y seguro de sí mismo a quien las mujeres encontraban extremadamente atractivo, aquella noche lucía un traje marrón de basta tela tejida en casa y una bufanda para ocultar la parte inferior de su rostro.

A la luz de una de las antorchas que sostenía un trabajador, Jamie habló brevemente con el encargado de los almacenes. La mayoría de cargamentos se trasladarían al almacén número cinco, frente a Catherine Slip. Antes de que finalizara la semana esas mercancías se habrían convertido en oro.

El pasajero gruñó al poner un pie en Nueva York. Aun a la tenue luz, sus ojos sagaces no pasaron por alto el elegante atuendo de Jamie bajo la capa de terciopelo oscura; el frac de terciopelo granate sin cruzar, el cuello alzado, el chaleco de seda de color ante y la chistera negra.

La elegancia de Jamie contrarió al normalmente elegante recién llegado, vestido con un vulgar traje de paño. No se oponía a los disfraces; al contrario, los consideraba muy útiles. Sin embargo le disgustaban los que le hacían parecer vulgar.

En cualquier caso, había asuntos que atender y un trato que firmar.

– ¿Has alquilado un carruaje? -preguntó.

– En Front Street.

Jamie lanzó una tintineante bolsa al capitán Paul, dueño del Exile, que lo aguardaba. Observó y esperó a que la lancha, que apenas se veía, regresara al barco silenciosamente.

Sin apresurarse, Jamie y su visitante se alejaron de los muelles. Las calles estaban desiertas. Un carruaje los aguardaba junto a la taberna de Edgar, que estaba cerrada y oscura. El cochero roncaba en el pescante.

El hombre del traje de paño soltó una estridente y sonora carcajada antes de subir al carruaje mientras Jamie despertaba al cochero y se acomodaba frente a él.

– Me alegro de volver a verte, Jamie -comentó el pasajero del Exile, desanudándose la bufanda. Jamie sonrió.

– Lo mismo digo, Aarón.



SE NECESITA JOVEN OBSERVADOR Y CON BUENA CALIGRAFÍA

EN DESPACHO DE ABOGADO.

PREGUNTAR EN EL NÚM. 13 DE BEEKMAN STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808


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