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Domingo, 31 de enero. Por la mañana


Sin inmutarse, Jake Hays se interpuso entre los voraces perros, tratándolos como si fueran simples ciudadanos revoltosos y abriéndose paso a bastonazos.

– ¡Fuera! ¡Marchaos!

Los perros retrocedieron, pero no se marcharon. Gruñendo y babeando, mostrando su dentadura desigual y amarilla, avanzaron de nuevo.

Jake se irguió y, alzando el bastón, bramó:

– ¡Por Jehová, largo de aquí!

Por fin se alejaron.

Duffy miró con admiración al representante de la ley mientras los animales salvajes huían presas del terror, gimoteando y con el rabo entre sus esqueléticas patas.

– ¡Pobres bestias muertas de hambre! -exclamó Jake, chasqueando la lengua y bajando el bastón.

Duffy observó la mano que los perros habían desgarrado.

– Hemos llegado en el momento oportuno. Un minuto más tarde, y habrían devorado hasta el hueso. -Meneó la cabeza-. De todos los ultrajes, sólo ser enterrado en tierra no sagrada me parece peor que esto. Es terrible. -Comprobó la estaca que había clavado. Seguía firme. Golpeó el suelo con el pie-. Está demasiado duro para cavar.

Jake se agachó para examinar la mano, luego se levantó.

– Puede esperar hasta mañana…

– Pero los perros…

– Pondré vigilancia. Anímate, Duffy; este hombre se ha reunido con su Creador. Y por desgracia, no es el único. Si me dieran cinco centavos por cada cadáver abandonado en el suelo de Gotham, sería Creso.

– ¿Perdón, señor?

– No importa. Con este aire helado, no habrá mucho trabajo en el Collect hasta el deshielo de la primavera. ¿Te interesa otro empleo?

– ¿Cómo dice?

– El ayuntamiento te pagará un dólar por quedarte aquí, vigilando que los perros no vuelvan a abalanzarse sobre el cadáver. Pero antes iremos al Tontine para disfrutar de un copioso almuerzo, para que resistas lo que será un largo día. Me ocuparé de que un guardia nocturno te releve al anochecer.

Duffy vaciló.

– ¿Qué es lo que no te gusta? ¿El trabajo? ¿El almuerzo?

– ¿Estará a salvo la mano de los perros mientras estoy fuera?

– No hay forma de saberlo. Seguramente no, pero nada es perfecto. Es todo cuanto podemos hacer. Vamos. Rezar me abre el apetito, y ahuyentar perros, aún más. Mañana tendrás otro trabajo. Quiero que saques de allí a ese desgraciado, o lo que queda de él. -El alguacil mayor se quitó el pañuelo blanco del cuello, lo ató a la estaca y lo observó ondear al suave viento, como una bandera de rendición.

Un halcón voló muy bajo, contemplando la escena. Duffy se estremeció, recordando el episodio del halcón, el cerdo, el águila y la lluvia de sangre, ocurrido hacía más de una semana.

– Muévete -apremió el alguacil mayor, que ya había avanzado varios pasos.

Delante de un almacén desierto de Pump Street, llamada así por la bomba que se utilizó hasta que se contaminó el agua, un par de mendigos ateridos de frío asaban castañas en teteras abolladas sobre un triste fuego.

El muchacho, de tez oscura y delgado como un palillo, llevaba un fino abrigo y la cabeza descubierta. Aparentaba nueve o diez años. El embargo y el frío implacable habían dejado a la ciudad plagada de niños hambrientos, la mayoría huérfanos.

– Cinco a un centavo, señor.

Jake sacó la billetera y dejó una moneda en la mano del muchacho. Los inapropiados guantes que cubrían sus rojas manos tenían más agujeros que tela. El anciano que lo acompañaba era aún más delgado. No llevaba abrigo, y tenía los pies y las manos envueltos en trapos. Se apoyaba en un bastón que sostenía con la mano derecha; Jake, que entendía de bastones, reconoció en éste un arma idónea. No aceptó las castañas que le ofrecieron envueltas en un trozo de papel periódico. En lugar de ello entregó otro centavo al vejete.

– Gracias, señor. -El anciano se tiró de las canosas greñas que escondía bajo un gorro desproporcionado.

El muchacho, sin dejar de moverse para combatir el frío, sonrió a Jake.

– Si me enseña la mano, le diré la buenaventura, señor.

Jake negó con la cabeza.

– Recibirás otro centavo si vas a Lispenard, entre Church y Broadway. Hay una estaca en el suelo con un pañuelo blanco para señalar el lugar. Quiero que mantengas alejados a los perros.

– Hecho, señor.

El anciano llamó su atención, sosteniendo el bastón contra el costado como si se tratara de un mosquete.

– Tengo mi bastón. El muchacho cogerá unas rocas mientras yo enciendo un buen fuego. Con eso bastará. Combatí en la guerra al servicio del general Green y sé ahuyentar perros e ingleses. -Rió-. Todos son unos hijos de perra.

El anciano se irguió cuanto su vieja espalda le permitía.

– Cabo James Smith. Y el muchacho es mi nieto. Danny.

El niño sonrió al oír su nombre, luego echó a correr hacia el almacén y salió con una carretilla que contenía tierra. Entre él y el anciano colocaron en ella los pedazos de carbón y las teteras, y se encaminaron hacia el embalse.

– ¡Esperad! -exclamó Jake.

Se detuvieron.

– Duffy acudirá allí dentro de un rato con vuestra paga. No me importa si tenéis que golpear y prender fuego a esos perros, pero sobre todo que no se acerquen.

El anciano y el muchacho se alejaron despacio con la carretilla.

La casa de Jacob Hays se hallaba a sólo tres manzanas al sur de Lispenard Meadows, en Sugarloaf. Aunque sabía que a Katherine no le molestaría que invitara a Duffy en casa, pensó que sería mejor almorzar con él en el Tontine.

Duffy ya se veía comiendo pollo asado y patatas.

Tuvo que correr para alcanzar el alguacil mayor, que ya había echado a andar. Sintió una punzada en el costado, y le rugían las tripas cuando llegaron a la esquina de Wall y Water Streets. Por fin, pensó. Hays no sudaba siquiera. Parecía animado tras el paseo.

En el tejado del Tontine ondeaban las quince estrellas y quince barras de la bandera americana. Se trataba de un edificio alto de tres plantas, de las cuales la que se hallaba al nivel de la calle sobresalía del resto. El tejado consistía en un balcón con una sola barandilla que rodeaba todo el primer piso. El Tontine no había cambiado desde los tiempos coloniales; sin embargo, desde que el café molido había entrado en el mercado y estaba a la venta, la mística que había envuelto a la cafetería se había desvanecido. Lo que quedaba era una taberna, casa de huéspedes y sala de subastas.

Estos locales ya no eran lugares de reunión para discutir de política y hacer negocios. Dichas actividades se habían trasladado a los edificios municipales, las Bolsas y las casas de campo. No obstante, las tabernas-cafeterías seguían siendo establecimientos acogedores donde comer y beber.

Duffy nunca había soñado siquiera con entrar en la cafetería Tontine. Las tripas le rugían de forma tan audible que sin duda moriría antes de entrar. Delante del local, media docena de hombres demacrados -marineros a juzgar por su aspecto-, mendigaban y vociferaban amenazas.

– ¡Eh, los de dentro! ¡Dadnos un poco o romperemos los cristales!

– ¿O qué? -bramó Jake, avanzando hacia ellos como la cólera de Dios.

– ¡O romperemos el escaparate y os partiremos la cabeza! -exclamó un tipo menudo de rostro curtido y patizambo, que lucía una incongruente chistera.

Junto a él había un monstruo de un metro ochenta que debía de pesar ciento treinta kilos.

– ¿Te gustaría empezar por la mía? -preguntó Jake con una sonrisa siniestra.

Su renombrado bastón hendió el aire para arrancar la chistera de la cabeza del hombrecillo.

– ¡Cuidado! -advirtió Duffy a sus espaldas al observar que el monstruo alzaba el puño como si se tratara de un martillo.

Pero se movió con demasiada lentitud. Y Jake, que era tan rápido como diestro, agitó el famoso bastón de puño dorado y golpeó al robusto hombre en su amplio vientre.

Entretanto, el hombrecillo de rostro curtido se agachó para recoger el sombrero, tal y como Jake esperaba. Éste sonrió a Duffy antes de propinar al tipo un fuerte bastonazo en las nalgas. Todavía sonriendo, estudió a los cuatro mendigos restantes y, una vez convencido de que no le plantarían cara, dijo:

– Está bien, muchachos; ya sabéis que lo que hacéis no está bien. Id a la casa de beneficencia de Chambers Street para pedir un plato de sopa.

– Está cerrada -se quejó el de la cara curtida, frotándose las nalgas-. Ya no queda sopa.

– La han cerrado.

– Se han ido todos.

– Tengo hambre, señor -gruñó el que pesaba ciento treinta kilos, levantándose dolorido.

– Pues no lo parece -repuso Jake.

– Usted es el viejo Hays, ¿verdad? -preguntó el de la cara curtida.

– El mismo.

El monstruo propinó un bofetón a su compañero.

– Calla, imbécil.

– Id a la cocina y pedid un plato de sopa. Si se niegan, decid a Lem Wilson que venga a verme.

– Sí, señor.

Los seis frustrados criminales se encaminaron hacia la puerta trasera del Tontine mientras Jake Hays y Duffy subían por la escalinata de la entrada.

Poco después Duffy rebañaba los retos del cocido de conejo con una gruesa rebanada de pan de levadura química. Hays, que comía al mismo ritmo que andaba, ya había dado cuenta de la mayor parte de su plato. Sacó una pitillera de cuero del bolsillo interior de la chaqueta, extrajo un puro cortado por ambos extremos y lo encendió con la vela de la mesa.

A Duffy le lloraban los ojos a causa del espeso humo del tabaco; sin embargo, al percibir el dulce olor, deseó que el viejo Hays le ofreciera uno. Cuando éste lo hizo, Duffy sonrió, lo olió y encendió inmediatamente.

Hays se estiró satisfecho. Luego se levantó y se acercó al tabernero Lemual Wilson, que dormía su siesta dominical detrás del mostrador.

– Un millón de perdones por interrumpir tu siesta, Lem, pero necesito un cordel o una cuerda.

Duffy prestó poca atención. Aún le quedaba un pedazo de pan y se disponía a introducirlo en la boca cuando reparó en los trozos de patata y nabo ocultos en una espesa salsa marrón en el plato del alguacil mayor. Duffy lo miró con disimulo, cambió su plato rebañado por el más tentador de Hays y comenzó a rebañar de nuevo.

– Ah -murmuró, por fin saciado.

Recostándose en la gran silla de roble, volvió a coger el cigarro. En el otro extremo de la habitación, dos hombres con aspecto de viajeros -comerciantes lo más probable-, se hallaban sentados, fumando sus respectivas pipas.

– Es cuanto puedo ofrecerte -dijo Wilson, entregando a Hays un ovillo de lana amarilla-. Y mi mujer se enojará cuando repare en su falta.

– Servirá. Muchas gracias -respondió Hays.

Dio una palmada a Duffy en la espalda y le entregó el ovillo de lana, una rebanada de pan, una jarra de loza y una botella.

– Aquí tienes. Y… -Sacó de la cartera un billete de un dólar y dos centavos, y añadió-: El pan, el cocido, el agua, y los centavos son para nuestros amigos menos afortunados.

– ¿Para qué es la lana amarilla? -preguntó Duffy-. ¿Para tejer guantes?

El alguacil mayor soltó la carcajada.

– Eres un tipo divertido. Me propongo cercar con ella el terreno que rodea la mano. Quiero que la zona permanezca cerrada hasta que sea examinada. Acudiré allí a las nueve de la mañana. No quiero que se remueva la tierra hasta que se presente el juez de instrucción.

– ¿El juez de instrucción? -repitió Duffy, a quien la comida caliente le infundía coraje para preguntar.

El viejo Hays asintió.

– John Tonneman.



20 DÓLARES DE RECOMPENSA

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

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