39

Lunes, 8 de febrero. De la mañana a primera hora de la tarde


– O pagas o tendremos que enviar a tu madre los pantalones agujereados de balas de su hombrecito.

Mientras hablaba, Charlie Wright (que nunca hacía nada malo) hizo ademán de estrechar la mano a George Willard; en su lugar le inclinó el dedo meñique hacia atrás.

George gritó de dolor y cayó de rodillas al barro cubierto de excrementos.

– ¡Calla! -gruñó Charlie, doblándoselo hacia adelante de un brusco tirón.

George volvió a chillar.

– ¡Calla, gusano! -ordenó Charlie, sujetándolo por el cuello.

El mundo se tornó gris ante los ojos de George, que agitó los brazos. Charlie se disponía a levantarlo del suelo, asiéndolo aún del cuello, cuando el gris se volvió negro, y George perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, yacía de bruces, respirando con dificultad en medio del hedor de los excrementos. Le dolía terriblemente el dedo meñique. Se levantó trabajosamente, profiriendo maldiciones, e intentó sacudirse la porquería, pero sólo logró empeorar las cosas.

Miró alrededor. A varios pasos de él pasó una diligencia que salpicaba barro con las ruedas, en dirección a Broadway.

Por alguna razón Charlie le había dejado su caballo pío. Tupper. Enfadado después de permanecer tanto tiempo atado, tiraba de las riendas que lo sujetaban a un poste y relinchaba.

– Me siento igual, Tupper -gimió George, acercándose con paso vacilante al caballo pío.

Maldita sea, se encontraba realmente mal. El cuello le dolía terriblemente, y el meñique aún más. Ignoraba cuánto tiempo había yacido en el barro. Observó que el sol estaba alto en el cielo. ¿Mediodía? Había permanecido inconsciente cerca de una hora. ¿De dónde iba a sacar tanto dinero? Ya había más que dilapidado su herencia.

George Willard montó en su semental blanco y negro y cabalgó hasta Richmond Hill, sintiéndose furioso, agotado y humillado. De pronto el camino se vio obstruido por un enorme carro que desprendía un fuerte hedor a cabra, conducido por uno de esos robustos extranjeros barbudos. El cochero no respondió a la seña de George de que se hiciera a un lado (y dejara pasar a sus superiores). Para colmo de desgracias, el viento arrastraba el fétido olor de la fábrica de cola, que sumado al del barro y el estiércol que lo cubría, le produjo náuseas. Vomitó, vaciando sus doloridos intestinos junto a un boj del jardín de Jamie.

– El señor está en Litchfield -le informó Stevens en la puerta principal, mirando con desagrado las fétidas luidlas que George dejaba en la alfombra francesa de la entrada.

– Necesito cambiarme -gruñó George.

– Me atrevería a decir que algo más -repuso Stevens, frunciendo su arrogante nariz.

– Sírveme un brandy. -George pasó ante el criado. Le molestaba que lo hicieran esperar ante la puerta de la casa de su padrino como si fuera un mendigo-. Y agua caliente. Quiero bañarme.

– Sí, señor.

A medida que subía por las escaleras de caracol, George se quitaba su ropa contaminada. Se sentía humillado por su aspecto y agradeció que su padrino no estuviera para comentar su ignominia.

El agua caliente alivió su cuerpo dolorido; incluso el meñique mejoró. Al salir de la bañera de cobre colocada detrás del biombo de encaje de aguja en que aparecían sátiros persiguiendo a ninfas desnudas a través de cañadas, se enfureció porque Stevens no se había dignado ayudarlo ni encender el fuego. Prescindiendo de la Inaila que colgaba del biombo, George avanzó goteando hasta el armario de Jamie y se envolvió en una de sus luías de seda. Se disponía a cerrarlo cuando vio una moneda. Stevens no era tan pulcro como se creía. Era un cuarto de águila.

Satisfecho, George lo guardó en su bolsa, que se lidiaba sobre la cama. La moneda tintineó al chocar contra dos solitarios centavos. El joven cogió la toalla y frotándose la cabeza con vigor, salió de detrás del biombo. Una joven criada colocaba ropa limpia en la majestuosa cama de Jamie, que un agente le había comprado en la finca saqueada de un marqués francés decapitado durante la revolución.

George vislumbró un bonito perfil y un pecho prominente. Una muchacha apetecible, pensó, sabiendo que a su tío le gustaban inocentes y virginales.

George sonrió con lascivia. Sus grandes ambiciones en la vida consistían en amasar la fortuna del viejo pícaro y fornicar más que él. Se abrió la bata y agarró a la joven por detrás. Ella tendió las manos hacia atrás para acariciarle los testículos; George no cabía en sí de alegría, que se convirtió en horror cuando la bruja comenzó a apretárselos y retorcérselos para después apartarlo empujándolo con el trasero. Por segunda vez aquel día, George Willard perdió el conocimiento. La joven salió corriendo de la habitación.

Permaneció unos instantes inmóvil, a la espera de que se le despejara la vista, y al enfocarla, la clavó en un curioso objeto. Deslizó la mano bajo la cama y se disponía a sacar una caja metálica negra cuando oyó ruido de pasos. Se apresuró a levantarse. Tal vez la joven había cambiado de opinión.

Era Stevens, que entró en el dormitorio con una botella de brandy y un vaso. George se sirvió una copa, deseando que el hombre se retirara. Por desgracia el necio insistió en ayudarlo a vestir, y George se vio obligado a abandonar la habitación de su tío sin explorar el contenido de la caja metálica de debajo de la cama.

Una hora más tarde, George salió de Richmond Hill con ropa limpia y un cuarto de águila junto con dos centavos en la bolsa.

El sol de la tarde se había escondido detrás de las veloces nubes. Sobre las tierras pantanosas se alzaban volutas de neblina que amenazaban con espesarse cuando el joven entró en la ciudad.

De pronto el bullicio de la urbe cayó sobre él como un martillo. El toque de corneta de un errante afilador de tijeras y cuchillos sonó como el cuerno de Gabriel convocando a un ejército… de demonios, maldita sea. Y las campanillas de los traperos se sumaban al alboroto, mientras los vendedores de almejas y ostras pregonaban sus mercancías, compitiendo codiciosamente con los proveedores de pescado frito, pan de jengibre y bollos calientes.

Al oler el pescado frito se le revolvieron las tripas, y pasó del hambre a las náuseas.

Los deshollinadores, con la tez permanentemente tiznada, vagaban por las calles con las ropas cubiertas de ceniza y carbonilla, ofreciendo sus servicios. Los cerdos gruñían, y los perros ladraban a los vehículos que transitaban por las calles adoquinadas.

De todos modos, el estrépito de Nueva York constituía la menor de las preocupaciones de George. Incluso el dolor del meñique carecía de importancia al lado de su problema: ¿cómo demonios conseguiría esos doscientos dólares? La imagen de la caja metálica bajo la cama de su tío acudió a su mente. Maldita sea, debería haber encontrado el modo de descubrir el contenido.

Debía obtener ese dinero como fuera. Viajaría a Canadá. No, mejor a Londres. Ese último pensamiento resultaba agradable.

Su tío Jamie era un anciano. ¿Cuánto tiempo más viviría? A su muerte, George heredaría la fortuna de los Greenaway, que se había cuadruplicado bajo la administración de Jamie.

Ante la puerta del Tontine, un niño resfriado repartía el Evening Post, elogiándolo a voz en cuello. Pensó que era importante que todo el mundo leyera los artículos sobre la marina, el nuevo arsenal y la resolución del consejo de pagar mejores precios por las tierras que se requerían para la construcción de Canal Street.

George desmontó, ató el caballo pío a la cerca y arrojó un centavo al niño. Éste tendió la mano, sin lograr alcanzar la moneda, que aterrizó sobre un montón de humeantes excrementos de caballo. Hizo una mueca de cólera y decepción. George lo fulminó con la mirada, desafiándolo a protestar, lo que por supuesto no hizo. El chico se limitó a arrodillarse para buscar la moneda. Con el Evening Post bajo el brazo, George entró en el Tontine. El humo era espeso, como una niebla invernal, y los piratas tosían, escupían y fumaban. Fumaban, tosían y escupían. Y fumaban. El olor del café, junto con el del tabaco y el alcohol, le abrieron el apetito. Le rugían las tripas, y le apetecía beber una cerveza negra.

George se sentó a una mesa y pidió su cerveza negra. Abrió el Post y echó un vistazo a los anuncios. Sabía qué buscaba, pues había comprado el periódico por esa razón. A menudo la prensa le inspiraba ideas brillantes.

No le interesaban demasiado ni la letra impresa ni la política. Las noticias locales rezumaban política, y la ciudad de Nueva York hervía como una olla borboteante. En lo que a George Willard respectaba, podían colgar tanto a federalistas como a demócratas.

Su máximo problema estribaba en conseguir doscientos dólares. Y cuanto antes. La Providencia siempre le había favorecido, y sabía que saldría de aquel aprieto.

Llegó la jarra de cerveza oscura. A través de la neblina, George reconoció la figura de Ethan Cameron, un cajero del Manhattan Bank. ¿Quién podía pasar por alto su cabello rojo? George y Peter Tonneman lo habían conocido cuando estudiaban en la Universidad de Columbia y pasaban más tiempo en la taberna que en clase.

Peter Tonneman. Últimamente Peter se había reformado. George rió y golpeó la mesa. ¡Oh, no era tonto! Primero golpeaba a un cuáquero y después se convertía a su religión. Era muy astuto. Había golpeado a Brown y robado el dinero, para a continuación convertirse y aceptar el empleo de alguacil. Y perseguía a la prima viuda de Jake Hays. Estaba claro que la cortejaba. Era una joven muy bonita y probablemente tenía una buena posición; tal vez no dinero, pero a Peter le bastaba. Muy astuto.

– Otra cerveza negra -vociferó.

El cuarto de águila desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y adonde iría? Borracho en el Tontine y sin fondos. Demonio, había pasado antes por esto. Tan sólo necesitaba que le favoreciera la Providencia.

Quizá acababa de hacerlo. Se acercó a la mesa de Cameron con la intención de que éste le pagara unas rondas. El pobre diablo estaba demasiado ebrio.

– Me alegro de verte, amigo. -George le dio unas palmadas en la espalda y casi lo derribó de la silla. Un grueso morral de cuero cayó del regazo de Cameron, que se movió con dificultad para recogerlo.

George se le adelantó. ¿Había cambiado su suerte? Eso estaba por ver, pero George se mostraba optimista respecto a su porvenir y la generosidad de la Providencia. George depositó el morral sobre la mesa, entre ambos.

Cameron miró a George con expresión atontada.

– Te conozco. -Tenía la boca llena de gachas-. Peter… Tonneman.

– Exacto -respondió George Willard.

Cuando le sirvieron la cerveza negra, pidió otra ronda. Con toda naturalidad introdujo la mano en la bolsa de Cameron y pagó con un billete de cincuenta dólares del Manhattan Bank que sacó de un gran fajo. Pidió de inmediato otra ronda, y luego otra. Ya no le dolía el dedo.

Y cuando Cameron perdió el conocimiento, George se hizo con toda la bolsa.

– Peter Tonneman te da las gracias -dijo y, tras lanzar una risotada, salió del Tontine.

El porche del local le brindaba una clara perspectiva del tráfico confuso a lo largo de Wall y Water Streets. Un viejo trapero con cerca de veinte sombreros en la cabeza avanzaba con paso vacilante y esquivó por poco los barriles que descargaban delante del Tontine. ¡Tanto hablar del embargo de Jeff! George se dispuso a montar su caballo pío.

– ¡Al ladrón! ¡Tonneman! ¡Alguacil! ¡Necesito un alguacil! Nunca están cuando los necesitas. ¡Al ladrón!

George quedó completamente inmóvil al oír las palabras, con un pie en el estribo y el otro en el suelo. Ese necio de Cameron se había recuperado demasiado pronto. George subió a su montura y se encasquetó el sombrero. De pronto Cameron se abalanzó sobre él, aferrándole la pierna y el estribo.

– ¡Dámelo, Tonneman! ¡Alguacil! ¡Socorro!

A esas alturas una curiosa y poco solícita multitud se había congregado para observar la escena.

– ¡Aquí vienen! -exclamó alguien.

La muchedumbre se dispersó, y dos alguaciles se abrieron paso a empujones.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Me llamo Ethan Cameron, y ese hombre me ha robado la bolsa. El dinero del banco. Perderé mi empleo.

El segundo alguacil reconoció el distinguido caballo blanco y negro antes que al jinete.

– ¿George?

Éste se levantó el sombrero y esbozó una sonrisa encantadora. Meneó la cabeza con tristeza.

– Borracho inocentón. Menudo jaleo. Me pidió ayuda porque estaba demasiado embriagado para ocuparse del dinero él mismo. -Diciendo esto, arrojó la bolsa al suelo, como si lo denigrara-. Ahí tienes; cógelo. Me está bien empleado por hacer de buen samaritano con este borracho.

– Es un embustero -exclamó Cameron, aferrando la bolsa embarrada y apretándola contra el pecho como si se tratara de un bebé rescatado. Golpeó el suelo con el pie, salpicando a sí mismo y los demás de barro-. Embustero. Se llama Peter Tonneman y es un embustero.

– Yo soy Peter Tonneman -intervino el segundo alguacil- Este hombre es George Willard.

Boquiabierto, Cameron se mesó el cabello.

– No, es…

El otro alguacil era Bill Duffy.

– Baja, Willard -ordenó-. Tienes que dar unas explicaciones. -Permaneció delante del caballo pío, sujetándolo por las bridas.

George clavó los talones en los flancos de Tapper, que se puso de manos. Duffy retrocedió tambaleándose, pero no lo bastante deprisa, y los poderosos cascos cayeron sobre él, derribándolo al suelo.

– ¡Apártalo, George, maldita sea! -Peter trató de aferrar la rienda del caballo pío para detener el horror, sin conseguir evitar que el espantado Tapper siguiera pisoteando a Duffy.

George Willard logró finalmente dominar al animal. Le hizo dar media vuelta y se alejó al galope, mientras Duffy se retorcía y desangraba en la calle embarrada.

Peter se arrodilló al lado de su compañero, de cuya coronilla manaba sangre. Sus agonizantes gritos interrumpieron los murmullos de los mirones.

– ¡Que alguien avise a un médico! -vociferó Peter, deseando por primera vez en su vida serlo.

De pronto Duffy dejó de chillar y, con voz clara y un fuerte acento irlandés, exclamó:

– ¡Eh, barlovento! ¡Liberadme de este infierno!



SE ALQUILA, DURANTE UNO O MÁS AÑOS,

CASA DE LADRILLO DE TRES PLANTAS EN STUYVESANT STREET,

CERCA DE SAINT MARK CHURCH, EN EL BOWERY, CON TODAS LAS COMODIDADES PARA UNA FAMILIA REFINADA,

CUATRO PARCELAS CONVERTIDAS EN HUERTO QUE DAN LOS MEJORES FRUTOS, ESTABLO Y COCHERA.

PREGUNTAR EN EL NÚM. 93 DE NASSAU STREET.

New-York Evening Post

Febrero de 1808


Загрузка...