51

Miércoles, 10 de febrero. A primera bora de la tarde


Simone despertó muy agitada. Alguien se hallaba de pie junto a su cama.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó santiguándose.

No era su cama. Entonces el dolor la hizo recordar. Era un miserable camastro de la cárcel municipal. Y la figura que la había asustado era Jake Hays.

Le dolía la herida. Posó una mano debajo del pecho izquierdo para aliviar el dolor y -como era natural en ella- coquetear.

– Buenos días, Jake. ¿Ha dormido bien en su propia cama?

– Sí.

– Ojalá pudiera decir lo mismo. Me gustaría tanto estar en la mía…

– También podría estar muerta -replicó Jake-. Aquí, al menos, Noah y yo la vigilamos.

– Bah, usted y Noah están fuera la mayor parte del tiempo. Sólo tengo a ese gruñón y viejo sargento Alsop, que se pasa la vida durmiendo. -Suspiró-. Me pica la herida. ¿Le importaría rascármela?

Jacob Hays negó con la cabeza.

– Debe de estar sufriendo en extremo para malgastar su aliento tratando de tentar a un ardiente presbiteriano como yo.

Simone lo escudriñó unos instantes.

– ¿No puede ser tentado?

– Por usted no.

– Oh, eso duele. -La cicatriz en forma de medialuna desapareció en el hoyuelo de la mejilla izquierda-. La herida también me duele. Un poco de brandy ayudaría…

– Luego.

– Si me da brandy, le contaré todo acerca de Peter Tonneman.

Jake suspiraba por el día que se libraría de esa mujer. Estaba harto de sus artimañas. ¿Y dónde se hallaba el joven Tonneman? Ya debería haber llegado.

– ¿Qué hay de Peter?

– Bueno, tal vez no de Peter. Aunque… ha venido y se ha ido…

Jake Hays, que jamás había pegado a una mujer, sintió la tentación de golpear a ésta.

– ¿Ha venido y se ha ido? ¿Qué le dijo?

Simone se encogió, creyendo que el alguacil mayor iba a abofetearla. Sin embargo, no se asustó. Había sido la amante de Ned Winship y estaba viva para contarlo.

– Expliqué a Peter que Ned me había llevado una vez a Richmond Hill…

– ¡Noah! -bramó Jake.

– …y que lo había oído hablar con un tal Jamie acerca de comprar un terreno. ¿Es importante?

Para entonces Jake ya había salido de la cárcel.

La bruma del alcohol se despejó poco a poco en el cerebro de George. Sacó del estuche una de las pistolas de duelo y disparó a Charlie. La bala le entró por la nuca y le reventó el rostro. George quedó perplejo. Nunca había efectuado un disparo tan bueno. No sabía siquiera por qué lo había hecho, salvo porque John Tonneman era amigo de su madre.

Ned extrajo de su bota un afilado cuchillo de carnicero y lo hundió en la garganta de George, cuya yugular explotó, empapando de sangre la cara alfombra persa que Aarón Burr había comprado hacía años, cuando era uno de los hombres más importantes de Estados Unidos. Maurice Jamison se había vanagloriado de ser su propietario. Siempre había creído que, al poseer la casa y propiedades de Aarón Burr, él también era importante. De pronto Richmond Hill despedía un hedor más nauseabundo que la fábrica de cola.

El viejo Tonneman se volvió a tiempo de ver cómo George se desplomaba. Nadie podía sobrevivir a una herida así. Consciente de que él sería el próximo, echó a correr.

Jamie lo miró burlón.

– ¡Qué desperdicio! Después de todos los años que he dedicado a este muchacho… De tal palo, tal astilla… Su padre no era de buena pasta.

Aarón Burr se acercó a la ventana, distanciándose de la carnicería. En el pasado solía pensar con rapidez, y había llegado el momento de hacerlo de nuevo.

Ned observó cómo la sangre de George manchaba la alfombra. Limpió el cuchillo en el cuerpo del muchacho y salió detrás de John Tonneman.

– Toma la otra pistola -sugirió Jamie.

Ned rió.

– Para ese anciano me basta con este cuchillo.

Anciano, pensó Jamie divertido. Él también lo era, pero un anciano acaudalado.

John Tonneman montó a Sócrates. Algo, tal vez el olor de la sangre, hizo enloquecer al animal, que con un agudo relincho arrojó a su jinete al barro y se alejó al galope. Tonneman permaneció unos instantes perplejo y sin aliento, después se levantó trabajosamente y echó a correr con todas sus fuerzas. El barro que empapaba sus botas amenazaba con tirarlo al suelo. Se adentró a toda prisa en el bosque. Había menos lodo allí, pero las raíces y las ramas, las hojas mojadas y las piedras resbaladizas de musgo le hacían tropezar.

El corazón le palpitaba con fuerza. Nunca se había sentido tan asustado, ni tan vivo. No estaba preparado para morir. Y menos en esos momentos, cuando tenía tantos motivos para vivir.


Ned el Carnicero no se apresuró. No era preciso. Sabía que el anciano no tardaría en salir corriendo; entonces lo atraparía. A Ned le encantaba esa parte; la cacería, la expectativa. Por algo lo llamaban Ned el Carnicero.


Peter cabalgó sin descanso a lomos deOphelia. George Willard se hallaba en Richmond Hill. Peter lo había sospechado mucho antes, y ahora estaba seguro. Resultaba asombroso cómo obraba un breve descanso; cómo despejaba la cabeza. Su amistad de la infancia era una farsa. A Peter nunca le había gustado George. Ese hijo de perra siempre había sido un bravucón.


Ned se detuvo al oír un caballo acercarse. Un solo jinete. Quienquiera que fuera, no le supondría una gran molestia. Al parecer el señor Jamison tendría dos matanzas por el precio de una.


John Tonneman había corrido trazando un círculo. Entre jadeos de cansancio, salió tambaleándose del bosque para encontrarse una vez más ante la casa de Jamie bañada por el sol invernal. Un blanco perfecto. Respiró hondo. Si pudiera regresar al bosque antes de que lo vieran… Parecía que el corazón iba a estallarle. Necesitaba detenerse y descansar. Oyó los cascos del caballo. El dolor se agudizó. Ned lo había alcanzado. «Oh, Dios. Ahora no. Aún no.»


Noah conducía a Copper a toda velocidad. Avanzar tan deprisa por un camino repleto de charcos significaba herir y destrozar al caballo. Y tal vez acabar con el carruaje encallado en una zanja llena de barro.

En el interior del vehículo, Jacob Hays, el alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, mordisqueaba un cigarro apagado, concentrado en Maurice Jamison.


Peter sabía que cabalgaba demasiado deprisa, pero confiaba en que Ophelia cuidaría de ambos. Ante él se alzaba Richmond Hill. Un halcón volaba en círculo por encima de su cabeza y, como si lo guiara, se desplazó hacia la casa para posarse en el tejado.

El sol asomó entre las nubes.

Dios mío, había alguien tendido en el camino. Peter tiró con brusquedad de las riendas y se detuvo antes de pisotear el cuerpo. Desmontó de un salto y, antes de volverlo, supo quién era.

– ¡Papá! -Sostuvo entre los brazos el cuerpo inmóvil-. No te mueras. No puedes morir, viejo estúpido.

El viejo Tonneman se movió y, sin abrir los ojos, murmuró:

– No es respetuoso llamar a tu padre «viejo estúpido».

Peter echó a reír, aliviado. Su padre no estaba muerto.

– ¿Te encuentras bien? ¿Estás herido?

– Herido no, sólo viejo. Y sin aliento. Y… -Se llevó la mano al pecho y añadió-: El reloj no hace tictac como debería.

– Me alegra saber que seguirás un tiempo por aquí. Hay una boda a la que quiero que asistas. -Abrazó a su padre.

– Será un placer.

– ¿No es encantador?

Ned avanzó hacia ellos. Podría haber saltado y rajado una garganta tras otra en un abrir y cerrar de ojos, pero pensó que sería más divertido deshacerse de los dos hombres al mismo tiempo. ¿Y para qué estaba la vida, sino para divertirse? Y para disfrutarla. El cuchillo destelló al sol.


– ¡Corre, papá, corre!

Peter se abalanzó sobre las piernas de Ned. Éste trató de alcanzarlo con el cuchillo y falló, pero con la bota izquierda dio con carne y huesos; se oyó un sonido gratificante, como el de una rama al partirse. Estaba seguro de haber roto las costillas de al menos uno de los cabrones. Allí estaba, tendido de espaldas, esperando el cuchillo.


El viejo Tonneman lo golpeó con todas sus fuerzas. La roca no cayó sobre la cabeza de Ned, sino sobre sus enormes hombros, antes de rebotar. El golpe había sido débil, pero bastó para que Ned soltara el cuchillo. Éste arrojó al anciano al barro con un revés y luego agarró a Peter por el cuello.


Noah vio a los tres hombres pelear en el barro delante de la casa de Jamie. Consciente de que no tenía otra elección, condujo a Copper a toda velocidad hacia ellos. Dos hombres yacían en el barro, y sólo uno permanecía de pie, tambaleándose.

Copper, resoplando y exhalando vaho, volvió la cabeza y retrocedió para esquivar el cadáver. Jake y Noah se apearon del carruaje, y este último tranquilizó al caballo con palmadas y susurros.

Jake echó un vistazo al cadáver del gran Ned. Después pasó por encima de él moviendo el cigarro entre los dientes.

– Jamie está allí dentro -informó Tonneman señalando la casa- Con Charlie Wright. Charlie ha muerto, y también George Willard. Jamie pagó para que mataran a Brown y Quintin.

Jake observaba el cadáver destrozado de Ned.

– Me lo figuraba.

– Yo también.

– Y a Emma Greenaway y Gretel Huntzinger -prosiguió Tonneman. Meneó la cabeza- No importa; eso pertenece al pasado. Debería estar enterrado.

– Acompáñame, alguacil -ordenó Jake-. Es el momento de entrar y arrestar al asesino.

– ¡Un momento! -exclamó Tonneman-. Hay alguien más con Jamie.

– ¿Quién?

– No lo creerás… Aarón Burr.

El alguacil mayor quedó tan sorprendido que partió el cigarro por la mitad y se mordió la lengua.


Jake aporreó con el bastón la puerta principal y ésta se abrió.

– ¿Señor? -preguntó Stevens con cautela.

Jake entró a grandes zancadas, seguido de Peter.

Noah, que raras veces los acompañaba, también los siguió. No quería perderse el espectáculo.

Jake pasó por encima del primer cadáver. John Tonneman aseguró que era Charlie Wright, a pesar de que la sangrienta masa en que había quedado convertida su cabeza era irreconocible. El otro cadáver pertenecía al joven George Willard. Tonneman lo sintió en el alma por la pobre Abigail.

– Maurice Arthur Jamison. -Jake recorrió con la vista la carnicería, horrorizado-. Quedas detenido por planear los asesinatos de Thaddeus Brown y Quintin Brock. ¿De qué te servirá ahora el dinero? No escaparás de la soga.

Jamie contempló su imagen en un deslumbrante espejo, se echó hacia atrás un mechón de cabello suelto y se ajustó la corbata. Alzando el vaso hacia Tonneman y Jake Hays, bebió y lo arrojó a la chimenea. Se hizo añicos con un tintineo y un susurro. Acariciando con los dedos la segunda pistola, sonrió.

– Para Maurice Jamison, la pistola que mató a Alexander Hamilton servirá. -Se llevó el cañón a los labios-. En fin, después de todo, moriré como él murió. -Se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo.


Burr paseó cauteloso entre los cadáveres, la sangre y la materia fecal. Examinó el arma junto a la mano de Jamie.

– No era ésta, sino la otra pistola, Jamie. Siempre fuiste imbécil e irritante.

Se produjo un profundo silencio.

John Tonneman clavó la vista en el cuerpo destrozado de su viejo amigo.

– Ah, Jamie, ni siquiera el divino perfume de Caswell-Massey número 6 puede disimular ahora tu infame olor.

Aarón Burr se volvió hacia Jake Hays.

– Me alegra volver a verte, alguacil mayor.

Jake inclinó la cabeza, cortés.

– Señor…

– ¿Cómo están tu encantadora esposa y tus hijos?

– Muy bien, señor.

– ¿Y mi joven tocayo?

– Estupendamente, señor.

– Bueno, entonces la Providencia ha sido generosa contigo, Jacob.

– Le debo toda mi vida de trabajo, señor. Estoy en deuda con usted. Sin embargo, he dado mi palabra de defender la ley.

– Tu reputación se conoce incluso en Francia, alguacil.

– Hay muchas cosas que hacer aquí. Si mientras estoy de espaldas, usted desapareciera, ¿qué podría hacer yo? ¿Y quién me creería si asegurara que usted se encontraba aquí? -diciendo esto, Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, volvió la espalda al hombre cuyo nombre había puesto a su hijo.

Aarón Burr inhaló el fétido olor, miró desesperado la alfombra persa y el hermoso par de pistolas que lo habían llevado a la ruina y… sonrió. Era demasiado ridículo para no hacerlo.

– ¡Agárrame! -exclamó, y se apresuró a salir por la puerta trasera.



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New-York Evening Post

Febrero de 1808


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