12

Sábado, 30 de enero. Muy de mañana


El rescate de la viuda Boenning habría de cambiar la vida de Peter. Lo de menos era dónde había estado. La cuestión era con quién.

Al día siguiente los Rawls habían invitado a sus huéspedes a asistir al servicio dominical en el salón de la posada, pero Peter había preferido permanecer en su habitación. El día transcurrió despacio y monótono; había nevado hasta bien entrada la noche y resultaba imposible, e incluso peligroso, viajar. Aunque aburrido, Peter se alegró de estar en un lecho caliente.

Aunque no era persona intelectual, trató de entretenerse con los dos libros que encontró en un estante junto a la estrecha cama. Uno era la Biblia cristiana, con los dos Testamentos. Hojeó el tomo deseando tener una copa en su lugar. Le llamó la atención una palabra, pero ya había pasado la página, y por mucho que lo intentó durante casi una hora, no logró encontrarla de nuevo. Sin duda se trataba de otra señal, porque la palabra había sido «viuda».

El otro libro era de Tomás Moro y estaba escrito en latín. Peter nunca había destacado en las lenguas clásicas, de modo que dejó a un lado el volumen. Como no había nada más en la habitación con que entretenerse, y desde luego nada de alcohol, volvió a coger la Biblia. Trató de localizar la palabra «viuda» de nuevo, luego hojeó el Antiguo Testamento en busca de las historias que su madre solía contarle. Los numerosos «engendró» sólo consiguieron provocarle sueño. El Nuevo Testamento, con sus distintas versiones de la misma historia, resultaba igualmente aburrido y más confuso. A Peter no le interesaban ni la religión ni la lectura.

Tomó de nuevo el segundo volumen, Utopía. Aunque había estudiado latín, no distinguía un amo de un amat. Por fortuna, el anterior lector había escrito notas en los márgenes, de manera que poco a poco logró desentrañar la historia. Así pues, se enteró de que la Utopía ficticia era una isla de cincuenta y cuatro ciudades situada en Sudamérica. Esa república, que había sido un reino, era propiedad común, y el bien general era lo más importante. Sus habitantes se asombraban mucho al oír que el oro, en sí mismo inútil, era tan preciado en todas partes y que incluso el hombre, para quien el oro había sido hecho y quien le había dado su valor, se consideraba menos valioso que dicho metal.

Peter abrió mucho los ojos ante tan ridícula creencia. Reprimiendo la tentación de arrojar el libro contra la pared, volvió a dejarlo en el estante junto con la Biblia.

Seguía nevando. El viento cambió, las temperaturas ascendieron y, como consecuencia, empezó a diluviar. El viento azotaba los postigos, arrojaba ramas contra ellos y hacía tambalear la posada.

A media tarde, cuando la Biblia y el señor Moro casi lo habían vuelto loco, llamó a la sirvienta Flora para pedir agua caliente. Se afeitó y vistió antes de bajar. Se alegró de encontrar a Charity Boenning casi restablecida y cómodamente instalada en el salón. La señora Rawls servía té y bizcochos de semillas de amapolas.

Aceptó encantado la invitación de Charity de sentarse a su lado. Cuando ella sonrió, Peter se reveló una vez más incapaz de pronunciar palabra. La señora Rawls jugueteaba con las servilletas, esperando oír lo que Peter iba a decir. Sorprendida por la ausencia de conversación, se retiró.

El silencio se prolongó. Flora apareció con la taza de Peter, contempló unos instantes a la pareja y decidió retirarse. Peter se levantó de un salto, nervioso.

– ¿Le sirvo?

– Sí, por favor. Disculpe, pero todavía me tiemblan las manos -respondió Charity, aturdida-. No logro olvidar a esa pobre gente que murió.

– No me extraña. Fue un milagro que usted sobreviviera. ¿Leche?

Ella asintió.

– Usted es mi milagro, señor Tonneman.

Clavó la vista en las ventanas cerradas con postigos, que impedían ver el diluvio.

– La señora Rawls me ha informado de que ha dejado de nevar.

Peter, que sostenía con cuidado la jarra de peltre para no derramar el líquido, musitó:

– Con la lluvia.

– La señora Rawls ha pedido un coche para que mañana mismo reanude el viaje hasta Nueva York, si los caminos están transitables.

Se la veía tan frágil… Peter se echó más azúcar que de costumbre. No se atrevía a mirarla a los ojos por temor a disolverse como el azúcar.

– ¿Está lo suficientemente recuperada para viajar, señorita Boenning?

– Oh, sí. Estoy impaciente por finalizar mi viaje.

Peter le acercó una fuente.

– ¿Un bizcocho?

Ella negó con la cabeza. Peter advirtió cómo se balanceaban sus oscuros rizos.

– Ha dicho que vivía en Nueva York -dijo ella con un hilo de voz-. Entonces ¿volverá conmigo, señor Tonneman?

– Oh, no. Me dirijo a Princeton. Mi tío Ben publica un periódico allí, The Guardian.

– ¿De veras?

Se produjo otro largo silencio mientras bebían el té.

– ¿De dónde ha salido la expresión «agárrame»? -preguntó de pronto la joven.

Él soltó una sonora carcajada; el primer gesto natural que hacía en toda la mañana.

– ¿No se emplea en Filadelfia? Se ha extendido por toda Nueva York. Viene de la palabra «embargo».

Charity reflexionó unos instantes y dejó la taza.

– Por el embargo del señor Jefferson… -aclaró Peter.

La joven lo miró con los ojos brillantes.

– No es preciso que me lo explique. No soy completamente boba. Ya sé qué es un embargo.

– Mil disculpas. No era mi intención ofenderla, señora Boenning.

– Y no lo ha hecho. ¡Agárrame! Me gusta. ¿Regresará pronto a Nueva York? -Volvió a clavar en él su aterciopelada mirada.

A decir verdad, Peter Tonneman había olvidado su firme determinación de abandonar la ciudad desde el momento en que se había topado con Charity Boenning y le había salvado la vida. En aquellos instantes estaba a punto de desistir de su propósito, lo que no le convenía en absoluto.

– Señora Boenning, iré con usted a Nueva York. Ahora que la he conocido, no podría dejar de hacerlo.

– ¡Agárrame! -exclamó Charity Boenning, ruborizándose con coquetería.


Al día siguiente la tormenta había seguido su curso. La lluvia caía formando una gran cortina y llevándose la nieve consigo. Habían acordado que escoltaría a la señora Boenning hasta Nueva York y la dejaría en manos de su pariente. Mientras la esperaba, se sentó ante el fuego del salón de la posada, barajando las posibilidades que tenía ante sí.

Charity Boenning lo había hechizado. Era viuda y, tras el período de luto, quedaría libre para volver a casarse. Vestía unas ropas de luto muy sencillas. ¿Significaba eso que era modesta o que carecía de dinero? Y estaba en estado. Una viuda pobre y embarazada.

Nada de eso desalentó a Peter. Decidido a convertirla en su esposa, se proponía comunicar al pariente de Charity sus intenciones.

Si deseaba contraer matrimonio, debería primero recuperar su puesto en la Collect Company. Se transformaría en un nuevo Peter Tonneman, un hombre de quien su padre se enorgullecería, capaz de mantener una esposa y un hijo.

Sólo un hombre podía ayudarle a recuperar su empleo: su padrino, Jamie.

Peter se levantó de un salto cuando la señora Rawls, con un gran abrigo azul bajo el brazo, descendió por las escaleras. Detrás, con su vestido negro y un sombrero azul prestado, bajaba Charity Boenning. Tenía las mejillas sonrosadas. ¿Era a causa de su estado, la aventura, o la presencia de Peter? Éste se apresuró a reunirse con las mujeres al pie de las escaleras y esperó a que la señora Rawls pasara para ofrecer el brazo a Charity.

– Cuídese y cuide del bebé -aconsejó la posadera, envolviendo a Charity en el abrigo-. Envíemelo una vez se haya instalado.

– Ha sido tan amable… -respondió Charity-. Pero ¿qué se pondrá usted entonces?

– El abrigo de los domingos. Lo confeccioné yo misma.

Miró a ambos jóvenes unos instantes, esperando un comentario, pero estaban absortos contemplándose el uno al otro. La señora Rawls esbozó una amplia sonrisa. Aquella muchacha no permanecería mucho tiempo viuda. Cogió un paraguas del colgador situado junto a la puerta y se lo ofreció a Peter.

– Hemos enviado un mensaje a su pariente de Nueva York para que vaya a recogerla al transbordador -informó dirigiéndose a Charity.

Fuera, una triste Ophelia los aguardaba bajo la fría lluvia, atada a la parte posterior del coche que los llevaría hasta el transbordador de Hoboken y desde allí hasta Manhattan. Peter cubrió a ambas mujeres con el paraguas mientras corrían hacia el vehículo.

El señor Rawls se hallaba sentado en lo alto de un carro con montones de cuerdas y cadenas. El y cuatro hombres a caballo se disponían a partir en busca de los cadáveres de los demás viajeros de la diligencia de Filadelfia.

– ¡Buen viaje hasta Nueva York! -deseó la señora Rawls a voz en grito mientras la partida de rescate se alejaba por el camino embarrado.

Todos sabían que no había esperanzas de encontrarlos vivos, pero, en palabras de la señora Rawls, «al menos recibirán un entierro cristiano».

En cuanto Charity se hubo instalado en el interior, la señora Rawls le colocó en el regazo una cesta de mimbre cubierta con un trapo.

– Un poco de comida para el viaje -dijo con una amplia sonrisa.

Peter se sentó delante de Charity, y partieron.

El trayecto hasta el transbordador que había de llevarlos a Nueva York fue arduo. Peter tuvo que bajar del vehículo en más de una ocasión para empujarlo porque las ruedas se habían encallado en el barro. Agradeció la cesta de la señora Rawls, que la pareja compartió.

Al llegar a la terminal, encontraron un harapiento grupo de personas empapadas, dos caballeros -comerciantes o banqueros-, de aspecto elegante, y cuatro mujeres vestidas de forma estrafalaria. Charity las miró boquiabierta. Peter sonrió.

– Te entrarán moscas.

– ¿Son…?

– Sí.

La joven se ruborizó.

Poco después del mediodía embarcaron en el transbordador con destino a Nueva York. El deshielo de finales de enero había derretido la nieve, y los enormes trozos de hielo flotaban libremente por el North River. La lluvia había cesado por fin, y el reflejo del sol del mediodía sobre el hielo los deslumbraba. Peter y Charity disfrutaron de sus débiles rayos mientras observaban el avance de la embarcación entre las ciénagas de Nueva Jersey y la espléndida confusión de Manhattan. Al cabo de un rato bajaron al camarote, revestido de resistente madera de arce. Peter ayudó a Charity a sentarse y permaneció de pie a su lado.

– ¡Castañas! ¡Castañas recién asadas! -canturreaba un hombre de color, agitando la sartén ennegrecida.

Peter compró un cucurucho de periódico y las compartió con Charity. Al otro lado de las ventanas, Nueva York aparecía mágica; el fabulado Gotham de Washington Irving.

Peter Tonneman bajó la vista hacia su compañera.

– Es una ciudad muy hermosa -comentó.

Regresar a casa le producía una extraña emoción. La joven aceptó el brazo que Peter le ofreció, y salieron a la estrecha cubierta. La fresca brisa resultaba balsámica. En su nerviosismo Peter empezó a divagar.

– ¿Conoce el barco de vapor del señor Fulton? El Clermont. Dicen que navega a cinco millas por hora. En agosto subió este mismo río. Fulton's Folly lo bautizaron. Podríamos subir juntos algún día… -Se detuvo. ¿Había ido demasiado deprisa, demasiado lejos?

Charity asintió, impertérrita. Al cabo de un rato dijo:

– Es una ciudad muy hermosa.

– Mire -señaló Peter, soltando un suspiro de alivio.

Nueva York apareció ante ellos tan clara como un aguafuerte en una lámina de cobre. Gotham, el país de las hadas, la tierra de los mitos.

– ¡Oh, cielos! -musitó la joven, protegiéndose los ojos con la mano. Luego levantó la vista hacia Peter Tonneman y añadió-: Mi marido decía… Había viajado mucho, incluso había llegado hasta China; me explicó que los chinos tienen una costumbre según la cual, si salvas la vida a una persona, te haces responsable de ella para siempre.

Peter le cogió la mano y, ruborizándose, la soltó.

Ella echó a reír.

– No tema, señor Tonneman. Le eximo de la obligación.

– No lo comprende -se apresuró a replicar él-. No deseo que me exima. -Contemplando la ciudad, cada vez más próxima, Peter se sintió nacer de nuevo, restablecido en cuerpo y alma. Estaba enamorado.

Charity respiró hondo. Tal vez, pensó. Tal vez. Las lágrimas le rodaban por las mejillas cuando el transbordador atracó en el muelle Peck.

– Me alegro tanto de estar aquí.

Los mozos subieron a bordo para bajar el equipaje y el cargamento. Un hombre fornido con una gorra marrón se acercó a ellos cojeando.

– ¿Señora Boenning? -Al ver que ella asentía, el hombre prosiguió-: He venido a recogerla. ¿Dónde está su equipaje?

Ella le entregó la cesta del almuerzo vacía con una sonrisa. A continuación recorrió el muelle con la vista.

– ¡Allí está! -exclamó excitada.

– ¿Dónde? -preguntó el joven enamorado.

– Allí. El caballero de negro. ¿Lo conoce?

Peter quedó boquiabierto. Resultaba difícil ser de Nueva York y no conocer al hombre vestido de negro. El pariente de Charity Boenning era nada menos que el alguacil mayor de Nueva York, Jacob Hays.



AVISO

SE RUEGA A TODAS LAS PERSONAS QUE TENGAN RECLAMACIONES CONTRA LA PROPIEDAD DEL DIFUNTO NICHOLAS CARMER PRESENTEN SUS LIBROS EN EL NÚM. 4 DE VESEY STREET, Y QUE LOS ENDEUDADOS PAGUEN DE INMEDIATO A ELIZABETH CARMER, ADM.

New-York Evening Post

Enero de 1808


Загрузка...