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Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde


Sugarloaf era una bucólica calle arbolada de modestas casas con jardín que discurría al oeste de Broadway. Se hallaba en los límites de la ciudad, muy alejada del centro, motivo por el cual Jacob Hays había optado por vivir en ella. Le recordaba la granja de Bedford, en el condado de Westchester donde había nacido y pasado su infancia ayudando a su padre en el almacén.

El hogar del alguacil mayor era una gran casa blanca de madera rodeada de robles y encinas. Contaba con una cochera bien construida y un establo de cuatro cuadras. La cochera podía albergar un par de carruajes y un trineo, y en el piso superior se alojaba el cincuentón Noah Douglas, viudo desde hacía diez años.

Detrás de la casa, en el otro extremo del jardín, había un huerto de árboles frutales que daba manzanas, peras y melocotones en primavera, verano y otoño.

En la casa vivían entonces Jake, su esposa, Katherine, sus tres hijos, una criada llamada Anna que también cocinaba y, desde hacía poco, la prima segunda de Jake, Charity Etting Boenning. Ésta había escandalizado a la comunidad judía de Filadelfia al escapar de casa para contraer matrimonio con un viudo cristiano que le doblaba en edad, un artista a quien había conocido mientras pintaba un retrato a sus padres.

Jacob Hays se sentía tan orgulloso de su herencia judía como de su fe cristiana; en cualquier caso, no había acogido a su prima Charity por esa razón. Llevaba su misma sangre y se hallaba en apuros, lo que era suficiente motivo.

– Daré avena a Copper, señor Jake -anunció Noah mientras conducía al establo el caballo y el carruaje.

Jake estaba distraído; acababa de vislumbrar una mancha azul al otro lado del camino. Frunciendo el entrecejo, se frotó su gran nariz y fijó la vista en el tronco de un enorme roble que se levantaba en un claro donde la mayoría de árboles habían sido talados para hacer sitio a la nueva casa de Cornelius Philips y su familia.

¿Había alguien detrás del árbol, espiándolo, vigilando su casa? Tal posibilidad lo indignó. Parte de las tácticas policiales de Jake consistían en seguir a los ladrones a sus guaridas, casas y tabernas, a fin de obtener información sobre sus camaradas. No le hacía ninguna gracia la idea de que algún sinvergüenza le volviera las tornas.

Noah ya estaba dentro del establo. Él solo se ocuparía del asunto. Fingiendo entrar en la casa, la rodeó, se dirigió al huerto de frutales y, ocultándose en él, avanzó hacia el oeste. Cruzó el camino con sigilo y se adentró en el bosque. Allí completó la vuelta hasta salir detrás del roble.

Como sospechaba, un hombre con un abrigo azul observaba su casa. Menudo descaro. Nadie espiaba a Jake Hays.

Silencioso como un gato, se acercó al delincuente y le aferró el brazo. Tenía mucha fuerza, de modo que, aunque el hombre era más alto que él, no logró soltarse. Jake le obligó a volverse.

El hombre hizo una serie de gestos confusos con el brazo libre, primero tirando de su sombrero, luego cubriéndose el rostro y finalmente dejándolo caer, resignado.

– Caramba, Peter Tonneman. Precisamente el hombre que andaba buscando. Acompáñame. Tenemos que hablar. -Jake precedió a Peter hasta su casa- Las botas -dijo ante la puerta lateral, señalando el limpiabarros que descansaba en el último de los tres escalones.

Peter se las limpió a fondo. Lo último que deseaba era darle más motivos para reprenderlo.

– Suficiente -dijo finalmente Jake.

Entonces se limpió meticulosamente las suyas, cubiertas de barro endurecido, y ambos hombres entraron en la cocina, donde Anna trajinaba con un montón de ollas y teteras. Dos tartas de manzana recién sacadas del horno reposaban en una fresquera, y la cocina emanaba olores maravillosos. Sentado en un banco junto a la lumbre, Noah levantó la vista de su sopa, sorprendido.

Peter Tonneman, abatido, con frío y hambriento tras la vigilia matinal, se sintió abrumado por el calor y el olor de la cocina y se dejó caer agradecido en la silla de respaldo de listones que Jake le acercó. Éste hizo señas a la joven, que interrumpió su tarea para servir a cada uno un tazón de sidra caliente.

Sentándose frente a Peter en la larga mesa de arce, Jake dijo:

– Explícate. ¿Qué hacías agazapado como un ladrón?

Peter tomó un sorbo de sidra caliente y suspiró.

– Disculpe, señor. Esperaba ver a su pariente, la señorita Boenning.

– ¿Verla?

– En realidad hablar con ella.

– ¡Santo cielo! ¿Qué hay de malo en llamar a la puerta principal y dar tu nombre?

– Temía que me arrestara.

Jake se ablandó, adoptando la expresión que mostraba a sus hijos.

– ¿Por qué? ¿Has hecho algo malo?

– Sí, señor. Me emborraché y golpeé al delegado Brown.

– ¿Algo más?

– No señor. Se lo juro ante Dios.

Jake frunció el entrecejo.

– No tomes el nombre de Dios en vano.

– No señor. Juro que no tuve nada que ver con la muerte del señor Brown.

– Eso lo dices tú.

– Si se refiere a la caja fuerte, la última vez que la vi fue el viernes por la noche. Brown estaba cerrándola y me acusó de haber robado dinero.

– ¿Y era cierto?

– No, señor. Por eso lo golpeé.

– Ha desaparecido la caja fuerte.

– Yo no me la llevé.

– ¿Y el otro dinero?

– Lo siento, señor. No sé de qué me habla.

– Los sobornos.

El muchacho se encogió de hombros.

– Lo siento, señor. No sé a qué se refiere.

Jake había arrojado el anzuelo, pero Peter no había picado. Bueno, merecía la pena intentarlo. Tomó un sorbo de sidra antes de continuar.

– Me alegro de haber mantenido esta breve charla, muchacho. Ayuda a esclarecer el caso.

– Gracias, señor.

De pronto Jake se endureció, adoptando la expresión que exhibía ante los criminales.

– Sin embargo, estás en mi lista. Si no hubieras acu dido a mí, yo habría ido a ti. Explícame otra vez que ocurrió aquella noche, cuando golpeaste a Brown.

Ruborizado, Peter se irguió en la silla.

– Señor, yo no maté a Thaddeus Brown. Discutimos…

– Y lo golpeaste.

– Sí. Me acusó de robar.

– ¿Habías robado algo?

– No, ya se lo he dicho. Aseguró que se proponía hundirme y perdí los estribos.

– Nunca se remedia nada con ello.

– No, señor. Lo golpeé, es cierto, pero cuando me marché seguía lo bastante vivo para amenazar a mí y mi reputación. Pregunte al vigilante que vino a investigar.

– ¿Y el dinero?

– Ya se lo he dicho. Estaba en la oficina cuando me marché. Tal vez se lo llevó el vigilante. O el otro hombre.

Jake saltó de alegría. Por fin nueva información.

– ¿Qué otro hombre?

– Antes de que Tedioso… que el señor Brown y yo tuviéramos unas palabras…

– Y lo golpearas.

– Bien, antes de eso, oí al delegado Brown discutir con otro hombre.

– ¿Quién era?

– No lo sé. Yo estaba en una habitación, y ellos en otra. Había bebido mucho y dormitaba sobre mi escritorio.

– Tengo entendido que gracias a ti y George Willard las tabernas prosperan.

– Eso era antes. He cambiado, señor. -La expresión de Peter era solemne-. Créame, he cambiado.

– Mi prima afirma que le salvaste la vida.

Peter se llevó la mano al cuello, repentinamente acalorado.

– ¿Se lo dijo Charity, esto, la señorita Boenning?

– Por esa razón no estás entre rejas, con ratas que te mordisquean el trasero. -Jake se quitó el pañuelo del cuello y lo dejó en la mesa-. Mi familia y yo estamos en deuda contigo.

En aquel momento la puerta que daba al comedor se abrió, y Katherine Hays, con un bebé en brazos y un niño aferrado a sus faldas, entró en la cocina.

– Ah, estás en casa. ¡Qué agradable sorpresa! Enseguida te daré de comer. -Dirigiéndose a la lumbre, revolvió con la mano libre una cazuela y probó el contenido-. Falta sal.

Anna tendió el salero a la señora de la casa, que tomó un puñado y lo esparció generosamente.

– Te presento a Peter Tonneman, Katherine. Comerá con nosotros. -Jake se volvió hacia el niño-. ¿Por qué estás tan triste, Aarón?

Katherine miró a su marido por encima de la cabeza del pequeño.

– Le duele la barriga.

Jake levantó a su hijo por los aires.

– Cuidado la barriga -advirtió Katherine.

– ¿Cómo te encuentras ahora, señor Aarón Burr Hays?

El niño rió.

– Bien, papá.

– Así me gusta. Ahora fuera.

– Sí, papá.

Y el niño salió alegremente de la cocina.

– ¿Ha llamado a su hijo Aarón Burr? -no pudo evitar Peter preguntar.

– Sí, fue el señor Burr quien me consiguió mi primer empleo de alguacil. Todo lo que soy y espero ser algún día, se lo debo a Aarón Burr. Era un gran demócrata. Y no era un traidor, nunca lo fue.

– Sí, señor.

– Bienvenido a nuestro hogar, señor Tonneman. -Katherine era una mujer atractiva con un gran sentido del humor, lo que no le venía mal para tratar a su marido, hombre nada convencional-. Sólo hay sopa de cebada y judías, además de tarta de manzana, pero se quedará a comer, ¿verdad?

– Sí, señora. Gracias.

Katherine asintió hacia su marido y se retiró llevándose consigo al bebé.

– Explícame qué impresión te causaba Brown -pidió Jake, volviendo de inmediato al asunto que los ocupaba.

Peter arqueó una ceja. Nadie le había preguntado nunca nada así. Disimuló su alegría; el viejo Hays le pedía su opinión.

– Bueno, Brown no siempre se comportaba como se supone deben hacerlos los Alas Anchas.

– ¿Por ejemplo? -Jake tamborileó con los dedos en la mesa.

– A menudo acudía a una reunión fuera de la oficina, o eso afirmaba, y regresaba oliendo a perfume y con el cuello de la camisa manchado de carmín.

– Tal vez iba a casa a ver a su mujer.

Peter negó con la cabeza.

– No era la señora Brown. Ella sí es una verdadera cuáquera. Una mujer menuda, como un ratoncillo.

– Eso sí es divertido, Peter.

– ¿Cómo dice?

– No importa. Dices que el cuáquero tenía una querida. ¿Alguna idea de quién era?

– No, señor. En un par de ocasiones me mandó llevar un paquete a una mujer que vivía en Duane Street.

Una combinación de inspiración y memoria impulsó a Jake a formular la siguiente pregunta:

– ¿Tenía una cicatriz en forma de medialuna en la mejilla izquierda?

– Sí. ¿Cómo lo sabe?

– No importa. ¿En qué número de Duane?

– Treinta y nueve.

– Buen muchacho. ¿Qué más?

– Era muy grande, si se refiere a eso.

Los ojos de Jake brillaron, y arrugó la nariz. Era el lobo que iba tras su presa.

– ¿Alta o gorda?

– Las dos cosas. Y creo que era francesa.

– Sí, sí, sí. Mejor que bien. Perfecto.

– ¿Cómo ha sabido de ella?

– La gente me cuenta cosas. Tal información, sumada al poder de observación que Dios me ha dado… En mi trabajo se precisa tener los ojos y los oídos bien abiertos. Y utilizar el cerebro.

Peter estaba intrigado.

– Nunca pensé que el trabajo de un alguacil pudiera ser tan interesante.

El instinto indicó a Jake que el muchacho no estaba involucrado en la muerte de Brown. El joven Tonneman procedía de buena familia. Sin embargo, el instinto no bastaba. Necesitaba hechos. Hasta que dispusiera de pruebas, lo mantendría vigilado. ¿Y qué mejor modo de vigilarlo que ofreciéndole un empleo? Jake estaba seguro de que una hermosa joven como Charity no permanecería mucho tiempo viuda, y ésta había elogiado más de una vez el valor y las buenas cualidades del joven Tonneman. Jake sopesó esos argumentos contra el hecho de que Peter fuera sospechoso de asesinato. Tras unos instantes de reflexión, decidió que tal vez no ayudaría, pero tampoco estorbaría.

– Debe haber un empleo para ti en una gran ciudad como Nueva York. Y si lo hay, lo encontraré. Pásate más tarde por la cárcel y seguiremos hablando… después de que hayas presentado tus respetos a la señorita Boenning, por supuesto.



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New-York Examiner

Febrero de 1808


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