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Jueves, 4 de febrero. Por la mañana


El tiempo se había vuelto más benigno, como a menudo sucedía antes de otra oleada de frío. Micah se alegró de estar sola. No le importaba salir a trabajar al jardín en un día de invierno. Aunque el aire seguía siendo frío, le encantaba estar sola.

El caldero colgaba de una pesada barra de metal sobre un fuego apagado. Micah se arremangó el viejo gabán del doctor Tonneman, en cuyo interior cabían tres como ella, y tiró hacia sí del caldero. Se detuvo en seco al recordar: «Cuidado, es lejía. No querrás quemarte.» Asintiendo, se enfundó unos voluminosos guantes de lona de cirujano en sus pequeñas manos.

Con cuidado para no desperdiciar el sedimento, vertió el líquido claro que cubría el jabón en una gran jarra de boca ancha. El líquido contenía los sedimentos de la cal y el bicarbonato. Mezclado con ocho litros de agua se convertiría en el detergente en que sumergiría y herviría la colada, después de haberlo dejado reposar un par de días.

A pesar de su cuidado, se le derramó un poco de líquido, y se quebró la capa de nieve endurecida, se filtró en la helada tierra como la orina de un perro o un niño. Sonrió.

De pronto una voz más grave se hizo eco de aquellas palabras de advertencia:

– Cuidado, es lejía. No querrás quemarte.

La criada reprimió una carcajada. El anciano había salido de la casa y permanecía detrás de ella.

– Despacio, niña.

– Sí, doctor Tonneman.

La joven sabía lo que hacía. ¿Acaso no le ayudaba a elaborar jabón desde que había empezado a trabajar para ellos hacía tres años? Lo preparaba tan a menudo que podría hacerlo con los ojos vendados. Últimamente el médico, que parecía no tener nada en qué ocuparse, no dejaba de repetir las cosas.

– Estoy esperando una cataplasma de olmo rojo para el culo de Arnos Fink.

– Doctor Tonneman. -La joven meneó la cabeza. Ese anciano cada día estaba peor.

Tonneman observó cómo Micah encendía el fuego con un pedernal. La madera seca ardió casi de inmediato, y la joven atizó la llama, disfrutando del calor. Luego movió la barra para que la olla quedara encima de las llamas. Sólo entonces Tonneman regresó a su consulta.

La joven puso a hervir la grasa y la colofonia en la lejía hasta que la primera desapareció. Vertió el agua de rosas en la mezcla y estaba removiéndola cuando llegó la señora.

– Yo lo haré, Micah. Entra y ocúpate de las demás tareas. La cena siempre se retrasa. -Mientras hablaba, Mariana echó la mezcla en la caja del jabón. Al día siguiente, una vez endurecido, lo cortarían en pastillas.

Micah entró. Había colgado de las patas un pollo decapitado para que se secara y puesto dos ollas de agua a hervir. Observó el agua; estaba lo bastante caliente. Examinó el pollo; había sangrado bien. Cogiéndolo por las patas, lo sumergió tres veces en una olla con agua hirviendo.

Arrancó con destreza las plumas escaldadas y las puso a secar sobre un trozo de lona para utilizarlas más tarde. Destripó el pollo, lo lavó, lo cubrió de sal y lo colocó sobre la tabla de madera. Entonces subió a hacer las camas y vaciar los bacines. Mientras lo hacía, pensó alegremente en su breve descanso al sol y el frío aire. Si la dejaran en paz, todo iría sobre ruedas. Micah, que era huérfana y judía de nacimiento, aunque no sabía una palabra de su religión, había vivido en la calle hasta aquel día, hacía ya tres años, en que el viejo médico la había encontrado medio helada en su cobertizo. La habían instalado en una habitación de la buhardilla. Ocuparse de dos ancianos y sus tres hijos, quienes, salvo Leah, eran mayores que ella, era un buen empleo para Micah. Por desgracia los tres vástagos estaban terriblemente consentidos.


En la consulta, Tonneman había lavado con jabón rosa el glúteo izquierdo del enorme trasero de Arnos Fink.

– La cataplasma te lo ablandará, pero tendré que abrirlo.

– No me dolerá, ¿verdad? -gimoteó Amos.

– Por supuesto que sí, bobo.

Tonneman clavó una aguja caliente en el desagradable furúnculo morado. ¡Plof! El furúnculo se vació limpiamente. Tonneman untó la herida con ungüento de raíces de romero y diente de león antes de cubrirla con gasas y esparadrapo.

– Te daré un poco de este ungüento. Quiero que te lo apliques y bebas infusion de raíz de ruibarbo cada día, hasta el sábado, antes de acostarte. La raíz de ruibarbo te limpiará los intestinos y hará que te sientas mejor.

Más tarde, fumando en pipa en la biblioteca, Tonneman anotó el furúnculo de Fink, mientras su pobre cabeza seguía dando vueltas a lo que había bautizado como «el enigma de Emma». ¿Cómo había muerto Emma Greenaway? ¿Quién la había matado? No era un enigma tan difícil; más o menos como el de Zenón sobre Aquiles y la tortuga. Cuando Aquiles llega al punto de partida de la tortuga, ésta ya ha avanzado un poco, y así sucesivamente hasta el infinito. Así se sentía Tonneman, como si tratara de alcanzar a la anciana tortuga y quedara estancado en la paradoja de Zenón; cuando más cerca se hallaba, más camino tenía por delante.

Tonneman oyó crujir el suelo de tablas del piso de arriba bajo el ligero peso de Mariana o Micah. Ésta se encontraba fuera, preparando el jabón, recordó. O al menos debería estarlo. Contrariado, se apresuró a salir. El fuego estaba apagado, y el jabón guardado en las cajas. No había nadie a la vista. Entró en la casa por la puerta de la cocina. Mariana echó hortalizas en una olla colgada sobre la lumbre y las removió. El hombre percibió el olor a grasa de pollo.

Entró y, colocándose detrás de su esposa, le puso las manos en los brazos y a continuación en las caderas, recordando aquel día en que eran jóvenes, al principio de la guerra. Había acompañado a Mariana Mendoza a su casa de Maiden Lane y la había rodeado con los brazos, sujetando las riendas con ambas manos. Ahora, como entonces, ella se apoyó contra él y se volvió. Entonces, como ahora, él la besó.

Sus respiraciones se acompasaron mientras aspiraban el tibio y agradable olor de la verdura cocida.

Los pasos de Micah en las escaleras rompieron el hechizo. Se separaron, y Mariana se acercó a la lumbre mientras su esposo se dirigía a la otra pared para inspeccionar las hierbas puestas a secar en el estante.

La joven pasó entre ambos con un bacín y se encaminó hacia el agujero que habían perforado en un tilo del bosque situado detrás del cobertizo. Los miró de reojo. Debían de haber discutido de nuevo… o… No, eran demasiado viejos para eso.

Mariana removía la verdura en silencio. Sobre la mesa de roble descansaba un pollo limpio y salado. Tonneman cogió un cuchillo del estante que había encima de su cabeza y procedió a cortarlo. Nunca lo había considerado una tarea femenina y disfrutaba exhibiendo su pericia de cirujano aun con un pollo. En cuanto hubo terminado, Mariana cogió los pedazos y los echó a la olla junto con más agua hirviendo. Ella y Tonneman trabajaban bien juntos, como lo habían hecho al principio de su matrimonio.

Mariana lloraba en silencio.

– Oh, querida. -Tonneman la estrechó entre sus brazos y advirtió cómo la sacudían los sollozos-. ¿Qué te ocurre?

Ella se desprendió de su abrazo, enojada una vez más.

– ¿Cómo puedes preguntármelo? Tú y Daniel os sentáis para hablar del muerto, el cráneo y el pasado, abandonando a los vivos. ¿Qué hay de tu hijo? Debes hacer algo.

Tenía razón. Sin embargo, cada vez que pensaba en Peter y sus apuros, se sentía confuso.

– Buenos días.

En ese preciso instante su hijo apareció ante ellos recién afeitado y bien vestido.

Mariana lo observó, atónita.

John Tonneman se aclaró la voz.

– Quiero hablar contigo, Peter.

Mariana sirvió a su hijo una taza de té negro.

– Tengo bastante prisa -replicó Peter, bebiendo el té a sorbos y cortando un trozo del pan puesto a enfriar en el alféizar de la ventana.

Se mostraba tan alegre que sus padres se miraron perplejos. Lo siguieron hasta la puerta principal, donde cogió el sombrero y la capa y se los puso.

– ¿Adónde vas con tantas prisas? -preguntó el anciano Tonneman.

– Tengo un nuevo empleo -respondió con una nota de emoción en la voz y el rostro resplandeciente de orgullo.

– ¿Jamie…?

– No ha sido el tío Jamie, sino el viejo Hays.

Tonneman meneó la cabeza sin dar crédito a sus oídos.

– ¿Qué clase de empleo podrías desempeñar para Jacob Hays?

Peter echó a reír.

– Voy a ser alguacil.



SE HAN ENCONTRADO Y DEJADO EN ESTA OFICINA

UNAS LLAVES EXTRAVIADAS.

EL PROPIETARIO PODRÁ RECUPERARLAS PAGANDO ESTE ANUNCIO.

New-York Evening Post

Febrero de 1808


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