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Miércoles, 10 de febrero. Inmediatamente después del atardecer


Dos guardias nocturnos encendían las farolas de Broadway. Tonneman se sentía impaciente por regresar a casa. Empujó suavemente al tranquilo Sócrates, que lo esperaba ante la entrada de Richmond Hill. El animal resopló y movió la testuz en un gesto equino de asentimiento, ensanchando los ollares.

Tonneman cabalgaba por John Street en dirección a su casa, cuando un caballo desbocado, tirando de un carro que había perdido una rueda, pasó galopando por su lado en dirección a Broadway. Si había un conductor, Tonneman no lo vio. De pronto se oyeron las campanas de incendio.

Se trataba de un sonido estridente que resultaba aún más terrorífico por el inconfundible olor del fuego y el silencio que siempre seguía a la primera alarma.

Entonces empezaron los gritos. La brigada de bomberos, compuesta por ciudadanos voluntarios, apareció corriendo; en los muelles, otros voluntarios llenaban cubos de agua en East River y los depositaban en el carro.

Un miedo cerval se apoderó de Tonneman al ver qué dirección tomaba la brigada de bomberos. Rutgers Hill. Espoleó a Sócrates para que avanzara más deprisa. El caballo relinchó, tan asustado como el jinete. El humo llenó el aire y cubrió el cielo cada vez más oscuro.

A medida que se aproximaba a su casa, las cenizas caían sobre él como granizo caliente, chamuscándole la ropa y quemándole la piel. Se detuvo, desmontó y se apresuró a atar a Sócrates a la barandilla de los Bernhardt. No lo ató muy fuerte; no quería que, si las cosas no iban bien, el caballo muriera abrasado.

Un grupo de mujeres y niños se había congregado delante de la casa de Bernhardt; las mujeres montaban guardia con cubos de agua, los niños con bolsas para rescatar del fuego todo cuanto fuera posible, y trapos húmedos para apagar las ascuas. Volvieron a sonar las campanas de incendio.

Como cuando Tonneman era joven, aún se pedía a los neoyorquinos que guardaran cubos de cuero y bolsas de trapo en los vestíbulos de sus casas. La ley indicaba que, si estallaba un incendio, los ciudadanos debían acudir corriendo con sus cubos llenos de agua y bolsas de trapos, a fin de ayudar a rescatar la propiedad de las víctimas.

– ¡Gracias a Dios que está usted aquí, doctor! -exclamó la señora Bernhardt en medio del repique de las campanas.

El resplandor de las llamas que se elevaban de la casa de Tonneman iluminó la colina.

– ¿Mi esposa? ¿Mis hijas? -vociferó él.

– No las he visto. Tal vez…

Tonneman no esperó a escuchar el resto.

El sudor corría por su rostro manchado de hollín. No reconocía a ninguna de las personas que atestaban la calle y los alrededores. Por suerte los carros de incendio se movían tirados por caballos; no eran las reliquias arrastradas por hombres de su juventud. Y con el deshielo tan impropio de la estación, el agua no se congelaría. Tal vez…

Había creído que volvía a ser el joven doctor Tonneman hasta que sintió el familiar dolor que le oprimía el pecho. Aminoró el paso y trató de respirar en medio del humo. Impotente, observó cómo la cocina de su casa era engullida por las llamas. Le caían ascuas ardientes, mofándose de él. Los hombres gritaban y corrían de un lado a otro.

Los bomberos apuntaron las dos mangueras al tejado, y las llamas rugieron cuando el agua las golpeó. Tonneman seguía buscando a su familia. Le escocían la nariz y la garganta a causa del humo, y le lloraban los ojos.

– ¡Mariana! -llamaba una y otra vez.

– ¡Papá!

Con el rostro negro de hollín, Leah estaba casi irreconocible. Se hallaba al otro lado del camino, sana y salva. Corrió hasta ella tan deprisa como pudo, alegre y temeroso a la vez. ¿Dónde estaba Gretel? ¿Y Mariana?

La calle aparecía casi tan iluminada como en pleno día debido a las lámparas y el fuego voraz. Al acercarse a su hija menor, vio que la muchacha frotaba con suavidad el brazo de Micah. A pesar del humo, el olfato, antes que la vista, le indicó que Leah restregaba grasa de pollo derretida en la quemadura que la criada presentaba en el brazo. Ésta lloraba.

– Estate quieta, Micah -ordenó Leah, severa. Su pequeña doctora, pensó Tonneman. Las dos jóvenes se hallaban sentadas en un par de sillas de la cocina, como si aún se hallaran en esa estancia.

Tonneman examinó el brazo de Micah.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó a su hija-. ¿Y Gretel?

– Mamá…

– Yo no quería… -balbuceó Micah. La joven había perdido la mayor parte del cabello, las pestañas y las cejas. La quemadura del brazo no era grave, pero sí las ampollas que presentaba en el rostro.

– Leah,Sócrates está atado delante de la casa de los Bernhardt -explicó Tonneman-. Ve a buscar mi maletín. Es preciso que le apliquemos ungüento de pamplina en la cara y el brazo.

Su hija entornó los ojos y, limpiándose las grasientas manos en la chamuscada falda, preguntó:

– ¿Lo he hecho mal?

– No, lo has hecho divinamente. Pero hemos de hacerlo aún mejor. ¿Y tu madre? Dime.

– No estábamos en la casa cuando estalló el fuego -respondió Leah.

Tonneman dejó escapar el aliento que ignoraba había contenido. El dolor de su pecho se atenuó.

– Ahora corre.

Mientras su hija se apresuraba a cumplir sus instrucciones, Tonneman se volvió para recorrer con la mirada a la multitud. Las quemaduras debían ser lavadas primero con té frío, pero hacía lo que podía. De pronto recordó las palabras de Micah.

– ¿No quería qué? -preguntó distraído, buscando con la vista, al tiempo que envolvía a la muchacha en una mugrienta manta gris que encontró a sus pies-. ¿Dónde está la señora Tonneman? ¿Dónde está Gretel? ¿Están bien?

Antes de que la joven pudiera responder, se oyó un grito entre la multitud cuando una gran lengua de fuego se extendió de la casa al cobertizo. Los voluntarios lograron contener la nueva amenaza, y el cobertizo se salvó. Por el momento.

Una mirada hacia el norte tranquilizó a Tonneman. Su hija Gretel se hallaba a menos de seis metros en compañía del abogado Isaac de Groat, que la rodeaba con el brazo de manera protectora.

Tonneman empezó a inquietarse por Leah. Había desaparecido entre la muchedumbre y el humo. Comenzaba a preocuparse de verdad cuando la niña apareció a su lado.

– Aquí tienes, papá. -Le entregó el maletín negro.

– Bien -respondió él, hurgando en su interior-, ¿Dónde está tu madre? ¿Se encuentra bien?

– Oh, sí, papá. Todos estamos bien.

Él se tranquilizó. Lo primero era lo primero. Aplicó el ungüento en el rostro y el brazo de Micah. Una vez atendida la paciente, se volvió hacia su hija menor con los brazos extendidos. Ella corrió hacia él, que la levantó en volandas y la balanceó en el aire, ignorando el crujido de sus huesos y el dolor en su pecho. La muchacha rió, con los dientes blancos como la nieve en su rostro tiznado. La risa duró sólo unos momentos.

Las llamas alcanzaron el tejado de la casa y devoraron la veleta en forma de gallo.

Tonneman dejó a su hija en el suelo, y juntos observaron en silencio cómo el fuego se propagaba despacio, casi con consideración, por el resto del edificio.

Tonneman suspiró.

– Cuida a Micah, Lee -indicó, echando a andar.

¿Dónde estás, Mariana?, pensó.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó, acercándose a su hija mayor.

Isaac de Groat condujo a Gretel hacia su padre.

– ¿Qué? -exclamó la joven por encima del estruendo de voces, llamas y agua.

– Tu madre -repitió Tonneman cuando su hija llegó a su lado.

– No lo sé -respondió ella, besándolo, no como su hija pequeña, sino como una jovencita.

– ¿La has visto?

– Sí, claro.

– Estaba aquí hace un momento -intervino Isaac.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó Tonneman, sudando profusamente.

– Comentó algo de una caja -explicó Gretel.

– Quédate aquí con tu hermana.

De pronto Tonneman imaginó la terrible escena de Mariana entrando en la casa en llamas. ¿Para qué? Se abrió paso entre los hombres con cubos y mangueras. La ansiedad se apoderó de él.

De repente comprendió qué caja buscaba su esposa; la que contenía los recuerdos de los antepasados holandeses de su marido, Pieter Tonneman, y de la esposa de éste, Racqel.

¿Dónde demonios se había metido su esposa?

– ¡Mariana! -llamó-. Mariana…

No podía imaginar vivir sin ella. La llamó de nuevo por su nombre cuando oyó un grito. El dolor del pecho se agudizó. Dos voluntarios sacaron los restos de un cadáver de la casa devastada. En el aire flotaba el olor a carne quemada.

– ¿Dónde está el carro?

– Que me cuelguen si lo sé.

Los hombres continuaron discutiendo sobre el paradero del carro. Tonneman lo sabía -había visto el caballo que tiraba de él hacia Broadway- pero le faltaron las fuerzas para decírselo. Cerró los ojos, se tambaleó y, apoyándose contra la verja, que seguía milagrosamente entera, rezó al Dios de Abraham y a Jesucristo, a quienes conocía muy superficialmente, ya que había crecido en el seno de la Iglesia Reformada holandesa.

– ¡Es Will Griswold! -exclamó una voz-, ¡Pobre desgraciado! Ha quedado totalmente carbonizado. -El aire se tornó más frío.

– Tonneman.

El doctor abrió los ojos y se encontró frente a Thomas Floy, un hombre fornido y achaparrado con unos fuertes antebrazos, como revelaban las mangas enrolladas de su chamuscada chaqueta. Floy era el capitán de los bomberos voluntarios y el propietario de la herrería de Pearl Street.

– ¿Qué?

– Traía encargos a su padre.

Tonneman lo miró fijamente.

– Jonathan Griswold. -El herrero tenía el rostro manchado de hollín y ceniza. Bajó la voz hasta casi susurrar-: Esta semana vendía sidra.

Tonneman asintió. Recordaba que Micah había comentado algo de un barril de sidra.

– Sí.

– Tu criada estaba enseñándole sus cerillas.

– Oh, Dios mío. El encendedor instantáneo.

– Eso es. -Floy meneó la cabeza-. Ese bastardo se prendió fuego a sí mismo y a toda la casa.

– Pobre chico. ¿Ha visto a mi esposa?

– Estaba fuera con sus hijas cuando se declaró el incendio. Es una verdadera heroína, un auténtico Ethan Allen [11] con faldas. Entró corriendo y rescató a la criada. Luego se empeñó en volver a entrar como una loca. Disculpe mi lenguaje.

Tonneman hizo un gesto, incapaz de hablar.

– Pero no se lo permitimos -continuó Floy, limpiándose la cara y logrando sólo manchársela más.

– Mi esposa…

– Está por aquí. Tal vez con algún vecino.

– Entonces ¿todo ha terminado? ¿Dónde demonios está Mariana?

– Ha terminado. Todo está completamente empapado. Pero no queda gran cosa. Lo siento mucho.

– No importa. Era una casa vieja.

Despacio, reacios a abandonar el espectáculo, los ciudadanos y bomberos se marcharon. Tonneman cruzó la calle para reunirse con sus hijas, Isaac y Micah. Leah sostenía una gran caja plateada y deslustrada.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó al ver la caja.

– ¿No la has visto? -inquirió Gretel-. Estaba aquí mismo. Afirmó que esta caja era todo cuanto necesitábamos para volver a empezar.

Tonneman esbozó una sonrisa cansina.

– Muy propio de ella -dijo a sus perplejas hijas.

– La he encontrado, papá. -Leah atravesó corriendo la calle, que era un mar de barro y madera chamuscada-. ¡Mamá! -Desapareció detrás de la casa en ruinas.

Tonneman la siguió. Su consulta parecía intacta, y las llamas apenas si habían tocado el cobertizo. Se preguntó cuánto costaría reconstruirlo. Oyó que Leah lo llamaba y siguió la voz.

– Oh, papá…

– ¿Qué?

Leah levantó la vista y sonrió.

– No lo creerás.

– ¿Qué?

– En el roble. Mamá está allá arriba.

La joven señaló el árbol que se alzaba delante de la habitación de sus padres; el viejo roble que John Tonneman había escalado de niño y le había dado sombra cuando se sentaba solo a pensar o a leer, o más tarde en compañía de Abigail. Pero sobre todo era el árbol de Mariana. La había visto por primera vez encaramada a él, hacía treinta y dos años.

– ¡Oh! -exclamó.

Leah frunció el entrecejo, preocupada.

– Mamá nunca había hecho nada semejante.

Tonneman echó hacia atrás la cabeza y rió. De pronto comprendió todo.

– Sí; sí lo ha hecho. Reúnete con tu hermana.

Las ramas del árbol desnudo brillaban a la luz de la luna. En la que rozaba la ventana de lo que había sido su dormitorio, vio el contorno de una esbelta figura. Tonneman se acercó al roble.

– ¿Piensas quedarte ahí toda la noche? -inquirió.

– No si tengo una razón para bajar -fue la contestación.

Suspiró, deseando ser poeta. Pero al pobre no le llegó la inspiración.

– ¿Soy un motivo suficiente?

No hubo respuesta.

– He preguntado si soy…

– Ya te he oído, viejo. Estoy pensándolo.

– Maldita sea, anciana, baja ya. Te necesito.

Mariana se deslizó para arrojarse a sus brazos.



EL CONSEJO MUNICIPAL HA SIDO INFORMADO DE QUE «LOS TRABAJADORES CONTRATADOS PARA LA EXTRACCIÓN DE BARRO DEL COLLECT FUERON DESPEDIDOS EN EL CURSO DE LA SEMANA PASADA».

LOS GASTOS CORRESPONDIENTES AL TRABAJO DE ESTAS TRES SEMANAS ASCIENDEN A 576,55 DÓLARES, APARTE DE LAS COMIDAS DIARIAS QUE RECIBÍAN EN LA CASA DE BENEFICENCIA. ESE MISMO DÍA JOHN MEGHAN RECIBIÓ 500 DÓLARES PARA PAGAR A LOS CARRETEROS EMPLEADOS EN EL COLLECT.

New-York Evening Post

Febrero de 1808


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