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Martes, 2 de febrero. De la tarde al anochecer


El primer alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, Jacob Hays, era el gallito del lugar y desempeñaba el papel a la perfección. Este hombrecillo agresivo y valiente tenía unos andares peculiares; era el ciudadano más célebre de Nueva York y se esforzaba por estar a la altura de su fama.

Se trataba de un hombre de extraordinaria resistencia que recorría su ciudad noche y día, desde que salía el sol hasta que se ponía. Aquel día Jake Hays ya llevaba en pie, como de costumbre, desde el amanecer; unos minutos antes de las siete había salido de su casa de Sugarloaf Street, a la altura de Broadway, en el distrito quinto. Divertirse y dormir eran actividades secundarias para él. Se había ganado una reputación internacional entre los representantes de la ley como capturador de ladrones y el «terror de los malhechores».

A pesar de que existían las denominadas fuerzas del orden público, si Jacob Hays no realizaba el trabajo, éste quedaba por hacer. Dichas fuerzas se componían de dos alguaciles por cada distrito, y había nueve desde el extremo de la isla hasta más allá de Chambers Street, donde terminaba la ciudad. Los alguaciles se elegían anualmente, y era bien sabido que todos eran unos holgazanes que hacían poco más que llevar una estrella para defender la ley. A menos que practicar el chantaje se considerara hacer algo.

Al caer la noche los capitanes supervisaban un cuerpo especial de guardias nocturnos integrado por ciudadanos que de día ejercían otro oficio. Estos guardias a menudo sufrían asaltos si osaban penetrar en lo que las bandas consideraban su territorio, que por la noche no era sino toda la ciudad de Nueva York.

Con su bastón de roble en una mano, Hays era un contrincante temible, capaz de derribar a hombres que le doblaban en tamaño. Cada día, seguido de Noah, recorría a pie Broadway hasta Chambers al menos una vez, haciendo determinadas paradas en las calles laterales. Aparte de esos lugares específicos, cada día trazaba la ruta a su antojo y según su inspiración, encaminando sus pasos hacia donde su instinto le indicaba había problemas. Y éste raras veces se equivocaba.

Y aquella fría tarde de febrero del año 1808, Broadway se hallaba, como era habitual, llena de gente y caballos que se desplazaban en todas direcciones.

Unos gatos se paseaban con aire majestuoso entre los escombros amontonados en mitad de la calle. Los tres barrenderos, con los peculiares andares de los marineros, retiraban con poco entusiasmo el estiércol. Los gatos ignoraban a los hombres, que a su vez ignoraban a los gatos. La gente y Walter Dalton, uno de los dos alguaciles del distrito quinto, ignoraban tanto a los gatos como a los barrenderos.

– Buenas tardes, alguacil mayor.

El alguacil Dalton, que llevaba una estrella de latón, se irguió al saludar. Mostraba al mundo un rostro más afable cuando el viejo Hays se encontraba cerca. De no ser por Jake Hays, los alguaciles ni siquiera lucirían las estrellas que los distinguían. Había sido él quien había organizado las fuerzas del orden, entregando a sus miembros estrellas de cinco puntas, de latón para los patrulleros, de cobre para los sargentos, de plata para los tenientes y capitanes, y dorada para el alguacil mayor y sus delegados.

Jake asintió brevemente hacia Dalton.

– Buenas tardes, Jake -lo saludó un ciudadano.

– Lo mismo digo -contestó Hays.

– Buenas tardes, alguacil mayor -lo saludaban otros al pasar.

Jake saludó a cada uno llevándose el bastón al sombrero de castor.

A las cuatro y media Jake hizo un alto en la taberna de Pine Street para tomar un pastel de carne y un café. A esa hora del día ya había ingerido tal cantidad de café que estaba a punto de reventar, de modo que la parada no era tanto para cenar como para hacer sus necesidades. Nunca cenaba en casa salvo los domingos, día que solía reservar a su familia.

Después de cenar, Hays divisó a Cyrus el Gigante, quien cada día colocaba un tronco de lado a lado de Broadway y exigía un peaje de un centavo a todo aquel que fuera sobre ruedas o a caballo, y medio centavo a quienes iban a pie. Algunos pagaban por caridad, otros por miedo, ya que cuando estaba muy borracho Cyrus podía mostrarse agresivo. Jake lograba dominarlo.

Aquel día Cyrus sólo estaba ligeramente ebrio.

– ¿Estás bien, Cyrus?

El gigante, que disfrutaba haciendo ruidos con la garganta, respondió con uno.

– Awk, Jake.

– Aparta el tronco de la calle.

El gigante agachó la cabeza, cubierta con un mugriento gorro con una pluma de pavo, y obedeció, desparramando monedas al hacerlo. Llevaba una combinación de dos gabanes cosidos juntos, uno marrón y otro verde. Las mangas de este último habían sido arrancadas por los hombros.

– Guárdatelas en el bolsillo.

– Awk.

– ¿Cuánto has recaudado?

– Todo esto. Awk, awk.

Cyrus le enseñó la mano llena de monedas de cobre y al sonreír reveló una enorme boca de dientes podridos.

– Gástalo en comida en lugar de en alcohol. ¿Me has oído?

– Awk.

– ¿Eso significa que sí?

El gigante asintió con vigor.

– Espera aquí.

– Awk, Jake.

Cyrus movió los pies dentro de sus botas improvisadas, de las que asomaban los dedos envueltos en trapos.

Jake entró en la taberna de Leonard.

– Leonard, despierta a Tom.

Un joven alto se levantó de un salto, vertiendo su cerveza.

– Estoy despierto, Jake. -Era el alguacil Thomas Burton, del distrito segundo.

– Lleva a Cyrus a la cárcel para que duerma bien por una noche.

– Sí, señor.

– Y eso también va por ti.

Burton saludó y, seguido de un dócil Cyrus, emprendió la larga caminata hacia la cárcel municipal de Chambers Street.

Jake Hays entornó los ojos bajo el sol del atardecer. Debían de ser las cinco pasadas. Los pequeños aristócratas se dirigían o ya estaban cómodamente instalados en sus casas. Tal vez reaparecieran más tarde, en familia o en parejas, camino del teatro; o los hombres solos, en busca de la camaradería de los cafés o las tabernas. Muchas criadas que ya habían servido la cena a la pequeña aristocracia regresaban penosamente a sus casas cargadas de comida que habían comprado o trocado, o bien habían obtenido por las buenas o por las malas de las despensas de su señora para alimentar a sus familias.

A continuación Jake solía echar un vistazo al Collect. Tras dar una vuelta completa a lo que quedaba del Embalse de Agua Dulce, se detenía en la cervecería Coulter, en el distrito sexto. El edificio de cinco plantas se alzaba en lo que hasta hacía poco habían sido las orillas del Collect, en la intersección de Orange, Cross y Anthony. Allí, Dirk Heinlein hacía salir a un aprendiz con dos cervezas, una para Jake y otra para Noah. Era la forma de terminar la ronda y siempre era bien recibida.

Heinlein solía tener dos o tres aprendices que trabajaban con un contrato corriente, firmado ante un juez. El maestro se comprometía a darles de comer, vestirlos, lavarles la ropa, alojarlos y, al finalizar el contrato, entregarles una nueva muda. Según la ley, el aprendiz recibía a cambio lecciones de lectura y escritura. Y debía dar su palabra de que, cuando más tarde ejerciera el oficio aprendido, lo haría a una distancia segura y conveniente del establecimiento de su maestro.

Mientras bebía a sorbos la cerveza, Jake contempló las colinas de Nueva Jersey al otro lado de North River. Nueva York estaba creciendo demasiado. Tal vez debería trasladarse con su familia al otro lado del río. No, era una idea absurda. Le gustaba su ciudad.

– ¿Está pasando un buen día, señor Hays? -preguntó Noah.

– Brillante como el sol.

– Pero…

Jake Hays hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.

– Ese asunto de Brown es un hueso duro de roer.

– Lo roerá.

– Con el tiempo. En cualquier caso, no se trata de un simple golpe en la cabeza. A ese hombre lo enterraron vivo.

– Eso es horrible.

– En efecto. Y ciertos asuntos relacionados con el difunto deben ser investigados. Tengo entendido que ha desaparecido dinero.

– Hay tipos en esta ciudad que matarían por diez dólares.

– Nueva York puede llegar a ser un lugar horrible -asintió Jake-. Esta vez hay en juego más de diez dólares. Y Brown trabajaba para el ayuntamiento y la Collect Company.

Noah asintió.

– Eso debería darle un montón de ideas.

Jake puso los ojos en blanco.

– ¿Cuánto dinero se destina al canal y cuánto va a parar a bolsillos particulares?

– ¿A mí me lo pregunta, señor? Yo sólo conduzco un carruaje.

Jake se levantó el sombrero para enjugarse la frente.

– ¿Quieres que intercambiemos nuestros empleos?

– No, gracias, señor. -Noah sonrió. Era una conversación que ambos se permitían a menudo.

– ¿Qué hay de ti, Noah? ¿Estás pasando un buen día?

– No me quejo.

Noah entregó la jarra vacía al aprendiz que esperaba. Jake apuró la suya y lo imitó mientras Noah regresaba al carruaje.

– Buenas noches, Jake -se oyó desde el interior de la cervecería.

Una mujer en un carro bajaba por Orange Street en dirección a ellos. Sólo tenía veinte años, pero aparentaba el doble. Sus cuatro hijos iban sentados en lo alto del carro, y un terrier cruzado no paraba de subir y bajar de un salto. Los niños miraron a Jake con sus ojos hundidos.

– Buenas noches, Meg.

– Buenas noches, Jake. -Uno de los pequeños, un chiquillo de unos seis años, se apeó del carro y comenzó a hurgar en las basuras desparramadas por el suelo en busca de comida.

– ¿Qué sabes?

– ¿De qué?

– ¿Qué has oído sobre Joseph Thaddeus Brown?

Una niña de siete u ocho años saltó del carro con un jarro y se encaminó hacia la cervecería. Meg Doty la observó unos instantes.

– ¿El delegado de vías públicas que también trabajaba para la Collect Company?

Jake asintió.

– Muerto, ya sabes. -Puso los ojos en blanco.

Jake hizo una mueca. Meg se creía graciosa.

– ¿Robaba dinero de la Collect Company?

– Unos dicen que sí, otro que no.

– Eres una gran ayuda, Meg.

– Lo intento, señor.

– Encontramos su cadáver el lunes cerca del Collect. Supongo que llevaba allí diez días… Fue visto por última vez dos viernes antes en la oficina. Quiero averiguar si alguien lo vio la noche de ese viernes o después.

Meg se rascó los descoloridos rizos rubios que le asomaban bajo la gorra de lana negra.

– Eso sería el 22 de enero, viernes. ¿Por la noche?

– Así es. ¿Sabes algo?

– Me temo que no. ¿Puedo ayudar más a la ley?

– Sí, y de esto no digas ni pío. ¿Conoces a Peter Tonneman?

– ¿El hijo del viejo Tonneman? Es aficionado al alcohol. A él y al joven Willard, el sobrino del todopoderoso Jamie Jamison, les gusta empinar el codo. ¿Qué hay del joven Tonneman?

– Querría saber dónde estaba ese viernes.

– ¿Hay alguna conexión entre él y el difunto Brown? Sé que trabajaba para ese hombre.

– Lo ignoro. No menciones eso cuando formules preguntas acerca de Peter. No quiero arruinar su reputación si no tiene nada que ver.

– Estaré atenta y preguntaré por allí.

Jake le entregó una moneda de cinco centavos, y Meg la inspeccionó con expresión sombría antes de guardarla en la bolsa de cuero que le colgaba de la muñeca.

El hombre esperó a que se frotara la nariz y dijera las palabras de costumbre.

Meg se frotó la nariz.

– Ahora que pienso, creo recordar…

– ¿De qué se trata?

– Brown aceptaba sobornos.

Jake asintió. Ya había contemplado tal posibilidad.

– De contratistas, carreteros y demás. De todos cuantos quieren sacar tajada del Collect.

Jake se llevó la mano al bolsillo del abrigo.

– ¿Algo más?

Los dos niños que permanecían en el carro se disputaban un trozo de pan.

– He oído comentar -continuo Meg, observando plácidamente la discusión- que iba a medias con un socio.

– ¿Quién podría ser?

La joven miró al alguacil mayor con los ojos muy abiertos. A continuación silbó a los niños, que se detuvieron de inmediato y miraron a su madre precavidos.

– ¿Quién, Meg?

– No he dicho que lo sepa.

– ¿Cuánto?

– Pongo a Dios por testigo que lo ignoro. Si lo supiera, le pediría la luna, y me llevaría a mis hijos al campo y me dedicaría a labrar la tierra.

– ¿Quién mató a Brown?

La joven sorbió por la nariz y se la limpió con la manga del abrigo remendado.

– No lo sé. Tan sólo he oído decir que se cobró y se pagó por asesinarlo.

– ¿Quién pagó?

– No son más que rumores que corren por ahí, ya sabe. -La mujer sonrió al ver salir del Coulter a su hija con la jarra llena de cerveza.

Jake sacó dos monedas de cuarto de dólar.

– Habla. ¿Quién pagó para que mataran a Brown?

Meg quedó sin habla al ver las dos monedas de plata. Tendió una mano medio enguantada y con las uñas negras y, una vez estuvieron en su poder, respondió:

– John Tonneman.



RECOMPENSA DE TREINTA DÓLARES

AYER TARDE UN MARINERO SE CRUZÓ CON UNO DE NUESTROS REPARTIDORES EN LA ESQUINA DE NEW SLIP Y WATER STREET Y LE PIDIÓ UN PERIÓDICO. CUANDO ÉSTE SE LO NEGÓ, LANZÓ SOBRE ÉL UN ENORME PERRO, QUE LE MORDIÓ LA PIERNA, ATRAVESÁNDOLE DE FORMA ASOMBROSA LA BOTA. ROGAMOS A LOS SUSCRIPTORES QUE VIVEN ENTRE FLY MARKET Y NEW SLIP TENGAN LA BONDAD DE PRESCINDIR DE LOS REPARTOS POR EL MOMENTO. SE PAGARÁ LA RECOMPENSA MENCIONADA MÁS ARRIBA A TODA PERSONA QUE FACILITE INFORMACIÓN PARA IDENTIFICAR AL VILLANO.

New-York Herald

Febrero de 1808


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