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Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde


La casa de Goldsmith de Garden Street se hallaba a menos de cinco manzanas de aquel destartalado cuchitril con goteras donde había vivido de joven con su difícil primera esposa, Deborah. Tonneman lo había conocido poco antes de la guerra, y juntos habían seguido la pista a Hickey, el asesino de pelirrojas.

Deborah y su dominante madre, la siempre virtuosa Esther, habían fallecido durante la epidemia de fiebre amarilla del año 98, que también se había llevado al hijo de Tonneman, David, y Grace Greenaway. Las hijas de Goldsmith, Ruth y Miriam, habían crecido y se habían casado. Residían en Albany y le habían dado ocho nietos.

Tras la muerte de Deborah y las bodas de sus hijas, Goldsmith se había visto por fin libre para casarse con Molly, quien después de la guerra había montado un rentable negocio de sombrerería.

La pequeña vivienda de Goldsmith era más sencilla que la de Tonneman en Rutgers Hill, y sin duda muy modesta al lado de la mansión de Jamie en Richmond Hill. Y no podía ni compararse siquiera con las casas de los Livingston, Hamilton, Schuyler, Duer, Duane y Beekman.

La estrecha casa de dos plantas estaba recién pintada de blanco, con los postigos verdes brillantes. Sobre la puerta principal, un sombrero de madera con una pluma anunciaba el oficio de sombrerera de Molly. Pocos recordaban que antes de la guerra la judía Molly había sido una de las numerosas prostitutas que vivían y ejercían el oficio en el barrio conocido como «tierra sagrada», cerca de lo que entonces era el King's College. Después de la revolución, éste se había convertido en la Universidad de Columbia. Y al crecer la ciudad y llegar cada vez más estudiantes, «tierra sagrada» fue engullida y borrada del mapa.

Goldsmith, que había recuperado su cargo de alguacil tras la guerra, se había retirado al casarse con Molly. En la actualidad se pasaba el día en casa, ocupado en bagatelas y estorbando a Molly. De hecho disfrutaba enormemente del ocio y de la lectura del Tora, porque había empezado a estudiar hebreo con su inquilino, Joseph Lancaster. Molly y Daniel ocupaban el primer piso y alquilaban la mitad del segundo al viudo maestro de escuela.

Tonneman encontró a Molly en mitad del salón, rodeada de encajes, rollos de tela y plumas de distintos colores, tamaños y texturas. Prendía unas plumas en un sombrero de terciopelo de color vino. En los pequeños soportes de madera que había sobre la mesa de trabajo se hallaban otros sombreros en distintas fases de fabricación. Alrededor había lápices y hojas de papel con esbozos.

– ¿Qué tal le va a Peter? -murmuró Molly.

Sacándose dos alfileres de entre los labios, alisó el encaje en su regazo y empezó a prenderlo en el ala del sombrero.

– Peter -repitió Tonneman.

No dijo más. Resultaba mortificante pensar en una respuesta adecuada. Contrariado, debía reconocer que era incapaz de resolver la difícil situación de su hijo.

– John, Peter te necesita -insistió Molly.

Malhumorado, Tonneman rechazó esas palabras con un gesto y, gruñendo, escribió una nota para Daniel con un lápiz. Convencido de que la astuta Molly la leería y decidido a no hablar con ella de Emma Greenaway, se limitó a escribir:


Goldsmith, ven a verme cuanto antes, por favor.

He descubierto algo interesante acerca del pasado.

Tonneman dejó el lápiz. Le temblaban las manos.

La mirada penetrante y la intuición aún más penetrante de Molly le comunicaron que John Tonneman estaba muy preocupado. Éste se marchó bruscamente, murmurado:

– Tengo cosas que hacer.

Mientras cabalgaba por Garden Street en dirección a Rutgers Hill, su mente erró del pasado al presente. El cráneo, Emma, la guerra, Hickey…, la difunta Gretel y la joven Mariana.

La consulta estaba cerrada aquel día, de modo que los pacientes no lo interrumpían. Podría distraerse profundizando en todas las publicaciones médicas que aún no había leído, y los panfletos de Londres que había recibido en noviembre, antes del embargo. Sabía por experiencia que si no daba vueltas al asunto, la solución se presentaría por sí sola.

La casa de Rutgers Hill -que había pertenecido a su padre y a su abuelo- era de tres plantas y estaba revestida, siempre lo había estado, de madera de pino blanco. Alrededor de la casa y el cobertizo se alzaban robles y olmos que llevaban allí desde la época en que esas tierras pertenecían a los indios. El cobertizo también se hallaba donde siempre, en el extremo opuesto a la consulta. Sin embargo, no era el mismo que el que se levantaba en tiempos de su padre. Aquél se había derrumbado veinte años atrás en un gran vendaval, y lo habían sustituido por otro.

A esas alturas también habían cambiado las tejas, pero habían vuelto a aparecer goteras, y Mariana le insistía a menudo en que reparara el tejado.

Se hallaba fuera del cobertizo, cepillando a Sócrates, distraído, cuando apareció Micah con un chal de punto alrededor de sus delgados hombros.

– He encendido el fuego, señor -anunció, alzando la voz en deferencia al oído deteriorado del anciano.

– ¿Cómo dices? -Entornó los ojos en un intento por aclarar la vista, ligeramente borrosa. Como eso no funcionó buscó en los bolsillos las gafas que había mandado hacer recientemente, pero no las encontró.

– El jabón, señor.

– Sí, claro.

¿Cómo podía haberlo olvidado? Aquella mañana había pedido a Micah que preparara cuarenta y cinco litros de agua, cinco libras de cal viva, diez de bicarbonato sódico, siete de grasa pura, ocho onzas de colofonia y diez de agua de rosas. Una vez al mes fabricaban jabón.

Se alejaron del cobertizo, y al llegar a la casa la criada abrió la puerta y le ayudó a quitarse el abrigo y el sombrero.

– ¿Quiere comer algo? -preguntó, colgando el abrigo en el perchero de arce de la pared, cerca de la puerta principal.

– Sí -respondió él.

El hombre cogió el delantal de lona de otra percha y entró en la biblioteca. Se detuvo en el umbral. Mariana, la desagradable mujer que últimamente le hacía la vida imposible, se hallaba sentada ante su escritorio, con las gafas nuevas de su esposo puestas, leyendo uno de sus libros de medicina. El débil brillo de los últimos rayos del sol de la tarde bañaba la esc.ena, que era una delicia para sus ojos ancianos. Parecía la joven que había sido cuando la vio por primera vez con el cabello suelto. Se le hizo un nudo en la garganta y trató en vano de tragar saliva.

– ¿Tiene alguna pregunta mi alumna?

– Hummm. -Mariana siguió leyendo o fingiendo que lo hacía.

Tonneman volvió a intentarlo.

– Deberías preguntar a tu marido. Creo que es médico.

Mariana levantó la cabeza.

– Mi marido está demasiado ocupado buscando sus propias respuestas a enigmas.

– La vida es un enigma.

Ella se quitó las gafas y las dejó en el escritorio.

– Eso dice él.

Tonneman le cogió la mano y la hizo levantarse.

– Tú eres mi enigma más difícil.

– John.

La estrechó entre sus brazos y notó cómo se le aceleraba el pulso. La besó.

– Te quiero, Mariana.

– Lo sé. Y yo a ti, John Tonneman. Los días que no te odio.

– No comprendes que te entiendo.

– ¿Cómo?

– Lo que estás pasando.

– Me hago vieja.

– No exageres. Yo sí estoy viejo, pobre de mí.

Mariana se apartó de él.

– Las niñas no tardarán en volver del instituto.

Gretel y Leah asistían al instituto de Chatham Street. Ciento cincuenta alumnos acudían al instituto número uno, que había abierto en abril del año anterior. El maestro Joseph Lancaster impartía clases a los alumnos mayores, que a su vez enseñaban a los más jóvenes. Esto satisfacía particularmente a Gretel, quien como alumna mayor también era maestra y transmitía las enseñanzas del señor Lancaster.

Micah llamó tímidamente a la puerta, entró y dejó en el escritorio una bandeja con un panecillo, pollo frío y una taza de té negro. Mariana aprovechó la interrupción para escabullirse. Micah hizo una reverencia y se retiró también.

Tonneman se acarició el mentón, que aún tenía barba. No se había afeitado bien. Se afeitaba de tarde en tarde, y no lo hacía debidamente.

– Mariana…

Pero se había ido. Se encogió de hombros. Mujeres. Había creído que, siendo médico, la comprendería mejor que los demás hombres, pero se había equivocado. No importaba. Tenía trabajo que hacer. Prescindiendo de la cena, bebió el té. Luego, murmurando para sí, salió al jardín.

Detrás de la casa Micah ya había hervido el agua y vertido la cal en el profundo caldero de hierro.

Mientras esperaban a que el agua se enfriara ligeramente, Micah le informó de que habían recibido una caja de hierbas de los Jardines Elgin del doctor David Hosack.

Uno de los legados del padre de Tonneman habían sido las recetas de hierbas medicinales, aprendidas tanto de los europeos como de los indios y transmitidas durante generaciones. Como su elaboración resultaba mucho más interesante que la fabricación de jabón, John sintió tentaciones de interrumpir esa tarea para empezar a triturar y preparar sus preciosas hierbas. Sin embargo, desconfiaba de su concentración. Una cosa detrás de la otra.

Envuelto en vapor, Tonneman removió el contenido del caldero, absorto en sus pensamientos. De pronto recordó nítidamente el día que ahorcaron a Hickey; el sol resplandeciente, la multitud, el bullicio. Como si se hallara de nuevo en la escena, vio a Mariana exclamar: «¿Por qué a Gretel? ¿Por qué mataste a Gretel?» Hickey había torcido el gesto y preguntado: «¿Cuál de ellas era Gretel?»

Tonneman se estremeció. Hickey nunca conoció a Gretel, de eso estaba seguro. Y de algo más; Hickey no había matado a Gretel. Tal revelación lo dejó perplejo. Si no fue Hickey, ¿quién?

Hizo memoria. Estaba volviéndose viejo, o loco. Cómo envidiaba al doctor Hosack. Estaba seguro de que su existencia era casi perfecta; vivir en una extensión de ocho hectáreas, a ocho o nueve kilómetros al norte, donde Hosack había plantado sus jardines en el año 1801. Era famoso por su renombrada colección de plantas medicinales, así como por su flora americana y extranjera. Y Tonneman estaba convencido de que también era feliz. Por supuesto que lo era; no tenía mujer.

Suspiró. Lo primero era lo primero. Disolvió el bicarbonato en el agua enfriada. Más tarde desempaquetaría las hierbas.

Observado por Micah, vertió el agua con cal en el agua con bicarbonato.

– Mañana retira todo el agua que encuentres en la superficie -ordenó Tonneman a la joven- Procura no desperdiciar el sedimento.

– Sí, doctor Tonneman.

– Recuerda que lo que obtendrás será lejía, que puede producir graves quemaduras. Ten cuidado y ponte guantes.

– Sí, señor Tonneman.

– ¡Hola! ¿Dónde está la gente? -Daniel Goldsmith dobló la esquina de la casa, cojeando.

– ¿El reúma ha vuelto a hacer de las suyas? -preguntó Tonneman, agradeciendo la distracción. Secándose las manos en un trapo, añadió-: Vamos.

Los dos hombres entraron en la casa por la cocina.

– ¿Un oporto, Daniel?

– No me importaría.

Goldsmith dejó el abrigo en una silla y no se quitó el sombrero porque la calva se le enfriaba en los meses de invierno. Una gran broma de Jehovah, pensaba el ex alguacil. Daniel Goldsmith, el irreverente judío, permaneció con el sombrero puesto dentro de la casa, como su padre y el padre de su padre.

Una vez se hubieron acomodado en la biblioteca de Tonneman, calentando sus viejos huesos en la chimenea, mordisqueando queso y pan y bebiendo oporto, Goldsmith suspiró satisfecho. Luego estudió a su viejo amigo con perspicacia.

– Pareces preocupado.

Tonneman asintió.

– Mi mundo se derrumba alrededor. Thaddeus Brown ha muerto, los fondos de la Collect Company han desaparecido, y Jake Hays sospecha que Peter está involucrado.

– Peter es tu hijo, John. Me niego a creer que cometiera algo más que una travesura de borracho. ¿Para eso querías verme?

– No, hoy he visitado a la señora Willard.

– ¿Y?

Daniel conocía el rumor de que décadas antes Tonneman y Abigail Willard habían sido novios. Los clientes de Molly comentaban que volvían a serlo, pero Daniel no lo creía.

– El cráneo que descubrimos.

– Sí, he oído hablar de él.

– ¿De quién supones que es?

Goldsmith abrió mucho los ojos.

– ¿Me lo preguntas a mí? ¿Cómo quieres que lo sepa?

– Trata de adivinarlo.

– Por el amor de Dios, John. -Tras emitir una especie de silbido, añadió-: De Benedict Arnold. [9]

– No te burles.

– Esto es absurdo. ¿De quién?

– De Emma Greenaway.

Goldsmith lo miró con fijeza.

– ¿Lo sabes o lo crees?

Tonneman clavó la vista en el vaso antes de responder.

– Lo sé.

– Lo poco que recuerdo de esa joven es que huyó… -Daniel frunció el entrecejo.

– No lo creo. Encontré un camafeo en la tierra donde hallamos el cráneo. Abigail… la señora Willard lo reconoció como perteneciente a su sobrina.

– ¿No fue Richard Willard quien informó de que Emma se había fugado a Filadelfia? ¿Qué hacía su cráneo en Nueva York?

– La decapitaron.

– Oh… -Daniel empezaba a comprender.

– Con la misma clase de espada que mató a Gretel; la dentada que robaron a Sam Fraunces.

– Santo cielo, otra vez no.

Goldsmith palideció. Durante la sucesión de asesinatos ocurridos entre los años 75 y 76, habían encontrado la espada dentada de Sam Fraunces cerca de la casa de Tonneman, pero no habían descubierto de quién era la sangre que la cubría. Se suponía que el alguacil Hood la tenía a buen recaudo, pero volvió a desaparecer y la utilizaron para asesinar a Gretel. Hood, temeroso de su situación, había acusado a Goldsmith de extraviarla, lo que había costado a éste su puesto de alguacil. Finalmente habían encontrado la desaparecida espada en el almacén de brea con la cabeza de Gretel Huntzinger empalada en ella. El recuerdo le hizo estremecer. Dejó el oporto; ya no le apetecía.

– Anoche volví a soñar con Gretel.

– En la ópera me comentaste…

– Sí, hace unos días volvieron a empezar las pesadillas. Viene hacia mí y siempre repite lo mismo. -Comenzaron a temblarle las manos. Tomó el vaso de vino y lo apuró de un trago.

Sombrío, Tonneman volvió a llenarlo.

– Tranquilo, Daniel. ¿Qué te dice Gretel?

Goldsmith se llevó a los labios el vaso y deseó recordar la bendición que se pronunciaba antes de beber vino.

– A lo largo de estos treinta y dos años me ha repetido una y otra vez: «Véngame, véngame.»



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New-York Spectator

Febrero de 1808


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