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Sábado, 30 de enero. Muy de mañana


El hombre vestido de negro era de baja estatura y robusta constitución. Retrocediendo ante la oscuridad que lo rodeaba y la de sus propios pensamientos, apuró el café. Tenía las manos tan grandes que la taza de peltre parecía de juguete en ellas. En el hogar ardía un precario fuego que contribuía a crear el ambiente sombrío del Tontine.

Ese día sólo había diez clientes en la cafetería Tontine. Es verdad que eran las siete de la mañana, y apenas si acababa de amanecer, pero el año anterior, a la misma hora, el Tontine había estado lleno a rebosar, con su asidua clientela de aseguradores, corredores de bolsa, comerciantes, vendedores y políticos, que se acorralaban mutuamente para sonsacarse información, ansiosos por enterarse de las noticias a fin de comprar, vender o asegurar; todos concentrados en un mismo cometido: hacer dinero.

Ese año, gracias al señor Jefferson, a quien Dios bendijera, y a su embargo, dicho cometido se había visto frustrado. El dinero escaseaba, y había pocas posibilidades de prosperar. La ciudad, con sus casi setenta mil almas, sufría audiblemente, pues los neoyorquinos nunca temían protestar.

El hombre corpulento tenía la tez morena, los ojos azul pálido, que brillaban bajo unas cejas pobladas, y una gran nariz con una curva conocida como hebraica. Lucía un sombrero de piel de castor firmemente encajado en su gran cabeza, y en la mano derecha sostenía un grueso bastón de roble. Al salir al balcón del Tontine se quitó con la izquierda el sombrero, dejando al descubierto una calva rodeada por una orla de cabello castaño claro ligeramente rizado. Se enjugó el sudor de la frente con la mano y volvió a calarse el sombrero. A pesar del frío invernal raras veces usaba gabán. Debajo del chaleco llevaba una sencilla camisa de lino blanco, y alrededor del cuello, su emblema: un pañuelo de seda blanco brillante.

Desde aquel lugar estratégico que daba a la cafetería Slip dominaba todo el puerto, que en aquellos momentos se hallaba sumido en un misterioso silencio y presentaba un aspecto sórdido, sobre todo alrededor de Coenties Slip.

– El embargo del señor Jefferson es terrible. -El tabernero, Lemual Wilson, salió al balcón- Si esto sigue así, me marcharé a Filadelfia.

– ¿Qué le hace pensar que allí les va mejor? -preguntó con su voz grave el hombre vestido de negro.

– No les va mejor, lo sé.

Los dos hombres permanecieron en silencio, contemplando cómo los copos de nieve empezaban a caer.

– ¿Podría hacerme un favor? -preguntó finalmente Wilson.

– Adelante.

– El joven Tonneman se ha desplomado en una de las habitaciones traseras.

El hombre vestido de negro golpeó el suelo con el bastón. Tenía entendido que Tonneman había vuelto a desaparecer; ese joven disoluto ya lo había hecho otras veces y, lamentablemente, volvería a hacerlo.

– Me ocuparé de él. Mi cochero lo llevará a casa.

– Gracias. Bueno, parece que la ciudad vuelve a estar en pie de guerra.

– ¡Agárrame! -exclamó el hombre de negro, sabiendo cuán cómico resultaba que alguien de su temperamento utilizara tal expresión, que había arraigado en la ciudad, cautivando a todo el mundo, jóvenes y viejos, ricos y pobres-. Si el embargo no termina con nosotros, lo hará el Señor en Su impaciencia por nuestros pecados. Soy demócrata republicano antifederalista, pero ¿dónde está Aarón Burr cuando más lo necesitamos?

El posadero asintió.

– No he sido feliz desde que depusieron a De Witt Clinton y nombraron alcalde al sapo de Willett.

– De clintoniano a clintoniano, estoy de acuerdo. Si en estas elecciones Clinton sale reelegido, recuperará su posición y creará empleo en la ciudad.

– Y todo gracias a que habremos ganado en el primero, segundo y noveno distritos -se jactó el posadero, un demócrata convencido-, Pero eso no ocurrirá hasta el próximo 22.

– Los molinos de Dios van despacio, pero a veces los de los hombres son como tortugas en comparación. De cualquier modo, el embargo debería proporcionarnos dinero federal para levantar fortificaciones. Este conflicto con los ingleses podría llevarnos a una guerra.

El propietario del Tontine asintió y volvió a entrar.

A pesar de su estado de ánimo, el hombre de negro bajó con garbo por las escaleras del Tontine, golpeando cada escalón con su bastón de roble, cuyo puño dorado sostenía en su manaza derecha. Con la otra metida en el bolsillo del chaleco blanco, buscó con la mirada los rostros de aquellos que mejor estarían entre rejas y, por tanto, los más inútiles. Los criminales lo temían. Ése era su poder, y su arma: el miedo.

Lo llamaban «el viejo» Hays, aunque en mayo cumpliría treinta y seis años. Así pues, se trataba de Jacob Hays, primer alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, jefe de las fuerzas del orden público.

Toda su persona evocaba las espectrales visiones y ecos de esa ciudad en otro tiempo bulliciosa. La nieve que caía contenía fantasmas: subastadores subidos a una cabeza de puerco de azúcar o un barril de ron, exhortando a los clientes a pujar por las mercancías que el concurrido puerto recibía cada día, expuestas en el balcón o la escalinata del Tontine u otras cafeterías.

A Jake le preocupaba que las hordas de gente que solían pujar o atender a los distintos subastadores del año anterior ya no se reunieran allí. Para él también había sido una época ajetreada y fructífera, en que había atrapado a muchos de los descarados carteristas que merodeaban por las calles.

¿Qué le ocurría? ¿Realmente echaba de menos a los carteristas?

Habló con Noah, su cochero, acerca del joven Tonneman.

– Será mejor que lo lleves a Rutgers Hill.

– Sí, señor.

– No te molestes en venir a recogerme.

– Es la primera nevada del año.

Noah se quitó el gorro rojo de lana para rascarse la cabeza. Tenía la tez morena y el cabello castaño salpicado de gris.

– Lo sé.

– Va a caer mucha. Lo siento en los huesos, igual que Copper.

Noah señaló el caballo castrado castaño rojizo que tiraba del carruaje.

– ¿Temes que acabe sepultado bajo un alud?

– No, pero es hora de sacar el trineo.

– Mañana. ¿Algo más?

– No, señor.

Jake Hays despidió a su cochero con un movimiento del bastón antes de iniciar su ronda, golpeando con el extremo de éste los irregulares guijarros a su paso.

Los muelles, Water Street y Wall Street, donde se hallaba el Tontine y la cafetería Slip y donde el año anterior se habían levantado barricadas de carruajes, carros pesados, carretillas y caballos que apenas habían dejado espacio suficiente para que pasara la gente, se encontraban desiertos. La ronda lo llevaba por Wall Street, Front y South Street hasta llegar al agua. Apenas ciento cincuenta años atrás, el río discurría a escasa distancia de Pearl Street. Las estrechas calles al este de Pearl -Water, Front y South- habían sido construidas con tierra, piedras y montones de otros materiales que procedían de un lugar y se arrojaban en otro, lo mismo que se hacía en las obras de drenaje que se realizaban ahora en el Collect, embalse que antaño había suministrado agua pura a la ciudad, un dulce néctar. Pero ya no. Nueva York estaba cambiando, y no siempre para mejor.

Los pocos hombres que merodeaban aquel día exhibían rostros que reflejaban angustia y horror. Habían desaparecido la vitalidad y el espíritu optimista que habían sido parte integrante de la Nueva York de Hays.

De vez en cuando un mendigo harapiento salía de las sombras al ver al viejo Hays y pedía una moneda.

Los barcos se hallaban perfectamente alineados en el muelle, al menos los que se encontraban a la vista. No se obtenía ningún beneficie» de las embarcaciones desmanteladas en diques secos durante el largo invierno. Todas las cubiertas aparecían vacías, y las escotillas, atrancadas. Y no se veía a casi ningún marinero a bordo. Estaban en las calles, buscando trabajo en tierra firme, o peor aún, buscando algún incauto en su misma situación a quien robar.

Muchas oficinas de contabilidad, en otro tiempo centro de la bulliciosa ciudad, también estaban atrancadas. Y el alguacil mayor no vio barriles, toneles, cajas o balas amontonados en los muelles vacíos a lo largo de South Street, que, desprovista del antiguo bullicio y tumulto, se había convertido en un barrio mucho más peligroso. Un hombre hambriento era peligroso, pero un criminal hambriento era aún peor.



AVISOS PÚBLICOS

APARECE LA EXPRESIÓN «AGÁRRAME», [5] «EMBARGO» LEÍDO AL REVÉS, ¿UNA PALABRA QUE CAUSA TERROR INCLUSO A LOS NIÑOS GRANDES? EL SIGUIENTE PASO SERÁN LAS SÍLABAS EN ORDEN INVERSO, [6] UN MANDATO PARA PROTEGERSE DEL PELIGRO. ANALIZAD A LA SEÑORITA EMBARGO, OS ASEGURO QUE SI NO SE LA LLEVAN PRONTO, EL PUEBLO MONTARÁ EN CÓLERA. ESCOGIÓ EL PAPEL DE LA POBRE MAGDALEN,

¡EL D… SE LA LLEVE!

Y LUEGO TE DICEN: «¡VE Y SÉ LADRÓN O MENDIGO!»

New-York Herald

Enero de 1808


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