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Miércoles, 3 de febrero. A primera hora de la tarde


La Betty que se presentó ante Tonneman con una cortés y respetuosa reverencia no se parecía en nada a la frágil y terriblemente apaleada joven a quien había atendido hacía tanto tiempo, justo al estallar la guerra. Betty era una pequeña bola con una diminuta barbilla oculta en una papada; tenía el cabello veteado de gris bajo una cofia blanca y almidonada, y una nariz prominente manchada de harina.

Saltaba a la vista que se había quitado un gran delantal, porque una buena parte de su vestido de basto y resistente algodón aparecía inmaculado, mientras que el resto presentaba manchas de harina y grasa. Se frotó las manos como para aliviarlas, y Tonneman advirtió los nudos de la artrosis.

– ¿Recuerda al doctor Tonneman, Betty? -preguntó Abigail.

La criada de regordetas mejillas abrió mucho los ojos.

– Por supuesto, señora.

Haciendo una reverencia, miró de reojo al viejo Tonneman. Para tranquilizarla, éste esbozó lo que esperaba fuera una agradable sonrisa.

– Tienes buen aspecto, Betty. Pareces contenta.

– Lo estoy, señor. La señora Willard me trata bien.

– Betty, al doctor Tonneman le gustaría formularte unas preguntas sobre…

– Sí, señor. -Volvió a inclinarse.

– Emma Greenaway -dijo Tonneman.

Betty retrocedió como si la hubieran golpeado. Lo miró fijamente, con el rostro del mismo color que la harina que le cubría la nariz.

– John… -dijo Abigail con un tono de ligera reprimenda.

– He de vigilar el bizcocho. Está en el horno, y la sirvienta no sabe…

Betty salió de la habitación aferrándose los bordes del vestido y cerró la puerta. La brusca despedida sorprendió a Tonneman y Abigail. Antes de que alguno de los dos tuviera oportunidad de hablar, se oyó un gran estruendo, y de pronto la habitación se vio invadida de niños. Los gimoteos de Mary se unieron al barullo. Tonneman se apresuró a despedirse, no sin antes pedir permiso a Abigail para salir por la cocina.

La mujer asintió con una sonrisa distraída mientras sus nietos se apiñaban alrededor de ella.

Para acceder a la cocina de la mansión de los Willard había que bajar por unas escaleras. El viejo médico tuvo que arrimarse a la pared para descender por los estrechos escalones y en una ocasión se golpeó la cabeza con el techo. De la puerta cerrada emanaba el dulce olor del azúcar mezclado con mantequilla, que le torturó los sentidos.

Abrió la puerta y entró en la espaciosa estancia. Sobre una gran lumbre borboteaban diversos calderos y ollas, y cuatro pollos se asaban en un espetón. Al percibir el olor a la crujiente piel de pollo, se le hizo la boca agua. En una amplia mesa se amontonaban latas, botes y recipientes, y una cesta de huevos descansaba en el suelo.

Betty llevaba un enorme y engalanado delantal blanco que le cubría el torso. Removía una espesa mantequilla en un enorme recipiente de loza amarilla.

Al otro lado de la cocina, una niña encaramada aun banco se inclinaba sobre un profundo fregadero, con las manos sumergidas en agua humeante.

Tonneman se situó junto a Betty y observó cómo removía la mantequilla para a continuación arrojarla sobre la mesa cubierta de harina, espolvorearla de más harina y comenzar a amasarla. El procedimiento era entretenido y muy relajante, supuso, una actividad con que tal vez él disfrutaría. Betty soltó un sollozo, y el doctor levantó la vista. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y caían en su voluminoso pecho, donde eran absorbidas por el delantal.

– Betty -susurró.

– ¿Señor? ¿Quiere una taza de té…?

Tras cubrir la masa con un trapo, Betty cogió de la mesa un bol limpio, y seis huevos de la cesta del suelo. Los cascó, y, arrojándolos al bol, comenzó a batirlos furiosamente con una cuchara de madera, añadiendo azúcar de vez en cuando.

– Betty.

Con un suspiro, la cocinera dejó la cuchara de madera sobre la mantequilla y se enjugó las lágrimas con el borde del delantal.

– La señorita Emma era una niña muy dulce. ¿Por qué no se sienta, señor?

Señaló una vieja silla contra la pared. Estaba medio torcida, y Tonneman se preguntó si se rompería bajo su peso. De todos modos se sentó, porque le dolían los huesos y su artrítica rodilla izquierda empezaba a resentirse.

– ¿Una niña, Betty? Tenía tu misma edad. ¿Dieciséis o diecisiete?

– Dieciséis. -La cocinera se limpió las manos enharinadas en el delantal y sacó un pañuelo de su manga enrollada. La mancha de harina seguía en su nariz, tal vez más grande-. Su madre era mala. Tenía celos de la señorita Emma y siempre le compraba los vestidos más horribles. Y no paraba de regañarla, ya sabe.

Tonneman evocó aquella ocasión, poco después de que él y Jamie llegaran de Londres, en que cenaron por primera vez en esa casa situada en la antigua Crown Street, que, con la independencia, pasó a denominarse Liberty Street. Aquella noche conoció a la viuda Grace Greenaway y su hija, Emma. Y a Richard, el marido de Abigail.

Betty tenía mucha razón. La pobre Emma había lucido un vestido espantoso en aquella velada. Tan alta y desgarbada, carecía de atractivo y tenía una nariz enorme en un rostro mofletudo y lleno de manchas. Como su madre, tenía mucho pecho. Sin embargo, todo lo que en Grace era hermoso, en su hija resultaba ordinario. Y tenía los dientes salidos.

En el transcurso de aquella velada Grace la había ofendido. La pobrecilla se había visto humillada delante de él y Jamie, dos completos desconocidos. Tonneman la había compadecido, al igual que Jamie, quien se había mostrado cortés con ella.

Tonneman sonrió al recordar cómo Richard Willard había tratado de emparejarlo con Emma. Carraspeó.

– ¿Viste alguna vez al hombre con quien se fugó Emma?

Betty negó con la cabeza. Volvió a coger la cuchara y mezcló el azúcar con los espumosos huevos.

– ¿Te dijo su nombre?

Betty negó de nuevo con la cabeza.

– Seguro que te contó algo de él -insistió Tonneman.

La mujer suspiró mientras removía la masa.

– La señorita Emma se vistió con mis ropas la primera vez que salió sola. Se conocieron ese día. Al principio él la tomó por una criada.

– ¿Y después?

– No sé si llegó a enterarse de la verdad. -Betty hundió un dedo en la masa, la probó y añadió un chorro de leche de una jarra en que flotaba una caña de vainilla.

– Trata de recordar. ¿Qué te explicó de él?

– Sólo que era un caballero.

– Entonces no era un vulgar soldado.

– Oh, no; de eso nada.

¡Tanto culpar a Thomas Hickey!

– Tal vez un oficial.

– No lo creo, señor. -Betty frunció el entrecejo-. Aunque es posible. Tenía que tratarse de un hombre a quien su madre no aprobara. Para escarmentarla, ¿sabe? La señorita Emma se sentía muy orgullosa de su caballero.

Tonneman se levantó con lentitud.

– Gracias, Betty.

– De nada, señor.

Para ponerse a prueba, Tonneman subió deprisa por las escaleras y salió por la puerta. La cabeza le bullía de preguntas mientras se encaminaba hacia su caballo. Había aprendido hacía tiempo a aplicar el método socrático de formular preguntas a fin de desarrollar las ideas latentes y establecer hipótesis.

«¿Qué tenemos?»

«Un viejo cráneo.»

«¿De quién?»

«De Emma Greenaway.»

«¿Dónde lo encontrasteis?»

«En el Collect.»

«¿Cómo murió?»

«Decapitada.»

Del mismo modo que Hickey había asesinado a sus víctimas aproximadamente treinta años antes. Betty había descrito al amigo de Emma como un caballero, lo que no descartaba necesariamente a Hickey como sospechoso, aunque tal vez otro hombre había cometido el crimen. ¿Quién era ese caballero con quien Emma se proponía huir a Filadelfia? ¿Quién era el amante de Emma?

¿Y por qué a Filadelfia? ¿Quién había mencionado Filadelfia? No se acordaba. Divagaba sin llegar a ninguna conclusión. El interrogatorio socrático no funcionaba con una sola persona. La clave de aquel método estribaba en formular preguntas cuya respuesta se desconociera. Necesitaba un compañero, alguien como Jamie. Solían practicar ese procedimiento en su juventud. Así habían logrado resolver los asesinatos de esas mujeres pelirrojas.

Tonneman desató las riendas de su caballo bayo y se disponía a montar cuando un niño andrajoso con el cabello negro, la tez morena y los ojos negros azabache de un español le tiró del abrigo.

– Un centavo y le digo la buenaventura.

El demacrado muchacho de apenas diez años vestía una chaqueta deshilachada cuyas colas grises se arrastraban por el suelo, y no llevaba sombrero. Eso bastó para que Tonneman le entregara un centavo.

El mozalbete se precipitó sobre la moneda y se la guardó en el bolsillo.

– Su mano, señor.

Tonneman se quitó el guante y tendió la mano. Por fin un entretenimiento con que amenizar la larga jornada.

El niño ahuecó la voz.

– Aquel que escapó del león tiene la respuesta del pasado. -Soltando la mano de Tonneman, el chico se escabulló, impaciente por encontrar un nuevo cliente.

– ¡Espera! -exclamó Tonneman.

El niño no hizo caso.

Contrariado, el médico montó en el bayo castrado.

– Está bien, Sócrates, pronto estaremos en casa. Di, mi sabio griego, ¿de qué diablos hablaba el niño? Bah, ¿por qué pierdo el tiempo con estas supercherías?

Tras sacudir la cabeza y relinchar, el caballo emprendió la marcha esquivando los excrementos esparcidos por la calle adoquinada.

De pronto Tonneman comprendió.

– Gracias, amigo equino. ¿Quién escapó del león? Daniel, por supuesto.

Lo asaltaron pensamientos contradictorios. ¿Cómo él, un hombre de ciencia, iba a prestar atención a las palabras de un pilluelo español? Sin embargo, no podía ignorar esa señal.

Daniel Goldsmith vivía en Garden Street con Wall Street, a sólo cuatro o cinco manzanas de distancia. Pasaría por su casa.

Su compañero en ese diálogo socrático no sería Jamie, sino Daniel. Entonces recordó que no había sido Jamie, sino Daniel Goldsmith quien le había ayudado a descubrir a Hickey. Tonneman cabalgó con el espíritu levantado. Con la ayuda de Daniel tal vez lograría internarse en el sangriento pasado y hallar algunas respuestas.



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Febrero de 1808

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