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Martes, 9 de febrero. Muy de mañana


Tonneman se frotó los ojos. El niño se volvió. Mariana. El hombre rió, tanto que se le saltaron las lágrimas y tuvo que sentarse.

– Oh, vamos, John Tonneman. ¿Qué es tan gracioso? -Su esposa se puso en pie con las manos en las calleras; la indignación emanaba de ella como el vapor de una tetera.

Todavía riendo, él le cogió los brazos.

– Tú. Nosotros.

Ella lo miró sorprendida, sin tratar de apartarse.

Micah echó a reír y se apresuró a taparse la boca con la mano, temiendo la reprimenda de su señora. Pero no llegó.

– El camino estará embarrado -dijo Tonneman-, tal vez intransitable.

– No importa; te acompañaré.

Él asintió.

– Nuestros hijos pronto se casarán, y volveremos a estar tú y yo solos. ¿Te fijaste en cómo miraba a Gretel el joven De Groat?

– Sí. Parece un joven agradable, pero no es de los nuestros.

– Recuerda que yo tampoco lo era. No importa. Si llegara a suceder, no haríamos lo que los parientes de Jacob Hays hicieron a su joven prima. Tu padre…

– Bendito sea su nombre -susurró Mariana.

– …no se interpuso en nuestro camino.

Micah dejó el café y los boles de avena en la mesa, y Tonneman soltó a su mujer.

– A Lee le gustaría ser médico -dijo Mariana.

– Lo sé. Es una lástima que no sea posible.

– En la Biblia aparecen mujeres médicos.

– No vivimos en tiempos de la Biblia.

– Los tiempos cambian, John.

– Es cierto. -Tonneman sonrió-. Tal vez algún día las mujeres se dejen crecer barba y lleven pantalones.

Ella se sentó al otro lado de la mesa, frente a él.

– No creo que el futuro de tu hija deba tomarse a risa.

Comieron en silencio hasta que Tonneman dejó la cuchara en la mesa.

– George Willard asesinó ayer a un hombre, y están buscándolo. -No sabía cómo decírselo, de modo que lo soltó sin rodeos.

– ¡Dios mío! ¿A quién? -preguntó Mariana, asombrada, compadeciéndose de Abigail.

– Al muchacho que vino aquí con Peter y Jake Hays. Le invitaste a desayunar.

– ¿El joven alguacil?

Tonneman asintió.

– Duffy.

– Oh, John, ¿y si hubiera sido Peter? -Le aferró la mano.

Por prudencia y cobardía, John Tonneman se abstuvo de mencionar que su hijo se había encargado de la persecución de George.

– No debes preocuparte por él. Ya es un hombre y tomará las decisiones oportunas. Parece haberse adaptado a su nueva profesión. Lo lleva en la sangre, como yo llevo la medicina en la mía.

– Pero John…

– Lo cierto es que la muerte de Duffy lo ha afectado, como es natural. Tal vez le ha infundido más coraje. Creo que el viejo Hays confía en él.

Mariana negó con la cabeza.

– Es un trabajo peligroso ahora que la ciudad está atestada de gente. De todos modos, mientras no vuelva a acusársele del asesinato del señor Brown y le guste su nueva profesión, me sentiré contenta. -Arrugando la frente, añadió-: John, ¿en qué circunstancias mató George al alguacil Duffy? No; no me lo digas. Tengo una pregunta más urgente. Si George Willard fue capaz de asesinar al alguacil Duffy, ¿crees que también pudo matar al señor Brown? -Sin esperar la respuesta, suspiró y, dejando a un lado el bol vacío, le tendió la mano-: Echemos un vistazo a nuestra casa de verano.


Ya había salido el sol cuando partieron hacia Greenwich Village, Tonneman a lomos de Sócrates y Mariana en la yegua de Peter, Ophelia.

Apenas había viento, y las gotas de lluvia brillaban sobre los adoquines y las aceras de ladrillo. La luz del sol, el calor impropio de la estación y el barro marcaron el trayecto.

Broadway, una amplia y elegante avenida que comenzaba en el Battery, se convertía en un camino vecinal más allá del mojón que señalaba los tres kilómetros al norte. Llegaron al puente de piedra que cruzaba los Lispenard Meadows, sobre el cual se habían posado numerosos totíes. Estos guardianes emplumados se dispersaron indignados cuando Tonneman y Mariana pasaron. Un halcón alzó el vuelo desde la copa de un árbol, chilló y se elevó hasta desaparecer en el cielo.

Para Tonneman, la felicidad de aquel día se vio menoscabada por el recuerdo de su pesadilla y su preocupación por Abigail. Debería haberla visitado, en lugar de comportarse como un cobarde y huir con Mariana al campo.

El hedor de la fábrica de cola al otro lado de Richmond Hill lo devolvió a la realidad. Mariana se había llevado el pañuelo a la nariz. Tonneman la miró. Estaba encantadora cabalgando a su lado. Ardía en deseos de contarle su sueño, pero se contuvo.

– ¿Te inquieta algo más, John?

Él suspiró.

– Te enfadarás…

Ella lo miró fijamente. Ahora me hablará de Abigail Willard, pensó. Espoleando al caballo con las rodillas, se adelantó, se volvió y esperó a que la alcanzara.

– Dime.

– Nunca te ha gustado Jamie, ¿verdad?

Jamie -pensó ella-; Jamie, no Abigail. Se sintió de nuevo contenta.

– No. Sólo piensa en sí mismo y sus intereses. Es capaz de pisotearte a ti y todos nosotros con tal de conseguir lo que quiere. Siempre ha sido así, John, pero te niegas a verlo.

Tonneman reflexionaba sobre esas palabras cuando divisaron las chimeneas de Richmond Hill. Salvo por las lánguidas espirales de humo, no había señales de vida. Pasaron por delante de la suntuosa mansión de Jamie en silencio, Mariana contenta por no hablar más de él, Tonneman absorto, evocando la pesadilla con todos los estremecedores detalles.

– Me temo que fue Jamie quien mató a Emma Greenaway, tal vez porque los sorprendió juntos, también a G retel.

– Oh, John. -Mariana guardó silencio unos instantes. Luego agregó-: Hickey, ¿recuerdas?, dijo: «¿Cuál de ellas era Gretel?»A Tonneman se le llenaron los ojos de lágrimas que no trató de ocultar. Su congoja conmovió a Mariana.

– Todo ocurrió hace mucho, querido.

– Lo sé, pero debo esclarecerlo.

– Tienes buen corazón.

El sonrió con el rostro todavía surcado de lágrimas.

– Si no fuera por el hedor que nos rodea, podríamos detenernos aquí…

– Tengo otra propuesta -respondió Mariana con los ojos brillantes-. ¿Te animas a galopar, muchacho?

El percibió el destello de los ojos de su esposa.

– Contigo, cualquier cosa.

Pasaron a toda velocidad por delante del achaparrado edificio de piedra cuyas dos enormes chimeneas expulsaban un humo grasiento y verdoso. Al oeste de la gran construcción se alzaba la casa del matarife de caballos. También se sacrificaban cerdos allí, y el grito de las aterrorizadas criaturas llegó a los oídos de los jinetes.

Alrededor de la estructura de piedra trabajadores con el rostro oculto bajo la suciedad se movían despacio, al igual que sus caballos, que tiraban de carros.

El horrible hedor no tardó en disminuir, y los Tonneman pasaron del galope al trote.

– Ha sido… -dijo él, jadeando.

– Maravilloso -finalizó ella, resollando también.

Mientras recobraba el aliento, Tonneman advirtió encantado que ya no sentía la familiar opresión en el pecho. Todavía había vida en él. Miró a su esposa; cuánto la amaba.

Encontraron fácilmente el sendero hacia Greenwich Village que Isaac de Groat había descrito. Los cálidos rayos de sol los envolvieron mientras cruzaban los campos abiertos. Tonneman sabía que en verano esos caminos aparecerían cubiertos de hierba alta. De vez en cuando se topaban con terrenos parcialmente cercados, pero sin viviendas. Tenían la impresión de que se hallaban solos en ese rústico mundo.

El sendero se desviaba hacia el este justo al sur del Manetta Water. En ese punto descubrieron sorprendidos un pequeño pueblo. Los nombres de las calles estaban escritos en letreros claveteados en troncos de árboles o en rocas pintadas a un lado del camino. En Herring Street se levantaban tres casas, delimitadas por vallas bajas.

No tardaron en encontrar Christopher Street, un camino señalado por un árbol en que se alzaban otras pocas casas de dos pisos, terrenos cercados, cobertizos y edificios auxiliares.

Se detuvieron para dejar pasar a un muchacho negro y delgado seguido de un rebaño de ovejas y un perro amarillo. Mariana sujetó a Ophelia. El pastor, al ver que era una mujer, la miró con cautela.

– ¿La casa de Onderdonk? -preguntó Tonneman, sonriendo ante la confusión del muchacho.

– Al final del camino, pero no hay nadie. El señor Onderdonk ha muerto.

– Yo soy el nuevo propietario. John Tonneman, doctor en medicina y cirugía.

– Se lo diré a mi madre. Se alegrará. -El chico sonrió y ladeó su sombrero de piel hacia ellos antes de conducir el rebaño al otro lado del camino. El perro, que cerraba la marcha, mordió la cola de una oveja rezagada.

Mientras Mariana se adelantaba corriendo, John desmontó. Estaba atónito por el cambio que había efectuado su esposa. Se la veía tan llena de alegría, incluso de esperanza.

La mujer abrió la verja de la casa de la esquina. La cerca y la casa pedían una mano de pintura; el edificio ilo ladrillo con postigos verdes conservaba la mayoría de lejas y parecía firme.

Los vestigios invernales de un jardín y varios árboles grandes, ahora con las ramas desnudas, rodeaban la vivienda. Tonneman ató su montura a un poste fuera de la cerca. Encontró la llave donde De Groat le había indicado, en una pequeña vasija de arcilla al final del sendero del jardín.

Mariana ya había entrado, pues habían dejado la puerta abierta. Tonneman oyó las exclamaciones de satisfacción de su esposa mientras la seguía.

No podría haber estado más encantado. Se trataba de una casa grande, más de lo que aparentaba por fuera. El mobiliario era escaso, pero funcional. En el salón había hermosas estanterías empotradas que contenían volúmenes encuadernados en cuero, y en la esquina descansaba un asombroso armario bajo, de color amarillo pálido, con la superficie de concha tallada. Tonneman había oído decir que Onderdonk había sido un gran ebanista, y a juzgar por su casa era cierto.

Crujieron las vigas por encima de su cabeza, y oyó a Mariana subir a toda prisa por las escaleras.

– ¿Dónde estás? -exclamó, de pie en medio de la espaciosa cocina. El gran hogar y el horno de ladrillo eran bastante más nuevos que los de Rutgers Hill. Tonneman se encaminó hacia el pasillo central, donde una escalera hermosamente tallada conducía al segundo piso.

Encontró a su esposa en un gran dormitorio. Ésta abrió los postigos, y el sol entró a raudales en la habitación por las cuatro amplias ventanas.

En el centro había cama con dosel, cubierta con una vistosa colcha. Mariana se sentó en ella, con el rostro encendido y radiante a causa del sol. La estancia resultaba sorprendentemente acogedora.

Él se sentó a su lado y la rodeó con los brazos.

– Bienvenida a casa. -La besó con cierta urgencia, y Mariana respondió.


Comieron los frutos secos, el pan y el agua que habían cargado en las alforjas. Poco después emprendieron el viaje de regreso a la ciudad.

– No hay consultorio -comentó Mariana.

– Tal vez ha llegado el momento de dejar la profesión -repuso, pasando por alto el hecho de que en los últimos años su clientela había disminuido considerablemente- Me gustaría escribir. Como por lo visto he heredado la parálisis de mi padre, es posible que necesite un amanuense, alguien con caligrafía clara y bonita. -Sonrió a su esposa, recordando que había ayudado a su padre a anotar sus casos.

Mariana lo miró con recelo. ¿Se burlaba de ella?

– ¿Y sobre qué piensas escribir?

John Tonneman reflexionó unos instantes. Hasta entonces no había considerado retirarse. O escribir, la verdad. Aminoró el paso.

– Tal vez una historia de la familia… empezando con mi antepasado Pieter Tonneman.

Habían dejado atrás la fábrica de cola y se aproximaban a Richmond Hill cuando un jinete con mucha prisa los hizo salir del camino, salpicándolos de barro.

– ¿Adónde demonios vas a tal velocidad, estúpido? -exclamó Tonneman al jinete, que parecía dirigirse a la casa de Jamie.

El doctor lo observó con los ojos entornados mientras él y su esposa se sacudían el barro de la ropa.

– ¿Qué decías, John? ¿La historia de la familia?

Tonneman asintió, perplejo. Había reconocido al jinete; alguien a quien no esperaba volver a ver en Estados Unidos. Aarón Burr.



EXTRAORDINARIA FECUNDIDAD.

LA SEÑORA IRISH, ESPOSA DE DAVID IRISH, DE WESTFIELD (WASH.),

DIO A LUZ A CINCO HIJOS VIVOS.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

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