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Lunes, 8 de febrero. A primera hora de la tarde


El viejo médico no tardó en llegar al Tontine. Había asistido a una reunión de la junta directiva de la Canal Company en el ayuntamiento. Al salir a la calle, había oído un alboroto procedente de Water Street y, montando en Sócrates más deprisa de lo que creía poder, se había dirigido hacia allí a galope tendido. Tumultos como ése a menudo significaban accidentes donde sin duda se precisaba un médico.

Cuando Tonneman llegó, sólo la presencia de Jake Hays bastó para que la morbosa multitud se apartara y lo dejara pasar.

– ¿Qué ocurre?

El alguacil mayor estaba a punto de llorar.

– Ha caído un alguacil.

Al anciano Tonneman se le paró el corazón. Aferró las riendas deSócrates con firmeza, sintiendo una gran opresión en el pecho.

– ¡Oh, Dios mío! Peter.

– No; no es Peter.

Tonneman cogió el maletín de cuero negro de la silla de montar y siguió el sombrero de Jake Hays hasta Peter Tonneman, que se encontraba arrodillado junto al cuerpo ensangrentado de su compañero.

– ¡Padre, gracias a Dios que estás aquí!

– Apártate. -Tonneman ofreció la mano a su hijo, quien la rechazó.

Jake Hays posó una mano sobre el hombro del joven Tonneman para alejarlo un poco de la víctima.

El médico se arrodilló y examinó el cuerpo destrozado de Bill Duffy.

– Haz algo -exclamó Peter-. Puedes salvarlo, lo sé.

John Tonneman sabía que la única ayuda que podía recibir ese hombre era de Dios. Era evidente que estaba muerto. Meneó la cabeza. Noah se adelantó para ayudar al doctor a levantarse.

– Está bien, Peter. ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el alguacil mayor.

– Fue terrible, señor. Lanzó su caballo a propósito sobre Duffy. Todo el mundo lo vio.

– Me robó la bolsa -intervino Cameron, repentinamente sobrio.

Peter se secó las manos en los pantalones. Tenía el rostro desfigurado por la angustia.

– Iré tras él.

– ¿Tras quién? -preguntaron John Tonneman y Jacob Hays al unísono.

– Peter Tonneman -respondió Cameron.

– Por última vez, yo soy Peter Tonneman.

– Pero él dijo…

– ¿Quién era, hijo?

– George Willard, padre.

Jake Hays se hizo cargo de la situación.

– ¿Qué conclusión podemos sacar de ese hecho, Peter?

– Una poco fundada, señor.

– Explícate.

– Si George Willard no ha dudado en matar a un hombre, podría haber matado a otros.

Hays asintió con vehemencia.

– Sigue.

Peter habló despacio, con cierto temor.

– Thaddeus Brown.

– ¿Y?

– Luego robó la caja fuerte.


John Tonneman regresó a Rutgers Hills muy cansado e invadido por diversas emociones: amor y orgullo hacia su hijo; envidia de la relación entre éste y Jacob Hays; miedo por su seguridad. Además lamentaba la muerte del joven alguacil.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que al principio no reparó en que tenía una visita. Atado a la cerca, fuera del cobertizo, había un rucio desconocido y una reluciente calesa negra. Sócrates y el rucio intercambiaron roncos relinchos mientras Tonneman conducía el bayo castrado al cobertizo.

Aunque le intrigaba la identidad del visitante, desensilló a Sócrates con calma y lo cepilló. Por último llenó el cubo del agua del barril.

Entró en la casa por la consulta. Tenía el abrigo manchado de la sangre de Duffy. Tras colgarlo, se lavó las manos y el rostro. Tomaban el té cuando entró en la sala. Sus hijas, muy hermosas, no cesaban de ofrecer al visitante pastas de té mientras Mariana hablaba con él. Las niñas gritaron al ver a su padre en el umbral. Gretel vestía como una dama, con un chal de seda alrededor de los hombros.

El huésped se puso de pie. Entornando los ojos, Tonneman reconoció al joven Isaac de Groat, el hijo del viejo Cornelis. Al morir éste el año anterior, Isaac había empezado a ejercer la abogacía por su cuenta.

– Señor.

El joven, alto y ancho de hombros, había heredado el cabello rubio y el color de tez de sus antepasados holandeses. Permaneció de pie, observando a Gretel con interés cuando ésta, con las mejillas sonrosadas, entregó a su padre la pipa.

– ¿Qué te trae por aquí, Isaac?

Tonneman encendió la pipa con el encendedor instantáneo. Isaac quedó debidamente impresionado. Tonneman miró a Mariana, que tampoco había pasado por alto el interés de Isaac por Gretel.

– Dirk Onderdonk, señor.

Tonneman frunció el entrecejo.

– ¿Dirk Onderdonk? Está muerto. Yo mismo le cerré los ojos no hace ni tres semanas.

– Sí, señor. Y le ha legado su casa y sus bienes.

– ¿Qué casa y qué bienes? Vivía en Hanover Square, encima de la imprenta de Nicholas Milly.

– Cierto. Y era propietario de una granja de seis hectáreas en Greenwich Village, con casa y cobertizo. Se lo ha legado a usted. No tenía parientes vivos.

– John. -El rostro de Mariana se iluminó-. Una granja en el campo. -Comenzó a dar saltos batiendo palmas.

John Tonneman la observó. La amaba muchísimo cuando se comportaba así, como la niña que había conocido.

– ¿Dónde está exactamente la propiedad, Isaac?

– La he señalado en el mapa. -El abogado sacó un folio de su elegante chaleco verde-. ¿Lo ve? Aquí, cerca del cruce de Christopher con Hudson. Puedo llevarlos ahora, si quieren.

– No; no se preocupe. Iré yo solo mañana, si el tiempo se mantiene.

Mariana chasqueó la lengua. John Tonneman la ignoró, satisfecho con la noticia y aún más con lo que veían sus ojos: Isaac de Groat había quedado prendado de su hija, y viceversa. Disimuló una sonrisa. Así son las cosas, pensó.

– Sí, mañana iré a echar un vistazo a la propiedad.

– Y yo te acompañaré -dijo Mariana.



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New-York Spectator

Febrero de 1808


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