6

De una pared colgaban dos gigantescas serigrafías de Andy Warhol, Marilyn y Mao, una pareja chocante que la mano del artista había hecho compatible; en la otra pared, una reproducción a gran escala de David Hockney mostraba una piscina con palmeras y un cielo azul en tecnicolor hacía las veces de falsa ventana, una vista perfecta de Beach Boys, Mamas and Papas y California dreamin'. Una serie de fotos en blanco y negro de Diane Arbus (monstruos de circo, una pareja urbana, un gigante judío) estaba dispuesta sobre el cómodo confidente de cuero que Kate había elegido para el despacho de Richard junto con la elegante mesa Knoll que parecía estar esperando que llegara su dueño para sentarse tras ella.

Kate estaba aturdida.

¿Es que había sido tan eficiente dominando sus emociones que ya no podía ni siquiera localizarlas? Era como si estuviera actuando en una obra de teatro, y en la escenografía (despacho de abogado triunfador) sólo faltara una cosa: el protagonista.

Pero aquello era una prueba. Kate iba a demostrar que Clare se equivocaba, que era capaz de seguir adelante.

Miró una vez más en torno al despacho de su marido, los cuadros de las paredes, la mesa, la silla. Era evidente que la policía ya había pasado por allí, pero no quedaban trazas de polvo de huellas por ninguna parte. Probablemente Anne-Marie, la secretaria de Richard, lo había limpiado todo, tan eficiente como siempre. En la mesa no había expedientes ni papeles. Anne-Marie se los habría pasado todos a Andy, el socio de Richard, y a otros abogados amigos de Richard.

Kate no había pensado qué hacer con los muebles o los cuadros. ¿Venderlos? Probablemente. No se veía capaz de llevárselos al piso de Central Park ni a la casa de veraneo de East Hampton. Se echaría a llorar cada vez que los viera.

Dio la espalda a las pinturas y observó la vista desde la ventana: los relumbrantes edificios de acero y cristal y las luces parpadeantes de Times Square, con sus marquesinas y sus anuncios de Calvin Klein, tan eróticos que los gigantescos modelos que pululaban por las calles de la ciudad en sus escuetos calzoncillos, braguitas y sujetadores habrían sido detenidos junto con el publicista hacía sólo unas décadas.

Alguien carraspeó a su espalda y Kate se volvió. Andy Stokes estaba en el umbral con aspecto tímido y un poco apurado, la chaqueta abierta dejando a la vista los tirantes de lunares azules, las manos en los bolsillos de sus pantalones de raya diplomática.

La quintaesencia del pijo, pensó Kate mirando su pelo rubio y lacio y su apostura de niño bien. Decididamente no era su tipo. Casi demasiado guapo, aunque muchas mujeres lo encontrarían atractivo.

Andrew Stokes había entrado en el despacho hacía dos años, porque el bufete de Richard había crecido muy deprisa. Hacía falta alguien que se encargara de los asuntos menos importantes. Es cierto que Stokes había trabajado en muchas firmas, pero cada cambio de empleo había sido un paso adelante y Richard estaba convencido de que el joven prosperaría bajo su tutela y que algún día llegaría incluso a ser socio del despacho. Pero se equivocaba: Stokes no tenía lo que hacía falta, no sabía motivarse y su trabajo carecía de inspiración. Aun así, sabía obedecer órdenes y su atractiva cara de niño y su encanto obraban maravillas en los clientes, sobre todo en las mujeres. Si Andrew Stokes no había cumplido con las expectativas de Richard, por lo menos le había aligerado de su carga.

– Quería llamarte después del funeral -dijo-, pero…

El funeral de Richard. ¿Sólo habían pasado dos días desde entonces? Para Kate era como una película, algo que había visto desde lejos: la enorme multitud de la plana mayor de Manhattan con sus mejores trajes negros de diseño, los discursos (aunque Kate no recordaba ni una palabra de ellos), la familia de Richard (los tíos y tías de Brooklyn), su madre, venida de Florida para echar una mano con todo aquello, un rabino con un extraordinario parecido a Salman Rushdie (un absurdo en el que Kate se había concentrado) y que había dirigido a la congregación en el kaddish, la oración judía por los muertos.

Pero lo que ella pensaba justo ahora, lo que más recordaba y no olvidaría jamás, era el ruido hueco y resonante que hacía la tierra al caer en la tumba de su marido, tierra y piedras contra madera, y Loukie, el tío de Richard, pasándole la pala mientras le tocaba suavemente la espalda y le decía: «No pasa nada, cariño.» Y ella hundió la pala en el montículo de tierra marrón rojiza y la volcó en aquel oscuro rectángulo, pensando «¿Dónde está Richard? Siempre se pone a mi lado en los funerales», y dándose cuenta, al mirar aquel hoyo negro, que Richard estaba allí y que ella lo estaba enterrando.

– ¿Kate? -Stokes la trajo de nuevo al presente.

– Lo siento -se disculpó forzando una débil sonrisa-. Gracias por las flores, Andy. Eran preciosas.

– ¿Quieres que te traiga alguna cosa? -ofreció él cambiando el peso de pie. ¿Le estaba mirando los pechos o simplemente evitaba mirarla a los ojos?-. Un café o…

– No; estoy bien, gracias. Ah, Andy… -Buscó en su bolso la razón de su presencia allí, el extracto bancario que había encontrado en la chaqueta de su marido-. Creo que Richard quería darte esto.

Andrew lo miró un instante y dijo:

– Es un extracto bancario. Pensaría que yo no lo había visto.

– ¿Sueles ver los extractos bancarios? -preguntó ella extrañada.

– No siempre, pero… -Stokes miró de nuevo el papel-. Lo repasaré a conciencia, por si Richard quería llamarme la atención sobre algo.

Kate se inclinó para observar el papel. Al principio no supo muy bien qué significaban los números, pero cuando lo miró con más detenimiento vio las dos cifras que Richard había marcado: eran saldos.

– El saldo de esta cuenta es de casi un millón, y dos días más tarde baja a seiscientos cincuenta. Eso es sacar mucho dinero -comentó.

– Bueno… -Stokes se encogió de hombros-. Supongo que Richard tenía alguna factura que pagar.

– ¿Y no te comentó nada?

Una sonrisa infantil enarcó los labios de Stokes.

– Oye, Richard era el jefe. No tenía que darme explicaciones de lo que hacía con su dinero.

– No, claro… ya -balbuceó Kate, a la vez avergonzada y triste-. ¿Cuáles son tus planes, Andy?

– ¿Mis planes? -Stokes sonrió y se mesó el pelo.

«¿Por qué demonios sonríe?» -¿Sobre qué? -preguntó él por fin.

Kate no sabía si estaba jugando a ser un niño tímido o se estaba haciendo el hombre.

– Sobre tu futuro -dijo-. Ahora que…

– Ah, mi futuro. -Andrew se miró los pies-. Bueno, aquí hay que acabar unas cuantas cosas y luego… no sé… Para ser sincero, no lo había pensado. Supongo que podría tomarme unas vacaciones y dedicarme a mis aficiones -concluyó con una sonrisa-. Soy lo que podría llamarse un pintor dominguero.

– ¿Ah, sí? No tenía ni idea.

Stokes sonrió de nuevo y apartó la vista, casi como si estuviera pensando en otra cosa.

– ¿Y la abogacía? Claro que cobrarás una buena indemnización por cese, pero…

– Oye, no tienes que preocuparte por mí. -Stokes movió el brazo como si estuviera dirigiendo a una banda y sonrió-. ¡Voy a estar geniaaaaaal!

Kate se lo quedó mirando.

– Tony el Tigre, ¿lo conoces? -añadió él, pero su sonrisa se desvaneció-. Perdona, era una broma. Claro que no estoy bien. ¿Cómo iba a estar bien con… bueno, con lo que ha pasado? Lo siento muchísimo.

Kate, notando que sus emociones esperaban su momento para entrar en escena, se apresuró a cambiar de tema.

– Por cierto, ¿sabes si Richard se reunió con algún cliente cuando…? -Kate vaciló un momento-. El último día que estuvo aquí.

– No creo que tuviera cita con nadie. Iba a tomar unas declaraciones a Boston.

– Pero no tenía que ir al aeropuerto hasta la tarde.

– Yo no vine a trabajar. Estaba un poco resfriado. Pero seguro que Anne-Marie lo sabrá. Ah, espera -añadió, moviendo la cabeza-. Anne-Marie tampoco vino, ni ese día ni el anterior. La habían operado de los juanetes.

– Ya. -Kate le tomó de las manos el extracto bancario-. Cuando salga le daré esto a Anne-Marie y hablaré con ella. Tú no te molestes.

– No es molestia. -Andy intentó recuperar el papel, pero sólo logró pellizcar el aire. Kate ya se lo estaba metiendo en el bolsillo.


– Eso lo sabrá Melanie Mintz, la contable -explicó Anne-Marie, una mujer baja de pelo rubio platino que debía de pesar sus buenos cien kilos desde que dejara su programa de adelgazamiento. Era la secretaria de Richard desde hacía mucho tiempo. A Kate siempre le había gustado porque era muy buena en su trabajo y jamás permitió que Richard lo olvidara ni un instante.

– ¿Has limpiado el despacho de Richard? Quiero decir después de que la policía…

– Sí, bueno… -Se sorbió la nariz-. ¿Hice mal?

– No -contestó Kate, haciendo ímprobos esfuerzos por no perder la compostura.

Anne-Marie se enjugó los ojos con un pañuelo de papel hecho jirones. Se había echado a llorar en cuanto Kate atravesó la puerta, y siguió llorando mientras anotaba el número de la contable. Cuando le tendió el papel a Kate, estaba húmedo.

– No sé qué voy a hacer. -La secretaria retorció una punta del pañuelo y se la metió en la nariz para secársela.

– Si te preocupa el dinero, he dispuesto una indemnización por cese, y podría también…

– No, no, no lo decía por eso -explicó sorbiendo por la nariz-. No me costará encontrar otro trabajo.

Kate le dio unos golpecitos en el hombro.

– Lo superarás. -Era extraño ser ella la que tuviera que consolar a la otra, pero curiosamente le resultaba tranquilizador-. Anne-Marie, tú no viniste el día… el día que Richard…

La secretaria intentó contener las lágrimas.

– Tenían que operarme del pie. Ay, si hubiera venido…

– No habría cambiado nada -aseguró Kate, aunque no pudo evitar pensar en las circunstancias: Anne-Marie y Andy fuera de la oficina, el despacho vacío. Pero Richard se quedaba con cierta frecuencia a trabajar por la noche y casi siempre solo.

– Si hubiera habido alguien aquí, yo o el señor Stokes… -La secretaria se enjugó de nuevo los ojos mirando hacia la puerta de Andrew-. No era la primera vez. Vaya, que últimamente… Bah, es igual -concluyó, haciendo un gesto con el pañuelo.

– No, dime.

– Pues que últimamente el señor Stokes faltaba a algunas reuniones y no cumplía con los plazos. Y además se ausentaba mucho tiempo para almorzar. -Alzó una ceja-. El señor Richard no estaba muy contento que digamos. -Tendió la mano para sacar otro pañuelo-. Yo no soy quién para decir nada, pero…

Richard apenas hablaba con Kate de su trabajo y casi nunca se quejaba de sus empleados, aunque sí que había mencionado la costumbre de Andy de llegar tarde y marcharse temprano, y ella sabía que estaba descontento.

– ¿Alguna vez hablaste de esto con Richard?

– No, no, el señor Richard nunca me comentaría una cosa así. -Se inclinó hacia Kate y susurró-: Pero tuvieron una charla, ¿sabe usted?, el señor Richard y el señor Stokes.

En ese momento se abrió de golpe la puerta del despacho de Stokes y Anne-Marie lanzó un gritito.

– Lo siento. -Stokes miró a Kate con aquella curiosa sonrisa de niño-. Pensaba que te habías ido.

– Estaba hablando con Anne-Marie, pero ya me voy.

– Cuídate.


Andy Stokes cerró la puerta de su despacho sin hacer ruido. Empezaba a dolerle la cabeza y ver a Kate no había contribuido a mejorar su estado.

Era una pesadilla, una puta pesadilla. Richard estaba muerto. ¿Y ahora qué?

Encajó los pulgares bajo los tirantes de lunares y tiró de ellos intentando recordar aquella famosa frase de Marlene Dietrich a Orson Wells en Sed de mal: «Tu futuro se ha acabado.» Mierda, no podía ser más verdad.

Abrió el cajón de su mesa. Entre el batiburrillo de cosas había un bote de aspirinas, si es que Anne-Marie no había estado revolviendo sus pertenencias, ordenando como hacía siempre. No, ni rastro de las pastillas. Se arrellanó en la silla con un suspiro. Le iba a hacer falta algo más que un analgésico para sentirse mejor.

¿Debería irse a casa? No, su mujer le daría de nuevo la tabarra, le preguntaría por qué no estaba trabajando y empezarían con una de sus peleas.

«Déjate de aspirinas.» Sabía adónde quería ir, de hecho apenas pudo contenerse una vez la idea surgió en su mente, la necesidad. Estaba en pie antes de darse cuenta siquiera, metiendo papeles en su maletín de piel, con la mente a mil por hora y la polla dura.

– Me voy -informó a Anne-Marie, que seguía lloriqueando y secándose la nariz con un pañuelo-. Tengo una reunión.

La secretaria le miró a través de su enmarañado flequillo rubio platino.

– ¿Qué reunión es ésa, señor Stokes?

– Ya sabes cuál. -¿Por qué demonios le estaba siempre cuestionando?-. Volveré luego.

– ¿Cuándo? -preguntó ella entre sorbidos. -Luego.


Kate bajó del taxi varias manzanas al norte de la comisaría. Necesitaba andar un poco, pensar.

El cielo llevaba gris varias semanas. ¿Dónde estaban los famosos días otoñales de Nueva York, con el cielo límpido y azul que los pintores flamencos tanto utilizaban en sus impecables paisajes? Era un otoño atípico, como si los dioses hubieran decidido arrebatar a la ciudad el poco color que tenía.

Kate repasó su conversación con Anne-Marie. ¿Estaría Richard planeando despedir a Andy? Era evidente que Stokes estaba flojeando. ¿Y qué le habría dicho Richard durante su conversación? ¿Le habría hecho una advertencia o lo habría despedido sin más? Desde luego parecía posible. Pero ¿sería Andy capaz de matar por eso?

Alzó la vista hacia el cielo gris.

La visita al despacho de Richard era otra prueba. Y la había superado.


Chelsea bullía. La gente caminaba con determinación. Había una gran profusión de hombres ataviados de cuero y mujeres rapadas ahora que la zona se había convertido en la capital gay internacional, adquiriendo con ello un estilo y un ambiente moderno que hacían del barrio uno de los más buscados de la ciudad.

Kate pasó por delante de un par de restaurantes muy chic a ambos lados de una vieja bodega que de alguna forma había sobrevivido al aburguesamiento de la zona. Era una de las cosas que más le gustaban de Nueva York, la diversidad, la tolerancia y desde luego el bullicio, una ciudad construida sobre la generosidad y la codicia, a partir de los sueños de un hombre y el fracaso de muchos, pero sobre todo construida sobre la confianza, a pesar de que la ciudad se había tornado un poco cautelosa desde el atentado del 11 de septiembre. Kate no pudo evitar alzar la vista hacia los iconos de la ciudad, el Empire State Building y la estatua de la Libertad.

Al echar un vistazo a la Octava Avenida se dio cuenta de que era allí justamente donde se encontraba aquel día, tan lejano ya y a la vez tan cercano como si fuera ayer, el día que su ciudad, orgullosa y supuestamente invulnerable, se había convertido en zona de guerra.

Kate, en nombre de la fundación, iba a visitar un colegio de primaria cuando la primera torre sufrió el impacto, y se quedó en la calle con otros cientos de personas, mirando aturdida los ardientes monolitos que se metamorfoseaban en columnas de humo y desaparecían en aquella mañana sin nubes, dolorosamente hermosa.

Pero lo que se le quedó más grabado en la mente fue el sonido, la exclamación y el grito colectivo que surgió de la muchedumbre. Entonces se le heló la sangre y todavía la afectaba cuando, como ahora, miraba la avenida, los edificios y el cielo en la parte más meridional de la ciudad, donde deberían estar las torres.

Durante semanas fue incapaz de acercarse, sin echarse a llorar, a ninguna estación de bomberos, con sus improvisados altares a los héroes caídos y sus ramos de flores.

Pero Nueva York había sobrevivido. Y ella también sobreviviría. ¿Tan terrible era comparar su desgracia personal con la pérdida de miles de personas? Probablemente.

Pero para ella la pérdida de un ser querido nunca había sido una idea abstracta. La experimentó primero con la muerte de su madre y después cuando estuvo cuidando a su padre, enfermo de cáncer. No es que le apeteciera mucho hacerse cargo de aquel tipo duro que había descargado en ella su rabia, pero al fin y al cabo era su padre. Kate hizo las paces con sus demonios y se trasladó a la casa adosada de Astoria aquellos últimos y espantosos meses. Le preparaba guisos que él apenas tocaba, le cambiaba las cuñas, le administraba analgésicos y finalmente le ponía las inyecciones a aquel fiero tirano, ahora irreconocible, disminuido por la enfermedad. ¿Quién hubiera creído que en otros tiempos fuera tan aterrador?

La comisaría Seis quedaba a una manzana.

Se imaginó los coches de policía aparcados a lo largo de la calle y las grandes puertas de cristal que había atravesado por primera vez justo después de la muerte de Elena.

Y ahora que Richard también había muerto, las atravesaría de nuevo.


Floyd Brown, jefe de la Brigada Especial de Homicidios de Manhattan, se arrellanó en su silla ergonómica, uno de los extras que había recibido con su ascenso.

Kate se quedó mirando el calendario que colgaba un poco torcido del tablón de anuncios, por detrás de la mesa de Brown, junto a las truculentas fotografías de dos mujeres asesinadas en el Bronx, toda una carnicería. Se preguntó si habrían estado allí también las fotos del crimen de Richard. Tal vez Brown las había quitado antes de que ella llegase.

– ¿Estás totalmente segura, McKinnon? -preguntó Floyd por segunda vez. Seguía llamándola por su apellido de soltera, cosa en la que ella había insistido la última vez que trabajaron juntos.

Kate miró el reloj de la pared mientras el minutero iba restando fracciones del resto de su vida y de pronto se vio transportada treinta años atrás: un reloj parecido, redondo, sencillo, práctico, en la pared de una habitación aséptica, y su madre, tan hermosa, en una cama de hospital, con un aspecto muy frágil.

– ¿Qué le pasa? -le había preguntado a su padre por el pasillo del hospital, entre los pacientes que caminaban de un lado a otro con pinta de estar más perdidos que enfermos.

– Tu madre está… enferma -se limitó a contestar él apretando los dientes, con los nudillos blancos en torno al pequeño ramo de flores que llevaba en la mano y que dejó en la mesilla junto a la cama de su madre, sin molestarse en pedir un jarrón o algo donde ponerlas. Kate había pensado en aquellas flores mucho tiempo, preguntándose si alguien, una enfermera o algún auxiliar, las habría rescatado.

Aquella última vez que vio a su madre, se pasó el rato sentada al borde de la cama sin dejar de rezar para que se recuperase, aunque sabía que no iba a ser así.

Se había quedado mirando aquel reloj y descontando los segundos mentalmente, imaginándose cuántas horas le quedaban para cumplir doce años (calculó que no llegaban a veinticuatro), aunque no celebró ninguna fiesta, puesto que su padre trabajaba turnos de catorce horas en la comisaría y su madre estaba confinada en aquel sitio, que hasta Kate sabía que era un hospital especial para «gente con problemas», como le había explicado su tía Patsy.

Su madre empezaba una frase y se interrumpía, como buscando las palabras.

– ¿Por dónde iba?

– Me estabas diciendo que me acordara de una cosa, mamá.

– Ah, sí, claro.

La mujer jugueteó nerviosa con la pulsera de plástico que llevaba en la muñeca y Kate oyó hablar a su padre con el médico al otro lado de la puerta entreabierta.

– Esperamos que el tratamiento le alivie un poco la depresión, señor McKinnon.

– No lo entiendo. -Su padre no se molestó en susurrar-. ¿Qué razones tiene para deprimirse?

Kate, a sus doce años, no entendió las explicaciones del médico, algo sobre las complicaciones de la mente, aunque se le quedaron grabados en la memoria algunos fragmentos de la descripción del tratamiento de su madre: control del ritmo cardíaco, administración de anestesia, la corriente eléctrica es rápida, el shock dura unos veinte segundos, luego se produce dolor de cabeza y después alivio.

La idea de que estaban electrocutando a su madre la aterrorizó y la persiguió durante años. Pero también recordaba sus últimas palabras, que jamás olvidaría:

– Acuérdate de una cosa, Kate.

– ¿El qué, mamá?

– Recuerda… que puedes… hacer lo que te propongas. -Su madre le apoyó en el brazo sus dedos delgados y fríos-. ¿Qué te decía, cariño?

– Que puedo hacer lo que me proponga.

– Así es. Cualquier cosa. Pero tendrás que hacerlo tú sola. Nadie te cuidará como puedes cuidarte tú, y… -Hacía esfuerzos por concentrarse, por no perder el hilo de sus pensamientos-. Y… a nadie le importarán tus cosas tanto como a ti. ¿Lo entiendes?

Kate asintió, aunque no estaba muy segura.

– Puedes hacer lo que te propongas. Eres muy fuerte. Mi niña, mi preciosa niña.

Ahora, todavía mirando el reloj de la pared de Brown, recordó aquellas palabras y supo que su madre tenía razón. Había quedado demostrado muchas veces. Si quieres que se haga algo, lo mejor es hacerlo tú misma.

«Puedes hacer lo que te propongas, Kate. Pero tendrás que hacerlo tú sola.» -Puedo seguir adelante -dijo a Brown, haciendo un esfuerzo por parecer fría y entera-. Tú lo sabes. Además, ya he hablado con Tapell y ella está de acuerdo.

Brown conocía la relación de Kate con la jefa de policía de Nueva York, una amistad de toma y daca que retrocedía hasta la época en que Kate era policía en Astoria, cuando Clare Tapell era su superior.

Pero ¿conocería el resto?, se preguntó Kate.

Floyd tamborileó en su mesa de acero.

– Pues yo creo que no es buena idea trabajar en el caso de un cónyuge.

Kate le clavó una mirada dura.

– ¿Y tú qué harías si asesinaran brutalmente a tu mujer?

– La verdad es que no lo sé.

– ¡Y una mierda! ¡Irías detrás del hijo de puta que lo hubiera hecho para arrancarle la piel a tiras!

Brown casi sonrió. Aquel lenguaje, tan incongruente en una perfecta dama de alta sociedad, siempre le había sorprendido y divertido.

– Bueno, supongo que si mi jefa está dispuesta a dejar que colabores en el caso, no tengo más remedio que aceptar. Pero -añadió inclinándose- tienes que seguir las reglas.

Kate se incorporó en la silla.

– Yo siempre sigo las reglas.

– No me vengas con ésas. Pero más te vale. El FBI de Manhattan ya está metiendo baza en el caso.

– ¿Tan pronto?

Brown evitó mirarla a los ojos.

– Tu marido es una víctima prominente, McKinnon. Si hay relación entre los tres asesinatos nos enfrentamos a un asesino en serie, y no hay forma de que el FBI permanezca al margen.

Kate escuchaba casi con demasiada atención mientras su cerebro registraba aquellas palabras: «Tu marido es una víctima prominente.» -¿Te acuerdas de Mitch Freeman? -preguntó Brown.

Desde luego que se acordaba. Un tío guapo, decente.

– Un loquero del FBI. No era mal tipo.

– Pues está en esto. Pero no es él quien me preocupa, sino el oficial que nos envían, un tal Marty Grange. No es muy simpático que digamos. -La miró sombrío-. Trabajé con él hace unos años. Es un fanático de la disciplina. No tolera la más mínima e informa de todo a sus amiguitos del FBI.

– ¿Y no podría colaborar también Liz Jacobs? Está en la ciudad y fue de gran ayuda en el caso del Artista de la Muerte.

– No creo. Seguro que Grange sabe que sois amigas. Esos tíos lo saben todo. Y querrá ser el director de pista de su propio circo.

Kate se irguió de nuevo.

– Cuéntame, ¿hasta ahora qué tenemos?

– Muy poco. Se ha hecho el clásico puerta a puerta en el Bronx, pero no hay testigos de ninguno de los asesinatos. -Brown vaciló un momento, como pensando en lo que iba a decir-. El vigilante nocturno del edificio de tu marido… -Volvió a interrumpirse.

– Sí -le animó Kate con tono monocorde. Tenía que demostrarle que era capaz de enfrentarse a aquello-. Sigue.

– El vigilante dice que tu marido no llegó a firmar el registro de salida, lo cual significa que no salió después de las horas normales de oficina.

– Ya. -Kate contuvo el aliento-. Sería lo lógico. Se habría marchado al mediodía si…

Brown asintió.

– En cuanto a los otros dos casos, se han tomado varias declaraciones. La casera de una de las víctimas, Martínez se llama, no ha dicho gran cosa. Estaba muy impresionada. Tenemos que volver a hablar con ella. Los del laboratorio están haciendo horas extras, pero de momento tampoco tienen nada. -Se frotó la frente con la mano-. Lo que me preocupa es que nuestro hombre sea un Volkswagen.

Kate sabía que Brown se refería al vehículo favorito de los asesinos en serie: las furgonetas Volkswagen.

– Así que estás pensando que puede venir de Hackensack o Hoboken, acecha a la víctima, la mata y se larga.

– Podría ser.

– Pero ¿por qué ir al centro de la ciudad? Es mucho más arriesgado -comentó Kate.

– Es verdad. -Floyd seguía frotándose la frente.

– ¿Te duele la cabeza?

– Los psicópatas siempre me dan dolor de cabeza.

Ella sacó del bolso un pastillero de plata y le ofreció un par de píldoras.

– Excedrina extra fuerte.

Se las tragó con un dedo de aguachirle marrón que quedaba en un vaso de plástico y que debía de haber sido café no hacía mucho.

– Gracias. Te aseguro que esto es un auténtico enigma. No hay huellas, no se ha encontrado ningún arma.

– De manera que el asesino llevó el arma al lugar del crimen, junto con sus lienzos. Lo cual significa que está organizado.

– Parece ser. El laboratorio está estudiando las pinturas a conciencia.

– ¿Qué más? -insistió ella.

– No mucho, aunque Tapell está movilizando a todo el mundo. Tenemos a nuestra disposición a todas las unidades: prevención del crimen, brigada móvil, la central, inteligencia criminal y todos los servicios técnicos, menos los especialistas en explosivos. Científica está recogiendo sangre y líquidos seminales si los hubiera, aunque como de momento no han aparecido, los de delitos sexuales no están involucrados todavía. También están examinando la saliva, pero no han encontrado nada -concluyó con un suspiro-. Nuestros laboratorios realizan los análisis preliminares y luego va todo al FBI de Manhattan. Si ellos no encuentran nada, lo envían a Quantico. Y por supuesto el VICAP y el NCIC están estudiando el modus operandi del criminal.

Kate pensó un momento: Programa de Detención de Delincuentes Violentos y Centro Nacional de Información Criminal.

– ¿Han encontrado algo los ordenadores?

– Han salido unas cuantas cosas, pero nada significativo. -Floyd suspiró de nuevo-. Ojalá pudiera contarte más. Ya sabes que el tiempo es vital en una investigación de homicidios. -Por lo general, cuanto más se tardara en resolver un caso de homicidio, más posibilidades había de que no se resolviera nunca-. Según la jefa Tapell, tú estás aquí oficialmente para colaborar con las pinturas…

Kate dio un respingo, dispuesta a decir algo.

– Calma. Te conozco muy bien, McKinnon, y sé que vas a estar en todo. Sólo quería recordarte que estás aquí sólo como colaboradora.

– Pero puedo llevar un arma, ¿no? Todavía tengo permiso.

– ¿Para qué? -repuso Brown entornando los ojos-. ¿Quieres pegarle un tiro a alguien?

– No, pero con la pistola me siento más segura, por lo menos podré defenderme.

Él la miró un momento.

– Por lo visto Tapell te quiere aquí, así que… -Sacó un par de expedientes de la pila que tenía en la mesa-. Es lo que tenemos de las dos primeras víctimas. -Señaló con la cabeza las truculentas fotos de la pared-. ¿Por qué no te familiarizas un poco con esos crímenes. Como te iba diciendo, nos vendría bien darles un repaso.

– ¿Quieres que empiece en el Bronx?

– Queda cerca de tu barrio, ¿no?

– Relativamente. ¿Y dónde está… el expediente de Richard?

– ¿Estás preparada para verlo?

– Sí. -Kate vaciló-. No. -Respiró hondo. «Tranquila»-. Quiero leer el expediente, pero preferiría no ver las fotografías del crimen. -Respiró de nuevo-. Ya estuve allí. No necesito verlo otra vez.

– ¿Trabajar en el caso de Richard? Tal vez Floyd tenía razón. Aquello era una locura.

El detective le puso la mano en el brazo.

– No tienes por qué hacer esto, ¿sabes?

– Te equivocas, Floyd. Tengo que hacerlo. -Kate se enderezó-. ¿Dónde están los lienzos encontrados junto a las víctimas?

– Los están analizando en el laboratorio.

– Quiero verlos.

– En cuanto terminen con ellos.

– A propósito, ¿habéis tomado declaración a Andrew Stokes? Era el socio de Richard. Supongo que alguien le habrá interrogado.

– Está en la ficha. -Brown eligió otra carpeta de su mesa, sacó el sobre que debía de contener las fotografías y lo metió en un cajón antes de tenderle el resto del expediente-. ¿Por qué lo dices?

– Porque acabo de hablar con él y no sé… Yo creo que habría que tenerlo vigilado.

– ¿Ya te has puesto a hacer interrogatorios?

– No fue un interrogatorio. Fue una simple conversación, nada más.

Brown la miró a los ojos.

– Si vas a trabajar con nosotros, ninguna entrevista es una simple conversación. ¿Te acordarás?

Kate alzó las manos con inocencia.

– Desde luego.

– Más te vale. Ese tal Stokes, ¿crees que tenía razones para matar a tu marido?

– No le conozco muy bien, pero…

– ¿Cuánto tiempo llevaban trabajando juntos?

– Unos dos años.

– ¿Y no le conoces?

– No temamos ninguna relación fuera del trabajo. Le veía de vez en cuando en el despacho, pero no, no le conozco. -De pronto se acordó de los extractos bancarios. Quiso contárselo a Brown, pero algo se lo impidió. ¿Acaso Richard andaba metido en algo ilegal? No lo sabía muy bien, pero quería averiguarlo antes de decir nada-. Richard tuvo una charla con él. Es posible que estuviera a punto de despedirle.

– A veces la gente mata por menos de eso.

– Dice que ese día se quedó en casa con un resfriado. ¿Lo habéis comprobado?

Brown tecleó unas letras en el ordenador y los dos se quedaron mirando los datos que aparecieron en la pantalla.

– Aquí está, la declaración de Andrew Stokes. -Floyd se interrumpió mientras leía-. Sí. Se quedó en casa con un resfriado. Su mujer estaba con él. El portero verificó que Stokes no salió ese día del edificio.

– Aun así, creo que vale la pena vigilarle -insistió Kate-. ¿No podríamos ponerle un seguimiento? La secretaria confirmó que Richard no estaba muy contento con él últimamente y es posible que quisiera despedirle. Ya sé que no es mucho, pero…

– Necesitamos algo más que una corazonada para hacerlo legalmente, McKinnon.

– ¿Y si te digo que es un pintor aficionado?

– Creía que no lo conocías.

– Me acabo de enterar.

– Ya veré que puedo hacer. Igual podemos asignarle a alguien. -Escribió una nota en un cuaderno y alzó la vista-. A propósito, te he puesto de compañero a Nicky Perlmutter. Estuvo cinco años en homicidios. Cuando yo ocupé el cargo le incluí en mi equipo. Es bueno y un tío listo. Te caerá bien.

Kate cruzó los brazos y le miró con escepticismo.

– ¿Y eso por qué?

– Porque es uno de los pocos tíos del cuerpo más altos que tú, para empezar.

– Muy gracioso -repuso ella sin sonreír.

– Perlmutter empezó en el Bronx, patrullando a pie, de manera que conoce el terreno.

– Tú también vienes del Bronx. ¿Por qué no trabajas conmigo?

– Porque yo soy el jefe. Y no quiero tener una compañera que está en esto por razones personales.

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