17

Kate cruzó las piernas y Mitch Freeman las miró. Estaban en el edificio del FBI de Manhattan.

– ¿Nombres de ceras?

– Sí, los nombres que había debajo de la pintura -contestó ella-. Grange ha enviado un fax a Quantico para ver qué dicen los de criptografía, pero yo quería saber qué piensas tú. -Miró por un instante los ojos azul grisáceo de Freeman, pero apartó rápido la vista y se fijó en el pequeño despacho. Las estanterías se doblaban bajo el peso de los libros, en el suelo se apilaban muchas revistas de psiquiatría y más libros. La sala mostraba el mismo ligero desaliño del psiquiatra, pero era acogedora.

– Lo primero que me viene a la cabeza es retraso en el desarrollo.

– Como si se tratara de un niño.

– O una persona inmadura, atrofiada, alguien que está al margen de las reglas y las convenciones adultas.

Kate recordó las palabras de Herbert Bloom, el propietario de la galería Outsider Art: «Siguen sus propias reglas… están culturalmente aislados… perturbados.»

– Una pregunta. -Freeman se puso las gafas de lectura-. ¿El hecho de que utilice ceras significa que es un aficionado?

– No necesariamente. Hay artistas consagrados que utilizan ceras en sus dibujos y cuadros. -Se remetió el pelo detrás de las orejas-, pero no conozco a ninguno que escriba los nombres de los colores antes de pintarlos. Eso es lo que me parece un detalle de aficionado, por eso precisamente digo que es un outsider.

– Y un exhibicionista. Al fin y al cabo deja sus obras para que todos las vean.

– Tal vez.

– ¿No estás de acuerdo?

– Todos los artistas quieren mostrar su obra y no por eso son exhibicionistas. -Kate tamborileaba con las uñas un ritmo que parecía de John Phillip Sousa-. Pero es evidente que nuestro hombre quiere llamar la atención y que sepamos que es un artista.

– Está buscando aprobación y posiblemente reconocimiento.

– Así es. -Dejó de tamborilear. Se le estaba ocurriendo una idea, tal vez la manera de llegar hasta el asesino.

– A ver, ¿qué tenemos? -Freeman se arrellanó en la silla-. Uno, destripa a los cadáveres -comenzó, enumerando con los dedos-. Dos, está obsesionado con el arte. Tres, se lleva los cuadros al lugar del crimen. Cuatro, escribe los nombres de las ceras y lo identifica todo con ellos. Cinco…

– Un momento. ¿Por qué necesita identificarlo todo?

– Tal vez sea un obsesivo compulsivo.

– Es posible. Pero estoy pensando que igual es que no conoce los colores. Volvemos de nuevo al niño pequeño. -Kate meneó la cabeza-. Maldita sea, tengo la impresión de que se nos ha pasado por alto algo fundamental… pero ¿qué?

– No te preocupes, ya se te ocurrirá. -Freeman se incorporó en la silla-. Sólo tenemos que averiguar cuáles son sus móviles.

– La clave tiene que estar en los cuadros. -Miró el reloj-. Vamos. El doctor Ernst ya está de camino.


Se despierta sobresaltado, se limpia la baba que le ha caído sobre el mentón mientras dormía. Es la hora, lo nota. Igual que Coca-Cola es así y Tom conoce a Jerry y Jessica resuelve siempre los crímenes.

Se echa unas gotas en los ojos. Tiene que cuidárselos, ahora más que nunca, ahora que ha comenzado el milagro.

Durante mucho tiempo sólo podía pensar en cerrar los ojos. Para siempre. En morir. Pero ahora tiene algo por lo que vivir, y todo gracias a ella, a su historia-dura.

Echa un vistazo al periódico: el edificio San Remo, en Central Park West. Allí es donde vive. Qué amables han sido al ofrecerle la información.

Conoce bien Central Park, ha pasado algún tiempo allí, ha ganado algún dinero en los rincones menos transitados.

Debería volver, ver dónde vive ella, comprobar si está en lo cierto sobre el color de su pelo. Pero ¿cómo lo va a saber con seguridad? A menos que…

¡No! Aparta el periódico con brusquedad, asqueado consigo mismo, con sus pensamientos. Eso no lo puede ni pensar. Todavía no.

Cierra los ojos. Sólo de pensar en ella, en su historia-dura, se le ha puesto dura y la necesidad comienza a corroerle las entrañas. Y sabe lo que eso significa: es sólo cuestión de tiempo. Pero de momento otra chica espera y tiene que prepararse.

Corta un rectángulo del rollo de lienzo imprimado, prepara sus cuchillos. Afila el de dientes de sierra, que tiende a quedarse romo después de cortar las costillas. Y mientras tanto canturrea, «el trabajo, el trabajo, el trabajo, el trabajo». Va de un lado a otro de la habitación, recogiendo sus herramientas. Canta mientras envuelve los cuchillos en el lienzo, «el trabajo, el trabajo, el trabajo, el trabajo». Comprueba que la botella esté llena de hidrato de cloral, recoge un rollo de cinta adhesiva plateada de la mesa de pintura y mete ambas cosas entre los cuchillos y el lienzo. «El trabajo, el trabajo, el trabajo, el trabajo.» Escoge un par de pinceles largos y deja de cantar para decidir cuál de los dos bodegones que le robó al chico moreno se va a llevar. Al final se decide por el del jarrón verde menta sobre el paño azul marino con las tres manzanas rojo alboroto. Se acuerda de todo a la perfección.

Hace una pose y flexiona sus gruesos bíceps. Lleva casi un año entrenándose con las pesas que Pablo tiene allí guardadas, y se nota. Ya no puede permitirse ser débil.

Cuando se trataba de ranas, ratones o ratas, incluso gatos, era diferente. Aquello era fácil.

Retrocede en el tiempo.

Una sala blanca. Médicos. Una enfermera grita. Ha matado un ratón, casi lo ha cortado en dos con el cuchillo de la comida. No fue tan fácil, pero funcionó. Los colores. Tan hermosos. Entonces lo supo.

Le viene a la cabeza una vieja imagen: el cuchillo entra, el negro se torna rojo.

Sí, se acuerda. ¿Cómo iba a olvidarlo? La primera señal de lo que sería. Claro que entonces no lo reconoció. Fue más tarde, después del accidente, cuando mató al ratón. Entonces lo supo con certeza.

Luego fue a por el gato, un error. Jamás volvería a utilizar un gato. El maldito animal casi le sacó un ojo, lo cual habría sido… ¿qué palabra había utilizado aquel artista en la televisión…? Contraproducente.

Se pone unos guantes de látex y el mono de trabajo que le da aspecto de mecánico de coches. Luego se mete los pinceles, la cinta, el narcótico y los cuchillos en los hondos bolsillos y con un gesto rápido se abrocha la cremallera desde la entrepierna hasta el cuello. Agarra las pesas de Pablo y las alza sobre su cabeza. Las manos le tiemblan un poco, las venas de los brazos le palpitan.

Está cada vez mejor, más fuerte, y aunque a menudo se siente decepcionado, ahogado en oscuros y odiosos sentimientos, sucio y acuciado por un ansia desesperada y, sin saber por qué, se imagina en una habitación en penumbra acompañado únicamente por la oscilante luz sintética del televisor y todos los fragmentos de canciones y anuncios y voces huecas e inconexas, cuando está trabajando puede olvidarse de todo, y en este momento se niega de plano a pensar en nada de eso porque sabe que es… contraproducente.

Con los cuchillos y el lienzo en los bolsillos se siente seguro. Ella le espera. Y esta vez será la mejor. Lo verá y lo recordará todo.


Kurt Ernst era un hombre larguirucho aunque ligeramente encorvado por la edad, puesto que pasaba de los setenta. Tenía el pelo blanco y la piel fina moteada de manchas marrones en la ancha frente. Apenas podía contener la emoción. Movía las manos sin cesar y se ajustaba y reajustaba las gafas sin montura mientras se movía de un cuadro al otro.

No todos los días tenía la oportunidad de ver la obra de un maníaco homicida vivo.

Brown se había reunido con Kate y Freeman en la sala de pruebas, donde estaban las obras del psicópata pegadas al tablón de corcho, metidas en bolsas y numeradas, pero perfectamente visibles a través del plástico.

– El color es muy violento y al mismo tiempo infantil -decía Ernst, intentando responder a las preguntas planteadas-. Claro que no tiene por qué haber ninguna correlación entre la edad mental y la edad cronológica. El asesino podría tener dieciséis o diecisiete años, o ser mucho mayor. -Hablaba en un inglés muy formal, con un ligero acento-. La inmadurez de la obra refleja sólo el estado del desarrollo mental -explicó, mirando los cuadros-. Nunca había visto esta mezcla de garabatos obsesivos con colores desentonados. Claro que cada enfermedad produce sus propias manifestaciones. -Se acercó más, casi tocando con la nariz las bolsas de plástico-. Los garabatos obsesivos de los bordes suelen asociarse a la obra de los esquizofrénicos.

– Por la repetición -apuntó Freeman, ansioso por compartir sus conocimientos con una personalidad a quien había estudiado en clase-. ¿Usted diagnosticaría esquizofrenia?

El doctor Ernst le miró por encima de las gafas.

– Sí, es el diagnóstico más probable, aunque nunca se puede estar seguro del todo. -Miró uno de los cuadros ladeando su rostro anguloso-. ¿Han descifrado los garabatos?

– Son nombres -contestó Kate.

– ¿Y los han identificado? Quiero decir, ¿son nombres inventados o conocidos? Por ejemplo, ¿son nombres que hayan aparecido en las noticias?

– Nombres, sin más -dijo Freeman.

– Nunca son «sin más» -replicó Ernst, mirando al psiquiatra del FBI-. Estos nombres significan algo para él. ¿Qué nombres son?

– Estamos bastante seguros de que uno es Tony -contestó Kate-. Y otros podrían ser Brenda y Dylan.

– Pero no son los nombres de las víctimas -dijo Freeman, ansioso por ofrecer algo que enmendase su fallo anterior.

– Podrían ser nombres de seres queridos -prosiguió Ernst-. Aunque no es probable que tenga muchos seres queridos. Lo más seguro es que sean personajes de fantasía. A menudo los enfermos mentales incorporan sus fantasías a su obra. -Se volvió de nuevo hacia los cuadros-. Pero las imágenes son muy comunes, como si el autor intentara ser real, quiero decir, un pintor académico. ¿Estás de acuerdo, Katherine?

Kate asintió.

– De manera que tenemos una mezcla en la obra y en su autor: el deseo de realizar una obra buena, estándar, y los garabatos obsesivos que tanto aparecen en el arte de los enfermos mentales. -Ernst miró a Kate-. Tú has visto la colección Prinzhorn, ¿no?

– Sólo la muestra que se expuso en el Drawing Center, pero estudié a Prinzhorn en el instituto. -Intentó recordar los muchos dibujos y cuadros que había visto de la colección del famoso psiquiatra, tanto en directo como en el catálogo de las obras que se encontraban ahora en Heidelberg. Era probablemente la mayor colección de obras de enfermos mentales. Prinzhorn la había ido reuniendo en hospitales psiquiátricos desde finales del siglo XIX hasta 1933.

– Lo digo porque Hans Prinzhorn estableció comparaciones entre el arte de los enfermos mentales y el artista contemporáneo. Creía que existía una estrecha relación entre ambos, por ejemplo el hecho de que muchos autores contemporáneos intenten psicoanalizarse en su obra. Claro que en su caso se trata de un esfuerzo consciente, mientras que el loco no tiene elección.

– Prinzhorn estableció esa comparación entre el arte de la demencia y el arte contemporáneo como algo positivo, ¿no es así? -dijo Kate.

– Sí. Aunque cuando Prinzhorn terminó de reunir su colección, se utilizó de forma bastante retorcida.

– Los nazis -comentó Kate.

– Justo, los nazis.

– El arte degenerado.

Ernst esbozó una sonrisa triste.

– Veo que has estado estudiando, Katherine.

Ella se sonrojó.

– Últimamente no, pero me acuerdo del arte degenerado porque lo estudié. Los nazis pretendían establecer paralelismos entre el arte de los dementes y grandes pintores como Max Beckmann, Egon Schiele, Paul Klee y grupos de artistas modernos como los futuristas, los dadaístas, los expresionistas y los miembros de la Bauhaus alemana.

– Perdonad mi ignorancia -terció Brown-, pero no sé de qué estáis hablando.

– Ah, perdóneme -se disculpó Ernst-. Con el nombre de arte degenerado los nazis organizaron una enorme exposición que viajó por todo el Reich. Comenzó en 1937, en Múnich, y de ahí se fue trasladando a prácticamente todas las grandes ciudades y pueblos de Alemania. Gracias a Dios, terminó en 1941. Fue muy popular y atraía multitudes. Y por desgracia, cumplió su misión.

– ¿Que era…? -quiso saber Brown.

– Reforzar los miedos convencionales de la gente, convencerla de que el arte moderno era evidentemente obra de locos. -Ernst se quitó las gafas y meneó la cabeza-. El objetivo de los nazis era meter a los problemáticos autores vanguardistas en el mismo saco que los enfermos mentales.

– Para defender la práctica de la eutanasia con ellos -apuntó Kate-. Como pensaban hacer con los locos.

– Exacto. Y de hecho, muchos artistas que no huyeron del Reich fueron enviados a campos de concentración, donde varios murieron.

La sala se quedó en silencio.

Brown miró los cuadros. -Pues no creo que mucha gente protestara si el gobierno pidiera la eutanasia para nuestro maníaco.

Ernst le miró fríamente.

– ¿Y si su «maníaco» está viviendo en un mundo de fantasías y delirios y ni siquiera sabe lo que hace, detective?

– Entonces, doctor, le voy a preguntar una cosa. ¿Diría usted que estamos buscando a un loco o a un asesino racional?

Ernst se ajustó las gafas y miró de nuevo los cuadros.

– Francamente, yo no veo nada racional en estas pinturas.


– Eres muy guapa.

La chica realiza una pequeña pirueta sobre sus tacones de aguja y se echa a reír.

– Ni la mitad que tú, encanto.

El se mete las manos en los bolsillos, se encoge de hombros, se golpea un pie con otro, una pose que ha tomado prestada de Opie, el chico de Mayberry. ¿O era de unos dibujos animados? No se acuerda, pero da igual. Ella ha mordido el anzuelo. Un niño encantador en el cuerpo de un hombre.

– ¿Por qué llevas gafas? -pregunta la chica-. ¿Es que eres artista de cine o algo así? ¿Te da miedo que te reconozcan?

– Ah, las gafas. -Se las levanta (es de noche, está oscuro, no hay peligro) y ensaya su expresión, una forma de disimular la tendencia a entornar los ojos, una especie de guiño que ha estado practicando, muy a lo James Bond-. «Mezclado, no agitado» -dice con tono grave.

Ella ríe.

– ¡Menudas pestañas! Lástima que no seas una chica.

El ya lo ha oído otras veces, no le hace mucha gracia, pero no piensa enfadarse, ahora no. Vuelve a ajustarse las gafas.

– ¿Cuánto? -pregunta.

– Depende de lo que quieras.

– Bueno… -Se levanta las gafas y le ofrece otro guiño de agente secreto-. Si tienes casa, me encantaría ir.

– Te va a costar.

– Tengo cien.

– Bien. Pero por adelantado.

El busca en el bolsillo los billetes doblados.

– ¿Eso qué es?

– ¿Esto? -dice sacando un pincel-. Es que soy pintor.

– ¿De verdad? -replica ella sin entusiasmo.

– Puede que algún día te pinte a ti. Con esa piel que tienes color rosa clavel y tu pelo de vara de oro, vaya, que me inspiras.

– Ya, seguro. -La chica sonrió-. Pues para que lo sepas, mi pelo es rubio platino. Pero qué cono, si tú quieres que sea vara de oro, pues nada, vara de oro.

– Sí, me gusta el color vara de oro. Me gusta mucho. También me gusta el resplandor del sol y el limón láser.

– Vaya, sí que eres un artista, ¿eh? -Se toca el pelo oxigenado-. Pero más vale que te lo diga ahora, para que luego no te decepciones. No soy rubia natural.

– Supongo que eso significa que tendré dos colores por el precio de uno, vara de oro y castaño. ¡Geniaaaaal!

La chica se echa a reír.

Загрузка...