Las farolas amarillo limón ofrecen la luz perfecta, sin resplandores incómodos, sin el brillo irritante del sol. No todo el mundo pensaría igual, puesto que la visión queda limitada y los detalles se desdibujan, pero para él es el ambiente ideal para cazar. Se imagina que es un miembro de la Patrulla X, se imagina que lleva puestas una de esas gafas nocturnas especiales de los comandos mientras que los demás están todos ciegos.
Allí están las chicas, a una manzana del río, en aquella calle desierta. Son tres, están juntas en una esquina y hacen señas a los coches que pasan despacio.
El se mueve deprisa, observándolo todo: las oscuras naves industriales, las tiendas cerradas, los coches pegados a la acera, los hombres en los asientos delanteros con los ojos cerrados mientras las chicas les proporcionan un rápido alivio por veinte dólares.
Le gustaría abrir un coche y descuartizar a uno de esos hombres. Pero ahora no. Ahora tiene una misión, necesita aprender. Esto tiene que tener un sentido.
Lleva una chaqueta, los faldones de la camisa por fuera para esconder el rollo de cinta que le abulta un bolsillo; en el otro, los cuchillos envueltos en un lienzo.
Las mujeres de la noche le llaman («¡Eh, guapetón! ¿Te vienes un ratito?»), pero él sigue andando hasta ver a una muy jovencita, al final de la calle. Está fumando y se tira de la minifalda como si le diera un poco de vergüenza. Eso le gusta. Aminora el paso, deja que ella le vea bien.
– Hola. -Cuando habla escapan de sus labios nubes de humo.
Él la mira y sonríe.
La chica sonríe también. No se puede creer la suerte que ha tenido. Un hombre joven y muy guapo. No uno de los cerdos habituales.
La farola relumbra en su pelo. Vara de oro silvestre, piensa él, y siente un tirón en la entrepierna. Sabe de inmediato que la chica es la que busca.
Se quedan un momento bajo la farola.
– ¿Qué buscas? -pregunta ella.
– Compañía. -Come and knock on our door… (Ven y llama a nuestra puerta…) -Pues la has encontrado.
– Me gustan tus ojos. Son muy azules.
– Qué va. Son…
El arruga la frente.
– Sí -cede ella, pensando: azul, gris, ¿qué más da?-. Seguro que todas te dicen que eres guapísimo.
Él sonríe y se encoge de hombros como un niño pequeño.
Por un momento ella considera hacerle uno gratis, pero se lo piensa mejor.
– ¿Tienes un sitio? -Él mira sus ojos y su pelo. ¿Amarillo? ¿Naranja? La erección le duele y necesita saberlo.
Ella tira la colilla al suelo.
– Hay un aparcamiento a una manzana de aquí. Siempre hay alguien que deja el coche abierto. Es más barato que un hotel. Ven.
El aparcamiento ocupa toda una esquina. Los coches están alineados en ordenadas filas. Sólo hay alguna que otra luz tenue en el techo, no mucho. Para él, perfecto. Tiende la mano hacia una portezuela, pero ella le detiene.
– Podría tener alarma.
La chica va mirando por las ventanillas, de coche en coche, hasta que se detiene.
– Éste tiene una palanca antirrobo en el volante. Lo más seguro es que no tenga alarma. -Tira de la puerta y se abre-. ¿Lo ves? Ni lo han cerrado.
– Eres muy lista.
– Y tú muy guapo.
– ¿No crees que soy listo también?
La chica se apoya contra el coche y le mira a la cara. Piensa que tal vez haya algo extraño en aquel tío tan guapo. Pero él esboza de nuevo su sonrisa de niño y ella mira el mohín de sus labios y los temores se desvanecen. Decide que tal vez incluso le deje besarla, una cosa que no permite jamás.
– Son treinta por una mamada y cincuenta por un polvo. Por adelantado.
Él saca cinco billetes de diez dólares y ella le entrega un condón.
– ¿Tienes hijos? -pregunta él.
– ¡Joder! ¿A qué coño viene eso ahora?
Una imagen le hiende el cerebro: un hombre de piel grisácea y una mujer en una cama. Parpadea. Una vena le late en la sien.
– Déjalo.
– ¿Estás bien? -pregunta ella.
– ¿Yo? ¡Estoy geniaaaaaal! -Le dedica otra de aquellas sonrisas estilo ídolo adolescente-. Con Sanitas estás en buenas manos.
Ella se echa a reír, se mete en el asiento trasero del coche y se sube la minifalda hasta la cintura.
Él tira la chaqueta al suelo antes de entrar con ella.
El interior del coche está oscuro. La chica parece casi negra.
El finge que se está desabrochando los pantalones mientras se saca del bolsillo el rollo de cinta.
– Ven, que te ayudo -se ofrece ella.
– Mmm -masculla él. Luego la aplasta contra el asiento mientras rasga la cinta con los dientes.
– Pero ¿qué coño…?
La chica es pequeña, no llega al metro sesenta, tal vez cincuenta kilos. Una presa fácil. Le araña y patalea, pero él sólo tarda unos segundos en taparle la boca con la cinta, un poco más en atarle las muñecas y los tobillos.
A ella le da vueltas la cabeza. ¿Cómo puede estar pasando aquello? Intenta decir algo. Imposible.
– Shhh… -Él se pone unos guantes de plástico y le acaricia el pelo, todavía preguntándose de qué color será.
¡Dios mío! ¡No puede ser! Con la de tíos raros a los que ha servido en su corta vida, y resulta que al final es éste, el guapo. Intenta pensar con claridad, se aferra a una esperanza: tal vez no es más que un juego. Intenta telegrafiar con los ojos que está dispuesta a jugar.
Pero entonces nota el cuchillo que le hiende la piel, un fogonazo agudo, frío y caliente, y cuando baja la mirada ve que la sangre le mana del pecho.
Los colores estallan ante los ojos de él: rojo violeta y ciruela. Su erección palpita. Con una mano se la saca de los pantalones.
La chica siente el cuchillo que entra y sale de su cuerpo, intenta asimilar lo que le está pasando, intenta respirar, pero es como sorber gelatina con una pajita.
Él decide que el coche es muy estrecho para abrirla allí, que tendrá que conformarse con la sangre. Pero es suficiente.
Los colores se intensifican. Es un arco iris. Y no le hace falta más. Se corre contra su muslo desnudo, parpadeando como el muñeco de un ventrílocuo, y nombra a gritos los colores que se suceden ante sus ojos:
– ¡Granate! ¡Magenta! ¡Morado!
Lo último que oye la chica es «fresa», y recuerda una noche, no mucho tiempo atrás, en la vivienda redecorada de sus padres, una casa de dos pisos en Dayton, Ohio. Estaba con su niñera Abby (con quien no ha vuelto a hablar desde que se escapó), descongelando un paquete de fresas en el microondas para prepararlas con helado de vainilla antes de ponerse a ver un episodio de Melrose Place. Sus padres se lo habían prohibido, pero habían salido, así que daba igual, siempre que no volvieran a tiempo. Justo antes de que le falle la respiración y se le pare el corazón le viene a la cabeza la banda sonora de la serie.
En el coche todo se ha vuelto de un color gris turbio y lúgubre y él sólo quiere salir. Ya no le importa el cuadro. No ha llegado a sacar el pincel del bolsillo. Es demasiado tarde. No se acuerda de nada. Todo ha sido un desperdicio.
Celebra los mejores momentos de tu vida…
Como si fuera posible.
Otra oportunidad desaprovechada. No siente más que vergüenza y asco mientras recoge la chaqueta del suelo. Oculta la camisa ensangrentada, pero no los pantalones. No pasa nada, está demasiado oscuro para distinguir la sangre en el algodón negro. Echa un vistazo en torno para ver si hay más coches ocupados, pero todo está tranquilo. Saca a la chica del vehículo y la agarra con los brazos en torno a la cintura. Pesa más de lo esperado y no es fácil moverse con ese cuerpo inerte.
Avanza hacia el río, con la cabeza de la chica rebotando en su hombro. Pasan varios coches, pero ninguno se para.
Piensa que no ha estado tal mal, al fin y al cabo. Ha visto algunas cosas que no habría visto en otras condiciones y, aunque no ha pintado nada, tampoco ha dejado nada atrás. Es como si no hubiera sucedido, como una tarjeta de salir de la cárcel en el Monopoly.
Al llegar al río se acuerda de sus cincuenta dólares. Mete la mano en el bolsillo de lo que queda de la minifalda y saca un puñado de billetes. Luego arroja el cuerpo al río y lo ve desaparecer en el agua negra.