18

Floyd Brown salió corriendo de la comisaría.

– ¡Llama a Perlmutter! -gritó al agente que intentaba seguirle el paso-. Que se reúna conmigo.

El cielo estaba gris y amenazaba lluvia.

Brown pegó la luz al techo del coche y encendió el motor. Mierda. Era jefe de la Brigada Especial de Homicidios de Manhattan, ya tenía que estar jubilado y todavía andaba correteando por el Bronx, su antiguo territorio, un barrio que no quería ver ni en pintura.

Sacó el Impala del aparcamiento en batería y encendió la sirena. La adrenalina corría por sus venas casi tan deprisa como la gasolina en el motor.

Otro asesinato. Otro cuadro. Eso es lo que había dicho McNally.

Se acabó. Ahora ya no había manera de evitar una movilización a gran escala. Más policías, más agentes, más presión para el alcalde. Brown estaba seguro de que Tapell ofrecería una conferencia de prensa. Probablemente estaría ya escribiendo el discurso.


Kate, de regreso en su casa después de la reunión con el doctor Ernst, estaba hojeando un catálogo de la colección de Hans Prinzhorn cuando Perlmutter la llamó para darle la noticia. Ahora iba junto a él en su coche, un Crown Victoria, dirigiéndose a toda velocidad hacia la escena del crimen. Los vehículos que pasaban a ambos lados eran un puro borrón. En su mente se sucedían detalles de antiguos casos como fragmentos de una película muda: Ruby Pringle, su último caso, el ruido de los tacones aplastando la gravilla en torno al vertedero de basura, el cadáver de la joven, aquellos ojos azules de pupilas negras que la miraban; el rostro de Ruby fue reemplazado por aquellos niños rubitos de Long Island City, atados y amordazados. Y las magulladuras de sus cuerpos desnudos se convirtieron en la cicatriz de la autopsia que asomaba por la sábana blanca que cubría el cuerpo de Richard, hasta que el blanco se tornó gris y Kate se dio cuenta de que estaba mirando sin ver las nubes a través del parabrisas y de que tenía lágrimas en las mejillas. Se las enjugó, pero no antes de que Perlmutter las viera.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Enfocó la vista y miró los barcos del Hudson, rápidos estudios, bocetos apenas, que iban pasando a toda velocidad por la ventanilla.


Ya empezaba a oscurecer cuando Perlmutter aparcó el Crown Victoria junto a un par de furgonetas de la policía. Estaba lloviznando y las farolas teñían la lluvia de un amargo tono limón; cada pocos segundos las luces de la policía bañaban de rojo la calle, los edificios y la multitud que se había congregado. El ulular de las sirenas componía la banda sonora. Una escena casi de una belleza cinematográfica. La vida imitando al arte.

– ¿Cómo se enteran siempre los primeros? -preguntó Perlmutter al ver a un par de periodistas que montaban las cámaras y los focos.

Floyd Brown estaba junto al edificio, así como Marty Grange, flanqueado por Sobieski y Marcusa.

– ¿Qué aspecto tiene? -quiso saber Perlmutter.

– Es nuestro hombre, eso seguro -contestó Brown.

Marty Grange, con el rostro bañado por el amarillo limón de las farolas, se volvió hacia Kate y luego hacia Brown como queriendo decir: «¿Qué demonios hace ella aquí?»

– Freeman está dentro -informó Brown-. Quería ver la escena del crimen de primera mano, por si eso puede ayudarle a trazar el perfil del asesino. Tapell también ha venido -añadió con un suspiro-. Entrad a echar un vistazo.


Con la placa a modo de escudo y seguido de Kate, Perlmutter se abrió paso entre el cordón policial hasta un pequeño vestíbulo donde un agente estaba recogiendo huellas y otro fotografiaba la marca de unas manos ensangrentadas en la pared. Fueron siguiendo las huellas de manos por un pasillo donde otros agentes seguían recogiendo pruebas.

Perlmutter avanzaba más deprisa que Kate, que había aminorado el paso para observar la sangre en la pared y el suelo, reconstruyendo los hechos mentalmente con el corazón acelerado. Por fin dobló la esquina y entró en el salón donde estaban los detectives, un par de agentes, el equipo técnico y Perlmutter, al otro lado, con McNally, el jefe de policía del Bronx, que a su vez se inclinaba hacia Tapell. Todos susurraban como si estuvieran en la iglesia.

Mitch Freeman estaba agachado junto a ellos, mirando alternativamente el cadáver y el cuadro, otro bodegón colocado en una barata silla plegable. Por la manera en que cerraba los ojos y tragaba saliva cada pocos segundos, Kate dedujo que estaba esforzándose por no vomitar.

Perlmutter, que también se dio cuenta, le dio unas palmaditas en el hombro.

Cerca del centro de la sala yacía una mujer, o lo que quedaba de ella, desnuda salvo por las medias de rejilla, rotas en torno a los tobillos, y unas pulseras en las muñecas. A Kate no le resultó fácil identificar mucho más. Tenía el torso y el abdomen abiertos en dos y un círculo casi perfecto de sangre rodeaba el cuerpo, como si el cadáver flotase en gelatina negruzca.

Cada pocos segundos el flash del fotógrafo iluminaba la escena de un blanco cegador y Kate daba un respingo.

– Parece que ésta le hizo sudar tinta -comentó Perlmutter, acercándose a ella-. Los de Científica dicen que seguramente la apuñaló junto a la puerta pero que se debatió y echó a correr por el pasillo hasta que al final la mató aquí.

– Ya -contestó Kate. Lo había averiguado desde que vio la primera huella ensangrentada. Se imaginaba cada movimiento, como en una película de terror, el cazador y su presa, mientras notaba de nuevo aquella sensación, aquel zumbido en la cabeza.

– La puerta no está forzada -informó Brown-. La víctima le abrió o llegó con él a casa.

Un forense inclinado sobre el cadáver sacó un termómetro de una herida mientras otro técnico hurgaba bajo las uñas.

Kate se dio la vuelta. Ya había visto más que suficiente.

Brown le hizo un gesto grave con la cabeza y luego se dirigió a uno de los técnicos.

– ¿Alguna identificación? -preguntó.

– Se llamaba Mona Johnson. Es evidente que era una prostituta de la calle. -El hombre le tendió un carné de conducir. Tanto él como Brown llevaban guantes puestos-. La cartera estaba en el suelo, vacía excepto por el carné de conducir de Pensilvania.

Brown miró la fotografía. Un rostro joven y atractivo, nada parecido a la muñeca rota y pintada que yacía en el suelo. Miró la fecha de nacimiento e hizo el cálculo: diecisiete años.

– En la cartera no había dinero -prosiguió el técnico-. En los bolsillos tampoco. El forense piensa que murió durante la noche, ya tarde, probablemente de madrugada.

Tapell llamó a Brown por señas.

– Tengo programada una rueda de prensa para las diez. -Su piel oscura había perdido color y tendía hacia el gris.

– Pues según parece la prensa ya se ha enterado -replicó Brown-. Saldrá en el informativo de las once.

Tapell hizo una mueca.

– Por lo menos podré tranquilizar a los ciudadanos de Queens y Manhattan. El asesino parece preferir el Bronx.

– Por ahora.

– Eso ni lo digas -le espetó Tapell mirándole furibunda-. Tú termina aquí. Ya hablaremos más tarde. Ahora tengo que ver al alcalde.

Kate evitó mirar a la chica muerta y se concentró en el cuadro, un bodegón normal. Esta vez no había colores violentos.

Detrás de ella estaban metiendo el cadáver en una bolsa con una etiqueta para llevarlo al depósito.

– Mirad -comentó Kate, llamando a Brown y a los demás y señalando una esquina a la derecha de la tela-. Iniciales. M. L.

– Joder -exclamó Brown-. ¿El asesino firma los cuadros?

– Lo ha firmado alguien, pero no es el asesino. Este cuadro no es suyo. Es totalmente distinto. Para empezar está en un bastidor, no hay bordes a lápiz y los colores son normales.

– ¿Podría ser otro de Martini? -preguntó Grange.

– No se parece a las obras de Martini. Ésta es estrictamente académica.

– Precisamente el doctor Ernst dijo que eso era lo que pretendía el asesino, ¿no? Una pintura académica -comentó Perlmutter.

– Sí, pero no lo había conseguido antes y no creo que de pronto sea capaz -contestó Kate-. En este cuadro han ido aplicando las ca-, pas de pintura despacio, no como Martini, que aplica una capa muy fina, ni como el asesino del Bronx, que utiliza mucha pintura de forma directa.

– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Grange.

Kate se puso las gafas para ver mejor.

– Se aplicó pintura a partir de una primera capa. Es una técnica muy antigua que los pintores italianos utilizaron durante siglos. Se cubre todo el lienzo con una capa muy aguada, mezclada con mucho aguarrás, casi siempre de color siena o sombra, eso deja una mancha en la tela en la que se puede pintar con un siena más oscuro, o se puede limpiar con un trapo mojado en aguarrás para crear áreas más claras.

– Parece muy complicado -comentó Perlmutter, observando el lienzo.

– Bueno, es lento. Una vez que los claroscuros están secos, el pintor añade el color encima. Mirad. En algunas partes sólo se ve la primera capa marrón, allí donde el artista todavía no aplicó el color.

– Así que está sin terminar -dijo Perlmutter.

– Podría ser.

– M. L. ¿Alguien sabe qué significan esas iniciales? -preguntó Floyd.

Kate las cotejó con todos los datos que tenía en la memoria, pero no sacó nada en limpio.

– Pues no. Pero igual es porque estoy muy cansada.

– Bueno, ¿y dónde hay gente que enseñe esta técnica pictórica? -terció Grange.

– En las escuelas de arte más tradicionales. -Kate reflexionó un momento-. Parsons, la Studio School, tal vez la Art Students League de la calle Cincuenta y siete. Esa academia lleva allí desde tiempos inmemoriales.

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