– Me alegro mucho de que hayas venido, Liz. -Kate se apoyó contra la pared de ladrillo de la comisaría Seis, buscando el tabaco en el bolso. Era un alivio salir de la asfixiante sala de conferencias.
– Bueno, ya que estoy en la ciudad, también puedo trabajar un poco. No ha sido nada. Me debían unos favores. Pero yo ya no hago trabajo de campo, Kate. No creo que me dejen participar otra vez. Y tampoco creo que a Grange le haya hecho mucha gracia que viniera.
– ¿Has visto cómo me mira?
– Mira así a todo el mundo. Va con el trabajo del FBI: paranoia e intimidación. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que le gustas.
– ¡Venga ya! ¡Tú ves alucinaciones!
– Y no creas que a ti no te he visto el plumero: que si la manita en el brazo, que si una sonrisita…
– Oye, estoy desesperada. Es evidente que ese tío quiere sacarme del caso.
– No depende de él. Bueno, a menos que el FBI asuma todo el control de la investigación -replicó Liz-. Y tú has hecho un buen trabajo. El cuenco de rayas que encontraste en casa de Martini demuestra que el bodegón lo pintó él.
– Pero no demuestra que fuera el asesino. -Kate encendió un Marlboro con una cerilla-. No tenía ningún móvil. Martini fue siempre un artista, se ganaba la vida de cualquier manera para poder seguir pintando. -No se podía creer que estuviera buscando excusas para el hombre que, según la policía, podía haber asesinado a su marido. Pero tenía el presentimiento de que la policía buscaba una solución fácil-. Yo no creo que fuera el.
– ¿No podría haber alguna relación entre Richard y Martini? Richard coleccionaba arte y Martini era pintor.
– Si la hubiera habido yo lo sabría. -La pregunta le trajo a la cabeza aquel recuerdo de hacía ya un año: habían encontrado un gemelo de Richard en el lugar de un crimen y él había mentido al respecto. «¿De verdad lo sabría?»-. A Richard le interesaban los artistas de primera fila o las jóvenes promesas. Leonardo Martini no era ni lo uno ni lo otro. -Kate dio una calada y suspiró mirando el humo.
Liz le puso la mano en el hombro.
– ¿Estás bien?
Kate esbozó una sonfísa demasiado radiante.
– Claro que sí.
– No tienes por qué esforzarte tanto conmigo, ¿sabes?
– ¿Quieres que demos un paseo o algo?
– Me encantaría, pero le he prometido a mi hermana hacerme cargo del niño. -Liz se despidió con un beso, pero se detuvo a medio camino de los escalones de piedra-. ¡Y tira de una vez ese cigarrillo!
Mientras su amiga se alejaba, Kate aplastó la colilla con el tacón y se hizo el propósito de comprar una caja de Nicorette.
¿Y ahora qué? Perlmutter necesitaba un par de horas para escribir el informe de otro caso antes de reunirse con ella en la copistería donde trabajaba Leonardo Martini.
¿Y si se iba a su casa? Con eso sólo se sentiría más tensa y más sola. Necesitaba un descanso, un sitio donde pensar.
El nuevo museo de arte contemporáneo, creación del que había sido director de uno de los grandes museos del centro, se había convertido, en sus veinticinco años de vida, en toda una institución, con su propio equipo de conservadores, una trayectoria de innovadoras exposiciones e incluso una pequeña librería de lo más moderna.
Mientras subía por las escaleras hacia el segundo piso, Kate todavía estaba pensando en Leonardo Martini y el cuenco de rayas azules encontrado en el depósito de la cisterna. De pronto vio tina esfera perfectamente redonda, de color carne, un poco más pequeña que una bola de bolos, mágicamente suspendida en el aire en un rincón de la pared.
Kate leyó la etiqueta («Aproximadamente quinientos chicles») y sonrió.
El artista, Tom Friedman, era un escultor, sólo que esta vez, en lugar de trabajar con yeso o arcilla, se había dedicado a mascar chicles para luego modelarlos. Era curioso, divertido y, a su manera, hermoso.
Kate sonrió de nuevo al ver una esponjosa masa blanca que flotaba sobre el suelo. Advirtió que la habían hecho a base de relleno de almohadas, separando hebra por hebra. Los artistas estaban constantemente inventando y reinventando el arte. Kate se acordó de las líneas blancas de Martini, con el lienzo sin pintar. Estaba segura de que era el autor del bodegón encontrado junto al cadáver de Richard.
Pero ¿por qué?
Por mucho que ella dijera, los de Homicidios todavía querían creer que era posible que Martini hubiera realizado las tres pinturas. Pensó en Marty Grange, siempre acompañado de sus agentes: Marcusa, que jamás abría la boca, y Sobieski, un tipo chulo de aspecto marcial. Se creían que habían encontrado al asesino. Pero se estaban agarrando a un clavo ardiendo, Kate estaba segura. Alguien había encargado a Martini que pintara el bodegón, lo cual explicaba los cinco mil dólares encontrados debajo del colchón de aquel artista muerto de hambre.
Todavía estaba pensando en el papel de Martini cuando se acercó a un pedestal blanco sobre el que al parecer no había nada. Hasta que advirtió una pequeña esfera marrón del tamaño de una pastilla. Esta vez no tuvo que leer el texto de la pared, porque sabía muy bien lo que era: un trozo perfectamente modelado de los excrementos del autor. Ya había visto aquella pieza, en una exposición colectiva donde un visitante, creyéndose que el pedestal estaba vacío, se había sentado en él. Cuando se levantó, la mierda había desaparecido. Kate se preguntó si no se le habría colado de alguna forma en los pantalones, buscando un hogar conocido, y se echó a reír.
Le encantaba la idea de utilizar materiales no convencionales para el arte. Pero la risa se le cortó en seco al pensar en el psicópata del Bronx y su enfoque de la pintura, nada convencional. ¿Qué era exactamente lo que quería expresar?
Dobló una esquina y encontró en el suelo una figura de tamaño natural hecha con papel de colores, un autorretrato, la imagen que tenía el artista de sí mismo despatarrado y abierto en canal, con las vísceras al aire, en un charco de sangre de papel. Era un magnífico tour de force, sorprendente por sus detalles y, posiblemente, muy gracioso para algunos. Pero no para Kate, no en ese momento.
Ya tenía bastante.
La copistería de la calle Siete estaba en un largo y estrecho callejón. Unas doce máquinas trabajaban a la vez, creando un auténtico estruendo mientras un par de empleados iban metiéndoles resmas de papel como si fuera la hora de la comida en el zoo.
Delante del mostrador había una mujer de mediana edad con una carpeta bajo el brazo que no dejaba de dar golpecitos con el pie; un chico con un puñado de cómics llenos de post-its se apoyaba contra el mostrador, y una joven con aspecto de ratón de biblioteca consultaba su reloj intentando mantener en equilibrio una buena pila de páginas mecanografiadas. Nada de esto obraba el menor efecto sobre el muchacho que atendía el mostrador y que se movía a paso de tortuga.
El corpulento Nicky Perlmutter se abrió paso entre una serie colectiva de gruñidos, miradas torvas y protestas, hasta que puso su placa dorada sobre el mostrador y preguntó:
– ¿Dónde está el dueño?
Todos se quedaron callados.
El dependiente se volvió a cámara lenta para mirar la zona de trabajo a sus espaldas.
– Debe de estar… en la… trastienda. -Las palabras brotaban de él como alquitrán aceitoso. Era tan evidente que estaba colocado que lo mismo le hubiera dado tener el porro en la mano. Kate miró a Perlmutter, que se volvió hacia el empleado.
– Escucha, llama a tu jefe si no quieres que entremos nosotros a buscarle. ¿Lo has entendido, o vas tan ciego de porros que ya ni te enteras de lo que te dicen?
El chaval dio un respingo y cogió el teléfono.
Al cabo de un momento un joven musculoso ataviado con vaqueros, camiseta sin mangas y gafas de sol salió por una puerta trasera y se dirigió hacia ellos. Sus pesadas botas negras añadían un staccato al estruendo de las fotocopiadoras. Miró un instante la placa de Perlmutter, sacó pecho y se cruzó de brazos.
– ¿Qué quiere?
– ¿Leonardo Martini trabajaba aquí? -preguntó Kate.
El musculitos esbozó una mueca de payaso triste.
– Una lástima.
– Así que te has enterado.
– Salió en los periódicos. Pero debería haberlo imaginado antes. No era propio de Leo desaparecer sin llamar siquiera. Era un tío muy responsable.
Kate tuvo que hacer un esfuerzo para oírle por encima del fragor.
– ¿Es usted el dueño?
– Sí. Angelo Baldoni.
– ¿A qué vienen las gafas? -preguntó Perlmutter.
El joven señaló con el mentón la serie de tubos fluorescentes que cubrían casi todo el techo e inundaban el local de un resplandor blanco azulado.
– Los malditos neones me molestan.
– Fluorescentes -apuntó Kate.
– Como se llamen.
– ¿Cuánto tiempo estuvo Martini trabajando para usted? -Perlmutter imitó la pose de Baldoni, de brazos cruzados sobre el ancho pecho.
– Unos dos años, no…
– ¿Qué? -Kate se llevó la mano al oído-. No se oye nada con esas máquinas. ¿No podemos hablar en otro sitio?
Baldoni alzó una sección del mostrador y les indicó que le siguieran.
En la trastienda había dos jóvenes de unos veinte años, los dos fumando. Uno con el cigarrillo en la comisura de la boca a lo James Dean, el otro exhalando anillos de humo. Los dos eran grandullones como Baldoni, con el mismo aspecto de pasarse la vida en el gimnasio. Tenían los talones sobre una mesa grande atestada de latas de cerveza y ceniceros.
En cuanto Baldoni señaló la puerta con la cabeza, los dos bajaron los pies al suelo y se marcharon sin decir palabra.
– Siéntense y perdonen este desorden.
– ¿Trabajan aquí? -preguntó Perlmutter, observando a los chicos mientras se marchaban-. Lo digo porque si conocían a Martini me gustaría…
– No, no. Son amigos míos. No saben nada de Leo. -Baldoni agarró unas pesas pequeñas y se puso a hacer ejercicios-. Leo no tenía amigos, que yo sepa. Era un solitario. Yo tampoco sabía gran cosa de su vida. Ni siquiera me imaginaba que era pintor, hasta que lo leí en el periódico. -Siguió con sus flexiones-. Pero era un buen trabajador. Venía todos los días, más callado que una tumba, y hacía lo que le decían.
– ¿Por ejemplo? -quiso saber Kate.
Baldoni se detuvo un momento.
– ¿Cómo?
– ¿Qué tipo de cosas le pedías que hiciera? -insistió Kate, recuperando de pronto su acento de Queen's. Perlmutter la miró de reojo intentando no sonreír.
– Pues sacar fotocopias, encuadernar. ¿Qué otra cosa iba a hacer? -Apretó los labios y los curvó. Kate no estaba muy segura de que aquello pudiera calificarse de sonrisa-. Esto es una puta copistería, qué coño. Perdón, no quería ofender.
– No nos has ofendido, qué coño -le espetó Kate, y los dos se echaron a reír-. Oye, Angelo, ¿tú de dónde eres?
– De Kissena Boulevard, en Queens.
– ¡Menuda coincidencia! -Kate hizo un gesto para echarse el pelo hacia atrás. Se alegró de habérselo dejado suelto y también de llevar puesto un jersey-. Yo soy de Astoria. Crecí en la calle Ciento veintiuno.
– ¡No jodas! -exclamó Baldoni, señalándola con una pesa-. ¿Conoces a Johnny Rotelli?
– Pues no, la verdad. -Sonrió-. Supongo que soy un poco más vieja que tú y tus amigos.
– Pues estás estupenda. -Baldoni pareció repasarla tras sus gafas de sol-. Para mí no tienes pinta de poli.
– ¡Qué te voy a contar! Cuando empecé no había vacantes en la Casa Blanca. La perra de Monica Lewinsky me quitó el trabajo.
Baldoni soltó una carcajada.
– Oye, ¿a ti te parecía que Leo estaba deprimido? -preguntó Kate-. ¿Había algún indicio de que quisiera suicidarse?
– Pues mira, ahora que lo pienso, el tío estaba siempre depre. -Volvió a esbozar su expresión de payaso triste, con las comisuras de la boca hacia abajo y haciendo un puchero como un niño pequeño-. Supongo que tenía que haberle prestado más atención, pero yo tampoco soy un loquero -concluyó, dejando las pesas en el suelo.
– Claro que no. ¿Tú cómo ibas a saberlo? -Kate le dedicó una mirada de simpatía.
– Eso. Como ya he dicho, Leo era un solitario y a mí no me gusta meter las narices donde no me llaman. El tío era muy callado.
– Oye, Nicky, ¿qué tal tienes el estómago? ¿Todavía te duele?
– ¿A mí? -preguntó Perlmutter sorprendido.
Kate le dio una patada por debajo de la mesa.
– Ah, sí, el estómago. Llevo todo el día fatal -le explicó a Baldoni-. Creo que algo me ha sentado mal. -Tragó saliva como para contener una náusea-. ¿Tienes servicio aquí?
Baldoni señaló con el mentón una puerta en una esquina.
Perlmutter salió disparado hacia el baño como si se dirigiera a una seria misión.
Una vez que Nicky cerró la puerta, Kate se inclinó hacia Baldoni.
– Con estos tipos tan poquita cosa nunca se sabe -susurró-. A mí me van más los tíos fuertes.
– ¿Ah, sí?
– Sí. ¿De verdad necesitas las gafas?
Baldoni se las quitó y parpadeó despacio. Tenía ojos azul oscuro y pestañas muy espesas. Eran preciosos, casi femeninos.
Su arma secreta, pensó Kate. Quitarse las gafas, pestañear y paralizar a las chicas.
– ¿Nunca te han dicho que tienes unos ojos preciosos?
Baldoni bajó la vista como un niño tímido. Luego le hizo un guiño y volvió a ponerse las gafas.
Kate se apartó el pelo de la cara como una actriz de cine de los años cuarenta.
– A mí me encantan los músculos -añadió.
Baldoni flexionó unos bíceps del tamaño de un melón.
– Increíble -dijo Kate, sabiendo que por la mañana se iba a odiar.
– Bueno, es que desayuno con cereales. El desayuno de los campeones. -Sonrió, respiró hondo y sacó los pectorales.
– ¡Caramba! Oye, ¿era bueno? -preguntó, rozando con los dedos el pecho de Baldoni como sin querer mientras volvía a apartarse el pelo de la cara.
– ¿El qué? ¿Quién?
– Leo. Como pintor, quiero decir.
– A mí no me parecía gran cosa. Pero, claro, yo de arte moderno no sé nada. Me parece una auténtica chorrada.
– Eso es verdad. -Kate se arrellanó en la silla y sonrió.
– Menuda patada -protestó Perlmutter, frotándose el tobillo mientras se metían en su Crown Victoria-. Has arruinado mi carrera de bailarín.
– Lo siento, pero quería quedarme un momento a solas con Baldoni.
– ¿Y? -Perlmutter dirigió el coche hacia University Place.
– Dijo que no sabía que Martini era pintor, ¿verdad?
– Verdad.
– Pues mientras estabas en el baño me dijo que los cuadros de Martini no le parecían gran cosa.
– ¿Y cómo le sacaste la información?
– Tengo mis métodos.
– Seguro -replicó él con una sonrisa-. Por cierto, me ha gustado mucho tu interpretación de «la mujer del gángster».
– Pues así era yo hace quince años. Tuve que esforzarme mucho para cambiar, pero si me despiertas en mitad de la noche todavía parezco Carmela Soprano.
Perlmutter rió.
– Aquellos matones que había en la trastienda… A lo mejor Baldoni está llevando algo más que una copistería. A mí me parecieron recaderos, y no precisamente de los que te traen pizzas y refrescos. Si ese tío está limpio, me como los zapatos.
– ¿Con mayonesa o con tomate? -bromeó Kate.
– Con tomate. Además, su nombre me suena de algo pero no sé de qué. Baldoni…
– Supongamos que Baldoni encargara a Martini un cuadro para encubrir un asesinato. Luego, por supuesto, ya no le interesaría que el pintor anduviera por ahí, de manera que organizó un suicidio.
– Es posible.
Kate se quedó callada un momento, pensando. «Martini pinta un cuadro para que se utilice en el asesinato de Richard. Pero ¿por qué?» Miró sin ver los edificios y las tiendas que se sucedían a través de la ventanilla del coche. «Para que pareciera que Richard no era más que otra pobre víctima de un asesino en serie.» Era la teoría del asesino imitador en la que ahora todos confiaban. Pero ¿por qué Richard? ¿Quién podría querer matarlo? ¿En qué se habría metido su marido para que lo asesinaran, probablemente un profesional?
«Dios mío, Richard. ¿Qué has hecho?» Perlmutter apartó un momento la mirada de la calle y vio que le pasaba algo. Quería decirle que sentía muchísimo lo de su marido, que sabía muy bien lo que era perder a un ser querido, pero era evidente que Kate estaba haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura y él prefirió respetar su actitud.
– Oye, a ver si te sabes ésta. ¿Quién interpretaba al marido de Michelle Pfeiffer en Casada con todos?
– ¿Qué? Ah, facilísimo -contestó ella aliviada y agradecida-. Alec Baldwin.
Floyd Brown tardó menos de cinco minutos en informarles de que Angelo Baldoni era el sobrino del fallecido Giulio Lombardi, un pez gordo de una de las cinco familias de la mafia. Y tardó menos todavía en sacar los antecedentes de Baldoni, que incluían allanamiento de morada, agresiones y más de un presunto asesinato. Los federales todavía no habían conseguido demostrar nada.
– Pues no vamos a sacar mucho de él si está relacionado con el crimen organizado -comentó Perlmutter.
– No -convino Brown-, pero voy a enviar a un par de agentes para interrogarlo. No nos vendrá mal incordiarle un poco. Y puede que a Marty Grange le apetezca tener unas palabras con él.
¿Richard había sido víctima de la mafia? ¿Era posible? Se le pusieron los pelos de punta al pensar que tal vez acababa de hablar con el asesino de Richard.
– ¿Nos escuchas, McKinnon?
Ella hizo un esfuerzo por concentrarse.
– Sí, por supuesto.
– Estupendo, porque ya tenemos las radiografías de los cuadros.