29

Se pavonea por el oscuro estudio como un soldado victorioso. Nunca se había sentido tan poderoso. Es como si el pintor se hubiera convertido en parte de él. ¿Será porque bebió su sangre con las manos? Nunca lo había hecho antes, pero esta vez, bueno, le pareció adecuado. Había sido algo especial. No quiso ni necesitó guantes, nada que lo separase del acto. Ya no tiene miedo de que le atrapen. Es más fuerte y más inteligente que cualquiera de ellos.

Pero entonces le viene un recuerdo, le sobrecoge una inexplicable sensación de ahogo. Los gruñidos y los gemidos han comenzado a sonar en su mente junto con la música y los anuncios. Se estremece.

Los médicos siempre querían que hablara de ello. «Cuéntanos lo que pasó. ¿Tuviste algún accidente?» Pero no les dijo nada. Y no es que se avergonzara. Era su secreto, suyo; una llaga purulenta que cultivar y alimentar.

Una vez flaqueó y le contó a la doctora una parte de lo que le había pasado (¡sólo por placer!, ¡sólo por diversión!) y vio lágrimas en sus ojos y quiso llorar también, pero no lo hizo, no quería, no podía, y entonces le dijo que se lo había inventado todo para burlarse de ella. Pensaban que era estúpido. Pero él les había dado una lección, ¿verdad?, les había dejado un pequeño recuerdo. Una imagen aparece en su mente: una etiqueta de identificación en un uniforme blanco que se tiñe de un hermoso y brillante rojo, y un nombre: Belinda.

Otro recuerdo… El sabor de goma en la boca. Una cuenta atrás. Una pasta en sus sienes. Una explosión en la cabeza. Los brazos y piernas débiles y doloridos. Y entonces las imágenes, el ruido, incluso sus amigos (Tony y Dylan y Brenda y Donna), desaparecían. ¿Dónde se metían? Se quedaba muy solo, esperando que volvieran. Y si, por fin volvían, trayendo con ellos todo el estruendo, pero valía la pena por tenerlos de nuevo.

Ahora no quiere pensar en eso. Se aprieta las sienes hasta que el dolor le hace volver al presente y los recuerdos se disipan. Preferiría recordar su obra más reciente. En su mente aparecen colores fantasmagóricos, como los miembros recién amputados, y cree que todo está pasando delante de sus ojos y no detrás de ellos.

Había sido increíble, dos, espalda contra espalda. Doble placer… Todo de lo más oportuno: la chica llegó en el momento preciso, justo cuando los colores comenzaban a desvanecerse, de modo que pudo mantenerlos más tiempo que nunca. Los colores… ¡Ah, los colores! Brillaban y relucían con una intensidad cromática que no había experimentado jamás.

Ella fue testigo de su poder, de lo bien que lo identificaba todo, y estuvo de acuerdo con todo lo que había escrito en las telas del pintor. Por un momento hasta consideró llevársela a su casa para que le ayudara como había ayudado al artista, que ya no iba a necesitar la ayuda de nadie. Pero tenía miedo de que a Donna y Brenda no les hiciera gracia, y la chica parecía un poco nerviosa e inquieta, gritaba y lloraba, y eso sí no le hacía ninguna falta.

– Desde luego que no -dice.

Cierra los ojos doloridos y se imagina a su historia-dura en el momento de ver su obra dispuesta en la pared. Qué impresionada se iba a quedar. Ahora todo es por ella. Es ella. ¡Es lo auténtico! Ella es su salvadora. Siempre ha estado ahí para él. Tal vez incluso se lo comente a Jasper Johns, cosa que sería geniaaaaaal, y los tres se reunirían para charlar de arte y tal vez se tomarían una copa como hace la gente en las películas. Todo concuerda: el estudio del artista está en Mulberry Street, lo cual es claramente una señal, porque el mulberry, que significa «morado», es su segundo color favorito en la caja de sesenta y cuatro colores.

Se mira las manos y advierte un ligero tinte. Sabe por qué: la sangre del pintor, escarlata, frambuesa, magenta, morada, cereza, alboroto, corre por sus venas.

Pone la televisión y va cambiando de canal hasta que encuentra algo reconfortante y familiar, Los Picapiedra, y ve a Pedro y Vilma contra un paisaje prehistórico multicolor. Y queriendo creer con todas sus fuerzas prueba con otra cadena y, sí, el pelo de Zena es de un lustroso negro azulado. Pero al cabo de un momento se desvanece y él recuerda aquellos primeros días después del accidente, cuando quería morirse.

Pero ahora no.

Al matar al pintor se sintió vivo y cerca de ella, de Kate, de su historia-dura. Y ahora quiere sentirse todavía más cerca.


En cuanto Kate vio a Willie se echó a llorar, sintiendo una mezcla de felicidad y de toda la pena que había intentado ahogar durante las dos semanas transcurridas desde la muerte de Richard. Willie, a quien conocía desde que Richard y ella lo habían adoptado en Un Futuro Mejor; Willie, el chico listo y capaz que se había convertido en un artista de éxito; Willie, que era casi como su hijo.

– ¡Vaya por Dios! Lo siento, de verdad. Es que me alegro muchísimo de verte. -Kate le abrazó y él también se echó a llorar. Mantuvieron el abrazo hasta que Kate se apartó-. Estás estupendo -comentó entre hipidos-. Más maduro, creo.

– Pero no más alto -bromeó Willie mientras ella le pasaba el brazo por los hombros y se lo llevaba a la cocina.

– Oye, chaval, no te creas que la vida aquí arriba, a metro ochenta de altitud, es un camino de rosas. Estoy segura de que ya he relatado con todo detalle los horrores de ser una niña de un metro ochenta en noveno curso. No es muy agradable. -Se enjugó las lágrimas de las mejillas y puso un filtro en la cafetera-. Hazme caso, tú estás perfecto como estás.

Willie esbozó una de sus sonrisas radiantes y Kate notó que se le ensanchaba el corazón.

– Me alegro de haber vuelto. Allí en Alemania hay demasiados tipos arios y altos. Claro que conmigo han sido de lo más agradable. Pero ya me estaban poniendo nervioso.

– Con una semana en Nueva York te recuperarás. Ojalá te quedaras más tiempo.

– Ya me gustaría, pero tengo que dar varias charlas en Berlín y Frankfurt. La verdad es que te hacen trabajar un montón con las becas estas. Un rollo.

Kate se quedó mirándolo. Willie era todo un hombre, un artista de éxito, y se acordó del niño que ella conoció y no pudo evitar que se le nublara de nuevo la vista.

– ¿Estás bien? -preguntó él tocándole el brazo.

– Me pondré bien. -Kate se apresuró a cambiar de tema. Bueno, cuéntame lo de la exposición. Estoy deseando ver tus nuevos cuadros.

– Estoy aterrado. Oye, ese Petrycoff es una pasada.

– Tiene la mejor galería de Nueva York.

– No sé si daré la talla.

– Yo lo tengo muy claro -aseguró Kate.

– Pues yo no. -Sonrió y luego frunció el entrecejo-. No me quito de la cabeza lo que le ocurrió a Boyd Werther.

Las fotos del crimen pasaron por la mente de Kate como una baraja de cartas.

– Sí, es horrible -contestó-. Yo todavía no me lo creo. -Últimamente pasaban muchas cosas muy difíciles de creer.

– ¿Qué tal lo lleva Petrycoff?

– Está demasiado ocupado intentando doblar el precio de los cuadros de Werther para pensar en ello. -Arrugó la frente-. Pero no debería decir eso. Todo el mundo supera la pena como puede. -Superar la pena. Algo que ella misma tendría que considerar.

– Sólo si eres un ser humano. Y Petrycoff, en fin…

Kate se echó a reír.

– ¿Cuándo puedo ver tus cuadros?

– Vamos a instalarlos mañana. Pásate por la galería.

– Cuenta con ello.

– ¿Dónde está Nola? Me mandó un e-mail contándome que está hecha una ballena.

– Ha ido al médico. Ya volverá. Se moría de ganas de verte.

– Y yo también. No me puedo creer que vaya a tener un hijo.

– Yo ya me he acostumbrado a la idea -aseguró Kate.

Después de tomar un café Willie tuvo que marcharse a una entrevista con un redactor de Art in America que estaba escribiendo un artículo sobre su nueva obra. Kate no volvió a llorar hasta que cerró la puerta.

Cuando sonó el teléfono dejó que saltara el contestador, hasta que oyó que era el doctor Brillstein.

– Me ha venido de pronto a la cabeza lo que quería recordar -comentó-. Era el caso de un chico acromatópsico, un adolescente que estuvo internado un tiempo a mediados de los años noventa. Una de las terapeutas que trabajó con él describió su experiencia en una revista de psiquiatría. Era la doctora Margo Schiller. Si quiere se lo paso por fax. Creo que lo encontrará de lo más fascinante.

Poco después Kate recibía los papeles en su aparato de fax. Se sentó en el sillón, absorta desde la primera línea: «Tony T, paciente del Instituto Psiquiátrico Pilgrim es totalmente ciego al color.» Pasó por encima la jerga científica más técnica y se centró en las notas que la psiquiatra había tomado durante la terapia, que se encontraban esparcidas por el texto.

«El sujeto sufre de extrema paranoia delirante, posiblemente dos o más personalidades. Habla y recibe consejos de amigos imaginarios…» «El paciente ha pasado de matar insectos a matar roedores. Cree que el acto de matar le devuelve la visión normal.» Kate tuvo un escalofrío. ¿Podría ser su hombre? No se mencionaba si se había curado, ni siquiera si seguía vivo.


La doctora Margo Schiller no era en absoluto lo que Kate imaginaba. Era una mujer guapa alrededor de los cincuenta años, de ojos chispeantes pintados con lápiz negro, pelo oscuro y una voz aguda y dulce casi de niña. Llevó a Kate a una habitación con un enorme ventanal que ofrecía una vista despejada desde la Quinta Avenida hasta el Empire State Building.

– Tony T -comenzó Kate, después de los preliminares-. Ya sé que se trata de información confidencial, pero me gustaría que me dijera qué significa la T.

– Cuando el chico desapareció la policía intentó también averiguar su nombre. Pero el único que él nos dio fue el de Tony el Tigre, que evidentemente no era auténtico.

Tony el Tigre. Tony. Uno de los nombres en los bordes garabateados de los cuadros del psicópata.

– El chico decía que lo había tomado prestado -prosiguió la doctora Schiller-. Una vez me confió que no recordaba su nombre auténtico, pero era muy difícil saber cuándo mentía y cuándo decía la verdad. Yo no estoy segura siquiera de que él mismo lo supiera. Muchas veces se interrumpía a media frase. Estoy convencida de que oía voces y tenía alucinaciones auditivas. Naturalmente, cualquier terapeuta intenta siempre extraer la verdad a los pacientes, pero con él era casi imposible.

– ¿Qué se sabe de su infancia?

La doctora esbozó una sonrisa.

– Él decía que era huérfano, que le abandonaron de pequeño y se crió en la calle. Pero una vez se desmoronó y contó una infancia espantosa, de increíbles malos tratos, algo escalofriante. Al día siguiente confesó que se lo había inventado todo, que uno de sus «amigos» se lo había pedido. -Al decir «amigos» marcó unas comillas con los dedos-. La verdad es que yo no sabía cuándo me estaba tomando el pelo, pero en aquel entonces pensé que la historia de los malos tratos era cierta y que cuando él mismo la recordó tuvo que negarla de inmediato porque los recuerdos eran demasiado dolorosos.

Kate asintió. Había conocido muchos casos de niños maltratados, tanto en la policía como en la fundación Un Futuro Mejor.

– ¿Qué edad tenía cuando lo trató?

– No lo sé muy bien. No teníamos ningún dato de su familia. Yo diría que unos doce o trece años, tal vez un poco más. Es difícil concretar. Se cambiaba la edad y la fecha de cumpleaños cada poco tiempo. En algunos aspectos era como un niño pequeño, pero en otros parecía muy maduro. -La doctora miró por la ventana como si estuviera viendo el pasado-. Tenía unos ojos azules increíbles, pero estaban… muertos. -Entonces se volvió de nuevo hacia Kate-. Lo traté dos veces a la semana durante casi un año, pero ya le digo que era muy difícil llegar a conocerle. Era muy listo, eso sí, aunque no tenía ninguna educación. Tan pronto se mostraba encantador como se volvía introspectivo y malhumorado. Y era muy guapo, algo de lo que él mismo era muy consciente -añadió, alzando una ceja perfilada con lápiz-. Muchas veces coqueteaba conmigo de manera totalmente inadecuada. Muchos niños maltratados llegan a tener una sexualidad excesiva, es decir, aprenden a utilizar su atractivo, o más concretamente el sexo, para conseguir lo que quieren. -Suspiró-. Yo creo que en el fondo sólo buscaba aprobación, algún gesto de bondad, algo de cariño, aunque dudo que fuera capaz de aceptar el amor auténtico. Tenía un ego muy dañado, pero a la vez muy necesitado. En aquella época pensé que era un verdadero psicópata -concluyó con un suspiro-. Había en él algo trágico y a la vez aterrador. Era un auténtico solitario, jamás se relacionaba con nadie y, cuando pensaba que no le observaban, movía los labios y a veces hablaba con voces distintas.

– Sus amigos imaginarios.

– Eso creo, aunque si le preguntábamos no hablaba de ellos.

Kate iba tomando notas.

– Y era ciego a los colores.

– Por completo. Nos lo enviaron los médicos que le trataron después de que sufriera un accidente, una lesión cerebral.

– ¿No recordará usted el nombre de alguno de aquellos médicos?

– Bueno, me acuerdo de uno, el doctor Warren Weinberg. Es amigo mío y por eso me enviaron al chico. Warren le trató en el hospital Roosevelt.

– ¿Y por qué pensó que Tony T debía ingresar en un hospital psiquiátrico? -La expresión «hospital psiquiátrico» le trajo recuerdos en los que no quería pensar.

– Warren, el doctor Weinberg, descubrió que tenía unas oscilaciones tremendas, que pasaba de pronto de la depresión a una hostilidad extrema. Y además, no quería contar lo que le había pasado. A mí tampoco me lo dijo, ni a ningún otro terapeuta del centro. El accidente que le provocó la acromatopsia sigue siendo un misterio. -La doctora meneó la cabeza-. Warren pensó que tal vez aquí le ayudáramos a enfrentarse al hecho de su ceguera, que él negaba categóricamente, aunque era evidente que sufría los mismos síntomas de cualquier acromatópsico cerebral: visión limitada, extrema sensibilidad a la luz. Llevaba gafas todo el tiempo, aunque fingía que sólo eran parte de su atuendo, sólo para presumir. Siempre estaba intentando demostrar que no era ciego a los colores, y decía cosas como «qué blusa rosa más bonita», pero solía equivocarse de color, claro. Y si le corregíamos, se ponía furioso. Una vez se puso tan violento que hubo que reducirle, y todo porque un auxiliar se había burlado de su condición.

– ¿Le trató usted todo el tiempo que permaneció en Pilgrim?

– En el Pilgrim Instituto Psiquiátrico. Sí, ya le digo, durante casi un año.

– Se trata del mismo centro, ¿no?

– Ya veo que conoce un poco la historia de la institución, señora McKinnon. Admito que ha habido mucha controversia sobre el Pilgrim, pero ya no es lo que era hace treinta o cuarenta años.

– Me alegro de oírlo. Doctora, en su artículo no quedaba claro si Tony T había respondido al tratamiento.

– Me gustaría decirle que sí. -Meneó la cabeza-. Pero por desgracia era bastante resistente a la mayoría de las medicaciones psicotrópicas. -La doctora pasó las manos por los reposabrazos de su silla-. Yo no defiendo necesariamente la TEC, pero no dependía del todo de mí. Los otros médicos que le trataban pensaron que sería beneficiosa.

– ¿TEC?

– Terapia electroconvulsiva. Electroshock.

Por supuesto. ¿Cómo se le había olvidado?

– No sabía que todavía se utilizara.

– Sí, sí. La terapia electroconvulsiva es muy respetable hoy en día. En este momento hay más de cien mil pacientes que la reciben. Ya sé que la gente se ha formado una opinión negativa con películas cuino Alguien voló sobre el nido del cuco, pero ya no es el método brutal que se empleaba en los viejos tiempos.

La opinión de Kate al respecto no se basaba en las películas, pero no quería discutirlo con la doctora Schiller, a pesar de que era una mujer inteligente y compasiva.

– Le aseguro que la terapia electroconvulsiva ha avanzado mucho desde los tiempos de la enfermera Ratchett -prosiguió Schiller-. A los pacientes ya no se les ata a la camilla, reciben anestesia y relajantes musculares, y el ritmo cardiaco está controlado en cada momento. Es algo muy civilizado.

– ¿Civilizado? ¿Una descarga eléctrica en el cerebro? -Kate suspiró, dejando ir también sus malos recuerdos-. Lo siento, pero a mí sigue pareciéndome brutal.

– Bueno, no es usted la única -comentó la doctora-. Ya le digo que yo tampoco soy precisamente una entusiasta de la terapia, aunque muchos consideran que es una forma limpia y eficiente de tratar la depresión grave o a un paciente suicida, cuando falla la medicación.

– ¿Y Tony T? ¿Respondió a la terapia?

– Bueno, en principio pareció que las voces se aquietaban y su rabia disminuía, por lo menos provisionalmente. Pero no duró mucho. No, no puedo decir que la terapia funcionara.

– Me decía usted que el chico desapareció.

– Sí.

– ¿Cómo? ¿Se marchó sin más?

– No estaba encerrado en el Pilgrim como si fuera un criminal, señora McKinnon. Tony T no había cometido ningún delito. Todavía. -Inspiró deprisa-. Estaba previsto trasladarle a otro centro más seguro, pero el chico desapareció. Créame, no podíamos haberle dado el alta. En primer lugar, porque era menor de edad. -Se movió en la silla y se tapó las rodillas con la falda-. Cuando se marchó no hubo manera de encontrarlo. No teníamos datos de él, ni un certificado de nacimiento, ni parientes conocidos, ni gente de la que nos hubiera hablado.

– Ha dicho que la policía le buscaba.

– No dieron con él. Lo único que teníamos era su ficha dental, pero no encontraron a nadie que coincidiera.

– ¿Y por qué intervino la policía?

– En principio tenía que haber intervenido sencillamente porque el muchacho había desaparecido, pero el asunto resultó más complicado. -Se pasó la mano por el pelo azabache y Kate advirtió que estaba temblando-. Encontraron a una enfermera asesinada el mismo día que Tony desapareció. Horriblemente mutilada. No había ninguna prueba de que hubiera sido el chico, pero era el único paciente desaparecido, y de hecho nunca encontraron al asesino.

– No recordará por casualidad el nombre de la enfermera…

Schiller se dio unos golpecitos con las uñas en la barbilla.

– Linda, creo, o no, Belinda… Seguro que tendrán su nombre en los archivos del centro. Siento no ser más precisa, pero es que han pasado diez años.

– De hecho parece que se acuerda usted de muchas cosas.

La doctora la miró a los ojos.

– Algunos pacientes no se olvidan nunca.

– Doctora Schiller, le comenté por teléfono que la policía estaba muy desorientada con este caso. También le dije por qué me interesaba su artículo.

– Sí.

– Espero contar con su discreción.

– Es la base de mi profesión, señora McKinnon, y yo la respeto.

– Se me ha ocurrido una idea, una manera de hacer salir a nuestro sospechoso, y me gustaría conocer su opinión profesional.

– Por supuesto, si puedo ayudar en lo que sea…

– Pensaba que podríamos organizar una exposición de sus cuadros. Tenemos varios, que dejó junto a sus víctimas.

La doctora se pasó la lengua por los labios maquillados de carmín coral, el mismo tono que sus uñas.

– Si lo que me está preguntando es si el paciente que yo conocía, bueno… la verdad es que no puedo decir que le conociera, pero en fin… si quiere saber si su idea funcionaría con él, yo diría que sí. Es una tentación a la que pocos podrían resistirse, ya estén locos o cuerdos -aseguró mirándola a los ojos-. Pero por otro lado, los más susceptibles de caer en la trampa, como Tony T, tienen el ego tan brutalmente dañado que suelen ser muy paranoicos. Yo creo que sospechará, y no tengo que decirle que será muy peligroso.

– Sí. -Kate anotó algo en su libreta-. Claro que no hay forma de saber si el sospechoso que buscamos es el mismo adolescente al que usted trató, pero ¿piensa que podría estar vivo? -Kate hizo los cálculos: si tenía doce o trece años cuando entró en Pilgrim, debía de tener trece o catorce cuando escapó, o sea que ahora andaría por los veintitrés o veinticuatro.

– No tengo ni idea, pero… -la doctora miró por la ventana y suspiró-. Tenía una capacidad de supervivencia extrema. No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta los malos tratos que había sufrido. -Se frotó los brazos como si tuviera frío.

Kate reflexionó un momento.

– Ha dicho usted que siempre estaba intentando averiguar de qué color eran las cosas.

– Sí, aunque ya le digo que solía equivocarse. Y utilizaba nombres como… -Miró el techo y cerró los ojos-. Esto… menta mágica o…

– ¿Alboroto?

– Sí, exacto.


El doctor Warren Weinberg se quitó una brizna de atún de la bata blanca.

– Es lo que pasa por comer y hablar al mismo tiempo -se disculpó con una sonrisa.

– Le aseguro que no tengo ni una blusa sin manchas de comida -replicó Kate-. Siento robarle su tiempo, doctor.

– No, si yo no tengo tiempo ninguno, de manera que no me lo puede estar robando. -Dejó el bocadillo en su mesa y suspiró-. Atiendo a veinte pacientes al día para ganar lo suficiente para que la maldita compañía de seguros no me cierre la consulta, y eso sin contar las noches que me paso en el Roosevelt…

– Allí fue donde le trató, ¿no es así? En el hospital Roosevelt.

– Sí. No tengo las fichas porque después de un año se pasa todo a microfilmes, pero me acuerdo de él. Un caso muy poco habitual. Nunca me había encontrado con un caso de acromatopsia cerebral ni lo he vuelto a encontrar. Algo increíble, se lo aseguro. Una pérdida total de la percepción del color. -Cerró los ojos un momento-. La noche que ingresó estaba yo a cargo de Urgencias. Entró hecho un auténtico desastre, parecía que le hubieran dado una buena paliza. -Se frotó la mancha de atún-. Hicimos lo habitual, limpiarlo, ponerle unos puntos de sutura. De todo eso no me acuerdo demasiado.

– ¿Qué es lo que recuerda entonces?

– Pues que le íbamos a dar el alta, pero atacó a una auxiliar, una chica encantadora que venía como voluntaria. La pobre sólo quería ser amable con él, distraerle mientras yo terminaba de coserle. El caso es que hizo un comentario sobre mi camisa azul, dijo que no era normal que un médico llevara una camisa azul o algo así, y el muchacho se volvió loco. Se puso a gritar que era gris y cuando la auxiliar contestó que no, que era azul, se lanzó contra ella hecho una furia. Hasta aquel momento no nos habíamos dado cuenta de que las lesiones le habían provocado daños cerebrales.

– ¿Y su camisa era azul?

– Azul oscuro -contestó Weinberg-. Decidimos tenerlo en observación unos días, hacerle varias pruebas. Entonces supimos lo que había pasado. Algo había interrumpido la conexión entre el ojo y el centro de visión del cerebro, dejándole totalmente ciego a los colores. Pero él lo negaba. Tenía una depresión muy grave, incluso intentó suicidarse abriéndose una muñeca. -El médico apretó los labios.

– ¿Le quedaría cicatriz?

– Desde luego, y bien ancha. Utilizó unas tijeras y no fue una herida muy limpia precisamente. -Fue a coger el bocadillo de atún, pero se detuvo-. También tenía otras cicatrices, y ésas no se las había provocado él. Le hicimos una exploración completa y le aseguro que a ese chico le habían pegado y violado muchas veces, probablemente desde que era muy pequeño.

Kate se estremeció.

– ¿Tenía antecedentes familiares? ¿Había informes de los malos tratos?

– Nada. Él decía que no tenía familia y que no se acordaba de nada, ni del accidente ni de su nombre, nada. Amnesia total. Se la pudo producir el golpe que sufrió en la cabeza, pero no llegamos a saberlo a ciencia cierta. Al final lo enviamos a Pilgrim. ¿Qué podíamos hacer? Nadie vino a reclamarlo ni tenía adonde ir. Ignoraba su edad, pero le estimamos unos trece años. -Weinberg se arrellanó en la silla con la mirada perdida unos instantes-. Parecía muy inmaduro para su edad y al mismo tiempo… muy anciano, no sé si me entiende. Era infantil pero astuto, a veces parecía saber demasiado -concluyó, meneando la cabeza.

Justo lo que la doctora Schiller había dicho.

– El chaval tenía algún problema, y era evidente que no se debía sólo al golpe de la cabeza.

– ¿Podría describirle?

– Fue hace mucho tiempo, pero… -Weinberg cerró de nuevo los ojos-. Era alto para su edad, y delgado. Pelo rubio y ojos grandes, azules. Parecía uno de esos ídolos de las adolescentes, ¿sabe usted?, casi demasiado guapo, femenino incluso. -Se incorporó en la silla y miró a Kate-. La verdad es que me he acordado de él alguna que otra vez, preguntándome si seguiría vivo.


Kate distribuyó copias del artículo de la revista de psiquiatría e informó a la brigada de sus entrevistas con los doctores Schiller, Weinberg y Brillstein. Terminó con el asesinato de la enfermera el día que Tony T desapareció del centro psiquiátrico y luego fue pasando otros documentos.

– Son los informes del Centro Nacional de Información Delictiva sobre la enfermera Belinda MacConnell -comentó-. Fue asesinada y eviscerada de manera muy similar al ritual de nuestro sospechoso.

– ¿Y cómo vamos a encontrar a un hombre de cuya existencia no consta ni un solo dato? -preguntó Tapell.

– El FBI puede organizar una búsqueda -sugirió Grange.

– Dudo que encuentren algo -replicó Kate-. Y menos si se trata del mismo hombre. En Pilgrim no llegaron a tener nunca un historial, y la policía tampoco.

– ¿Entonces cómo? -insistió Tapell.

– Lo he estado pensando. -Kate miró a la jefa de policía y luego a los demás-. Supongamos que logramos que acuda él a nosotros.

– ¿Cómo? -quiso saber Grange.

Kate mostró una foto del asesinato de Boyd Werther, la de los cuadros del psicópata ordenados en fila.

– Creo que nos está diciendo lo que quiere: una exposición de su obra. Y nosotros se la podemos organizar. Tenemos sus telas.

– Joder -exclamó Tapell. Estaba pensando en el alcalde, que no dejaba de preguntarle cuándo atraparían a aquel loco, como si ella pudiera decir: «Muy bien, ahí está el asesino, en la esquina de Lexington y la Treinta y uno, a por él, chicos», como si ella fuera Wyatt Earp. Suspiró. Más le valía convertirse en Wyatt Earp o algún otro sheriff legendario si no quería quedarse sin trabajo o, lo que era peor, terminar de nuevo en Astoria-. No sé.

– ¿Se os ocurre alguna otra cosa? -replicó Kate-. ¿Nos quedamos esperando a que aparezca el próximo cadáver?

– Es un riesgo -apuntó Brown.

– Todo es arriesgado.

– ¿Y si no cae en la trampa? -terció Grange.

– Pues no habremos perdido nada, ¿no?

– Excepto un tiempo precioso de la policía -dijo Tapell-, y el dinero de los contribuyentes. -«Del cual tengo que responder», pensó.

– Mira, Clare, aquí no hay nada garantizado, eso lo sabes. -Kate se remetió el pelo detrás de las orejas y advirtió que Grange la miraba, aunque de inmediato desvió la vista hacia un punto junto a ella.

Freeman, que hasta entonces había guardado silencio, intervino por fin:

– Eso podría sacarle de su escondrijo. Una exposición de su obra…

– Eso piensa también la doctora Schiller -confirmó Kate-. Voy a poneros el anuncio que he grabado para la televisión. Dura dos minutos. -Apagó las luces y todos vieron su rostro en la pantalla, que señalaba la hora, el lugar y las fechas, acompañado de una imagen de las obras del asesino.

– ¿Ha hecho usted esto sin autorización? -preguntó Grange.

– Lo único que he hecho, agente Grange, es grabar una cinta y hacer unas llamadas. El que pasemos o no a la acción ya no depende de mí.

– ¿Dónde se haría? -quiso saber Brown.

– He hablado con Herbert Bloom, que tiene una galería en Chelsea y nos dejaría utilizarla dos o tres días. No es muy grande y no tiene puerta trasera. Sólo se puede acceder a ella desde la calle.

– Aun así, se trataría de un operativo a gran escala -apuntó Brown-. Necesitaremos por lo menos una docena de hombres en la galería y fuera también.

– Además de mis hombres -comentó Grange-. Que conste que todavía no he dicho que estuviera de acuerdo.

– Eso significa por lo menos dos docenas de policías durante dos a tres días. -Tapell intentaba calcular el coste de todo aquello-. ¿Y por qué tienen que ser varios días?

Kate sacó la cinta del aparato de vídeo.

– Para darle tiempo de enterarse y de decidir que tiene que ver la exposición sin falta. Con algo de suerte aparecerá el primer día.

– Con mucha suerte -replicó Tapell, aunque parecía estar considerándolo.

– Esto no es nada ortodoxo -comentó Brown-. Y si se entera la prensa…

– Bueno, no vamos a enviar un comunicado -dijo Kate.

– ¿Y desde cuándo lo necesitan?

Tapell se levantó y empezó a pasearse de un lado a otro.

– No digo que esté de acuerdo. Pero, Floyd, si lo hiciéramos, ¿cuánto tiempo necesitarías para movilizar a las tropas?

– Casi todo el personal de Homicidios y la mitad de la jefatura llevan casi una semana en alerta. Sólo me harían falta un par de llamadas y dos o tres reuniones. -Floyd se volvió hacia Kate-. ¿Y la galería?

– Necesitaríamos unas horas para colgar los cuadros en la pared.

De pronto todo pareció apresurarse en la sala: Grange hablaba por el móvil, Brown tomaba notas, Tapell seguía paseándose. Una especie de aceleración colectiva casi palpable.

– Tengo que hablar con el alcalde -dijo Tapell, dirigiéndose hacia la puerta.

– Podría dar resultado -opinó Brown.

Tapell se volvió:

– Más nos vale.

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