27

El aire húmedo de Texas se arremolinó en torno a ella como una crisálida en el momento en que salió del aeropuerto, pero a Kate todavía le zumbaba la cabeza. No había podido relajarse en ningún momento del vuelo desde Nueva York. Pensaba en Richard, en las retiradas de fondos, en las acusaciones de Noreen y sobre todo en aquella lluviosa noche en el Bronx y en aquel baño de sangre sin sentido. Kate revivía una y otra vez el momento en que Angelo Baldoni se acercaba a ella apuntándole con la pistola. Recordaba que por un instante había pensado: «Sí, dispara de una vez, acaba con todo, está bien»; estaba más que dispuesta a reunirse con su marido. Y a pesar de todo fue ella la que disparó primero. Tal vez Mitch Freeman se equivocaba. Tal vez, muy en el fondo, deseaba vivir.

Un claxon interrumpió sus pensamientos y vio con alivio a su amiga, que la saludaba desde la ventanilla de un coche.

Era Marianne Egbert, conservadora de la capilla Rothko. Habían sido amigas desde que se conocieron en el célebre Art Institute de Nueva York. Las dos habían decidido retomar los estudios, Marianne después de un matrimonio fracasado y Kate después de diez años en la policía de Astoria.

– Parece que fuera agosto -comentó Kate mientras subía al coche.

– Estás en Texaaaaas, cariño -replicó Marianne. Y con repentina seriedad preguntó-: ¿Cómo estás?

– No muy bien, la verdad -contestó Kate reclinándose en el asiento de cuero-. Pero, oye, he venido a pasar un día y una noche y, si no te importa, prefiero olvidarme de mi vida, ¿de acuerdo?

– El equipo está preparado para mañana. Siento que no dispongan más que de un par de horas, pero es todo lo que hemos podido conseguir.

– No hay problema. Lo único que tienen que hacer es grabar la sala y las pinturas y luego a mí andando durante unos minutos. Ya añadiré lo que haga falta con una voz en off cuando llegue a casa. La verdad es que mi presencia no era necesaria, pero necesitaba un respiro. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda quedarme un momento a solas en la capilla?

– ¿Por qué no vas antes de que llegue tu equipo? Estoy convencida de que allí dentro hay muy buen karma. El Dalai Lama y otros seis o siete líderes religiosos han estado allí rezando por la paz mundial.

– Espero que funcione.

Marianne sacó el coche del aparcamiento y se incorporó al tráfico de la calle.

– Vamos, que te invito a un margarita tamaño Texas.

– Para mí que sean dos -dijo Kate sonriendo.


Clare Tapell se frotó los ojos cansados y miró el excéntrico paisaje urbano por las ventanas de su despacho en la jefatura de policía. La reunión con el alcalde no había ido bien. Era evidente que aquel caso podía acabar con ella.

Una cosa era que un loco anduviera por ahí destripando prostitutas, y otra muy distinta que se cargara a un estudiante de arte y ahora a un pintor mundialmente famoso. No, aquello no podía seguir así.

«Haga su trabajo», habían sido las palabras del alcalde.

Estaba claro lo que quería decir. Si no cumplía con su trabajo, se quedaría sin él. Y puesto que sólo quedaban unos meses para la fecha de su reelección, el alcalde podría utilizar aquello como una excusa para librarse de ella. Y Tapell sabía que lo estaba deseando.

Últimamente la prensa no había sido muy benigna con ella. Su proyecto de unir varias comisarías para reducir gastos había recibido muchas críticas, y luego estaba el pequeño pero desagradable escándalo estallado hacía seis meses: dos policías del Upper West Side habían estado vendiendo drogas que sacaban de la comisaría. Y ahora, además, existía la amenaza de una huelga policial en toda la ciudad.

Mierda, necesitaba resolver este caso, y pronto.

Tapell suspiró y volvió a mirar el informe preliminar del asesinato de Boyd Werther. Todo apuntaba al asesino pintor. Advirtió que no habían forzado la entrada, que Werther había abierto la puerta al criminal, lo cual significaba que le conocía o que no había visto en él ninguna amenaza. ¿Por qué?

Un artista asesinado, y no un artista cualquiera. Un artista que Kate McKinnon conocía. ¿Se trataba de una casualidad? Era obvio que Kate tendría que echar un vistazo al caso.

Kate.

Tapell tenía que admitir que no le había disgustado mucho que Kate metiera la pata y fuera apartada del caso. Casi había esperado que volviera a recurrir a ella suplicando o amenazándola para que la admitieran de nuevo en la investigación. Pero lo cierto es que Kate no había dicho nada.

¿Y ahora qué?

Entrelazó los dedos y miró por la ventana.

¿Habría llegado Kate al extremo de denunciarla? No podía estar segura. «Es curioso -pensó- la cantidad de veces que la vida te gasta jugarretas.» Kate ni siquiera lo había pedido y ahora tendría que readmitirla en el caso.


El cielo de Houston era una mezcla de sol y nubes y no hacía tanto calor como por la mañana. Cuando Kate bajó del taxi le dolía la cabeza. ¿Dos margaritas? Más bien habían sido cuatro en el transcurso de la tarde, mientras se desahogaba con su vieja amiga. Las copas le parecieron una buena idea. En aquel momento.

Kate se bebió un segundo café, tiró el vaso de plástico en una papelera y se dirigió hacia la capilla Rothko.

Había estado allí hacía años, como estudiante, junto con autoridades en historia del arte que la habían sacado de quicio con sus interminables charlas, su manera de diseccionar las pinturas y el edificio. Había un conferenciante que no dejaba de soltar fechas y datos: la capilla la habían encargado los adinerados mecenas texanos Dominique y John de Menil; habían trabajado en ella varios arquitectos, incluido Philip Johnson, que al final dimitió porque Rothko era una pereza muy difícil; el proyecto comenzó en 1965 y se terminó en 1971, un año después de la muerte del pintor; Rothko cobró doscientos cincuenta mil dólares, una fortuna para un artista en aquellos tiempos. Todos estos datos seguían frescos en su memoria, aunque durante esta visita nadie la incordiaba recitándolos en voz alta.

Pasó junto al estanque y el Obelisco roto, la escultura en equilibrio de Barnett Newman, con su altura de ocho metros. La fachada rojo pálido de la capilla no ofrecía una explicación de sus contenidos o su propósito: no había señales, escalones, ventanas o símbolos religiosos de ningún tipo. Aunque estaba concebida como una capilla católica romana, se había convertido en lugar de culto para todas las religiones y era calificada de «santuario universal».

El guarda la esperaba. Echó un vistazo a su lista y al carné de conducir de Kate, y sonrió.

– Tiene la capilla para usted sola. La señora Egbert dice que la verá después de la grabación. -Abrió una de las pesadas puertas negras de madera-. Dispone de una media hora antes de que llegue el equipo de televisión -informó mientras se sentaba junto a las puertas que daban a la capilla.

Kate las cerró después de entrar.

Silenciosa.

Como un útero.

Enigmática.

Echó a andar deprisa mirando el suelo, sin querer ver nada hasta estar en el centro de la sala. Entonces alzó la vista y dejó que el espacio octogonal la abrazara.

Las catorce enormes telas que cubrían las paredes realizaron una lenta danza, moviéndose hacia delante y hacia atrás, granates oscuros y negros jugando al escondite. Kate casi los sentía respirar. Cuando se concentraba en los cuadros que tenía delante, los que había detrás reclamaban su atención. A izquierda y derecha otras grandes obras de Rothko llenaban toda su visión: cuadros que suplicaban una interpretación donde no era posible, umbríos rectángulos sin imágenes ni explicaciones. Un negro infinito, que tan pronto parecía atraer al observador como rechazarlo. Una promesa. Un abismo.

Kate se tambaleó y respiró hondo. Se sentía atrapada y escrutaba las sombrías superficies que no ofrecían respuestas ni mucho menos compelo.

¿Era eso lo que buscaba, consuelo? Pero ¿por qué? ¿Qué era exactamente lo que estaba buscando? Respuestas, por supuesto. Por un marido que se había marchado sin despedirse, sin explicaciones.

Miró los turbios granates, los negros manchados.

¿Era Richard culpable de su propia muerte o sólo una víctima? Miró las losas color ébano y se preguntó si su muerte sería siempre tan remota y desconcertante como aquellas pinturas.

«Ay, Richard.» Alzó la vista hacia la claraboya del techo como preguntándole al cielo. A través del entramado metálico, las nubes pasaban como dirigiéndose a cumplir una misión. Luego volvió a las pinturas, impenetrables, celosas de sus secretos. El artista había eliminado los sujetos, lo había eliminado casi todo.

Eran obras de arte muy sofisticadas, telas que funcionaban en ausencia de todo color, objetos de meditación, de reflexión, recipientes en los que caer. Mark Rothko, un artista difícil, dedicado y distante, había preferido no seducir al observador con magníficos colores, sino más bien dejarlo a solas para que se enfrentase a sí mismo ante aquellos monolitos de desesperación.

Las nubes pasaban por la claraboya iluminando y ensombreciendo la sala como si Dios estuviera jugando con un interruptor, pintando opacas superficies negras un instante y luego velos de humo. Kate alzó la vista y en ese momento las nubes se abrieron y el sol la cegó. Pestañeó. Los cuadros parecían cambiar a cada instante: adelante, atrás, negro, blanco, positivo, negativo, mientras otras obras parpadeaban también en su mente, justo lo contrario de los Rothkos (colores chillones, palabras como un mapa bajo ellos).

Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos la capilla se tornó por un instante toda blanca, como si estuviera ciega.

«Ciego, claro. Está ciego.» Pero ¿era posible que el asesino fuera ciego? En ese caso, ¿cómo podía cometer sus espantosos crímenes y pintar? No, no era eso. Parpadeó de nuevo y se quedó mirando uno de los vacíos negros de Rothko. ¡Claro! ¡Era daltónico! Los colores desentonados, las palabras (rojo, verde, sandía silvestre, alboroto) escritas bajo las zonas coloreadas, como una guía. Cada cuadro era una prueba para él.

Eso era lo que estaban buscando: un pintor que no veía los colores.

El sol se ocultó, los grises volvieron a ser negros, los velos se tornaron criptas, los secretos volvieron al vacío.

Es daltónico, pensó Kate mirando uno de los vacíos cuadros negros de Rothko, y en ese momento su móvil rompió el silencio de la capilla. Afortunadamente estaba ella sola.

Qué curioso, pensó al ver el número en la pantalla, que Brown la llamara justo cuando ella misma iba a hacerlo.

– Ahora no puedo hablar -susurró-. Estoy en una capilla, en Houston.

– ¿Texas?

– Eso parece.

– ¿Por qué? Bueno, da igual. ¿Cuándo vuelves?

– Hoy mismo. ¿Por qué? -Te necesito en comisaría. -Pensaba que estaba fuera.

– Lo estás. Bueno, lo estabas. -Brown respiró hondo-. Pero hay novedades.

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