35

Las sirenas hendían la noche y los focos de la policía barrían la calle intensificando el resplandor escarlata del fuego que ya agonizaba. Kate miraba la galería Outsider Art. El agua se vertía sobre el ladrillo ennegrecido, la mitad de la fachada había desaparecido y de las ruinas brotaba bruma y un humo gris.

Un miembro de la policía científica ofreció a Floyd Brown una bolsa con una cadenilla dentro.

– Es el collar que encontramos en el cadáver. Quería usted verlo, ¿no, jefe?

Brown señaló con la cabeza a Kate.

– Quería que lo viera ella.

Kate alzó la bolsa hacia una farola.

– Lo llevaba el chico -informó Brown-. ¿Crees que podría ser la de Boyd Werther?

Kate recordó al artista en su estudio, tocándose la alhaja con los dedos manchados de pintura, alzándola para que ella la viera. Los eslabones eran como cruces. La deslizó a un lado y otro de la bolsa, sintiéndose como si intentara conectar con el pintor muerto, y le dieron ganas de echarse a llorar.

– Sí, estoy casi segura. Pero deberías llamar a la primera mujer de Werther para que la identifique. -Kate se tocó la cadenilla que llevaba al cuello y cogió la alianza de Richard.

– No queda gran cosa del cuerpo -comentó Brown-. La cara es un puro amasijo, las gafas de sol se han fundido con la piel. La pistola que empuñaba ha terminado en mejores condiciones. Por cierto, alguien consiguió darle un puñetazo o una patada, porque le rompió la mitad de los dientes. -Brown suspiró-. No va a ser fácil identificar le. -Se tocó la frente y pensó en los dos jóvenes novatos, en Brennan y Carvalier, también muertos, y en el agente vestido de vagabundo-. Menudo desastre. -El fuego se reflejaba en sus ojos oscuros, pero no ocultaba su dolor-. ¿Es que entró disparando? ¿Los sorprendió? A ver si acierto: baja por la calle, mata de una puñalada al vagabundo, dispara a los del coche, ¿y luego qué? ¿Cruza la calle, llama a la puerta de la galería y le abren sin más? -Brown se pasó la mano por la cabeza-. No tiene sentido.

– Podría ser que los agentes de la galería oyeran los disparos y salieran a la calle -sugirió Perlmutter.

– La pistola tenía silenciador -replicó Brown-. Los de Científica dicen que la puerta estaba medio abierta, de manera que tuvieron que dejarle entrar. O no sabían quién era o pensaron que tenían la situación dominada. Evidentemente no sabían que Brennan y Carvalier estaban muertos.

– ¿Ninguno llamó? -preguntó Kate.

– Sí, a medianoche, para decir que todo estaba tranquilo.

Tapell se acercó a ellos, iluminada por el resplandor del fuego.

– Quiero una rueda de prensa por la mañana, Floyd.

Brown asintió.

– Siento que haya habido bajas -dijo la jefa de policía-. ¿Vas a llamar tú a las familias o…?

– Ya he llamado -contestó Brown-. No quería correr el riesgo de que se enterasen por las noticias. -Señaló a dos equipos de televisión que estaban filmando el fuego; los locutores se habían apostado delante de la galería discretamente y con el gesto serio adecuado a las circunstancias.

– Bien. -Tapell se giró, esquivó a un par de periodistas y subió al coche dando un portazo.

– Lástima que no hayamos podido interrogarle -dijo Kate mientras se dirigían al coche de Perlmutter. Se sentía impotente, ansiosa y triste a la vez.

– Supongo que el caso seguirá siendo un misterio -contestó Perlmutter.


Kate no tenía motivos para ir a la comisaría por la mañana, pero cuando la luz del día entró por la ventana después de tres horas de no dormir, lo que menos deseaba era quedarse en casa pensando en lo que iba a hacer el resto de su vida.

¿Limpiar la taquilla? Una excusa muy pobre, pero la utilizó.

En la comisaría, se reunió con Perlmutter en la sala de briefing para ver la rueda de prensa en un televisor. Tapell dio la buena noticia, que el asesino en serie había muerto, dejando a Brown la información, no tan buena, de que se habían perdido vidas, «héroes». Luego los dos se enfrentaron a las preguntas, intentando terminar de una vez con todo el asunto. La prensa había conseguido cierta información, porque los presentes seguían refiriéndose al psicópata como «el asesino daltónico».

– ¿Sabemos ya quién era? -preguntó Kate cuando Perlmutter apagó el televisor.

– Según el informe preliminar el chico era adicto a la heroína. Pero no han podido identificarle. No creo que se presente nadie a reclamar el cuerpo. ¿Tú irías si fuera tu hijo?

– Tienes razón -contestó Kate, aunque pensó que ella sí iría.

– ¿Has visto Mala semilla? Es una película de los cincuenta sobre una niña malvada.

– No, y creo que paso.

– ¿Cansada?

– ¿Tú no?

Pena de muerte -dijo Perlmutter-. Una película que demuestra dos cosas: una, que si una actriz guapa interpreta un papel sin maquillaje tiene asegurado el Oscar, y dos, que me alegro de que nuestro hombre haya muerto.

– ¿Qué quieres decir?

– No ha habido juicio, no han salido las almas cándidas pidiendo que no se aplique la pena de muerte.

– ¿Tú estás a favor de la pena de muerte?

– Suponte que le atrapamos vivo. Seguro que alega locura. Citan a la psicóloga del Pilgrim, el abogado hace lagrimear al jurado contando que el pobre chico era una víctima, etcétera, etcétera. El tío se pasa unos doce años en una institución atiborrado de pastillas. Luego sale, deja de tomar la medicación y vuelve a matar.

– Estás simplificando un poco -replicó Kate-. No creo que le dejaran volver a la calle.

– Puede.

– ¿Sabes una cosa? No me llames alma cándida, pero probablemente el chico era una víctima. Era un monstruo, sí, pero hay que esforzarse mucho para crear un monstruo así.

– Mucha gente supera tragedias tremendas.

– Seguro. -Kate pensó en los chicos que, a pesar de sus circunstancias espantosas, habían logrado llegar a Un Futuro Mejor y crearse una vida normal-. Lo que yo digo es que nunca se sabe. Además, siempre cabe la posibilidad de ejecutar a un inocente.

– Otra gran película, Falso culpable, de Hitchcock.

– Eres muy hábil para cambiar de tema.

– ¿Yo? -Perlmutter abrió sus ojos azules con gesto de inocencia-. Qué va. Es que me gusta ver la vida como una ficción. Así es más fácil.

La vida como una ficción. Kate se preguntó si ella no sería el perfecto ejemplo.

– ¿Me escuchas?

– Sí, perdona. Creo que voy a recoger mis cosas, por segunda vez, y luego me voy a casa. -Aunque no estaba todavía preparada para irse a casa ni para renunciar a su condición de policía, sobre todo cuando quedaban tantas incógnitas sobre la muerte de Richard.

Perlmutter la acompañó al vestuario femenino. A medio camino se cruzaron con Marty Grange. Los dos se movieron a la vez a la derecha y luego a la izquierda, bloqueándose el paso.

– Yo me quedo quieta y usted pasa -le dijo Kate-. A la de tres, ¿vale? -El agente casi sonrió-. ¿De vuelta al FBI?

– Supongo -contestó Grange, y la miró a los ojos durante un segundo.

Él asintió con la cabeza. Ella asintió con la cabeza.

Perlmutter los miró a los dos.

– Bueno… -Kate dio un paso.

– Eh, esto… -Grange le tendió la mano-. Sin rencores, ¿eh?

Kate hizo un ligero gesto de sorpresa, pero le estrechó la mano. Estaba caliente y húmeda.

– Claro. ¿Para qué queremos los rencores? Adiós.

Grange se limitó a asentir con la cabeza, esta vez casi hasta hacer una reverencia. Luego se enderezó y se palmeó los bolsillos con gesto torpe.

– Las llaves. Estoy buscando las llaves. Ah, aquí están. -Y sacó una pesada anilla de metal llena de llaves.

– Vaya, ¿es usted carcelero en su tiempo libre?

– No. Eh… es que tengo una casa aquí en Nueva York y otra en Washington, así que tengo… muchas llaves.

– Era una broma -le aseguró Kate.

– Ya. -Grange puso cara seria y se marchó por el pasillo.

– ¡Vaya, vaya! -exclamó Perlmutter una vez Grange desapareció detrás de la esquina-. El agente Grange está coladito por ti.

– ¡Venga ya!

– Cuando un tío se pone a decir tonterías y a balbucear delante de una mujer…

– Nicky -dijo Kate con una sonrisa-, cállate.


El apartamento de San Remo parecía más grande y más vacío que nunca, como una tumba o un museo de arte. Pero Kate no podía soportar ver las obras y objetos que Richard y ella habían coleccionado; cada uno de ellos le traía un recuerdo.

Fue del cuarto de estar al salón y de ahí a la biblioteca, hojeó unos cuantos libros de arte, pensó en escribir otro libro, cosa que de momento parecía imposible, y finalmente entró en el dormitorio y miró de reojo la fotografía de Richard junto al billetero sobre la cómoda. Era un recordatorio constante de su fracaso en la investigación, y tal vez del fracaso de Richard también. Pero ¿cómo saberlo?

El billetero estaba frío, sólo era un objeto y no un talismán, no conjuraba al hombre ni a su espíritu. Kate lo dejó de nuevo en la cómoda, volvió al cuarto de estar y se sentó en una blanda butaca de piel para hacer unas llamadas. Primero telefoneó a la madre de Richard, que seguía insistiendo en que fuera a verla a Florida. Kate le prometió que iría cuando Nola diera a luz y que a lo mejor iban los tres juntos. Luego a Blair, que quería organizar una comida con las chicas, pero Kate declinó la invitación con una excusa y prometió que se apuntaría la semana siguiente, aunque Blair se quejó de que siempre era «la semana siguiente».

Luego se quedó mirando las estanterías, llenas de los libros que a Richard le gustaban, novelas policíacas de cualquier tipo, novelas de misterio, y no se le escapó la ironía. Pero no podía quedarse quieta. Fue a su estudio, se sentó, se quedó mirando un cuaderno en blanco y por fin tomó un lápiz y comenzó a escribir asociaciones libres, haciendo una lista de lo que sabía o lo que creía saber de la muerte de Richard.


El cuadro que se encontró junto al cuerpo de Richard era de Leonardo Martini.

Martini trabajaba para Angelo Baldoni.

Baldoni encargó la tela a Martini.

El laboratorio ha confirmado que el pelo encontrado en la camisa de Martini era de Baldoni. Es probable que Baldoni matara a Martini.


Se detuvo con aire reflexivo y al cabo de un momento se puso de nuevo a escribir, dejándose llevar por sus pensamientos.


Según Grange, el FBI tiene un expediente sobre Baldoni, su historial como asesino a sueldo.

Baldoni es el primer sospechoso de la muerte de Richard.


Las palabras parecían palpitar en el papel.

Kate no se arrepentía de haberle matado. Respiró hondo y prosiguió:


Baldoni: sobrino de Giulio Lombardi.

Lombardi: conocido capo del crimen organizado.


Pero Lombardi había desaparecido sin dejar rastro. Ni la policía ni el FBI conocían su paradero.

¿Qué más? Miró por la ventana los árboles de Central Park. Comenzaban a surgir los colores del otoño y los verdes se tornaban marrones y naranjas. Se acordó de los cuadros del asesino del Bronx, expuestos en el estudio de Boyd Werther, y de la idea de la exposición, que entonces le pareció buena, pero ahora nada tenía sentido. El asesino daltónico. Otro misterio. Terminado pero sin resolver. Se tocó la barbilla con el lápiz y escribió:


Andrew Stokes: defendió a Lombardi y siguió viéndole después del juicio.

Lombardi: tío de Baldoni.


¿Conocía Stokes a Baldoni?


Stokes: ¿Baldoni?

Stokes asesinado en casa de Lamar Black.

Rosita Martínez identificó a Stokes como el cliente habitual de Suzie White.

Suzie White fue asesinada por el asesino daltónico.

Andy Stokes, Lamar Black, Suzie White, Angelo Baldoni. ¿Cuál es la relación?


Pensó en hablar de nuevo con Noreen Stokes, pero se acordó de cómo le había gritado en el hospital y supo que era imposible.

Releyó las notas. Muchos de los personajes estaban muertos. ¿Quién quedaba que pudiera contarle algo que no supiera? ¿Quién, aparte de Noreen Stokes?

Se quedó mirando la pared y luego echó un vistazo al reloj. El reloj. Baume et Mercier. Baume, el detective privado. Claro.


El despacho de Investigaciones Baume estaba en uno de esos típicos edificios anodinos de Manhattan. El pasillo de la octava planta era muy largo, iluminado con una luz cruda, con puertas a ambos lados, paredes grises que habían sido blancas en otros tiempos, una gastada alfombra marrón.

– ¿Ha pedido hora? -preguntó la recepcionista, una mujer de mediana edad y con el pelo anaranjado.

– No, lo siento -contestó Kate-, pero si el señor Baume pudiera concederme unos minutos…

La secretaria alzó un papel de su mesa.

– Tiene que rellenar esto.

Era una sola página. NOMBRE. DIRECCIÓN. TELÉFONO. FECHA. OBJETO DE LA VISITA. FORMA DE PAGO.

– Sólo quiero hablar con él.

– El señor Baume, mi marido -explicó la secretaria, con una sonrisa algo amarga-, cobra por hora. Ciento veinticinco dólares más gastos. La primera consulta es gratis. Eugene, es decir, el señor Baume, no le cobrará si no acepta el caso.

– ¿Lleva mucho tiempo trabajando con su marido? -preguntó Kate, sonriendo mientras rellenaba el formulario.

– Desde siempre -contestó la mujer moviendo una mano-. Por lo que he visto en este trabajo, más vale no andar muy lejos de tu marido. ¿Sabes lo que quiero decir, guapa? -Se llevó la mano a los labios-. ¡Ay, lo siento! No habrás venido por tu marido, ¿verdad?

– ¿Cómo dice?

– Maridos. Mujeres. Es la especialidad de Eugene. Se dedica a vigilarlos.

Kate intentó no pensar en la palabra «marido».

– No, ése no es mi problema. Yo vengo por… la señora Stokes. Noreen Stokes.

– El nombre me suena, pero tendría que consultar los archivos.

Kate estaba a punto de pedirle que lo hiciera cuando se abrió la puerta del despacho.

Eugene Baume era un hombre bajo y calvo, de mandíbula saliente y párpados caídos que le daban aspecto de tortuga.

– Antes trabajaba para una de las grandes agencias de investigación, con muchos socios y esas cosas -comentó mientras Kate se sentaba frente a su mesa-, pero prefiero trabajar solo.

– ¿Cuánto tiempo hace que dejó la policía?

Baume casi sonrió.

– ¿Tanto se me nota?

– Un poco. Yo trabajaba en Astoria, en personas desaparecidas y homicidios. Ahora llevo diez años jubilada. -Kate también sonrió-. No sé, tiene usted algo que le delata como policía.

– Dieciocho años en el cuerpo, supongo. Necesitaba un cambio de aires. -Baume le dio un discreto repaso-. Parece que a usted le ha ido muy bien.

– No me puedo quejar.

– ¿Es amiga de la señora Stokes?

– ¿Se acuerda de ella?

– Yo me acuerdo de todos mis clientes.

– Bueno, a mí me gustaría saber de su marido.

Baume se incorporó, adelantando más el mentón.

– Nunca hablo de mis casos.

– Claro, y me parece muy bien. -Kate puso sobre la mesa su placa provisional de policía.

– Creía que se había retirado.

– Y yo también. Es una historia muy larga.

– Los asuntos de mis clientes son confidenciales y usted lo sabe. A menos que tenga una orden judicial.

– Sinceramente, señor Baume, esto es más personal que oficial. -Intentó sonreír-. Sólo son unas preguntas, entre usted y yo.

– ¿Qué es esto? -repuso Baume entornando los ojos-. ¿Un nuevo truco de la policía?

– No, no, en absoluto. Ya le he dicho que es personal.

– Lo siento, pero sin una orden no tengo nada que decir.

Baume le abrió la puerta.

– Franny, la consulta es gratis.


Mierda. No había llevado muy bien la entrevista, pero es que estaba impaciente, harta de no averiguar nada. Miró a un lado y otro de la ajetreada Broadway Avenue como si la solución estuviera allí, oculta entre el tráfico. No podía conseguir una orden judicial. Ya no formaba parte del equipo, ni siquiera de manera provisional. Y tanto Brown como Tapell consideraban cerrado el caso de Richard. En cuestión de semanas sería otro caso olvidado.

Sacó su teléfono móvil.

– Parece que estás en mitad de la calle -comentó Liz.

– En Times Square, para ser exactos.

– ¿Qué, visitando los barrios bajos?

– Oye, no empieces. Escucha, necesito un favor. -Kate esperaba que su amiga pudiera hacer unas llamadas a Quantico para abrir ciertas puertas sin necesidad de una orden judicial.

– Lo siento, pero es imposible, a menos que estuviera trabajando en el caso. Pero como no es así, van a hacerme muchas preguntas y acabaré metida en un buen lío, y no querrás que pase eso, ¿verdad?

– No estés tan segura.

– Mira, cariño, me encantaría ayudarte, pero el caso está cerrado, ¿no?

– Se trata de otro caso, el de Richard.

– Ah. -Un momento de silencio-. Bueno, pues necesitas a alguien que esté involucrado.

– ¿Como quién?

– ¿Qué tal Marty Grange? El caso del Bronx no terminó muy bien para él. Se rumorea que quieren jubilarlo.

– Grange no querrá ni verme.

– No estés tan segura. Es un tío raro, pero en el fondo tiene un gran sentido de la justicia.

Kate colgó y se quedó mirando los coches. ¿Marty Grange?

Liz debía de estar loca.

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