40

El sol, de un brillante amarillo canario, se filtra entre los árboles, cae sobre la hierba y proyecta diamantes en la manta de picnic. Richard descorcha el champán. La luz se refleja en la botella y por un instante Kate queda cegada y el mundo se vuelve blanco. Luego, poco a poco, el verde de la hierba y el azul del cielo comienzan a surgir como si un niño colorease un dibujo. Richard sonríe de nuevo y Kate sabe lo que va a decir.

– Cásate conmigo.

– ¿Por qué no? -contesta ella.

Los dos se echan a reír y la escena se funde para dar paso a una sala atestada de gente, las paredes cubiertas con los cuadros del psicópata y sus colores chillones. Kate acepta un cigarrillo del hombre que está a su lado, Charlie D'Amato. Luego mira los cuadros y los bordes hasta que su nombre garabateado sale volando y flota en la habitación como una serpiente encantada, arrastrando con él las caras amordazadas dibujadas a lápiz. Debería saber algo sobre ellas, pero no recuerda qué es y siente que el pánico la invade.

Richard se abre camino entre la multitud y Kate advierte que es transparente.

– Me gustaría que dejaras de fumar -dice él.

– Pues lo dejo.

D'Amato sonríe, le da fuego y sus esposas relucen cuando la llama surge del mechero y se convierte en un incendio. La sala se tiñe de naranja y luego se desvanece. Kate cree que está despierta y que es una mañana como cualquier otra, con Richard a su lado en la cama. Se siente aliviada.

Richard sonríe.

– No pasa nada, ¿sabes?

– ¿No?

Él le toca la cara con los dedos cálidos.

– Te quiero.

– ¿Sí?

– Te quiero mucho, pero tengo que irme.

– Quédate conmigo, por favor.

Richard sonríe. Es la sonrisa más hermosa que Kate ha visto jamás. Tiene el rostro iluminado.

– No, no puedo. Pero estaré a tu lado siempre que me necesites.

– Vale, lo entiendo -contesta ella.

Todavía nota sus dedos en la cara, pero ahora están fríos.

– Gracias -dice él.

– ¿Por qué? -Kate mira hacia la ventana. Las cortinas se abren a un cielo color índigo lleno de estrellas que titilan como luces de Navidad.

– Por quererme tanto.

– No fue tanto.

Las estrellas se unen hasta formar una nebulosa que entra en la habitación.

Y cuando Kate miró la cama, Richard ya no estaba y un sol radiante entraba por la ventana por primera vez desde hacía semanas. Y ya no sintió la necesidad de permanecer en el sueño. Podía levantarse y afrontar la vida.

Se duchó, se lavó el pelo y se vistió. Esta vez se puso un poco de perfume Bal à Versailles en lugar de la loción de Richard.

Las velas votivas quemadas seguían en la cómoda junto a la fotografía. Kate las tiró a la basura. Y cuando encontró el bote vacío de Ambien en el suelo junto al mostrador pensó un momento en el joven que había tenido en los brazos y se alegró de no haberle matado. Ya había muerto demasiada gente. Tal vez Nicky Perlmutter tenía razón y las personas como Jasper no tenían derecho a la vida, pero ¿había vivido alguna vez aquel niño? Kate pensó en aquella noche, tantos años atrás, en el apartamento de Long Island City, y se preguntó si Denny Klingman habría sobrevivido. Tenía una familia, una familia de verdad, y Kate sabía que eso era importante. Por lo menos habría tenido una oportunidad.

El sol se filtraba por las ventanas del salón. Era un hermoso amanecer cargado de promesas. Estaba deseando ver a Nola y al niño, pero era demasiado temprano para ir al hospital y tenía que pasar por comisaría para completar los informes y entregar la placa, cosa que se alegraba de hacer. Pero para eso también había tiempo. Preparó café, recogió el Times de la puerta y al ver el artículo de la primera página de la sección local («ASESINO EN SERIE DETENIDO») se preguntó cómo lograban los periodistas acceder tan deprisa a la información. Decidió no leer el artículo y fue directamente a la sección de arte, donde se informaba de que Herbert Bloom iba a abrir una nueva galería, más grande, y se sugería vagamente que todavía tenía algunos de los cuadros del psicópata. Kate se imaginó que los estaría pintando él mismo o los habría encargado a algunos de sus artistas outsider.

No sólo había salido una crítica de la exposición de Willie un día después de la inauguración (una jugada maestra), sino que incluso habían colado una fotografía (otra jugada) en la parte superior de la página de arte. El titular rezaba: «Heridas, WLD Hand, en la galería Vincent Petrycoff.» Y la crítica, de dos columnas, era entusiasta.

Fue a llamarle por teléfono para felicitarle, pero se lo pensó mejor. No era probable que le hiciera mucha gracia que le telefonearan a las seis y media de la mañana.

Leyó la crítica de nuevo, esta vez para Richard, y se quedó allí sentada un momento. Los recuerdos de su vida juntos se sucedían más deprisa que en una persecución de Hollywood. Kate se preocupó al advertir que algunos recuerdos ya comenzaban a desdibujarse en los bordes.

En la sala de estar encontró el CD que Richard había comprado justo antes de morir y no había llegado a escuchar, Jools Holland & His Rhythm & Blues Orchestra. Lo puso esperando que la música le ayudara a aclarar su imagen, pero hasta que el CD llegó a la mitad y sonó una evocadora canción no visualizó la cara de Richard. Entonces se acordó de la primera vez que lo había visto, en un juzgado, un joven abogado de traje y corbata, alto, guapo y autoritario. Se acordó de cómo la había mirado él sonriendo, y entonces supo que nunca le olvidaría.


Kate terminó de escribir el informe. Le parecía que tenía mucho más que decir, pero a la policía no le interesaban sus sentimientos. En cualquier caso, tendría oportunidad de expresarlos en el juicio, que sin duda sería un circo que no le apetecía nada.

Mitch Freeman se asomó al cubículo.

– No pensaba encontrarte aquí.

– Yo tampoco.

Freeman sonrió y se apartó de la frente un mechón rubio canoso.

– Acabo de terminar unos informes y vuelvo a la agencia dentro de un rato. -Consultó su reloj-. ¿Tienes tiempo para un café?

– Siempre que no sea aquí.

Entraron en un Starbucks de la Octava Avenida. Kate pidió un café con leche mientras Freeman devoraba un bollo.

– No he desayunado -explicó.

– No hace falta que te justifiques.

– A propósito, el agente Grange te manda recuerdos. Ha vuelto a Washington y está contentísimo. La información que le sacaste a Charlie D'Amato no le ha venido nada mal.

– No estaba tan mal -repuso ella.

– ¿D'Amato?

– No, Grange. -Kate pensó en el agente y en la ayuda que le había prestado, todavía no sabía muy bien por qué. Tal vez Nicky Perlmutter tenía razón y Grange sentía algo por ella. En fin, ya no tenía importancia. Se alegraba de que hubiera dado resultado y se alegraba también de que a Grange le hubiera beneficiado.

– ¿Y tú? Espero que estés mejor que la última vez que hablamos.

– ¿Es una pregunta, doctor Freeman?

– Perdona, no quería hacer de psiquiatra contigo. Te lo pregunto como amigo.

Kate pensó en su conversación anterior sobre si quería seguir viviendo o no. Apartó el café con leche y guardó silencio un momento.

– Nola ha dado a luz -dijo al cabo-. Y hay otros chicos para la próxima temporada de Un Futuro Mejor. Estaré ocupada.

– Eso es bueno.

– Ya veo que no te ha gustado mi respuesta.

– Es una buena respuesta -dijo él-, pero es que te he preguntado por ti y tú me hablas de otra gente.

– ¿No decías que esto no era una sesión de terapia?

– No lo es. -Freeman sonrió-. Es que me preocupo por ti.

– Pero es que el niño de Nola y la fundación también soy yo. -Kate miró sus ojos grises y luego la ventana para contemplar el tráfico y los transeúntes-. Es algo por lo que merece la pena levantarse por las mañanas, ¿no crees? Algo por lo que merece la pena preocuparse.

– Desde luego.

– Ya sé que todavía tengo cosas que solucionar. -Volvió a mirarle-. Te agradezco que te preocupes por mí, pero sé cuidarme sola.

– Estoy seguro. Pero si alguna vez necesitas hablar con alguien o…

– ¿Como paciente? -Kate cogió el segundo bollo del plato.

– No; como amiga. -Freeman tendió la mano y le quitó una miga de la comisura de la boca.

Al mirarle a los ojos Kate advirtió que eran más azules que grises.

– Vaya por Dios -dijo-. ¿Estaba babeándome?

– Sólo una miga. -El le tocó la mano un instante, casi como sin querer, y luego dobló su servilleta-. Pensaba que igual podíamos salir a cenar un día, sólo para hablar. Y te prometo no sacar ningún tema profesional -añadió con una sonrisa.

– Pues vaya, y yo que esperaba tener más sesiones de terapia gratis.

Freeman ensanchó la sonrisa.

– Oye, me han dicho que eres toda una heroína -dijo.

– Eso depende de quién te lo diga. Mucha gente hubiera preferido que apretara el gatillo.

– Bueno, ahora está encerrado en Bellevue y luego lo enviarán a alguna institución de máxima seguridad para criminales dementes, donde le darán algún tratamiento. Seguro que estudian bien su caso.

Entonces a ella le vino a la mente la imagen de Jasper en sus brazos y esperó que su atormentada vida pudiera cobrar algún significado.


La luz entraba por las persianas trazando anchas bandas en la cama de hospital.

– ¿Lo has visto? -preguntó Nola.

– Es precioso.

– Y muy grande, ¿verdad? Creo que va a ser alto.

– Hay cosas peores -bromeó Kate.

Nola sonrió, aunque parecía agotada. ¿Era sólo por la terrible experiencia del parto o por el trauma que lo había precedido?

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– Supongo -respondió la joven-. Aunque llegó un momento en que no supe si iba a sobrevivir, ¿sabes?

Kate asintió con la cabeza y le tocó la mano, acordándose de aquel cuchillo suspendido sobre su vientre. Entonces supo con toda certeza que, si hubiera tenido que hacerlo, habría matado a Jasper.

– Estaba pensando que cuando vuelva a la normalidad, sea cuando sea, tal vez me aparte del surrealismo. Lo que ha pasado ha sido tan surreal que he tenido suficiente para el resto de mi vida.

En ese momento se abrió la puerta y entró una enfermera con el recién nacido, que tendió a Nola.

– La ictericia se le ha pasado. Te lo puedes llevar a casa mañana. -Y colocó la cabeza del niño sobre el pecho de Nola.

– No sé si lo hago bien -dijo Nola.

El niño cerró los labios en torno al pezón y se puso a mamar.

– A mí me parece que sí -contestó Kate.

– Se me hace muy raro.

– Ya te acostumbrarás -comentó la enfermera-. Si hay algún problema, me llamas.

Nola acarició los rizos color castaño oscuro de su hijo.

– Tiene mucho pelo, ¿verdad?

– Es precioso. ¿Ya has pensado qué nombre le vas a poner?

– Ah, ¿no te lo había dicho?

– No.

– Richard.

– Richard. -Kate acarició la diminuta espalda del bebé. Las lágrimas acudieron a sus ojos-. Me gusta.

– ¿Te parece bien? ¿No te importa?

– ¿Que si me importa? Pues claro que no. -Kate se enjugó las lágrimas-. A Richard le habría encantado.

Nola miró al niño y frunció el entrecejo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Kate.

– No, nada. Bueno, la verdad es que estoy aterrada. Quiero volver a la escuela y todavía tengo que cumplir con el semestre en el extranjero. ¿Cómo me las voy a apañar? ¿Cómo voy a poder hacer nada? Madre mía, debes de pensar que soy un desastre.

– En absoluto.

– Es que no sé cómo voy a arreglármelas.

– No tienes que hacerlo todo a la vez. -Kate acarició la cabecita del bebé-. Y me tienes a mí. Yo cuidaré del niño cuando vayas a la escuela.

– Pero tú también estás muy ocupada.

– No tanto. -Kate se imaginó al niño en la habitación que acababa de arreglar, con las nubes pintadas en el techo y la cuna nueva-. Tú haz lo que tengas que hacer, Nola. Del niño puedo encargarme yo.

Nola sonrió.

Al cabo de unos momentos el bebé dejó de mamar y se quedó dormido. Nola también cerró los ojos. Kate se los quedó mirando hasta que el niño comenzó a agitarse. Entonces lo alzó del pecho de Nola y lo acunó en sus brazos.

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