28

El funeral de Boyd Werther repercutió en todo el mundillo del arte. Artistas, tratantes, conservadores y coleccionistas acudieron masivamente, todos ataviados con carísima ropa negra, y se pronunciaron discursos interminables y alabanzas a un hombre al que la mayoría envidiaba su fama y su fortuna. Kate no oyó gran cosa de lo que se dijo, angustiada por la idea de que tal vez había sido ella la que llevó al asesino hasta Werther.

No podía dejar de pensar en la reunión de emergencia a la que había asistido justo antes del funeral, ni se quitaba de la cabeza las fotografías de la escena del crimen, en el estudio de Boyd Werther. Pero lo que más la atormentaba no eran las espantosas fotografías de Werther, sino las de los cuadros del asesino, dispuestos ordenadamente en una pared como si hubiera montado él solo una exposición. Pero ¿para quién? ¿Para Werther o para la policía? No tenía ni idea.

Y menos después del nuevo hallazgo: su. propio nombre en los bordes garabateados de los cuadros del psicópata. Aquello fue un auténtico golpe. ¿Qué relación podía existir entre el asesino y ella? Kate sólo sabía que la prensa había exagerado mucho su participación en el caso. Freeman pensaba que el asesino podía haberla visto en televisión, lo cual era en efecto una posibilidad. Al fin y al cabo, el programa grabado con Werther se había emitido hacía unos días. La idea de que aquel monstruo pudiera estar viéndola desde su cubil y escribiendo su nombre una y otra vez le ponía los pelos de punta.

Blair Sumner le dio un codazo cuando otro artista subió al podio para seguir entonando alabanzas a Werther.

– ¿De verdad era tan santo? -susurró Blair.

Ella tardó un momento en contestar.

– No, pero… -Volvió a visualizarlas fotografías de Werther abierto en canal, cubierto de sangre y pintura-. Era muy respetado -concluyó suavemente.

– Muy diplomática.

Según Freeman, el ritual del asesino estaba cambiando. Algo debió de provocar su ataque contra Werther y luego contra su ayudante; además, no se había molestado en limpiar el lugar, había dejado saliva en los pinceles con la que podría realizarse un análisis de ADN. Claro que la policía todavía no tenía nada con qué compararlo. Pero ¿por qué había sido tan descuidado? ¿Acaso quería que lo atrapasen?

Grange estaba en Washington, reclutando a más agentes, mientras que Tapell organizaba los efectivos locales. Ahora prácticamente toda la policía de Nueva York participaría en la búsqueda.

Kate alzó la vista hacia el podio. Una joven hacía esfuerzos por dominar sus lágrimas.

– He sido ayudante de Boyd durante los dos últimos años -comenzó.

«La otra ayudante -pensó Kate-, la afortunada.»

– Boyd Werther me enseñó mucho. Me enseñó que hay que obsesionarse con la propia obra, que hay que centrarse y fijarse en todos los detalles…

Obsesionarse. Centrarse. Esas palabras le evocaron otra vez la reciente reunión de emergencia.

– No creo que estuviera obsesionado con Werther -había comentado Freeman.

– ¿Entonces con quién? -preguntó Perlmutter.

Freeman miró a Kate.

– Lo siento, pero tu nombre está en los cuadros, y el asesino escogió a un artista que tú conocías. No hace falta gran cosa para que esos tipos se obsesionen. A veces se obsesionan con alguien sólo porque se lo han cruzado por la calle. Otras veces se trata de alguien conocido, como Jodie Foster, por ejemplo. Y no olvides que tú eres una pequeña celebridad.

Kate se estremeció y Blair le acarició el brazo.

– ¿Estás bien, cariño?

– Sí -mintió ella, visualizando las fotos de los cuadros destrozados de Werther, los nombres de los colores que el psicópata había escrito en ellos, algunos acertados, muchos equivocados.

Identificación. De eso se trataba. Kate estaba segura y había informado a la brigada. El asesino era daltónico. Estaban buscando a una persona ciega al color. Kate casi podía imaginar el juego de psicópata: interrogaría a Werther sobre los colores, discutiría sus respuestas y por fin lo asesinaría en un arrebato de rabia.

La ayudante de Werther se echó a llorar y se tapó la boca. Kate recordó otro elemento nuevo en las pinturas del asesino: toscos y diminutos dibujos a lápiz de caras con la boca tapada con cinta adhesiva. Freeman había sugerido que podían ser autorretratos.

¿Sería mudo además de daltónico?

– ¿Kate? -Blair le estaba dando palmaditas en el hombro-. Kate.

– ¿Qué?

– Se ha terminado, cariño.

– Ah. -Kate no había visto ni oído a ningún otro orador después de la ayudante, ni siquiera recordaba que la chica hubiera bajado del podio.

– Me tienes preocupada -dijo Blair, cogiéndola del brazo-. ¿Nos vamos?

– Me gustaría quedarme un momento. Por respeto a Boyd.


Habían servido un poco de vino y queso, como si fuera la inauguración de alguna galería, pero a Kate no le apetecía. Al cabo de un rato se arrepintió de no haberse marchado con Blair. Estaba deseando irse, pero Vincent Petrycoff, el galerista de Boyd Werther, se acercó a ella.

– Tú no accederías a vender uno de los dos Werther grandes que tienes en East Hampton, ¿verdad?

La mala impresión que le causó el comentario asomó a su rostro.

– Perdona, no quería parecer grosero -añadió Petrycoff-. Te lo pregunto porque, como ya sabes, el maníaco que mató al pobre Boyd destrozó toda su obra nueva y… en fin, que ahora no es que queden muchas cosas nuevas de él…

– No tengo ninguna intención de vender esos cuadros -replicó Kate con sequedad.

Ramona Gross, directora de arte contemporáneo en una de las casas de subastas más famosas de Nueva York, se acercó a ellos.

– Qué horror -exclamó con un gesto melodramático y cerrando unos párpados cargados de maquillaje-. Pero ¿cómo se le ocurrió destrozar los cuadros? ¿A quién podían ofender?

– A mí -dijo con desdén un artista conceptual de veintitantos años que últimamente estaba llamando la atención por los espectáculos que ofrecía desnudo en el agua-. ¿Cuadros de colorines? Venga ya. Si la pintura está muerta…

– También está muerta Esther Williams -replicó Petrycoff.

«Se acabó.» Kate no se molestó en despedirse. Salió apresuradamente deseando llegar a su siguiente cita. Las fotos de la escena del crimen seguían frescas en su mente, sobre todo la forma en que el asesino había destrozado tanto la obra como al autor y aun así había tenido tiempo de colocar sus propios cuadros como en una exposición.

¡Claro! Eso era. Eso era lo que quería. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? El asesino quería tener su propia exposición. Kate se preguntó si no sería posible organizarle una. ¿Estaría de acuerdo la brigada?

Una vez en el taxi consultó el reloj. No quería llegar tarde. Si estaba en lo cierto y el asesino era daltónico, quería saberlo todo sobre el tema.


El profesor Abraham Brillstein era un hombre bajo y encorvado, de nariz larga y puntiaguda y pelo ralo y canoso peinado hacia atrás. Unas gafas de culo de vaso aumentaban sus ojos de color castaño rojizo al tamaño de pelotas de ping-pong. Había sido jefe de neurología en Mount Sinai, además de tener su propia y lucrativa consulta, pero Brillstein lo había dejado todo para dedicarse a la investigación después de un viaje a Guam, donde había acudido con un equipo de neurólogos para estudiar una enfermedad parecida al Parkinson llamada lytico-bodig. Esto a su vez le había llevado de peregrinaje a un remoto grupo de islas del Pacífico entre cuya población se daba una alta proporción de ceguera a los colores. Allí descubrió la obsesión de su vida.

El despacho de Brillstein era gris, sin ventanas, la celda perfecta para alguien que estudiaba la ausencia de color.

El profesor alzó un vaso medio lleno de zumo de naranja.

– Imagínese que esto le parece barro gris. Probablemente no tendría muchas ganas de bebérselo.

– No -contestó Kate.

– Piénselo: filetes grises, zumo de tomate negro, plátanos marrones. El cerebro puede incluso traducir los tonos musicales de manera que la música se convierta en una experiencia deprimente, sin color -concluyó, antes de terminarse el zumo de un trago. La nuez le brincó en el cuello delgado y fibroso.

– ¿Y todo eso es posible? -preguntó Kate.

– En casos de total acromatopsia cerebral, sí -respondió mirándola fijamente con sus ojos aumentados.

– ¿Me lo traduce, por favor?

– Perdone. -Tamborileó con un lápiz contra el borde de una mesa atestada de papeles, carpetas y montoncitos de clips enmarañados-. Me refiero a una forma extrema de daltonismo que ocurre por una causa concreta, ya sea una enfermedad o un accidente. Verá, casi todos los casos de daltonismo son congénitos, se nace así. No es tan raro, sobre todo en los hombres. Claro, esa condición tiene varios grados. En primer lugar está la tricomatía anómala, la forma más común de daltonismo, en el que el sujeto tiene problemas para distinguir entre los colores, pero los ve. Luego tenemos el daltonismo dicromático, en el que se confunden los colores rojo y verde. Aquí se incluyen los daltónicos deuteranopes, aproximadamente un cinco por ciento de los hombres, y los protanopes, un uno por ciento más o menos, que son individuos insensibles al rojo. Un protanope percibe menos cualquier tonalidad roja. Un semáforo en rojo, por ejemplo, podría confundirse con amarillo o ámbar.

– Pues sería muy peligroso -comentó Kate.

– Desde luego. -Brillstein se subió las gafas sobre el puente de la nariz y sus ojos aumentaron de tamaño-. Pero la acromatopsia total es muy rara y muy severa. Afecta a… no sé, digamos una persona de cada treinta o cuarenta mil. Se trata de un problema de conos.

– Los conos son los encargados de descodificar el color, ¿no es así? Al contrario de los bastones -aventuró Kate, intentando recordar sus clases de biología.

– Sí. -Brillstein sonrió-. Los bastones, que no proporcionan la visión de los colores, están localizados en la periferia de la retina. Los conos, los receptores del color, están en el centro de la retina. Existen tres clases de conos, rojos, azules y verdes, aunque estoy simplificando mucho.

– Ya lo supongo. -Kate intentaba asimilarlo todo mientras el profesor cambiaba el lápiz por un clip que comenzó a doblar-. El caso, doctor Brillstein, es que tenemos a un asesino que pinta, pero sus colores están desentonados, los etiqueta de manera equivocada y…

– Ah, ¿así que no conoce al sujeto? -Brillstein clavó en Kate sus ojos enormes y distorsionados.

– Por desgracia, no.

– ¿Y cómo sabe que es ciego al color?

– Pues no lo sé con seguridad. -Kate cogió también un clip y se unió el profesor en su juego de inquietos manoseos-. Pero es un presentimiento. Ya sé que esto le parecerá absurdo a un doctor, un científico, pero…

– En absoluto. -Brillstein sonrió con afecto-. El hecho es que la mitad de lo que hace un investigador es por instinto. Al final uno espera que el instinto dé frutos, pero sin intuiciones y sin hipótesis, sin presentimientos, como dice usted, no llegaríamos a ninguna parte -aseguró, sonriendo de nuevo-. Así que, por favor, cuénteme todo lo que sepa, por qué tiene usted este presentimiento, cualquier cosa que pueda ayudarme a comprender qué la ha llevado a esa conclusión.

Kate se pasó veinte minutos explicando los cuadros de extraños colores, las palabras escritas en las telas, el asesinato de Boyd Werther, su experiencia en la capilla Rothko, todo lo que pudo recordar, además de enseñarle las fotografías de los cuadros del psicópata encontrados junto a sus víctimas y las del estudio de Werther.

– Le repito que estoy dando palos de ciego, y nunca mejor dicho -concluyó-, pero de pronto me di cuenta de que nuestro hombre está intentando aprender los colores y eso me llevó a la idea de que es daltónico.

Brillstein se quitó las gafas y se frotó los ojos, sorprendentemente pequeños.

– No es una hipótesis descabellada, ni mucho menos.

– Muy bien. Supongamos entonces que estoy en lo cierto, que el asesino es completamente ciego a los colores. ¿Qué puede usted decirme?

El profesor volvió a ponerse las gafas y se mesó el pelo ralo y lacio.

– Bien. En primer lugar, lo más probable es que sufriera algún accidente y que algo interrumpiera el enlace neuronal entre el ojo y el cerebro, algún tipo de lesión cerebral.

Kate pensó un momento.

– ¿Y eso afectaría su comportamiento?

– Totalmente. Vamos a ver, si de pronto su mundo se volviera gris, ¿no cree que eso afectaría su comportamiento?

– Sí. Pero yo quería decir en un aspecto… patológico.

– Hmmmm… -Brillstein se puso a doblar otro clip-. Me temo que no puedo asegurarlo. Pero me está hablando de un artista, un pintor. Piénselo. Ya es malo perder la capacidad de ver los colores para un ejecutivo, por ejemplo, pero para un pintor, para alguien cuya vida está envuelta en colores… -Meneó la cabeza-. En fin, sería devastador, ¿no le parece?

– Sí. -Kate miró las paredes grises intentando imaginarse un mundo sin color.

– Las personas que nacen ciegas a los colores suelen adaptarse bien, porque nunca han percibido el mundo en color. Pero un acromatópsico cerebral, que ha perdido esa capacidad por completo… bueno, es algo muy diferente. Siempre será consciente del hecho de que ha perdido algo precioso, de que ha perdido el color. -Suspiró-. Imagínese que de pronto todo lo que está acostumbrada a ver en color, como la hierba, las flores, el cielo, de pronto sólo fueran tristes tonalidades grises.

– ¿Como en una película en blanco y negro?

– No, las cosas no serían tan nítidas ni mucho menos. Con la acromatopsia, la visión queda muy limitada. -Brillstein se quedó pensativo un momento-. Le pondré como ejemplo un caso que conozco. Una joven pintora que tuvo un accidente de moto y se quedó totalmente ciega a los colores. Pues bien, acabó suicidándose. Su vida ya no merecía la pena. -Se quitó las gafas, miró el techo y movió la cabeza.

– ¿Qué?

– Esto me recuerda algo, pero… -volvió a ponerse las gafas- ahora mismo no caigo. -Se encogió de hombros con una sonrisa triste-. Me hago viejo, tengo lapsus de memoria.

– A mí me pasa continuamente -dijo Kate-. Si se le ocurre alguna cosa, lo que sea, llámeme, por favor. Estamos estancados con este caso.

– Por supuesto. ¿Por dónde iba? Ah, sí, la pérdida del color. ¿Qué puedo decir? Una vida sin colores puede ser no sólo difícil, sino además muy triste.

Kate se imaginó la playa de su casa en East Hampton, el resplandeciente mar azul verdoso, todo desprovisto de color. Pero aquella idea sólo le trajo otra sensación de pérdida: ya no volvería a pasear por aquella hermosa playa con Richard. Se apresuró a cambiar de tema.

– ¿Qué más puede decirme sobre la acromatopsia?

– ¿Como qué, por ejemplo?

Kate lo pensó un instante.

– ¿Hay algo que deberíamos estar buscando? Quiero decir, ¿cómo se comportaría una persona con esta condición?

– Ah, sí, ya veo. Pues bien, para empezar, llevaría gafas de sol todo el tiempo. Unas gafas oscuras de color ámbar, probablemente envolventes, para filtrar toda la luz posible.

Gafas de sol. El tipo que merodeaba frente a la Art Students League el día que asesinaron a Mark Landau.

– ¿Y eso por qué?

– Los acromatópsicos son muy sensibles a la luz, que disminuye muchísimo su visión. Con una luz fuerte quedan prácticamente ciegos. -Brillstein abrió unos ojos como platos para ilustrar su argumento-. La sensibilidad a la luz es un problema terrible para estos pacientes. Por supuesto, lo contrario también es cierto, que están muy cómodos en la penumbra, mucho más que usted y yo. Y existen otras pequeñas compensaciones, entre ellas la sensibilidad a los bordes y contornos.

Kate pensó en los marcados contornos de los cuadros del psicópata y en los bordes grises.

– Y además, un acromatópsico es tan sensible a la luz que estaría constantemente parpadeando y entornando los ojos, incluso con las gafas de sol puestas.

– Ha dicho antes que la causa de la enfermedad es un accidente, una lesión cerebral. Si no recuerdo mal, se trata de la interrupción de la conexión neuronal entre el ojo y el cerebro, ¿no?

– Exacto -respondió Brillstein, sonriéndole como si fuera una buena alumna.

– Entonces podría corregirse restableciendo esa conexión, ¿no? Tal vez mediante cirugía. Así el paciente vería de nuevo los colores.

– No, no. -Los ojos de Brillstein se ensancharon despacio detrás de las gafas-. Me temo que el acromatópsico cerebral está condenado a una vida sin color. Es una lesión irreversible.

Загрузка...