¿Es que los pasillos del supermercado eran más estrechos o es que se lo parecía a Nola? Tenía la impresión de que, con su volumen, tiraría de los estantes las cajas de Oreos, Pecan Sandies y demás galletas. Echó un par de paquetes de Mallomars en el carro. Qué demonios. A estas alturas ya le daba igual zamparse otra docena de galletas.
– Esas también son mis favoritas.
Justo lo que le faltaba: un pesado. Pero cuando se volvió, se encontró con que el pesado era un joven muy guapo.
– ¿A ti también te gustan las Mallomars? -le dijo.
– Son las mejores, aparte las Oreos. Depende, claro -repuso él con una sonrisa.
«Tiene una boca preciosa.» -Sí, es difícil decidirse. A propósito, estoy embarazada, no gorda.
El joven sonrió.
– Ya lo imaginaba.
– Menos mal. -Nola pasó su enorme peso de un pie a otro y sonrió.
El joven le devolvió la sonrisa.
– Nos vemos -se despidió, alejándose por el pasillo.
«Estoy embarazada, no gorda. Qué idiota. Como si no se notara a la primera.» Bueno, daba igual. De todas formas era una tontería pensar que un tipo normal se molestaría en mirarla siquiera. Suspiró todavía mirando al joven, que estaba cogiendo de un estante una caja de galletas saladas. Por un instante pensó en acercarse para invitarlo a un café y unas Mallomars, pero mientras vacilaba el joven desapareció. Demasiado tarde. Y al cabo de unas semanas sería demasiado tarde de verdad. Un hijo. ¡Un hijo! Tenía que estar loca.
En la caja se dio cuenta de que había comprado demasiadas cosas, leche y zumo, y que las dos bolsas pesaban mucho, pero tampoco es que estuviera enferma ni nada de eso. Ya se las apañaría. No valía la pena pedir que le llevaran la compra a casa. Sólo tenía que andar unas manzanas.
– Hola.
– Hola.
El chico guapo estaba recogiendo su bolsa de la compra.
– ¿Vas a llevar todo eso tú sola?
– Eso pensaba.
Él le cogió una bolsa y luego la otra.
– No deberías llevar peso en tu estado. Tienes que pensar en el niño, ¿sabes? Los niños necesitan mucha atención.
– Supongo que lo comprobaré muy pronto.
– ¿Hacia dónde vas?
– A Central Park West. A cuatro manzanas de aquí.
– Sí, lo sé. Vamos, que te acompaño.
Después de la primera manzana a Nola ya le dolía la espalda y se alegró de que alguien le llevara las bolsas, sobre todo un chico tan guapo, aunque se había jurado pasar de los hombres, y más de los hombres blancos, después de Matt Brownstein.
– ¿Vives aquí, en Central Park West?
– De momento.
– El parque es muy bonito.
– Eso es quedarse corto.
– ¿Ah, sí?
– Pues sí. Estoy viviendo con una amiga, hasta que nazca el niño. Luego ya veremos. Tengo que organizarme un poco.
– Ya.
Nola se imaginaba lo que estaría pensando: «La han dejado preñada, no está casada, vive con una amiga. Patético.»
– Asisto a Barnard -añadió Nola mientras cruzaban Amsterdam Avenue.
– ¿Eso qué es?
– La escuela, Barnard. La parte femenina de Columbia, o por lo menos lo era. Ahora es independiente.
– Ah, ya. Qué bien.
Pareció un poco avergonzado por no conocer Barnard, aunque no todo el mundo lo conocía. En fin, no estaba muy bien informado y parecía algo atontado, pero también era amable, y su cara compensaba muchas cosas.
– Bueno, iba a Barnard, pero ahora lo voy a dejar por una temporada. -Nola se dio unos golpecitos en la barriga.
El chico se detuvo en la esquina, a media manzana de la entrada de las torres San Remo.
– Bien, me marcho. Es que… vivo en la otra dirección -explicó, tendiéndole las bolsas.
– Por cierto, me llamo Nola. ¿Y tú?
– ¿Qué?
– Que cómo te llamas.
– Ah, ya. Dylan.
– Un nombre muy bonito.
– Gracias. Oye… ¿qué vas a hacer luego?
– ¿Luego? Pues esta noche tengo una inauguración en Chelsea -respondió Nola-. En una galería. Es bastante importante, porque se trata de un amigo mío y…
– ¿Una inauguración?
– Sí, de una exposición. Mi amigo es pintor. Es en la galería Petrycoff, en la calle Veinticinco.
– ¿WLK Hand?
– ¿Conoces a Willie?
– ¿Willie? -repitió el joven-. ¿Así se llama?
– Sí -sonrió Nola-. WLK Hand era su nombre de guerra, de cuando hacía graffiti, cuando era un chaval un poco salvaje. El nombre lo ha conservado, pero te aseguro que ha cambiado muchísimo desde entonces. ¿Así que conoces su obra?
– La vi en la tele.
– Ah, claro. En el programa de Kate, ¿no?
– Sí.
– Deberías venir esta noche -le instó Nola.
– Sí, igual voy.
– Ya le diré a Kate que he conocido a un admirador. Kate es fantástica, ¿no crees?
– Sí. -El chico se alzó las gafas oscuras un instante, parpadeó, sonrió y volvió a ponérselas sobre la nariz-. ¡Es geniaaaaaal!
– He conocido a un chico monísimo -comentó Nola mientras dejaba las bolsas en la cocina.
– ¿Cómo se te ocurre llevar peso? -le reprochó Kate con la mirada severa de una madre preocupada.
– Para molestarte -replicó Nola con una mueca.
– Podías haber pedido que las trajeran a casa.
– No las he acarreado yo. Me las ha traído un chico.
Kate comenzó a vaciar las bolsas. Metió el zumo de naranja y la leche en la nevera y dejó las galletas sobre la encimera.
– Nos pusimos a hablar en el pasillo de las galletas, sobre las Mallomars. Luego volvimos a encontrarnos en las cajas y se ofreció a llevarme las bolsas. -Se palmeó la barriga-. Supongo que le di pena.
– ¿Y?
– Y nada. Pero era muy guapo. -Tendió la mano hacia las Mallomars-. ¿Cómo es posible que un tío tan bueno me mire siquiera…?
– ¡Qué dices! ¡Pero si estás guapísima!
– Sí, como una foca -replicó ella, dando un mordisco a la galleta-. Debería dejar de comer estas cosas. ¿Qué me voy a poner esta noche? Estoy harta de estar gorda.
– No estás gorda, estás embarazada.
– Eso es lo que le dije al chico.
– Si quieres te dejo uno de mis chales de pashmina. Te quedará perfecto.
– Ya. Como no me ponga dos, cosidos el uno al otro…
Kate se echó a reír, aunque no se sentía alegre. Sus emociones eran un caos: lo mismo estaba eufórica por la inocencia de Richard que deprimida por su muerte. Y además sentía una mezcla de emoción y ansiedad por la inauguración de Willie. Pensaba en la cantidad de gente que tendría que ver, cuando únicamente tenía ganas de estar a solas para poner orden en aquel torbellino de sentimientos.
Nola se sacudió unas migas del pecho.
– Creo que voy a echarme un rato, para no dormirme en la fiesta. Si no me he despertado en media hora, me llamas, ¿vale?
Kate se tomó su tiempo para arreglarse. Quería estar guapa para la exposición de Willie, y también por Richard. Era la primera vez, desde la muerte de su marido, que se preocupaba por su aspecto.
Diecinueve días. Menos de tres semanas. Una vida entera.
– ¿Qué te parece, cariño? -preguntó a Richard en voz alta mientras examinaba el armario. Fue apartando vestidos hasta encontrar lo que buscaba.
Sacó de la percha un top gris carbón, una sencilla prenda de Armani que Richard le había comprado sin motivo alguno, sólo porque al pasar por la elegante tienda de Madison Avenue lo vio y le gustó para ella.
Le sentaba de miedo. El escote abierto dejaba al descubierto su largo cuello, sus marcadas clavículas y su piel tersa, sobre la que reposaba la cadenilla y el anillo.
Completó el atuendo con unos pantalones muy estrechos y unos tacones gris oscuro.
Se cepilló el pelo y se lo dejó suelto sobre los hombros, como le gustaba a Richard. Se puso un poco de colorete en los altos pómulos, brillo en los labios, una suave sombra en los ojos y rímel en las pestañas.
Se llevó la mano al anillo de Richard mientras se miraba en el espejo, y comprendió que Richard sabía perfectamente lo que a ella le sentaba bien.
Se lo imaginó sonriendo satisfecho.
– Ya está. -Kate terminó de arreglar el chal gris en torno a los hombros de Nola.
– ¿Seguro que con tanto gris no parezco el zepelín de Goodyear?
Kate se apartó y la observó con un ojo cerrado.
– No. El zepelín es más pequeño.
– Muy graciosa.
– Estás estupenda. Además, ¿a qué viene tanta preocupación? Ya sabes cómo es la gente en las inauguraciones. Lo único que les importa es su propio aspecto.
– Sí, pero… -Nola se puso a juguetear con el chal, atándoselo y desatándoselo-. Es que he invitado a Dylan y puede que venga.
– ¿Dylan?
– El del supermercado.
¿Por qué tenía que ser un nombre que le recordara al psicópata?
– ¿Qué pasa? -preguntó Nola al ver la mirada abstraída de Kate.
– No, nada.
Una ducha es lo que le hace falta. Quiere tener buen aspecto, sentirse bien, oler bien, para ella, para su historia-dura.
Está cansado de esperar. Ha llegado el momento.
Piensa en Nola, la chica embarazada, en lo que sentirá al despanzurrarla. Es evidente que él le ha gustado, que está dispuesta a ir a cualquier parte con él.
Piensa dónde podría llevarla y decide que dejará que sea ella la que le lleve a él. Qué buena idea.
– ¡Es geniaaaaaal!
– Gracias, Tony.
La exposición de WLK Hand. La galería Petrycoff. Sí, tiene sentido.
Se seca el pelo con la toalla y se mira en el espejo. Su piel sigue gris, pero su pelo arroja tonalidades marrones con un atisbo de resplandor del sol. Está casi curado. Y cuando la vea, cuando hable con ella, con Kate, su historia-dura, la cura será completa. Está seguro.
La galería Vincent Petrycoff bullía de gente, atestada de artistas, tratantes, coleccionistas y curiosos, un mar de negro y gris en el que los cuadros de Willie asomaban de vez en cuando.
Kate intentó atisbar entre una pareja que le bloqueaba la vista.
– Te digo que es el músculo que alza los testículos -dijo el hombre.
– ¿Estás seguro? -contestó la mujer-. Yo creía que el cremáster eran los testículos.
– No. Lo comprobé después de ver la película. Es el músculo que sostiene los testículos.
– ¿Así que la película va de la sujeción de los testículos?
– No es lo que yo entendí. Pero salía Úrsula Andrews. ¿Te acuerdas de ella en Doctor No?
– No.
– La película de James Bond. Era la chica de la playa, la del bikini.
– Es igual. -La mujer se encogió de hombros-. Yo me acuerdo del primer vídeo del artista, en el que escalaba las paredes de una galería, que creo estaban untadas de vaselina, colgado de un arnés.
– Ah, ya… como estar dentro de la vagina.
– Pudiera ser que el arnés tenga relación con la idea del cremáster, la idea de sujetar los testículos.
– Es fantástico. No se me había ocurrido.
– Perdonad -dijo Kate, intentando pasar. Le hubiera gustado tener un comentario ingenioso a mano, pero estaba preocupada y notaba los nervios de punta. Miró en torno a la sala. Todo parecía en orden, pero sentía de nuevo aquel extraño zumbido. ¿Por qué?
Petrycoff se acercó entre el público para saludarla. Su rostro relucía de moreno artificial. Llevaba el pelo plateado pegado a la cabeza y la coleta tan untada de gel que parecía una lanza.
– Es tuyo -proclamó-. Heridas.
– ¿Heridas?
El galerista señaló el cuadro de los espejos y los cristales, prácticamente oculto por los presentes.
– Ah, no conocía el título. -Tampoco estaba muy segura de que le gustara. Últimamente había sufrido demasiadas heridas, aunque no se arrepentía de haber comprado el cuadro. Le echó un vistazo a través del gentío: una multitud de caras y cuerpos fragmentados se reflejaba en los espejos. Entonces sintió otro escalofrío. ¿Qué pasaba?
– Todo vendido. Hasta el último -dijo Petrycoff.
– ¿Cómo?
– Que se han vendido todos los cuadros. El Reina Sofía tendrá que esperar a que nuestro genio realice alguna obra nueva.
Kate no supo si creerle o no, pero esperaba que al menos la mitad de la exageración fuera verdad, por el bien de William.
Petrycoff se alejó con una disculpa y se escurrió entre el público como una anguila.
– Kate, cariño. -Una mano en su espalda-. Sabía que te encontraría aquí.
Kate se volvió y dio dos besos a Blair. Tenía las mejillas más tersas y radiantes que nunca.
– A ver, ¿qué te has hecho? -preguntó escrutándole la cara-. Pareces una quinceañera y no has tenido tiempo para otro lifting. Además, no veo ni moratones ni cicatrices nuevas.
– La magia del Botox. Sólo esperó que no se me pase el efecto en mitad de algún evento importante. -Blair soltó una risita abriendo apenas los labios, sin que ningún otro músculo facial se le moviera-. Deberías probarlo, cariño. Tienes la frente como un mapa.
– Sí, me lo he hecho tatuar para no perderme al volver a casa.
– Te crees muy graciosa, ¿verdad? La vejez no tiene ninguna gracia, ya lo verás.
Kate pensó que una anciana de sesenta haciéndose pasar por una quinceañera tampoco era algo muy gracioso, pero quizá se equivocaba. A saber lo que ella misma pensaría al cabo de un par de años, cuando empezaran a salirle arrugas de verdad, en una cultura que adoraba la juventud y la belleza por encima de todas las cosas, excepto tal vez el dinero.
Willie se acercó a ellas y recibió besos y cumplidos. Kate se sintió a la vez contenta, orgullosa y triste. Le hubiera gustado que Richard estuviera allí para ver triunfar a Willie. Richard, que había sido el primero en comprar un cuadro de Willie.
– Son divinos -comentó Blair-, pero yo no tengo sitio. Son gigantescos. ¿No podrías hacer algo más pequeño?
– También podrías comprar una casa más grande -Willie sonrió-. Pero ve a ver los dibujos del fondo. Son pequeños.
– Muy elegante. -Kate sonrió y habló mentalmente con Richard: «Ha llegado lejos nuestro Willie, ¿eh?» Le dio una palmadita en la mejilla y sintió otro escalofrío. ¿Era por pensar en Richard? No estaba segura.
Intentó observar al público, pero la sala estaba atestada. Además, ¿qué buscaba? No tenía ni idea. Logró avistar a Nola, o por lo menos su nuca. Estaba hablando con alguien a quien Kate no veía, pero el zumbido pareció intensificarse. Tal vez era la excitación que se respiraba en la galería y la emoción de la inauguración, pero la sensación era la que siempre sentía cuando olía a gato encerrado. Puede que fuera simplemente el horror vivido las últimas semanas, que ahora le pasaba factura, o el torbellino de emociones que sentía. Miró de nuevo a Willie sonriendo, pero el director de un museo estaba hablando con él, y Kate supo que se trataba de negocios. Luego intentó llamar la atención de Nola, pero ésta no la vio. Seguía charlando con alguien que le daba a Kate la espalda. Nola sonreía, tal vez coqueteando. Podría ser el chico del supermercado, pensó Kate. Más valía dejarla en paz. Le hubiera gustado librarse de aquel mal presentimiento, pero se había intensificado. Y además tenía escalofríos, como si alguien le estuviera pasando hielo por la espalda. Lo que necesitaba era dormir, incluso irse a Florida, a casa de su suegra, y pasarse una semana sentada en el porche mirando los flamencos.
Muchas personas se le fueron acercando una a una, artistas, conservadores de museos, críticos de arte, incluso amigos de verdad, a muchos de los cuales llevaba tiempo sin ver. Estuvieron hablando de exposiciones, de cine, de artistas y de un poeta conocido suyo que estaba colaborando con un pintor. Al cabo de poco tiempo Kate se olvidó de sus presentimientos, distraída por ese gran espectáculo teatral que es el mundillo del arte, en el que estaba más que dispuesta a interpretar un papel secundario.
– Hola.
– Vaya, vaya. -Kate meneó la cabeza-. Esto demuestra que cualquiera puede colarse en una inauguración.
Nicky Perlmutter rió, su rostro alegre bastante fuera de lugar en una sala llena de gente que había elevado el hastío a la categoría de arte.
– Daniel ha pensado que no me vendría mal un poco de cultura. -Rodeó con el brazo a un joven esbelto de pelo de punta. Kate lo reconoció del fiasco de la otra noche.
– Una obra fantástica -comentó Daniel.
– Deberías decírselo al autor -replicó Kate.
– ¿Lo conoces?
– Está ahí. Ve a presentarte. Dile que te gusta la obra y harás un amigo de por vida.
– Genial. -Daniel se alejó en busca de Willie.
– Daniel es pintor -explicó Perlmutter, sin dejar de mirarlo.
– ¿Pinta con los dedos? ¿En la guardería?
– Jajá.
– Perdona, no he podido evitarlo. -Kate le dio un apretón en el brazo.
– Digamos que es muy maduro para su edad. Y es un pintor muy serio.
– ¿No has leído Muerte en Venecia?
– No, pero he visto la película. Un viejo acecha a un adolescente en una Venecia decadente y asolada por una epidemia. Una analogía muy apropiada. Gracias. Ya te la devolveré cuando te llegue el turno.
– Yo no pienso aparecer del brazo de un adolescente.
– Nunca se sabe, señora Robinson. -Perlmutter sonrió y se inclinó hacia ella-. ¿Estás bien?
Kate forzó una sonrisa.
– Sí, descuida.
Él le dio unas palmaditas en el brazo y se fue en pos de su chico.
Kate estaba cansada. Se abrió paso entre la multitud hasta dar con Willie, que lidiaba con varias personas que le hablaban a la vez. Por fin llegó a su lado y le dio un beso y un abrazo.
– Me voy.
– ¿No te quedas a la fiesta en Bottino?
– Perdóname, cariño, pero estoy agotada. Nola te acompañará.
– No lo creo. Se ha marchado con su nuevo amigo, Dylan.
Aquel nombre de nuevo. ¿Por qué no podía haberse llamado David o Doug?
– ¿A cuántos chicos habrán puesto el nombre del viejo Bobby Zimmerman? -dijo, pensando en voz alta.
– Así es como se llama en realidad Bob Dylan, ¿no? -terció una rubia muy guapa que estaba junto a Willie.
– Sí. Creo que Bob adoptó el apellido por el poeta Dylan Thomas.
– ¿Ah, sí? -dijo la rubia-. Pues yo cada vez que oigo el nombre de Dylan me acuerdo de Sensación de vivir, ya sabes. Dylan era el chico rebelde; Brandon, el chico bueno; Brenda, la hermana de Brandon y…
– Donna -concluyó Kate, sin pensar.
– Exacto. Donna. Jo, esa serie me encantaba. Era adicta total. -La chica, de unos veintitantos años, soltó una risita-. Y la verdad es que todavía la veo cuando hacen alguna reposición.
A Kate le vinieron a la mente los detalles fotográficos en blanco y negro, aquellos nombres, Brenda, Brandon, Donna y Dylan, garabateados para crear los bordes de los cuadros del psicópata, y una mano helada pareció deslizarse por sus vértebras. Era absurdo. No era más que una coincidencia. ¿Por qué dejaba que le afectara tanto?
– ¿Adónde han ido? -preguntó, intentando mantener la calma. ¿Y por qué tenía que ponerse nerviosa? Al fin y al cabo, el asesino había muerto.
– Pues no lo sé -contestó Willie, tirándole un beso mientras una de sus muchas admiradoras le arrastraba de nuevo hacia la multitud.
«Estoy exagerando», pensó Kate abriéndose paso entre el gentío, ansiosa de pronto por salir de allí.