Floyd Brown frenó bruscamente el Chevy Impala de la policía de Nueva York junto a tres maltrechos contenedores de basura que nadie parecía utilizar: la calle, la acera, todo estaba lleno de basura. Una cosa era que la mierda se apilara en torno a los ruinosos edificios que flanqueaban la mayor parte de aquellas calles, pero ¿delante de la comisaría? Brown hizo un débil intento de apartar con el pie algunos desechos hacia los contenedores. ¿Es que aquellos agentes respetaban tan poco su trabajo que ni siquiera se tomaban la molestia de perder unos minutos de su precioso tiempo en limpiar aquella porquería?
«Las cosas no cambian nunca», pensó mientras subía los gastados escalones de piedra de la comisaría del Bronx, su antigua comisaría. Ocho solitarios años patrullando. Hasta que por fin ascendió a detective y con ello consiguió llegar a «la ciudad», a Manhattan.
Claro que tampoco le vino mal el hecho de haber sido él quien acabó con el Destripador, apodo dado al asesino en serie que destripaba salvajemente a sus víctimas y se llevaba las vísceras como recuerdo. Floyd había olfateado la culpa en aquel tipo. Un tipejo atontado, con gafas a lo Buddy Holly, una perilla rala y aspecto de bibliotecario. Nadie, ni los agentes de policía ni los robots del FBI sospecharon que fuera su hombre. Le llevaron a comisaría sólo porque era vecino de una de las víctimas. Nada más.
Pero cuando Elliot Marshall Rinkie entró en la sala de interrogatorios y se quitó su chaqueta de poliéster, Floyd lo había olido: una mezcla de sudor y algo… animal.
En menos de tres horas logró hacerle confesar llorando, con los mocos cayéndole sobre su estúpida barbita.
A partir de entonces Floyd no sólo consiguió respeto, sino también un apodo, el Napias, del que gracias a Dios los compañeros se cansaron pronto. Pero además logró un ascenso y la oportunidad de unirse a una brigada de homicidios de élite en Manhattan. Y eso sí lo conservó.
A Floyd le gustaba y se le daba bien la caza, detectar a los psicópatas que andaban por ahí sueltos, encerrarlos, sentarlos en rígidas sillas en cuartitos sin ventilación para interrogarlos a su gusto. Por desgracia, los más serenos no emitían ningún olor revelador, no se percibía en ellos el «eau de asesino». Pero había otras formas de atraparlos. Floyd había aprendido mucho en sus quince años de detective de homicidios en Nueva York, había visto cosas difíciles de imaginar.
Cruzó las pesadas puertas de madera. Los recuerdos acudían a él más rápidos que las escenas de una película de Jackie Chan: callejones oscuros, café tibio en vasos de plástico, prostitutas, chulos, chorizos, yonquis.
Floyd había estado a punto de jubilarse un año antes, y lo habría hecho de no ser por un caso que supuestamente iba a ser el último y una ex policía llamada Kate McKinnon, que se convirtió en su compañera. El primer día sólo sintió desdén por ella, por la forma en que irrumpió en la sala de conferencias como si fuera la reina del mambo, como si lo supiera todo.
Pero Floyd se había equivocado.
McKinnon era una buena policía. A pesar de que llevaba varios años fuera de la circulación, no había perdido el instinto y jamás abusó de su autoridad ni puñetas por el estilo. Es cierto que fue Kate la que terminó atrapando a aquel psicópata, el Artista de la Muerte, aunque le cedió el mérito a él (razón por la cual le hicieron jefe de la Brigada Especial de Homicidios, en sustitución del gilipollas de Randy Mead, que ahora tenía un trabajo de oficina en la biblioteca policial y probablemente se pasaba el día rumiando su rencor y alimentando una úlcera). Sí, estaba en deuda con McKinnon, aunque a veces se arrepentía de no haberse jubilado. Como esta noche, que debía estar en casa desde hacía horas, viendo el partido por la tele al lado de Vonette, su mujer, con los pies apoyados en un taburete y una cerveza en la mano.
Pero no, en lugar de eso estaba colaborando en ese caso que le había llevado al Bronx, un distrito que no patrullaba desde hacía más de diez años. «Colaborar», una palabra que odiaba, puesto que no era más que un eufemismo para trabajar horas extras sin paga. Pero McNally se lo había pedido personalmente, y cuando tu antiguo jefe te pide un favor no es fácil negarse, por lo menos para Floyd Brown.
Las paredes color verde guisante seguían tal como Floyd las recordaba, sólo que más sucias, aunque los desconchones de pintura eran mayores, como si los muros estuvieran cambiando de piel. No era de extrañar que hasta la pintura quisiera largarse de allí.
Timothy McNally salió a recibirle a mitad del pasillo.
Floyd pensó que a su antiguo jefe tampoco le vendría mal una mano de pintura. Su palidez se acercaba curiosamente al color verdoso de las paredes, y las ojeras y los párpados caídos estaban tan hinchados que parecían sacos de ropa sucia.
McNally le dio una palmada en la espalda.
– Qué pasa, hombre, que estás tan perdido. Tengo que andar detrás de un criminal para que vengas a verme, ¿eh?
– ¿Qué hay, Tim? ¿Cómo va todo? -Floyd intentó sonreír pero no estaba seguro de que sus músculos faciales colaborasen, de manera que fue directo al grano-. Así que un sujeto desconocido. ¿Y por qué me llamas a mí?
McNally señaló con la cabeza el final del pasillo.
– Ven, que te lo enseño. -Y echó a andar con paso cansino-. Pensé que igual se te ocurría algo -añadió mientras abría la puerta.
Con la mala iluminación de la sala de conferencias, la piel de McNally todavía parecía más verde, pero Floyd tenía puesta toda su atención en las fotos pegadas en el tablón de anuncios: dos cadáveres, ambos de mujeres, tan mutilados que era difícil saber qué les había pasado.
– Ésta, la última, tenía poco más de veinte años, según el forense -informó McNally, señalando un grupo de fotografías.
Brown se acercó a mirar. Era difícil determinar la edad de la víctima con todo el maquillaje que ocultaba su rostro inerte.
– Destripada del todo. Un amasijo repugnante. A la portera que la encontró le dio un síncope. Tuvieron que llevarla a Bellevue y atiborrarla de pastillas. -McNally se pasó por la boca el dorso de la mano y se humedeció los labios secos-. A la otra también la destriparon.
– ¿Por eso me has llamado? -repuso Floyd, echando un vistazo a las otras fotografías, en las que aparecía una mujer mayor, entre los treinta y los cuarenta-. ¿Porque se parece a mi antiguo caso, el del Destripador…?
– No, no. -McNally sacudió la cabeza con tal vehemencia que tanto los carrillos como las ojeras le bailaron un ligero cha-cha-chá-. No es eso.
Le guió por otro pasillo, que Brown conocía muy bien, hacia las salas de pruebas y autopsias. Floyd esperaba que fueran a la de pruebas, porque no estaba de humor para ver cadáveres.
Tuvo suerte.
– ¿Qué te parece? -preguntó McNally, señalando la larga mesa metálica sobre la que yacían dos pequeños lienzos un poco arrugados y envueltos en plástico transparentes. Junto a cada uno de ellos había un número, el mismo que Floyd había advertido bajo las fotografías de las dos víctimas-. Los encontraron en sendas escenas del crimen.
Floyd entornó los ojos. Las pinturas no valían gran cosa. Una era un bodegón de frutas -manzanas, plátanos, peras-, aunque sólo se las podía identificar por la forma, porque los colores no se correspondían. El plátano era morado, la pera naranja, la manzana azul. La otra era una escena callejera, casi totalmente en blanco y negro excepto por un cielo rosa y nubes rojo bermellón. Floyd imaginó que el pintor intentaba experimentar, aunque más le valía no haberse molestado. A pesar de que no entendía mucho de arte, las pinturas parecían muy malas.
– ¿Y bien? ¿Qué me dices? -McNally le miró con sus ojos hundidos.
– Pues que este tío tiene mucho que aprender.
– Pensaba que igual sabías algo, que tendrías alguna idea. Para ser sincero, si el Artista de la Muerte no la hubiera palmado, yo diría que ha vuelto a las andadas.
– No, su trabajo no se parecía en nada. El Artista de la Muerte no se limitaba a pintar. -Brown recordó las extrañas pistas, los collages y postales que McKinnon había descifrado, la única manera de detener a aquel psicópata-. Él nunca haría una chapuza así. -De pronto se dio cuenta de que le ofendía que McNally hubiese pensado que el Artista de la Muerte pudiera pintar tan mal, como si aquel tipejo hubiera sido una especie de genio artístico. Meneó la cabeza-. Dices que se encontraron en la escena del crimen. ¿Seguro que no eran de las víctimas?
– Es posible. -McNally se tiró de la papada-. Pero los del laboratorio dicen que en los dos se utilizó la misma pintura, y que el lienzo también es el mismo. Es decir, que las víctimas tendrían que haber ido juntas a clase de pintura -dijo con una risita- o compartir los materiales. Altamente improbable, ¿no te parece?
– ¿Sabemos la marca de la pintura y el lienzo?
McNally cogió un papel de la mesa.
– No, el informe del laboratorio sólo dice que es pintura al óleo, y el lienzo es de algodón.
– Óleo y algodón. Pues no es que tengamos gran cosa, Tim -concluyó mirando a su ex jefe.
El rostro fláccido de McNally se alargó un poco más.
El detective volvió a mirar los lienzos, la escena callejera, el bodegón, los extraños colores. Posiblemente eran obra de la misma persona, pero no podía asegurarlo.
– No soy un experto en arte -admitió.
McNally dejó de tirarse de la papada, que la tenía tan roja como las nubes del lienzo.
– ¿Y aquella mujer de la tele? Ya sabes, la que trabajó contigo. Ella sabe bastante de arte y esas puñetas. A lo mejor accede a echarles un vistazo.
– No lo sé. -Brown sabía lo traumático que había resultado para ella el caso del Artista de la Muerte y, ahora que por fin había logrado recuperar un poco la normalidad de su vida regalada, era improbable que quisiera volver a saber de él y mucho menos involucrarse en la búsqueda de otro asesino. Era comprensible. Aun así, en el depósito había dos cadáveres asesinados con el mismo modus operandi y tal vez Kate pudiera orientarles en la dirección correcta.
– Tapell estaría encantada -comentó McNally-. Están a punto de reelegirla como jefa de policía y no le hace ninguna falta que un asesino en serie venga a estropear su imagen.
– Dos víctimas no implican un asesino en serie, Tim, tú lo sabes. -Floyd volvió a mirar los dos lienzos y sintió un escalofrío. Lo más probable era que su amigo tuviera razón. Dos mujeres destripadas, dos pinturas en el lugar del crimen. Aquello tenía todas las trazas de un ritual, de un asesino en serie. No quería ni pensarlo. Tal vez debería llamar a Tapell, a ver qué le parecía a ella lo de reclutar a McKinnon. Al fin y al cabo, las dos eran amigas, de hecho se conocían desde los tiempos de Astoria, cuando Tapell era jefa de policía de Queens y McKinnon trabajaba como agente a sus órdenes.
McNally frunció el entrecejo.
– Dos asesinatos en un mes, a pocas manzanas de distancia, y las dos víctimas asesinadas de la misma forma. -El viejo policía suspiró-. Pero supongo que tú sabrás más que yo.
Brown le miró.
– No es mi jurisdicción.
– ¿Jurisdicción? -repitió el otro, como si el detective le tomase el pelo-. No te estoy pidiendo que vuelvas al Bronx, sólo que me eches una mano, joder -exclamó, dejándose caer en una silla metálica-.
Quieren jubilarme el mes que viene, y a mí me gustaría retirarme a lo grande, ¿sabes? -añadió, forzando una sonrisa-. No sé qué cono voy a hacer, ver la tele todo el día, supongo, seguir los culebrones. -Lanzó una carcajada sin alegría-. Nunca he tenido ningún hobby.
Floyd miró los rasgos amorfos de su ex jefe, secuela de treinta años en el cuerpo.
– Mira, ni siquiera estoy seguro de que Tapell quiera que interfiera en otro barrio, pero veré lo que puedo hacer, ¿de acuerdo? -ofreció, pellizcándose la nariz-. No te prometo nada.
Pintor torpe, asesino hábil
La policía de Nueva York tiene entre manos un nuevo psicópata, ahora que se ha encontrado una relación entre los dos asesinatos perpetrados en el Bronx. Las víctimas, cuyos nombres se mantendrán en secreto hasta que se notifique el suceso a las familias, fueron salvajemente mutiladas. Pero el elemento más extraño en ambos casos fueron las curiosas pinturas que el asesino dejó en cada ocasión.
Aunque la policía se ha negado a hacer comentarios, fuentes internas han confirmado que son obras muy corrientes, un bodegón de frutas y una escena callejera. No se ha determinado la relación de las pinturas con las víctimas, o si contienen pistas para resolver los crímenes, aunque al parecer el caso está en manos de la Brigada Especial de Homicidios de Manhattan…
Floyd Brown estrujó el periódico. ¿Cómo demonios habían conseguido la información tan deprisa los malditos periodistas? Que él supiera, no existía ninguna «fuente interna», y la policía no había filtrado la información. Eso lo hacían cuando querían hacer salir a la luz a algún sospechoso o buscar nuevos testigos. Floyd estaba seguro de que la jefa de policía Tapell querría mantener todo el asunto en secreto hasta tener más información. Bueno, demasiado tarde. Imaginaba que Tapell estaría leyendo también el artículo. Probablemente rodarían cabezas. Además, el periodista había hecho referencia a la Brigada Especial de Homicidios, y él todavía no había aceptado el caso.
Echó un vistazo a la mesa. Los expedientes de crímenes sin resolver se apilaban en una esquina como una pirámide azteca en miniatura. Más le valía llamar a Tapell antes de que lo hiciera ella.
Arrastraba al hombre por los pies, dejando un rastro de sangre como un cometa, apenas visible en la oscuridad. El cuerpo pesaba más de lo que había calculado, teniendo en cuenta que la mitad de sus órganos se habían quedado tres metros detrás de él, en mitad del callejón.
Lo encontrarían pronto, antes de dos días, cuando algún basurero abnegado se metiera en el callejón detrás del edificio de oficinas, o algún yonqui necesitara un rincón para chutarse.
Se tomó su tiempo para colocarlo de manera que las piernas asomaran un poco del callejón, lo justo para llamar la atención de algún transeúnte, aunque probablemente éste lo confundiría con un mendigo y seguiría su camino sin detenerse.
El sudor de las axilas le goteaba bajo el jersey, y tenía las manos húmedas a pesar de los guantes.
Se oyó el ladrido de un perro. Qué raro, pensó. En aquella parte de la ciudad, principalmente de edificios de oficinas, todo estaba cerrado por la noche. Miró el reloj. Todavía quedaban tres horas para que abrieran.
Desenrolló el lienzo, todavía húmedo, y lo dispuso junto al cadáver. Tal vez debería colgarlo de alguna forma en la pared del callejón. No estaba muy seguro. Pero ¿qué importaba? Se lo quedó mirando un momento, un bodegón de fruta en un cuenco de rayas azules. Luego lo acercó un poco a la cabeza del cadáver.
– Mira, yo no quiero saber nada, Dominic. -Tapell notaba el auricular caliente en la oreja-. Hay que tener contentos a los miembros del sindicato, ya lo sabes. Por eso te he dado el trabajo. -Clare Tapell se arrepintió de inmediato de sus palabras y suspiró-. Oye, Dom, lo siento, pero es que esto me viene fatal ahora. No puedo permitir una huelga de la policía. Y recuerda que es ilegal. Además, el alcalde amenaza con volver a recortar el presupuesto, lo cual significa que habrá menos dinero para la policía. No puedes permitirlo.
La jefa de policía se quedó un momento escuchando mientras miraba las fotos enmarcadas de la pared junto a su mesa. En una estrechaba la mano del alcalde, el nuevo alcalde conservador a quien, estaba segura, no le caía muy bien. Ella era una mujer negra, y además liberal, a la cabeza de la policía de Nueva York, y encima se presentaba para la reelección. No, una huelga de policía le venía fatal en aquellos momentos, era un indicativo de que no podía controlar a su gente. Mierda.
Escuchó un momento más y repitió su exigencia: que el dirigente del sindicato debía retirar cualquier amenaza de huelga. Luego se pasó dos horas llamando a los comisarios de los cinco distritos para darles toda la coba que pudo. Incluso buscó en los archivos los nombres de sus esposas, maridos e hijos, para añadir un toque personal a las conversaciones.
Clare Tapell no pensaba permitir que el puesto se le escapara de las manos después de un solo mandato. Había luchado demasiado para conseguirlo, había incluso renunciado a su vida personal, aunque eso no le importara a nadie.
Lo que a la gente le importaba era el artículo que aparecía ese día en el Daily News. Publicaba las nuevas estadísticas, y el crimen había subido un dos por ciento, lo cual era consecuencia de una economía en recesión y la disminución del número de policías, por no mencionar que había perdido a algunos de sus mejores agentes el 11 de septiembre. Todavía estaba esperando los fondos federales prometidos para sustituirlos, pero parecía que no iban a llegar nunca.
Y ahora el maldito artículo del Post.
¿Un asesino en serie en el Bronx? Joder.
Cuando McNally lo había comentado, no le hizo mucho caso. Era un policía decente, había dedicado la vida al cuerpo, eso era cierto, pero tampoco era un genio precisamente. Pero cuando Brown repitió lo mismo, se le encendió la alarma.
Se llevó un par de antiácidos a la boca.
De momento se olvidó de los fondos federales, de la huelga de la policía e incluso de su reelección, y llamó a Kate McKinnon Rothstein, aunque sabía que a ésta no le iba a hacer ninguna gracia. Tapó el tubo de pastillas, pensando que conocía muy bien a Kate. El problema era que Kate también la conocía a ella, o más bien, sabía cosas de ella que sería preferible que nadie más supiera.