PRÓLOGO

Las manos le sudan dentro de los finos guantes de algodón blanco de manipulador de arte. Tiene las axilas húmedas, las piernas doloridas, los pies entumecidos. En los hondos bolsillos de su mono de trabajo hay un pañuelo nuevo, cinta adhesiva plateada, un pincel blanco, un botecito de hidrato de cloral, tres cuchillos y dos rollos de lienzo imprimado.

Se baja un poco el guante y mira los números verdes del Timex iluminado y manchado de pintura: las 4.38. ¿Dónde se habrá metido la chica?

Creía conocer sus hábitos al dedillo. Llevaba observándola una semana. Las tres últimas noches dejó de hacer la calle a las tres, se reunió con su chulo (alto, delgado, con rizos rastafaris hasta la cintura) en la esquina oeste de Zerega y la calle Ciento cuarenta y siete, una zona que le gustaría olvidar pero no puede.

Cierra los ojos, tararea la cancioncilla que empieza a sonar en su cerebro de jukebox: Like a Virgin. Una canción que a ella le gustaba poner una y otra vez. Incluso recuerda la portada de la casete, la cantante disfrazada como una novia puta.

Sacude la cabeza a destiempo, no al ritmo de la música, intentando apartar la melodía junto con las imágenes, que ahora se suceden al sencillo compás de cuatro por cuatro, así como todos los sonidos: crujido de muelles, gemidos acompañados de falsos halagos («Sí. Así. Dámelo todo. Cariño, eres el mejor. La tienes enorme»). Y el olor a sudor y cerveza y a sexo y tristeza.

El ruido de una llave en la cerradura.

Las imágenes se desvanecen, la música cesa, la adrenalina fluye.

Apenas puede mantenerse en pie.

«Espera. Escucha atentamente.» La oscuridad del armario se suma a su congoja. Nada. Negrura absoluta. Ausencia de color.

Pero puede esperar. Pronto habrá color de sobra.

Pasos. Un taconeo en el suelo de madera.

Cambia el peso de pie y un vestido o una blusa le roza la cara, tela fina acariciándole la mejilla, perfume, un olor floral, barato, parecido al de ella.

Una percha choca contra otra, un chasquido imperceptible.

Los pasos se detienen.

¿Le habrá oído?

Sujeta con la mano las perchas ruidosas, todo el cuerpo en tensión.

No, ya se oye de nuevo el taconeo. Ella debe de creer que han sido imaginaciones, o está demasiado cansada y no le importa. Ha hecho demasiadas mamadas para que le importe nada.

Se la imagina contando los billetes, calculando lo que le quedará una vez que el chulo rastafari se embolse su parte, equivocándose en las cuentas porque es muy estúpida.

Sí. Ya está harto de ella.

Abre la puerta del armario y la ve, pero sólo un instante. Los rasgos de ella se confunden, se transforman en aquel rostro familiar cuando él se abalanza.

No la oye gritar, pero sabe que tiene que taparle la boca con la mano mientras la derriba. La retiene dejándola sin aliento el tiempo justo para sacar la cinta, cortar un trozo y amordazarla.

Un recuerdo en el fondo de su mente: la boca tapada, apenas capaz de respirar.

Los forcejeos de la mujer le devuelven al presente. Le agarra los brazos para retorcérselos a la espalda. Le enrolla más cinta en torno a las muñecas una y otra vez hasta que ella sólo puede mover las piernas, que patalean sin ton ni son como realizando un absurdo ejercicio aeróbico.

No le cuesta mucho inmovilizárselas y atarle también los tobillos.

Ella se sigue debatiendo. Su cuerpo en el suelo da patéticas sacudidas. No hay nada que hacer, hasta ella lo sabe. Se le nota en los ojos, que le miran suplicantes. ¿De qué color son? ¿Azules? ¿Verdes? Un color claro.

Él mira en torno a la habitación, los muebles baratos, el sillón de cuero falso. ¿Marrón? ¿Gris? Entrecierra los ojos, parpadea, tiende la mano y apaga la lámpara de la mesilla de noche.

Ah, mucho mejor.

Una penumbra cómoda para trabajar.

Se vacía los bolsillos. Primero los lienzos, que desenrolla con cuidado. En uno hay pintado una escena callejera, el otro está en blanco.

Luego los cuchillos, que dispone en una hilera como un cirujano. Uno largo y fino, el otro con el borde serrado y el tercero pequeño, delicado y puntiagudo.

Cuando ella ve los cuchillos comienza a agitarse de nuevo, y emite sonidos guturales desde lo más hondo de la garganta.

– Shhh…

Le acaricia la frente y ve en un destello aquel otro rostro, tan claro, y se ve a sí mismo de pequeño, llorando. No. No es lo que quiere ver.

Una canción: Do you really want to hurt me? (¿De verdad quieres hacerme daño?) Sacude la cabeza, se concentra en los pezones de la mujer, visibles bajo el fino algodón de su camiseta sin mangas. Coloca el cuchillo en el borde de la tela, justo encima del ombligo adornado con un pequeño aro de oro, y con un rápido gesto raja la tela y el pecho queda totalmente expuesto, desnudo.

Se acomoda sobre su pelvis, inmovilizándola con su peso, las rodillas contra su cabeza.

Y por un momento se ausenta. No la ve ni la oye, no puede, su cerebro es un fárrago de ruidos: Las promesas de Thomas… Billie Jean está en mi… Cuatro de cada cinco dentistas…

Entonces la mujer se retuerce y él vuelve de golpe. El rostro de ella queda enfocado, en blanco y negro.

Le toca el pelo, preguntándose por su color.

Tiene que saberlo.

Alza el cuchillo largo y fino y lo descarga con fuerza. Penetra en su pecho con facilidad.

Ella abre los ojos desmesuradamente y resuella.

El moja el pañuelo con hidrato de cloral, se lo pone sobre la boca y la nariz. Ella cierra los párpados ocultando sus ojos, ¿azules?, ¿grises?, ¿verdes? No tiene por qué sufrir innecesariamente.

Él también cierra los ojos, hunde más el cuchillo y sabe que es el fin.

Cuando los abre de nuevo hay sangre por todas partes, oscura, de color arándano, no, morado. Se extiende por su piel blanca como el papel y su pelo tan rubio, tan amarillo… no, más bien diente de león o vara de oro o resplandor de sol. Sí, eso es, ¡resplandor de sol!

La cabeza le da vueltas. Casi se desvanece.

Las paredes son verdes. No, color lima, ¿o menta? Sí, menta. Se imagina en un paisaje bucólico: un cielo color hierba doncella, la hierba verde pino, vistosas flores fucsia.

Le mira la piel. ¿Está desapareciendo el pálido tono melocotón bajo su maquillaje chabacano? ¿Acaso sus pecas están perdiendo su color de albaricoque?

No. Es demasiado pronto. No puede ser.

Agarra el pincel, lo moja en la sangre que se encharca en el ombligo. El aro de oro resalta como una media luna, una reliquia. La sangre granate, ¿o es color fresa? Qué más da. Es preciosa.

El pincel sale escarlata, goteando rosas líquidas.

Él exhala con la boca abierta y, extasiado, se toca. La tiene dura. Ya está cerca.

Ah, ah, ah.

Es casi demasiado.

Con mano temblorosa traza una pincelada escarlata en el lienzo en blanco. Luego otra y otra. Qué hermoso. Qué hermoso.

Ahora corta con el cuchillo pequeño un mechón del pelo color diente de león y lo coloca en las pinceladas de sangre del lienzo.

Agarra el cuchillo serrado, lo hunde y corta las costillas. Luego, con los guantes, aparta la carne y los huesos para llegar a las entrañas violáceas. Eso es lo que quiere ver. Están en todo su esplendor cromático: ¡Orquídea! ¡Berenjena! ¡Cereza! ¡Magenta! ¡Púrpura!

«¡Dios mío!» Parpadea. Se estremece.

A lo lejos se oye música. ¿En la realidad o en su mente? No tiene ni idea. Un hombre y una mujer cantando un dueto banal: Deep Purple. Qué ironía. Un tema etéreo de una cinta que la mujer compró en unas rebajas, una selección de clásicos.

Y las imágenes comienzan a pasar de nuevo.

No. No quiere verlas, no quiere que nada interfiera en este valioso momento. Tantos colores.

Pero allí están, en una cama, ajenos a la canción, a la habitación y al niño que los mira.

«No, no. ¡Ahora no!» Lo están estropeando, lo están echando a perder.

Demasiado tarde.

Cuando por fin se desvanecen las imágenes y la habitación y la mujer vuelven a quedar enfocados, aquel espléndido morado ya se está conviniendo en pálido lavanda. En segundos será gris.

«¡No!» Le toca el pelo. El deslumbrante amarillo diente de león se ha tornado ceniza. Y la sala torna al gris. Y la sangre color tomate maduro se funde en negro.

Cierra los ojos.

Cuando los abre todo es gris y tiene los calzoncillos mojados. Siente una vergüenza profunda, conmovedora.

Cierra los ojos de nuevo. Ya da igual. Ya nada tiene sentido. Todo ha perdido su color.

Los recuerdos sórdidos pueblan su mente como hormigas sobre un caramelo pegajoso: pasillos lúgubres, muebles sombríos, aire estancado. Una casa tras otra, indistinguibles, sin color.

Se levanta resignado y comienza a recoger, aunque no le resulta fácil. Tiene los guantes empapados. De mala gana va guardando en los bolsillos todos los utensilios: los cuchillos, el pincel, la cinta, el somnífero.

Luego, con cuidado, apoya el pequeño lienzo que ha traído, la escena urbana, contra la tostadora que hay en la encimera de la cocina. Arranca un trozo de papel y limpia una mancha de sangre del borde de la tela. Luego retrocede para contemplar su trabajo.

Mierda. Había olvidado mirarlo, admirar su obra, lo cerca que había estado de hacerlo bien.

Joder. Joder. Joder. ¿Qué va a decir Donna?

Pero siempre pasa igual. Se pierde en el momento. Donna lo entenderá. Es una buena amiga.

Hubo una vez que recordó, sólo un segundo, antes de perderlo de nuevo.

Qué raro. Tampoco le había gustado tanto lo que vio.

Tal vez por eso siempre se le olvida mirar. Si tuviera psicólogo, se lo preguntaría. La idea de hablar de esto -¡de esto!- con uno de ellos le hace reír.

Busca en un cajón, encuentra un rollo de plástico, arranca un buen trozo y envuelve el lienzo pintado con sangre y adornado con un mechón de pelo. No puede evitar la decepción al mirarlo ahora, las pinceladas de sangre color gris negruzco, el pelo descolorido. El esfuerzo apenas había valido la pena. Aunque el momento… eso sí era algo.

Una mancha de color bermellón -¿o morado?- destella en su mente, pero no puede retenerla.

Suspira, debilitado por el trabajo y la inevitable decepción.

Mira de nuevo la habitación sombría, las cortinas oscuras, las paredes pálidas y el cuerpo sin vida en el suelo. Se inclina, le abre un párpado y observa el iris apagado y gris.

Demasiado tarde.

Otra cosa que ha olvidado.

«Maldita sea. A Jessica nunca se le olvida nada.» Debería ser más como ella.

Ve el bolso de la mujer en el suelo, saca de él un fajo de billetes, casi todos de diez y de veinte, y se lo mete en el bolsillo.

Luego se levanta y, caminando con esfuerzo entre la sangre negruzca, se dirige a la puerta. El cuerpo le pesa de frustración y arrepentimiento.

Incluso tiene que acordarse de quitarse los guantes ensangrentados y las bolsas de plástico de los zapatos. Y de no deprimirse por no haber visto el color de sus ojos.

Al fin y al cabo, siempre hay una próxima vez.

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