20

Brown dejó una pila de carpetas sobre la mesa de conferencias y esperó a que los otros se sentaran. Tenía unas ojeras tremendas.

– Ya son más de cien las personas que han llamado o se han presentado asegurando ser el asesino del Bronx. Por desgracia, ninguna ha acertado en los detalles -comentó con un suspiro-. En cuanto a la última víctima, Landau, todavía no se ha encontrado ninguna relación en las pruebas analizadas. El laboratorio está intentando determinar el ADN a partir de las muestras recogidas.

– Si su laboratorio no produce resultados de inmediato, voy a pedir que el caso pase al FBI -amenazó Grange, mirando a sus agentes, Marcusa y Sobieski, que estaban al fondo tomando notas en silencio.

– Muy bien. -Brown, que no estaba de humor para enfrentarse al agente, pasó unos papeles en torno a la mesa-. Es el informe forense del pintor muerto, Leonardo Martini. -Aguardó a que todos le mirasen, Kate, Perlmutter y Grange-. Las contusiones del cuello son marcas de dedos, como si alguien hubiera querido estrangularle.

– ¿Mientras le metían una pistola en la boca? -preguntó Perlmutter.

– Es posible. Tiene más contusiones y hematomas en la parte baja de la espalda; probablemente le dieron un par de puñetazos en los riñones. -Brown pasó una página-. No consta que Martini tuviera una pistola, por lo menos la que le encontraron en la mano no estaba registrada a su nombre. El forense lo considera bastante sospechoso. No es probable que fuera un suicidio. Y fijaos en el informe de toxicología -añadió, pasando otra página-. Está en la página tres. Se han encontrado restos de valium e hidrato de cloral. No lo suficiente para matarle, pero sí para sedarle. No se han encontrado pastillas en su botiquín ni han despachado ninguna receta en su farmacia. Si a eso le añadimos el índice 2,1 de alcohol en sangre, es evidente que le habría sido muy difícil defenderse de nadie.

– De forma que sabemos dos cosas -observó Grange-. Una, que Martini pintó la tela que encontramos con la víctima del centro de la ciudad, y dos, que probablemente fue asesinado.

– Tal vez por pintar la tela -terció Kate-. Tenemos un artista fracasado y arruinado, ¿no? Alguien, y es una suposición, pero digamos que fue su jefe, el turbio señor Baldoni, le hace un encargo bastante inocente: pintar un cuadro. Martini accede encantado, necesita el dinero. Pero más tarde descubre para qué utilizaron su cuadro y ya no está tan encantado.

– Y no debió de resultarle difícil averiguarlo -apuntó Perlmutter-. En los periódicos salía una descripción de la tela.

– Exacto. -Kate intentó llamar la atención de Perlmutter. No la miraba directamente desde que estuvieron en el apartamento de Mark Landau. Se volvió hacia Grange-. O sea que ahora Martini cree que puede conseguir más dinero, de manera que intenta chantajear a Baldoni y ya está, con eso firmó su sentencia de muerte.

– ¿Han averiguado algo sus chicos de Angelo Baldoni? -preguntó Brown a Grange.

– Nada. Ha desaparecido como por ensalmo. La copistería está cerrada, y no se le conoce ninguna dirección fija. El tipo se mueve mucho. Por supuesto, no pagó sus impuestos como un buen chico. -Se volvió hacia Kate-. Sólo por curiosidad, ¿se le ocurre alguna razón para que alguien relacionado con la mafia, probablemente un asesino a sueldo, quisiera matar a su marido? Entienda que tengo que preguntárselo.

Las palabras de Grange fueron como una bofetada, pero Kate tomó aliento, se enderezó en la silla y le miró a los ojos.

– Como tal vez sepa usted, señor Grange, perdón, agente Grange, Richard era un hombre de considerable influencia y por lo tanto no le faltaban enemigos. También trabajaba como voluntario para la oficina del alcalde, del anterior alcalde, ayudándole en diversos asuntos, y se veía a menudo con el fiscal de distrito. Sospecho que hay muchos criminales que se habrían alegrado de verle… -Tragó saliva-. De verle muerto. -Tenía el corazón acelerado, pero no apartó la vista de Grange. Intentaba creerse sus propias palabras.

– Deberíamos hacer una lista de posibles delincuentes que pudieran odiarle lo suficiente para matarle -dijo Grange con tono apagado y se volvió hacia sus agentes-. Encargaos de eso. -Sobieski siguió tomando notas, empeñado en no mirar a nadie a los ojos. Grange se dirigió a Brown-. Tal vez sea mejor que su brigada se concentre en el asesino del Bronx y nosotros nos hagamos cargo del caso del centro.

A Kate no debería extrañarle que les quitaran el caso del centro, el caso de Richard, y que los federales se hicieran cargo. Pero se arrepintió de haberles ayudado proporcionándoles una excusa.

Brown miró a Kate y luego a Grange.

– No puede ser. La jefa Tapell quiere que nos encarguemos nosotros. Por lo menos de momento.

Por más que lo pensara, Grange no acertaba a comprender por qué la jefa de policía de Nueva York estaba tan interesada en mantener a McKinnon en el caso, pero se propuso averiguarlo.

– Muy bien. Pero quiero que nos tengan bien informados de todo lo relacionado con Baldoni.

Brown asintió y de otra carpeta sacó unas fotografías en blanco y negro.

– Son gentileza de Investigación Especial y un teleobjetivo. Parece que tenías razón, McKinnon. Hemos estado siguiendo a Stokes.

Las fotografías, marcadas con la fecha y la hora, mostraban a Stokes saliendo de la oficina, subiendo a un taxi, recogiendo a una prostituta en el Bronx, entrando en un motel con ella y saliendo media hora más tarde.

Perlmutter alzó la foto en la que Stokes salía del motel.

– Aquí se lee la placa de la calle. Zerega Avenue.

– Donde vivía la primera víctima, Suzie White -apuntó Brown.

A Kate le daba vueltas la cabeza. Andy Stokes, el ayudante de Richard, en el Bronx con una prostituta. ¿Existía una relación entre los dos casos? Entonces se le ocurrió otra cosa: si los dos casos estaban relacionados, Grange no podría alejarla del caso de Richard.

– Hay que enseñarle estas fotos a Rosita Martínez. Tal vez pueda identificar a Stokes. A lo mejor era el cliente habitual de Suzie White.

– Y no nos olvidemos de Lamar Black -terció Perlmutter-. A ver si la cara de Stokes le suena de algo.

– A mí no me interesa saber la opinión de un chulo -le espetó Grange.

– Muy bien -dijo Brown-. Usted no tiene que hablar con él.

– ¿Y Stokes dónde está? -preguntó Perlmutter.

– Envié unos agentes en cuanto recibí las fotos. No estaba en su casa ni en la oficina. La secretaria dice que no lo ve desde ayer y, según su esposa, anoche no volvió a su casa. La mujer estaba a punto de denunciar su desaparición.

Kate no dejaba de pensar. ¿Stokes y Suzie White? ¿Angelo Baldoni? ¿Estaban relacionados?

– ¿Han interrogado a la prostituta? -preguntó Perlmutter, dando unos golpecitos en la fotografía.

– Ya la encontraremos -contestó Brown.

– Estoy intentando recordar si Andy Stokes tenía una casa en el campo o algo así, un sitio para pasar los fines de semana donde ahora pudiera estar escondido -dijo Kate.

Brown consultó unas notas.

– Según su mujer, tenían una casa en Bridgehampton, pero la vendieron hace seis meses y no han comprado otra. Sólo tienen el apartamento de la calle 72 Este. A lo mejor podrías hablar tú con ella, ya sabes, de mujer a mujer, de esposa a esposa.

No tenía que pedírselo, Kate ya había decidido hacerlo y se dirigía hacia la puerta.

– Quiero que me tengas informado de cualquier cosa que te diga, ¿entendido? -le dijo Floyd.

– Muy bien. Pero no creo que le saque mucho. Apenas conozco a Noreen Stokes.


En cuanto Kate cerró la puerta, Grange puso su manaza en el brazo de Brown.

– Un momento. -Aguardó a que saliera Perlmutter.

– ¿Qué pasa? -A Brown no le gustaba la expresión del agente.

Grange hizo una seña a Marcusa y Sobieski, indicó la puerta con la cabeza y esperó a que se marcharan.

– Tenemos que hablar.

– ¿Sí?

– Mire, no quisiera ser un aguafiestas, pero si a Rothstein le asesinaron por encargo ya conoce el procedimiento. A la primera que hay que investigar es a la mujer.

Floyd Brown se echó a reír.

– ¿A McKinnon? -Desechó la idea con un gesto de la mano-. Usted no sabe lo que dice.

La expresión del otro se endureció.

– ¿Cree que lo sabe todo sobre ese matrimonio? ¿Sabe, por ejemplo, si Rothstein se tiraba a su secretaria y McKinnon lo descubrió, o…?

– Conozco a McKinnon y conocía a su marido. Lo que está diciendo es una tontería.

Grange suspiró.

– Mire, nada me gustaría más que equivocarme. Lo único que estoy sugiriendo es que nos cercioremos, que miremos el listado de llamadas telefónicas, que interroguemos a algunos de sus amigos…

– Ni hablar.

– Lo siento, pero es mi trabajo. Mi trabajo y el suyo. Tenemos que comprobarlo todo. -Los ojos oscuros de Grange parecían dos canicas negras-. Mire, no tendría por qué decirle nada. No necesito su permiso. Sólo intento que trabajemos en equipo.

«Ya. Seguro.» Brown respiró hondo y exhaló despacio.

– ¿Le importaría decirme por qué McKinnon iba a acabar con su fuente de ingresos?

– ¿Por el dinero del seguro? Rothstein tenía una póliza de cinco millones.

– Le garantizo que Rothstein para ella valía más vivo que muerto.

– Tal vez -replicó Grange-. Pero podrían existir otras circunstancias, como ya he dicho: otra mujer, otro hombre, tal vez hasta se odiaban, quién sabe.

– McKinnon nos está ayudando con el caso, joder. ¿Quiere decirme por qué iba a hacerlo?

Grange le clavó la mirada.

– Podría considerarse la coartada perfecta.

– Yo le pedí que viniera.

– Según tengo entendido, usted le pidió que colaborase con el caso del Bronx, y eso fue antes de que mataran a su marido.

Floyd cogió aire.

– McKinnon fue la primera en señalar que el cuadro encontrado junto al cadáver de su marido era distinto, que no era obra del otro asesino. ¿Por qué haría una cosa así sabiendo que si no decía nada tenía la tapadera perfecta para el asesinato de su marido? Si McKinnon entró en el caso para estar al corriente de las investigaciones, para despistarnos, podría haber mentido, podría haber dicho que los tres lienzos eran obra del mismo pintor.

– McKinnon es muy lista.

– ¿Y qué?

– Y nada. Que es muy lista. -Grange tensó los labios-. No me gusta hacer esto, pero hay que investigarlo todo y a todos.

– Siempre y cuando tenga sentido.

– Sólo estoy haciendo mi trabajo. -Dio unos golpecitos en la ficha de Baldoni-. Tenemos un sospechoso relacionado con el crimen organizado, un hombre al que el gobierno federal cree responsable de media docena de asesinatos por encargo, eso por lo menos.

– Asesinatos de la mafia -replicó Brown-. No por encargo de mujeres y maridos dispuestos a acabar con sus parejas.

– Pero no sabemos por qué mataron a Richard Rothstein, ¿verdad? -Grange juntó las manos con calma-. De todas formas, pienso averiguarlo.

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