39

– ¿Nola? -llamó Kate mientras cerraba la puerta.

Mierda. Esperaba que Nola estuviera en casa.

El pasillo estaba a oscuras, pero no se molestó en encender la luz. El taconeo de sus zapatos en el suelo de madera sonaba más fuerte de lo normal. Pasó por la sala de estar, también a oscuras. No había señales de Nola, ni el resplandor de la televisión. El corazón se le aceleraba. «Cálmate.» Se estaba poniendo nerviosa por nada, por un nombre, joder. Dylan. Ridículo. Realmente necesitaba unas vacaciones.

¿Qué fue eso? ¿Una voz, o algún crujido del viejo edificio San Remo?

– ¿Nola? ¿Estás en casa, cariño?

Se asomó a la habitación de Nola, también vacía.

«Estará bien. Habrá ido a tomar un café con el chico del supermercado, nada más. Llegará a casa en cualquier momento.» ¿Entonces por qué no podía librarse de aquel mal presentimiento? No le gustaba comportarse como una madre preocupada, pero así se sentía. Cogió el móvil del bolso, marcó la tecla del número de Nola y al oír que el teléfono sonaba en alguna parte de la casa se tranquilizó. Probablemente estaría en la cocina, hinchándose de leche con galletas.

– ¿Nola?

El salón estaba a oscuras. Kate pulsó el interruptor, pero la luz no se encendió.

¿Era aquel ruido una respiración, o el latido de su propia sangre en los oídos?

– ¿Nola?

Volvió a probar el interruptor. Nada. Sabía que sus cuadros, las antigüedades y los muebles acechaban en las sombras esperando recibir la luz, pero ella estaba ciega. Se imaginó la habitación, con los dos sofás delante de ella, la mesita de centro cuadrada, otras mesas con lámparas a los lados. Pero ¿dónde exactamente? ¿Y qué había pasado con la luz? ¡Otro apagón! Debería llamar al portero, por si había un corte eléctrico en el bloque. No sería la primera vez que se fundía un fusible en el viejo edificio. Entonces miró hacia las ventanas y se dio cuenta de que las cortinas estaban casi cerradas del todo. Sólo se colaba una franja de luz de la ciudad. ¿Las habría corrido Lucille? Kate casi siempre las dejaba abiertas.

Entonces percibió una vaharada del perfume de almizcle de Nola y se dio cuenta de que la oscuridad le había aguzado los sentidos. Tal vez Nola había pasado por casa un momento para volverse a marchar. Pero ¿sin su móvil?

Avanzó unos pasos, se dio un golpe en la rodilla contra una mesita auxiliar y tendió la mano hacia la lámpara de la mesa. Pero en ese momento algo crujió bajo sus pies. Sonó como cáscaras de cacahuetes o tal vez hojas secas. La lámpara tampoco se encendía.

Pasó los dedos por el suelo para ver qué había pisado y sintió una punzada de dolor.

Cristales rotos.

– Maldita sea.

Se chupó el dedo. La sangre tenía un sabor dulzón. Se quedó totalmente quieta, dejando que sus sentidos se acostumbrasen a la situación.

Y entonces lo oyó: un ligero jadeo, un suspiro y, sí, olía el perfume de Nola, demasiado fuerte para ser sólo un rastro. De pronto la oscuridad se abrió y la habitación comenzó a cobrar forma: los dos sillones, las lámparas modernistas, una máscara africana cuyos dientes de concha relucían.

Posó la vista en el mostrador de roble que separaba el salón del comedor, una tabla plana de dos metros y medio de longitud. Pero su silueta había cambiado, convirtiéndose en una masa irregular, y de allí provenía el sonido que intentaba localizar: gemidos.

Kate avanzó un paso más y la masa se perfiló inconfundible: era Nola, tumbada en el mostrador, atada de manos y pies con cinta adhesiva y amordazada. Y detrás de ella, la silueta de un hombre con un cuchillo de cocina en la mano.

«¡Dios mío!» -Siento lo de la luz, pero para mí es más fácil así. No les pasa nada, a las luces, digo. Puedes poner bombillas nuevas. -Por un momento danzaron ante sus ojos destellos de colores, azules y verdes artificiales, las bombillas de Sara Jane. Pero parpadeó y desaparecieron.

Kate dio un paso más y pisó más cristales. Llevaba el bolso al hombro y dentro, la pistola. Tenía que distraerle.

– Tengo que hablar contigo -dijo él.

– Sí, muy bien. -Kate contuvo el aliento-. Pero no te veo.

– Yo sí te veo a ti.

– ¿No quieres que te vea?

– Así es mejor. Vamos a hablar.

– De acuerdo.

– ¿Has querido engañarme?

– ¿Engañarte? No, claro que no. Yo nunca te engañaría.-«¡Piensa! ¡Piensa!»-. ¿Por qué iba yo a engañarte?

– Había muchos policías esperándome.

– Eso no dependía de mí. No pude evitarlo. Pero fui yo la que organizó la exposición. Pensé que te gustaría. Espero que así fuera.

– Sí, fue… preciosa -respondió él con voz rota-. Pero ya se ha terminado. Ya no están.

– ¿Los cuadros?

– Sí.

– Pero yo los vi. Mucha gente los vio.

– ¿Se burlaron?

– Que va. No. Querían comprarlos.

– ¿Por qué?

«Porque eran un hatajo de pervertidos.»

– Porque les gustaron mucho. Pero yo no dejé que los compraran porque no me pareció bien. Quería que los conservaras. Quería devolvértelos, pero…

– Donna dijo que era mejor así.

– ¿Tu amiga?

– Sí.

– Seguro que es una buena amiga.

– La mejor. -Blandió el cuchillo sobre el vientre de Nola. Kate lanzó una exclamación.

– ¡No! Por favor…

– Si hablas conmigo no le haré daño. A veces la gente no quiere hablar conmigo si no la obligo.

– Pues claro que hablaré contigo. Todo lo que quieras. -Tenía que coger la pistola, pero no podía arriesgarse, todavía no. Incluso si conseguía dispararle, él sólo necesitaría un segundo para clavarlo el cuchillo a Nola. Ahora distinguía el rostro de la joven, con una expresión de terror. «Halágale»-. Me gustaron mucho tus cuadros.

– ¿De verdad?

– Sí, mucho.

– Soy un pintor bueno, ¿verdad? Un pito, un pintor, un pito, un pintor.

– Sí, sí, eres muy bueno. -Kate se estremeció.

– Los últimos los hice para ti. Me alegro de que te gustaran. -¿Te gusta conducir? ¡Coca-cola es así! El joven se llevó la mano a la cabeza-. ¡Basta!

– ¿El qué?

– Tu nombre.

– Sí, en los bordes, ya lo vi. Gracias, me sentí muy halagada. Pero ¿puedo preguntarte por qué? ¿Por qué los pintaste para mí?

– Porque tú me has curado.

– ¿Cómo te he curado? -Le sudaba la mano que sostenía el teléfono. ¡El teléfono! ¿Seguía encendido? ¿Lo había apagado después de llamar a Nola? No; seguía encendido. Pasó los dedos por el teclado. ¿Podría acertar sin mirar? El teléfono de Brown estaba en la memoria, pero ¿en qué número?

Celebra los mejores momentos de tu…

– ¡Basta! Por favor…

– ¿Basta de qué?

– Son los momentos Kodak, no tú. -Parpadeó y pestañeó-. Ese cuadro de ahí es de un azul precioso, ¿verdad?

– ¿Qué cuadro? Está muy oscuro y no lo veo, pero estoy segura de que tienes razón.

– No intentes engañarme.

– Yo nunca te engañaría.

– Ya me lo imaginaba. -Un flash. El rostro de ella. Risas. Y música-. Every breath you take -cantó.

– Me gusta esa canción.

– ¿Sí?

– Sí. ¿A ti no?

– No. A ella sí le gustaba.

– ¿A quién?

– A ella. A ella. Y a los otros como ella.

– ¿Qué otros?

– Los otros, ya sabes. Los que me ayudaron a ver. Tenía que hacérselo, a ellos y a ella. Para ver.

Sus víctimas, los cuerpos eviscerados.

Kate recordó las palabras de la doctora Schiller: «Pensaba que al matar podía volver a ver los colores.» -Pero ¿por qué mataste a Boyd Werther?

– No quería. Al principio no. Yo sólo quería que me ayudara, pero él se negó. -Se puso a cantar de nuevo-: Every breath you take…

– Pensaba que no te gustaba esa canción.

– A mí no, pero a Brenda sí, y es una buena amiga.

– ¿Está aquí, ahora?

– Claro.

– Qué suerte, tener tan buenos amigos… -Vaciló un momento y añadió-: Tony.

– ¿Por qué hablas con él?

– Pensaba que a lo mejor te llamabas Tony.

Su risa hendió la habitación en penumbra.

– Eso sí tiene gracia, ¿verdad, Tony?

Kate se echó a reír también. Seguía pensando en la doctora Schiller y en su paciente, Tony el Tigre, un nombre que, según él, había tomado prestado de un amigo.

– Hola, Tony -dijo-. No sabía que también estabas aquí. Creo que eres genial.

– ¿Lo ves, Tony? ¿Qué te dije? Sabía que ella lo comprendería.

– Claro que lo comprendo. -«Sigue hablándole, distráele y luego coge la pistola.»

– Hacía mucho tiempo que quería hablar contigo y… ésta es la historia de una dama encantadora que era…

– Conozco ese programa. Es La tribu de los Brady, ¿a que sí?

– ¿Un programa?

«Se cree que es real.»

– Dime cómo te llamas, anda.

– Yo no tengo nombre.

– Todo el mundo tiene nombre.

– Ella me llamaba Jasper.

– ¿Puedo llamarte Jasper? ¿Te gustaría?

Él reflexionó un momento.

– Puedes llamarme Jasper porque… es como el artista, Jasper Johns.

– ¿Te gusta Jasper Johns?

– Es uno de mis dioses. Nos llamamos igual y… él también está enfermo, ¿sabes? Como yo.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Pero yo ahora estoy mejor y voy a ayudarle a curarse y a lo mejor tú también puedes colaborar.

– Claro que sí. -Kate miró a Nola y casi percibió el pánico en sus ojos. Acercó la mano unos centímetros al bolso-. Tenía miedo de que no pudiéramos llegar a hablar. Creía que habías muerto.

– Ah, ése no era yo. -Una carcajada-. Fue un truco.

– ¡Qué listo! ¡Conseguiste engañar a la policía! ¿Y cómo lo hiciste?

– Muy fácil. Le pagué, ¿sabes?, al chico, un punky de la calle. Después de matar a los policías de fuera, le mandé delante de mí a la galería. Le hice llevar las gafas de sol y llegar hasta la puerta. Estaban emocionadísimos. Se creían que lo habían atrapado. A mí. Luego fue muy fácil, ¿sabes?, entrar mientras estaban todos distraídos. No se esperaban que apareciera yo un minuto más tarde y entonces bang bang, muertos, ellos, no tú, y los otros, los del coche, ésos ya estaban muertos, kaput, se acabó, pop pop. Me gustó mucho el ruido que hacía la pistola con el silenciador, pop pop. -Blandió el cuchillo como si fuera una pistola y Kate pensó en lanzarse contra él, pero el arma estaba a escasos centímetros del vientre de Nola-. No se enteraron de nada, no me vieron venir. Pop, pop. Plop, plop, fizz, fizz. A veces puedo hacerme invisible.

– ¿De verdad?

– Sí, pero no ahora. -Pareció estremecerse y el cuchillo osciló en su mano. Kate tuvo que controlarse para no arrojarse sobre él-. Me puse triste. Vaya, como dice Prince, cuando las palomas lloran. Pero luego eché un vistazo y fue estupendo. Vaya, que era… estupendo, mis cuadros en la galería, donde tenían que estar y… -De nuevo se le quebró la voz-. A veces hay que hacer sacrificios, ¿no?

– Sí. -Otro centímetro hacia el bolso.

– La cuestión es el trabajo. Vaya, que yo sabía que era contraproducente, pero tenía que hacerlo, vaya, que tenía que hacerlo. Y fue bueno -Hazme daño, que me gusta tanto…-, y era lo que había que hacer, ¿verdad, verdad, verdad? -Se chupó la punta de los dedos quemados, todavía doloridos, con gruesas costras en varios.

– Es verdad. Fuiste muy valiente.

– Soy muy valiente. Duro como el acero. ¡Capaz de saltar sobre los edificios!

– ¿Superman?

– Superman, sí. Y tú eres Luisa Lane.

– ¿Ah, sí?

– No. -Se echó a reír-. Yo sé quién eres. No me confundas.

– Yo nunca te confundiría.

– La gente siempre está intentando confundirme, hacerme daño.

– Lo siento mucho.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Tú me has curado.

– Eso has dicho. ¿Y cómo te he curado?

– Me has hecho ver. Fue un milagro.

– Enséñamelo.

– ¿Qué quieres decir?

– Que me enseñes cómo puedes ver.

– No lo sé.

– De verdad, quiero ver lo bien que lo haces. Me alegro mucho por ti, estoy muy contenta de que puedas ver, muy orgullosa. Pero podría estar más orgullosa todavía.

– ¿Cómo? -Podrías enseñarme lo que has aprendido. Cómo te he ayudado, cómo te he curado. -Un paso más. Las bombillas rotas crujieron.

– Por favor, no te acerques. No quiero hacerte daño, no quiero que me hagas daño. -Hazme daño, que me gusta tanto…

– Yo no te haría daño.

– Todo el mundo hace daño. ¿Sabes lo que me hicieron a mí?

– ¿Quiénes?

– En aquel sitio. Los médicos. Mi cabeza y… -Una serie de sensaciones: acero frío en la espalda, una aguja en el brazo, goma en la boca-. Mi cabeza.

Kate sabía que se refería a la terapia de electroshock que la doctora Schiller había mencionado. Pero no fue a él a quien se imaginó allí, en una camilla, no a su cuerpo recibiendo electricidad suficiente para sufrir un ataque epiléptico, sino que Kate vio a su madre, incapaz de hablar y pensar después de unas pocas sesiones, su madre, con quien el tratamiento había fracasado, que se había suicidado en el mismo hospital que tenía que haberla salvado.

Kate le miró y vio su dolor y su tristeza. Pero entonces él blandió el cuchillo y Nola se agitó con un gemido.

– No, por favor -exclamó Kate.

– Deberías conocerme. Pensé que me conocerías por las cosas que puse en los cuadros.

– ¿Qué cosas?

– Las caras amordazadas que dibujé.

– Sí, las vi, pero… -Recordó las imágenes, pero no tenían ningún sentido para ella.

– Pensé que te ayudaría, ¿sabes?, a recordar.

– Me gustaría -contestó Kate-, pero ¿por qué no me lo explicas tú?

Él se limitó a hacer oscilar el cuchillo como un péndulo sobre Nola, jugando con él como si fuera un juguete.

– Por favor -suplicó Kate-. ¿No quieres enseñarme que puedes ver?

– Sí, pero…

– Hay otras luces detrás de ti, en el comedor. El interruptor está en la pared, a tu izquierda. La luz no será muy fuerte, sólo lo justo. ¿Ves esas siluetas con forma de concha? Dentro hay unas lucecitas. No alumbran mucho, pero será suficiente para ver.

– Yo ya veo.

– Pero yo no. ¿Cómo voy a saber que no te equivocas? -Kate comenzaba a encajar todas las piezas: las palabras, los colores, los cuadros. Todo era una prueba. Un desafío para ver los colores. Ahora estaba dispuesta a participar en el juego.

– Muy bien, pero sólo un momento -dijo él-. Sólo para que lo veas.

– Genial -dijo Kate.

– No te burles de Tony.

– No era una burla. Pensé que a Tony le gustaría.

– Con Tony nunca se sabe.

El interruptor estaba a un metro y medio de él. Tal vez a Kate le diera tiempo de coger la pistola.

El chico dio un brinco, encendió las luces y volvió a toda prisa, deteniendo el cuchillo a pocos centímetros de Nola. Ella intentó apartarse emitiendo gemidos ahogados. No, no le había dado tiempo.

Los apliques en forma de media luna arrojaban unos arcos de luz suave que bañaban las paredes de la sala con un resplandor que difuminaba los perfiles. Los cuadros se fundían con los muebles como sombras aferradas a sus secretos. Pero ahora Kate pudo verlo con claridad. Era guapo, con cara de niño, el pelo rubio castaño caído sobre unos grandes ojos tristes. Era un niño, pensó. Un niño. ¿Cómo era posible que aquel chico de mejillas tersas fuera responsable de tanto dolor, capaz de tanto horror?

– Ahora puedes enseñarme cómo te he curado. Será como un juego.

– Estoy harto de juegos. -Su cara de niño pareció envejecer por un instante. Los viejos y sus juegos. Abajo los pantalones. La cara contra la almohada. Buen chico. Te gusta, ¿verdad? Dolor-. Ayuda. Que alguien me ayude. Por favor. ¡Socorro!

– Yo te ayudaré -replicó Kate-. Por favor, deja que te ayude.

Él parpadeó.

– Ya me has ayudado. Tú me rescataste. ¿De verdad quieres hacerme daño? Geniaaaaaal. El doble de placer. Les habla Casey Kasem con los cuarenta principales. Aquí Wolfman Jack. -La mente se le hacía pedazos-. ¡No! ¡Calla! ¡Calla! ¡Calla! -El cuchillo oscilaba, rozando la blusa de Nola.

¡Por Dios!

– Escúchame. Escucha. -Kate intentaba establecer contacto con él. Avanzó un paso. Ahora podría reducirle. Tal vez. Pero si a él le entraba el pánico, Nola moriría-. Háblame. Cuéntame cómo te salvé.

El cerró los ojos un momento y Kate acercó la mano al bolso.

– ¿Qué haces?

– Nada. -Kate le enseñó la mano vacía-. Nada. -«Maldita sea. Tiene que seguir hablando.»

– Mírame -dijo él.

– Te estoy mirando.

– Era yo. ¿No te acuerdas? ¡Mira!

– No… ¿Qué quieres que vea?

– Quiero que me veas a mí. Entonces. En aquel momento. -Sus ojos que un instante atrás se agitaban perdidos en un caos mental, se veían ahora muy tristes.

– Ya te veo, pero… -Kate no comprendía lo que el chico quería de ella.

– Tú me salvaste. ¿Por qué no te acuerdas? -Parecía a punto de echarse a llorar.

– Estoy intentando acordarme, pero…

– ¡Piensa!

Kate se esforzaba por pensar, pero no sabía lo que tenía que recordar. ¿Serían desvaríos de loco?

– Sí, estoy pensando. Pero ayúdame. Yo también necesito ayuda.

– ¿Por qué necesitas ayuda?

Kate vaciló un momento.

– Porque yo también estoy muy triste, como tú. Muy triste. Mi marido ha muerto. Le han matado. Le hicieron daño, a él y a mí. Y yo sólo tengo ganas de llorar.

– Siento que estés triste.

– Yo también. Ahora dime qué quieres que recuerde. Por favor.

– A ese hombre. Era él. Uno de muchos. Snake. Drake. Fake. Bake. Stake. Lake. Snake. -Parpadeó con violencia y de pronto pareció tornarse del todo lúcido-. ¿No te acuerdas de aquel hombre? El hombre al que ella me vendió. Nos tenía atados. Y nos hizo fotos y me tocó… a mí y al otro niño.

«¡Dios mío!» Eso era lo que quería decirle con las caras de los bordes de su último cuadro, amordazadas con cinta. ¡Claro! Ella lo había visto, pero sin entender. Ahora entendía. Long Island City. Liz y ella vigilando al pornógrafo infantil, Malcolm Gormeley. Todavía notaba en la lengua el sabor azucarado de los donuts, sentía el sudor en las manos mientras esperaban, y recordaba lo que pensó cuando encontraron a los pobres niños, Denny Klingman y el otro, atados y amordazados, desnudos y temblando. Pensó entonces que si pudiera mataría a aquel tipo, y casi lo hizo con la paliza que le dio después de que la policía se llevara a los niños a comisaría.

– Cuando te vi supe que me salvarías de nuevo. Y lo hiciste. Estoy curado. -Se estremeció un momento-. Pero ¿cómo pudiste dejar que ella me llevara otra vez? Sara Jane, mi ma-madre, hija de su madre, hija de puta. Ella me llevó a Snake. Pero yo me encargué de ella… y de los que eran como ella.

La prostituta, una niña también. Su madre, a quien él había asesinado. Y las otras víctimas, prostitutas como ella.

Kate intentó recordar la cara de la joven, su madre, pero no pudo.

– Fue un error -dijo-. Fue un error que te llevara con ella. Yo no quería y jamás lo habría permitido, pero… sucedió. Lo siento.

– ¿Lo sientes?

– Sí, de verdad.

– Todo el mundo lo siente. ¿Quién lo siente ahora? Lo siento, me he equivocado de número. ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento! -La cara se le desencajaba, la mano se le movía, el cuchillo oscilaba sobre el vientre hinchado de Nola, la punta le desgarraba la blusa.

Nola emitió un gemido estrangulado. Kate la miró a los ojos, queriendo transmitirle que todo saldría bien, aunque ella misma lo dudaba. Tenía que coger la pistola.

– Ella me vendió. Me vendió. Más de una vez. A Snake. A los otros. Venga, dámelo, así, tan grande, tan fuerte, calla, calla, hoy tendremos una nubosidad variable con, ¿dónde está la carne? Calla, calla, calla…

Parecía estar desmoronándose, su cerebro hecho añicos. Al menor error, mataría a Nola. Kate miró el tubo de Ambien junto al mostrador, donde lo había dejado la noche anterior. Pero ¿cómo conseguir que se tomara las pastillas?

– Fue horrible, ya lo sé. Tú eras un niño. -Kate lo recordaba perfectamente. Un niño precioso de labios apretados que no lloró cuando lo rescataron. ¿Cuántos más como él habría por ahí?-. Por favor, déjame ayudarte.

– Ayudarte, ayudarme. Ayuda. Ayuda. Ayuda.

Kate decidió coger la pistola. Tenía que intentarlo.

Pero él recobró la lucidez al instante.

– ¡Para! ¿Qué estás haciendo? ¡Quieres hacerme daño!

– No, no… -Kate apartó la mano del bolso-. Tú mismo has dicho que te salvé, ¿no te acuerdas? Yo te rescaté de aquel hombre, tú lo sabes. Y has dicho que te he salvado otra vez. ¿Cómo?

– El milagro. ¡Un milagro de blancura! ¡La prueba del algodón! Un desmadre, madre, hijo, hijo de puta, ¡hijo de puta! -Parpadeaba y ponía los ojos en blanco y las manos le temblaban como si fuera a soltar el cuchillo.

¡La pistola! Tenía que sacarla ahora, antes de que volviera a la realidad. El joven parecía a punto de clavarle el cuchillo a Nola.

– Jasper. Jasper -dijo Kate suavemente. Aquello pareció hacerle recobrar un poco el sentido y prestarle atención-. Escúchame. Tenemos que solucionar esto. Tú y yo. Los dos juntos, ¿de acuerdo? ¿Me estás escuchando?

– Te estoy escuchando. -Tenía espasmos en la cara y guiñaba los ojos como con un tic nervioso. ¿Lo estaba perdiendo otra vez?

– Cuéntame lo del milagro.

– Ahora todo va bien. Todo está… curado. -Cuando sonrió los espasmos remitieron y hasta dejó de parpadear. Por un instante su rostro fue como el de aquel niño en la casa de los horrores de Long Island City-. Sabía que si te veía, si hablaba contigo, todo saldría bien, que el milagro se quedaría para siempre. Y así ha sido. Ahora lo veo todo. A la perfección.

– Es maravilloso. Me alegro muchísimo. Pero ya ves que no hay necesidad de todo esto. Ya no tienes que hacer daño a nadie para ver.

– Tal vez… -El chico miró en torno, pestañeando de nuevo-. Los cuadros, la alfombra. Son preciosos. Con tantos colores… Te lo voy a enseñar -dijo señalando con el cuchillo-. Allí, en aquella tela. La parte de arriba es verde, verde pino, ¿verdad?

No. Era azul marino. Pero ¿querría él que mintiera o que le dijera la verdad? Kate no tenía ni idea.

– Y allí… -Señaló con el cuchillo la alfombra-. Hay un montón de colores: magenta, fucsia y, ah, sí, muchísimo limón láser.

La alfombra era marrón y gris.

– Y tus ojos -añadió sonriendo-. Tus preciosos ojos azules. Son azules, ¿verdad?

Kate, sin saber qué decir, optó por no comprometerse:

– Mm hmm.

– No me estarás mintiendo, ¿verdad? Por favor, no me mientas. Tú no. -Y puso el cuchillo directamente sobre el corazón de Nola.

Kate ahogó una exclamación.

– No, yo no te mentiré nunca. No tienes que hacer eso. Por favor.

– Menos mal. -Él la miró sonriendo por encima del vientre hinchado de Nola.

– Yo sólo voy a decirte la verdad, Jasper. -Kate contuvo el aliento-. Tengo los ojos verdes.

– Son azules.

– Lo siento, pero son verdes.

– No puede ser. -Se le estaban hinchando las venas de las sienes.

Por Dios, pensó Kate. ¿Se habría equivocado de táctica? Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

– Tienen que ser azules. ¿Es que no lo entiendes? ¿No lo ves? ¡Tienen que ser azules! -Tenía el rostro crispado y pestañeaba como un poseso-. Azul, azul, azul. Tócame aquí, no ahí, aquí, allí, ¡por todas partes! -El cuchillo estaba casi pegado al corazón de Nola, listo para hundirse.

– No, Jasper. Escúchame. -Tenía que mantenerlo atento-. Yo puedo ayudarte a ver que mis ojos son verdes, que el cuadro es azul, que la alfombra es marrón y gris.

– ¡Noooooo! -Alzó el cuchillo sobre el vientre de Nola-. Te equivocas. ¡Te lo voy a demostrar!

– ¡Espera! -Kate tenía el corazón desbocado y se sentía a punto de vomitar-. Espera. No lo hagas. Mírame. Mírame. Yo puedo ayudarte. Escúchame. Ya te salvé una vez, ¿no? Déjame que te salve de nuevo -pidió mirándole a los ojos, que no dejaban de temblar-. Déjame salvarte, por favor.

– Sálvame, mírame, tócame, chúpame, fóllame.

– Jasper -dijo Kate suavemente pero con autoridad-. Tienes que escucharme. Déjalo ahora mismo.

Él la miró con la boca entreabierta, parpadeando, pero el tono de voz había funcionado, le había devuelto el sentido de la realidad al menos de momento.

– Tengo que hacer esto, ¿no lo entiendes? Es la única manera de ver los colores. -Sujetó el cuchillo con las dos manos, como disponiéndose a clavarlo-. Es la única manera.

– No, no lo es. Yo conozco otra forma.

– ¿Ah, sí? -El joven entornó los ojos con gesto escéptico, pero Kate sabía que quería creerla.

– Sí. Ahí, a tu lado. ¿Ves esas pastillas?

El miró de reojo y vio el tubo de Ambien.

– Yo las tomo para ver. Me ayudan a ver los colores. Y yo sé mucho de colores, ¿verdad?

– En aquel sitio intentaron darme pastillas, pero yo les engañé.

– Sí, es verdad. E hiciste bien. Pero estas pastillas son distintas. Son especiales. -Kate pensó en lo que Mitch Freeman había dicho de ellas: eran un hipnótico. Y recordó sus palabras exactas: «Tienes que creer en ello»-. Con esas pastillas podrás ver. Te lo prometo.

El chico se quedó pensando, deseando creerla.

– Tómate una tú. -Apartó una mano del cuchillo y le lanzó el tubo.

¿Podría Kate combatir los efectos de la droga? Una pastilla le haría perder reflejos, tal vez incluso le produjera alucinaciones. Pero en él tendría el mismo efecto. En el peor de los casos, le calmaría. Abrió el tubo. Quedaban cuatro pastillas. Creía que había más. Tenía que convencerle de que se tomara las tres restantes. Tragó saliva y se llevó una a la boca.

– No la escondas -dijo él-. Eso era lo que yo hacía y les engañé. ¡Sólo por diversión! Quiero ver que te la tragas.

Kate tenía la garganta seca y le costó tragar la pastilla, pero lo consiguió. Luego le lanzó el tubo, que aterrizó en el mostrador junto a Nola.

– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Los colores son preciosos!

– ¿Hace efecto tan deprisa?

– A veces sí. Cuantas más tomes, más deprisa hacen efecto.

– ¿No me estás mintiendo?

– Yo nunca te he mentido y nunca te mentiré.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

– ¿Y no me harás daño? -Patadas, bofetadas, hambre, dolor, un cúmulo de imágenes pasaba por su mente.

– No, no te haré daño.

– ¿Lo juras?

Parecía estar sufriendo una regresión. Cada vez se parecía más a aquel niño indefenso que ella había rescatado.

– Sí. Funcionan. Verás los colores, te lo prometo.

Él abrió el tubo con una mano y se metió en la boca las tres pastillas.

Silencio. El cuchillo todavía pendía sobre el vientre de Nola. Él tenía los nudillos blancos.

– A veces tarda unos minutos. Confía en mí. -Kate contenía el aliento.

Jasper seguía parpadeando y entornando los ojos, mascullando frases de anuncios y canciones.

– Paciencia.

Los minutos eran como horas. Pero Kate tuvo tiempo de pensar, de recordar que Brown era la memoria número cinco del teléfono (lo había programado por el número de letras de su apellido). Bien. Movió los dedos sobre las pequeñas teclas, contando, y apretó la que esperaba fuera el cinco.

Jasper seguía parpadeando, pero ahora más despacio. Las pastillas empezaban a surtir efecto. Se humedeció los labios. La cabeza le oscilaba un poco. Había dejado de mascullar y tenía los hombros más relajados.

– Los veo -dijo de pronto-. Veo los colores. Los colores auténticos.

– Lo sabía. Mírame. Tengo los ojos verdes, ¿a que sí?

Él parpadeó en su dirección. Kate advirtió que le costaba mantener los ojos abiertos.

– Sí.

Kate no tenía ni idea de lo que él estaba viendo, si se lo estaba inventando o si la droga le provocaba alucinaciones. Ella también se sentía adormilada, se le caían los párpados.

– Son preciosos… verde mar. -Ahora hablaba muy despacio.

– Sí. Mira otra vez aquel cuadro. Quiero que veas el color azul. Es azul oscuro. ¿Lo ves?

El chico miró el cuadro. Los párpados le temblaban, cada vez más pesados.

– Sí… azul medianoche.

– Eso es, azul medianoche. Perfecto. -¿Lo estaría viendo de verdad? Kate no podía saberlo-. Sigue mirándolo. Debajo del azul hay un naranja precioso -indicó, metiendo la mano en el bolso-. ¿Lo ves?

– Naranja… sí.

Todavía empuñaba el cuchillo pero estaba aletargado, con los ojos medio cerrados. Kate tocó la pistola con los dedos justo en el momento en que se oyó una voz crepitante, como una radio. Se quedó paralizada.

– ¿Qué ha sido eso? -exclamó él, abriendo de pronto los ojos.

– Yo no oigo nada. -Una voz en el teléfono-. No he oído nada.

– Es… ruido. Ruido. Como el ruido que ella siempre hacía…

– No pasa nada. -Kate hablaba con claridad, vocalizando cada palabra-. Estás a salvo aquí conmigo, en mi apartamento de Central Park West. Ya no tienes que matar a nadie. Deja el cuchillo. No digas nada -añadió, pero esto no iba dirigido a él, sino a la voz del teléfono-. ¿Entendido? ¡No hables!

Jasper ladeó la cabeza, escuchando. Pero las voces, todo el ruido de su mente, se había detenido.

– Estoy… muy cansado.

Kate esperaba que Brown la hubiera oído.

– Es hora de descansar. Ya has visto bastantes colores. Ahora ya sabes que estás curado.

– Pero… se están desvaneciendo.

– Eso es porque estás cansado…

Kate empuñó por fin la pistola. Podría dispararle, no sería difícil. Él se estaba durmiendo. Puso el dedo en el gatillo. «¡Dispara!» Pero cuando lo miró a la cara y vio al niño triste de Long Island City, vaciló. Le había prometido no hacerle daño. Y al verle ahora con la boca entreabierta y los párpados casi cerrados, supo que no le haría talla.

– Jasper, el cuchillo -dijo-. Suéltalo, con cuidado.

El miró el cuchillo como sorprendido de verlo, y lo bajó poco a poco hacia el mostrador. El vientre de Nola subía y bajaba con cada respiración.

– Muy bien. -«Necesita apoyo y cariño»-. Eres un buen chico. Un chico maravilloso e inteligente. Tienes mucho talento.

El soltó el cuchillo y se lo quedó mirando con expresión adormilada. Tenía lágrimas en los ojos medio cerrados.

– Deja ahí el cuchillo y ven conmigo. Deja que te cuide.

Kate seguía sosteniendo la pistola, pero él no parecía darse cuenta. La droga había podido con él. Kate dejó el teléfono y le tendió la mano.

Él se la quedó mirando un momento, parpadeando despacio, hasta que la tomó. Kate le pasó el brazo por la cintura y él se apoyó contra ella, casi sin fuerzas. Kate cogió el cuchillo del mostrador y cortó la cinta que ataba las muñecas y tobillos de Nola. Luego le quitó la mordaza.

– Vete -susurró.

Nola salió corriendo de la sala, sujetándose la barriga, aterrorizada pero indemne.

Kate pensó en todo lo que había hecho aquel triste y destrozado hombre niño. Pero no tenía miedo. Notaba que algo se había roto en él. Lo llevó al sofá y él comenzó a desvariar de nuevo, pero en susurros.

– De verdad… quieres… hacerme… daño… A veces… te parece… que estás loco… Doble… placer… doble…

Sin dejar la pistola, Kate pasó el otro brazo en torno a él. Jasper, todavía mascullando frases de conocidos anuncios y canciones, apoyó la cabeza en su hombro y ella percibió en su pelo olor a champú. Él abrió los ojos enrojecidos y se agitó.

– Háblame… de los colores. Haz… que los vea… otra vez.

Kate le tocó los párpados.

– Cierra los ojos -susurró-. Ahora imagínate una flor.

– ¿Qué flor? Yo… no conozco ninguna flor. -Abrió otra vez los ojos. En su voz drogada había un tono de pánico.

– Shhh. Cierra los ojos. Voy a elegir una flor para ti, ¿de acuerdo?

– Sí. -Se acurrucó de nuevo contra ella. Su aliento cálido le hacía cosquillas en el cuello.

– Es una de mis flores favoritas. Es una flor pequeña, del tamaño de una moneda. ¿Te la imaginas?

– Sí.

– Se llama pensamiento. Crecen en grupos, muy cerca del suelo, todas juntas, como una pandilla de amigos.

– Amigos.

– Eso es. Y cada flor tiene muy pocos pétalos, pero de los colores más bonitos, vistosos y variados: índigos, violetas, azules y magentas. ¿Los ves?

– Sí. Magenta… violeta. Los veo.

– Los pensamientos son casi como caras, caras resplandecientes de color puro, rosa clavel, púrpura y…

Él alzó la cabeza con cierto esfuerzo.

– ¿Y… alboroto?

– Sí, alboroto también.

Dejó caer de nuevo la cabeza y cerró los ojos.

– Los… veo -Arrastraba las palabras, adormilándose-. Los… veo. Los… veo… todos. Y… son… preciosos. -Se metió el pulgar en la boca.

Sus ojos se agitaron tras los párpados cerrados. Entonces se quedó dormido.

Kate también notaba los efectos de la pastilla e intentaba no olvidar que el joven que yacía en sus brazos era un monstruo.

– Muy bien -dijo-. Muy bien.


– Ya sé lo que piensas -dijo Kate a Nicky Perlmutter mientras se llevaban a Jasper esposado, arrastrando los pies, como un guiñapo, flanqueado por dos agentes que intentaban mantenerle en pie. Iban acompañados de Floyd Brown y un médico-. Sé que piensas que debería haberle matado. -Se esforzaba por mantener los ojos abiertos.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– En primer lugar, porque no hizo falta. La droga surtió efecto. Y creo que él quería una excusa para detenerse, para descansar. -Kate contuvo un bostezo-. Pensé que podría manejarle.

– Una apuesta muy arriesgada.

– Pero yo tenía mi pistola.

El médico la llamó un momento.

– ¿Qué ha tomado?

– Somníferos -contestó ella-. Treinta miligramos de Ambien.

Perlmutter volvió a mirarla.

– No es precisamente una sobredosis, ¿verdad?

– No.

Otro médico entró en el salón desde el pasillo.

– La chica está bien, pero ha roto aguas -anunció.

– ¿Qué? ¡Madre mía! -Kate se espabiló del todo.

– Creo que ha llegado el momento -dijo Nola entrando en el salón.

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