33

Kate se puso por la cabeza un fino jersey negro de cachemira y, al oscurecerse su visión, una imagen cobró forma: las pinturas negras de Rothko y el estudio de Boyd Werther y sus cuadros destrozados, con palabras escritas con sangre. Luego otra imagen, indistinta: un joven sin rostro, un asesino daltónico. Pensó en los anuncios de la exposición. ¿Los habría visto el autor? Entonces se acordó, preocupada, del artículo del periódico.

– ¿Me estás escuchando? -preguntó Nola. Su hermoso rostro quedó enfocado.

– Claro que sí.

– No sabía que te gustara el outsider art.

Kate no le había contado la verdad sobre la exposición y ni siquiera pensaba mencionar el tema, pero Nola había visto uno de los anuncios de la PBS.

– Sólo quería echarle una mano a Herbert Bloom, nada más.

– ¿Desde cuándo haces propaganda de galerías comerciales? Vaya, ¿no es eso un conflicto de intereses?

– Oye, cariño, es sólo un favor. No me voy a llevar comisión por las ventas ni nada de eso. -Kate se sentó junto a ella en la cama para ponerse unos zapatos planos, intentando disimular que le temblaban las manos-. Volveré a casa enseguida.


Una pequeña multitud se había congregado delante de la galería Outsider Art.

El maldito artículo, pensó Kate.

Un policía, adecuadamente vestido con tejanos negros y chaqueta, iba cotejando la lista de invitados.

– ¿Una fiesta privada? ¡Y una mierda! -exclamó una mujer tatuada a la que habían negado la entrada-. Estás dejando pasar a todos los tíos. ¿Esto qué coño es? -Le hizo un gesto grosero con el dedo-. ¡Maricón! -masculló alejándose.

En la galería hacía calor. Kate tenía ganas de quitarse la chaqueta, pero llevaba la pistola debajo.

Brown se abrió paso entre una pareja que miraba los cuadros con la expresión de hastío que Kate les había enseñado. Muchos otros también lo intentaban, aunque a pesar de la ropa negra parecían algo fuera de lugar: no dejaban de inspeccionar la sala y sus miradas de alerta les delataban.

Kate se acercó al jefe de Homicidios, que llevaba una camisa blanca y una negra chaqueta informal.

– Qué guapo.

– Me estoy cociendo -replicó Brown.

– Pues me alegra saber que no soy la única. Pensaba que eran los nervios o las hormonas. -Miró en torno a la sala-. ¿Algún sospechoso?

El detective hizo un leve gesto, señalando con el mentón hacia la izquierda.

– Allí, cerca del fondo.

– Un tipo con gafas, ya lo veo. Parece un poco mayor para ser nuestro hombre. -Le calculó unos treinta años. Un par de agentes también lo tenían vigilado.

Un hombre de mediana edad que estaba junto a Kate, uno de los coleccionistas de arte que habían sido invitados, contemplaba una escena callejera del Bronx.

– Un auténtico outsider en todos los sentidos -comentó-. Dibujo torpe, colores extraños. -Miró la tela con expresión concentrada-. Pero absolutamente fascinante.

– Me encantan los garabatos tan recargados de los bordes -apuntó la mujer que le acompañaba, mucho más joven que él.

Herbert Bloom, con sus gafas de Elton John medio caídas, se acercó a Kate y Brown.

– No me imaginaba que esto iba a despertar tanto interés -dijo-. Estoy anotando nombres.

– ¿Nombres? -repitió Kate.

– Para la lista de espera. Ya tengo dos o tres interesados para cada cuadro.

Brown arrugó la frente.

– Estos cuadros son pruebas, señor Bloom -dijo con aspereza-. No están en venta.

– Bueno, puede que esta noche no. Pero ¿nunca? -El galerista parecía sinceramente afligido.

Una mujer bastante distinguida se acercó a Bloom y señaló una de las telas del psicópata.

– Yo me quedo con aquella del fondo, Herb. Quedará fabulosa con mi tramp art.

Bloom miró a Kate como diciendo «¿Lo ves?».

– Te pongo en la lista de espera -le dijo a la mujer. Se volvió hacia Brown y susurró-: Puedo venderlos discretamente. No tiene por qué enterarse nadie. Y la policía de Nueva York, o la organización que usted quiera, se llevaría un porcentaje. Hable con sus superiores, hable con quien haga falta, por Dios.

– No -replicaron Kate y Brown al unísono.

Una mujer de aspecto anoréxico, ataviada con unos ajustados pantalones de cuero, pasó un delgado brazo por los hombros de Bloom.

– Son alucinantes -dijo sonriendo-. Auténticos recordatorios de la muerte. Pero no creo que los colores hagan juego con mis pinturas de nativos americanos, ya sabes, las que me vendiste el año pasado. Ni con mis últimas piezas de esqueletos diminutos encastrados en cobre.

– No recuerdo haberte vendido ninguna pieza de cobre -contestó Bloom.

– Es cierto. Las compré durante mi viaje por la selva tropical. No me acuerdo del nombre de la tribu, pero son fabulosas. Los esqueletos son humanos, de recién nacidos. Los indios los meten en cobre blando. No sé cómo lo hacen, pero son unas piezas preciosas. Claro que son ilegales, pero bueno, tampoco es que hubieran matado a los bebés ni nada de eso. Los bebés murieron y ya está. O sea que no pasa nada por utilizarlos, ¿no? -Sus ojos, oscuros y sin vida, miraron los cuadros del psicópata-. Oye, Herb, ¿no es posible…? O sea, ¿no tienes alguna pintura un poco más oscura?

– Sólo quiero que sepa -terció Kate, inclinándose hacia ella- que acabo de anotar absolutamente todo lo que ha dicho y pienso denunciarla a Aduanas y a Importaciones y Exportaciones y… -No había terminado de inventarse la lista cuando la mujer se marchó presurosa, con Herbert Bloom detrás de ella.

En ese momento se acercó Nicky Perlmutter, que llevaba una camiseta sin mangas negra y unos tejanos también negros y planchados a la perfección.

– ¿Importaciones y Exportaciones?

– No se me ha ocurrido otra cosa -contestó Kate.

– ¿Qué tal Monstruos Anónimos?

– ¿Y la Liga de Decencia Humana?

– Puñeteros necrófilos. ¡Quieren comprar las obras del psicópata! Lo de los palos de golf de Kennedy y la alianza de Marilyn Monroe lo entiendo, pero esto… -Un hombre se inclinaba sobre uno de los cuadros, y Perlmutter advirtió que varios policías no le quitaban el ojo de encima-. ¿Sabes? Se supone que el Instituto Smithsoniano posee el pene de Dillinger. Ésa sí que es una pieza que no me importaría tener en el salón.

– Ya la he comprado yo -replicó Kate, y se hubiera echado a reír, pero sintió un escalofrío. Un joven había entrado en la galería y el policía de la puerta le hizo una señal. El recién llegado se puso justo delante de ella. Sus gafas de espejo reflejaban un fragmento de un cuadro y la cara de Kate. Ella se metió la mano bajo la chaqueta y rozó su pistola del 45. El tipo estaba tan cerca que Kate olía su laca o lo que utilizara para ponerse el pelo de punta.

Perlmutter se acercó un poco más, igual que Grange. Los dos agentes se colocaron de tal manera que el desconocido quedó atrapado entre ellos.

– Eh, tío -le dijo el joven a Grange-. ¿Te importa dejarme sitio?

Kate se acercó, con Brown al lado.

Cuadraba con la descripción, la misma edad, alto, delgado y guapo.

– ¿No te resulta difícil ver los cuadros así? -preguntó Kate, esbozando una sonrisa para disimular su ansiedad.

– ¿Cómo? -El joven hizo un gesto con la cabeza y el rostro de Kate danzó en el espejo de las gafas.

– Con las gafas. -Kate notó una descarga de adrenalina y el corazón se le aceleró-. Deberías apreciar bien los colores de estas obras.

Perlmutter no le quitaba ojo de encima. Otros dos agentes advirtieron lo que pasaba y se acercaron también.

El joven se quitó las gafas.

– Pues no sé para qué iba a querer apreciar esta bazofia.

– ¿No te gustan los cuadros?

– No; son espantosos.

¿Diría eso el psicópata de su propia obra? No, a menos que fuera muy buen actor. Pero Kate insistió:

– ¿Y los colores?

– Una mierda. -Hizo una mueca-. Sólo he venido para ver cómo son en directo los cuadros de un asesino, pero la verdad es que me dan mal rollo. -Al volverse, su mirada se cruzó un instante con la de Perlmutter. Se puso de nuevo las gafas y se alejó.

– No es nuestro hombre -susurró Kate.

– Podría estar fingiendo -dijo Grange.

– Cuando se quitó las gafas no parpadeó ni entornó los ojos. Y tampoco le he visto ninguna cicatriz en la muñeca.

– Estoy de acuerdo con Kate -terció Perlmutter, sin quitarle ojo al joven.

Un ruido estático surgió de la mano de Grange, que se llevó la muñeca a la oreja sin mucha sutileza y se marchó.

– Muy disimulado -comentó Perlmutter mirándole.

– Así es Grange.

– Muy guapo.

– ¿Grange? -preguntó ella.

– No, el del pelo de punta -aclaró Perlmutter.

– Pues entonces, ¿por qué no le echas un vistazo?

– Muy bien.

Kate fue al centro de la sala y giró despacio, intentando ver a todo el mundo lo mejor posible. El tipo de la esquina, el único que llevaba gafas de sol aparte del joven, estaba hablando con una chica. Era evidente que pretendía ligar con ella y no tenía ningún interés en los cuadros. Todos los demás estaban enzarzados en conversaciones. Muchos eran demasiado mayores, decidió, otros eran parejas. Y la mayoría estaban en la lista de invitados de Bloom.

Aun así no podía relajarse. Comenzaba a notar aquel extraño zumbido y no sabía si era su instinto natural de policía o si estaba pasando algo por alto. Se concentró en una persona tras otra hasta que empezó a ver borroso y todas las voces se mezclaron en un rumor como de langostas. Al notar una mano en la espalda se giró bruscamente llevándose la mano a la Glock.

– Joder, Mitch. No vuelvas a hacerme eso.

– Perdona.

– Vale, no te preocupes. Es que tengo los nervios de punta.

– Como todos. -Freeman miró en torno a la sala y luego hacia la entrada-. Espero que tengan los ojos abiertos ahí fuera. Nuestro hombre podría estar disfrutando del evento desde lejos.

– ¿No crees que querrá verlo de cerca? Es su primera y su última exposición. -Kate divisó a otro joven que entraba en ese momento, solo, con una gorra de béisbol baja sobre la frente, el rostro en sombras. Hizo una seña a Bloom-. ¿Está en tu lista?

El galerista negó con la cabeza.

El joven entró despacio, con andares torpes, los brazos colgando a los costados, contemplando con atención cada cuadro.

Kate y Freeman le vigilaban y no eran los únicos. Brown también lo había visto y había llamado la atención de varios policías que tampoco le quitaban el ojo. Grange se acercaba.

El recién llegado coincidía con la descripción: veintipocos años, pelo rubio sobre unos ojos que no dejaban de parpadear.

¡Sí, parpadeaba!

Kate cruzó la sala a toda prisa.

Dos policías, el bromista y la rubia teñida, se acercaron también y rodearon al chico, aunque sin hacer todavía ningún movimiento. La rubia teñida metió la mano en el bolso, donde llevaba su arma.

«Tranquilos.» Kate dio otro paso hacia el joven. Perlmutter iba a su lado y Brown se acercaba de frente. De pronto seis o siete brazos sujetaron al muchacho, que abrió los ojos como platos sin dejar de parpadear.

El resto del público se volvió para ver qué estaba ocurriendo.

– Fuera -siseó Brown-. Llevadlo fuera.

Una vez en la calle, el aire era un poco más fresco, pero los policías rezumaban calor.

– Yo no he hecho nada -protestó el joven con voz y aguda y cierto acento del Sur-. No iba a robar nada, lo juro -aseguró, guiñando los ojos.

Los policías habían sacado ya las pistolas y las esposas.

El bromista puso al chico contra una pared de ladrillos. Un par de invitados de la galería se asomaron fuera un momento, pero volvieron dentro. Los dos policías de vigilancia habían bajado del coche y cruzaban presurosos la calle pistola en mano. El agente disfrazado de vagabundo también se acercaba. En pocos segundos todos los agentes de la galería habían salido a la calle.

Grange casi chillaba con la muñeca pegada a la boca. Al cabo de un instante apareció la furgoneta derrapando en la esquina y más agentes se unieron a la escena.

El bromista le había puesto al chico los brazos a la espalda y le aplastaba la cara contra la pared mientras la rubia teñida le ponía las esposas.

El sospechoso intentaba ver por encima del hombro. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Yo no he hecho nada.

– Dejadle hablar -dijo Kate.

– Nombre -preguntó Brown.

– Bobby Joe Scott.

Kate olía el miedo que el chico rezumaba.

– ¿A qué has venido, Bobby?

– B-bobby Joe.

– Bobby Joe. -Kate le puso la mano en el brazo y miró al bromista, que todavía sujetaba al chico por la nuca-. Tranquilo.

– Habla -ordenó Brown.

– ¿D-de qué, señor?

– De ti. Cuéntanoslo todo.

– No-no sé qué decir. Soy artista. Ha-hago cosas con madera. -Las lágrimas le corrían por la cara junto con un hilillo de mocos.

– ¿De qué hablas? -dijo Grange.

– Ha-hago tallas, señor. Con ma-madera y un cuchillo.

– ¿Que llevas encima un cuchillo? -El bromista volvió a cogerle por la nuca.

– Calma, detective -terció Brown-. ¿De dónde eres? -le preguntó al chico.

– De Alabama.

– ¿Llevas encima algún carné?

– S-sí. -El muchacho tragó saliva-. En mi bo-bolsillo. En el de a-atrás.

Perlmutter le sacó de los tejanos una ajada cartera marrón. El bromista observaba la maniobra como si estuviera a punto de soltar un chiste. Kate se dio cuenta y se juró que si se atrevía, le partiría personalmente la cara.

– Es la pri-primera vez que vengo a Un-Nueva York y… y…

– Tranquilo -dijo Brown mientras sacaba el carné de conducir de la cartera-. Pues parece que, en efecto, es Bobby Joe Scott, de Tuscaloosa, Alabama.

Kate le cogió el brazo y el chico dio un respingo.

– Sólo quiero ver una cosa. -Le subió las mangas de la chaqueta-. No tiene cicatrices -comentó. Era un chico desgarbado, de aspecto atontado-. ¿Cuántos años tienes?

Brown respondió por él mirando el carné:

– Diecinueve.

– A-aquí llevo el bi-billete del autobús, señor. A-acabo de llegar. Ayer.

Brown lo sacó de entre algunos billetes y un par de cheques de viaje.

– Creo que te debemos una disculpa.

Perlmutter le quitó la llave a la rubia teñida y abrió las esposas.

El muchacho se frotó las muñecas.

Grange se volvió hacia sus agentes para enviarlos de nuevo a sus puestos.

Brown le dio a Bobby Joe unos golpecitos en la espalda y le dijo:

– Estamos buscando a un hombre muy malo, chico, y hemos cometido un error. Lo siento.

– Esa puta manía de hacer guiños te puede acarrear muchos problemas, chaval -añadió el bromista.

– Mi madre dice que es un tic -comentó Bobby Joe, ahora sonriendo un poco a medida que los agentes se acercaban uno a uno a disculparse con una palmada en la espalda o tocándole el mentón como si fuera su hermano pequeño.

– Llama a un coche -ordenó Brown al bromista-. Que lleve a Bobby Joe a donde quiera. Así podrás contarles a tus padres que has ido en un coche de la policía. Seguro que se morirán de envidia.

– Sí, señor. -El chico le estrechó la mano.

Brown se volvió hacia Kate y Perlmutter meneando la cabeza.

– Menudo fiasco.


Las luces de la galería habían parpadeado media hora antes y los amantes del arte deseosos de comprar obras relacionadas con la muerte se habían marchado. Grange seguía apostado con un par de agentes, pero casi todos los policías se habían ido. Las mujeres se habían cambiado los tacones nuevos por zapatos cómodos antes de dirigirse hacia el metro que las llevaría a los barrios periféricos para reunirse con sus familias, que esa noche habían tenido que pedir pizza para cenar. Algunos de los más jóvenes arrastraban sus cuerpos cansados y sus libidos todavía activas a bares de solteros, por si tenían suerte. Sólo quedaban los agentes vestidos de camareros y un par de ayudantes de la galería que estaban recogiendo. Herbert Bloom tomaba notas en su mesa, probablemente calculando cómo vender las obras sin que nadie se enterase, pensó Kate mientras miraba decepcionada en torno a la sala. La adrenalina le salía por los poros. Miró las obras del psicópata, las que llevaban su nombre escrito en los bordes.

– Los cuadros se quedarán aquí un par de días, junto con varios agentes -dijo Brown-. Todavía hay posibilidades de que nuestro hombre se presente. Eh, Bloom -llamó-. Tiene que irse. -Luego se volvió hacia los agentes vestidos de camarero. Eran muy jóvenes, dos novatos que le habían asignado. Tuvo ganas de contarles lo que les esperaba, pero no lo hizo. Ya se enterarían ellos solitos al cabo de un par de años-. El relevo llegará a las siete de la mañana. Que paséis buena noche, chicos.

– Yo ya he elegido silla -replicó el que atendía la barra, señalando con el mentón una butaca de cuero junto a la mesa de Bloom.

– ¿Y yo qué? -se quejó el otro.

– Allí hay una silla plegable que parece muy cómoda -contestó el primero, echándose a reír.

– Ya sabéis que Brennan y Carvalier están en el coche al otro lado de la calle -les recordó Brown-. Y también el agente vagabundo. Si alguien se acerca a la galería para lo que sea, llamad, ¿entendido?

– Muy bien. -El que atendía la barra ya se había acomodado en la butaca de cuero, bebiendo café en un vaso de plástico e intentando no bostezar.


Es la una y cuarto de la madrugada. En la calle no hay nadie excepto un policía camuflado de vagabundo, y el coche enfrente de la galería, con dos hombres dentro, las cabezas contra el respaldo, tal vez durmiendo. Los dos son también policías, sin duda. Ya los había visto antes, cuando se montó el jaleo con el chico de Alabama.

Es el momento perfecto, con el estrépito del camión de la basura que baja por la calle.

– Volveré a por ti en un momento. -La oscuridad en el callejón es casi absoluta, pero él ve perfectamente-. Espérame.

– ¿Y luego qué?

– Haz lo que te he dicho y no te preocupes. -Mueve los brazos en el aire-. ¡Será geniaaaaaal!

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