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El hecho de que junto al cadáver de Rothstein apareciera una pintura relaciona el violento asesinato del abogado de Manhattan con otros dos crímenes recientemente cometidos en el Bronx. La policía de Nueva York no ha querido hacer declaraciones al respecto. La pintura encontrada en este caso era otro bodegón, esta vez se trataba de una pieza de fruta en un cuenco de rayas azules…


Leonardo Alberto Martini (nacido Leo Albert), de Staten Island, interrumpió la lectura del artículo del New York Post en el mismo sitio en que se había detenido ya dos veces.

Un cuenco de rayas azules, justo como el que Leo tenía ahora mismo en sus manos temblorosas y manchadas de pintura.

Se dejó caer en una silla de cuero agrietado cuyo color original no sólo estaba desvaído, sino también cubierto de una profusión de manchas y pegotes de pintura. Estaba asqueado consigo mismo, con su pintura, con su carrera fracasada. Y ahora esto. Más le valdría suicidarse, como tantas veces había amenazado con hacer durante los últimos treinta años.

Tres décadas atrás se encontraba en el umbral del éxito, con la puerta entreabierta para atravesarla y convertirse en una auténtica personalidad del arte. Su trabajo se exponía en una galería de primera, en la calle Cincuenta y siete, especializada en jóvenes promesas. La revista Art News le calificaba de «un artista al que habrá que seguir de cerca… un pintor abstracto de rara sensibilidad, un auténtico colorista». Sus grandes y vistosos cuadros abstractos colgaban en los museos y los coleccionistas codiciaban sus obras para sus salones. Pero entonces entró en escena el arte minimalista. La pintura decorativa en color pasó de moda y, con ella, Leo. Después de celebrar tres exposiciones seguidas en las que no vendió ni un cuadro, la galería se deshizo de él, los coleccionistas y los directores de los museos dejaron de visitar su estudio e incluso sus colegas pintores se alejaron, temerosos de contagiarse de un caso tan grave de «fracasitis».

Acudió a otras galerías, incluso consiguió inaugurar un par de exposiciones en la década siguiente, aunque las dos fueron fracasos sonados. Ahora Leo pintaba por las noches y los fines de semana, y se pasaba el día en un trabajo de mierda, haciendo fotocopias.

Jugueteó con su coleta gris, cada vez más rala, retorciendo las finas guedejas en torno a sus dedos, un poco artríticos, mientras intentaba distraerse con uno de los cuadros abstractos que aún hacía. Pero sus ojos seguían desviándose hacia el grueso fajo de billetes de cien dólares que había ganado pintando una escena banal, un bodegón. Le había añadido el cuenco de rayas azules sólo porque pensó que creaba un poco de interés, una cualidad decorativa en una pintura por otra parte puramente académica que hubiera podido realizar con los ojos cerrados.

Claro que, como cualquier artista, lo había pintado con su propio estilo (¿cómo podía ser de otra manera, cuando llevaba más de cuarenta años dedicado a la pintura?), sin utilizar pintura blanca, dejando asomar el lienzo limpio allí donde necesitara este tono. Algunos decían que era un truco, pero él había sacado la idea del gran pintor francés Henri Matisse, que a menudo la aplicaba. Y luego había disuelto la pintura con aguarrás y utilizado sus pinceles de punta de esponja o sus esponjas cortadas en cubos para dar una textura diferente a la de los pinceles de pelo. Con las esponjas no se veían pinceladas, sino que la pintura aguada se absorbía en el lienzo. A Leo le gustaba pensar que aquel estilo era sólo suyo, aunque sabía que otros pintores contemporáneos también lo empleaban.

A pesar de todo hubiera preferido tirar aquel cuadro directamente por la ventana de su apartamento en el Lower East Side, que le servía de casa y estudio, pero necesitaba el dinero y no podía rechazar así como así cinco mil dólares.

Al principio le pareció que sería dinero fácil, y de hecho lo había sido. Pintó el bodegón en un par de horas (una manzana y dos plátanos en un cuenco de rayas azules) y lo entregó con la pintura todavía húmeda a cambio de un fajo de billetes de cien en un sobre de color manila, más dinero del que ganaba en dos meses con su asqueroso trabajo. Aunque ahora, con los billetes encima de la cama y el artículo del periódico que describía un bodegón con un cuenco de rayas azules, se había llevado un susto de espanto.

Leo iba y venía, incapaz de estarse quieto, recorriendo una y otra vez la corta distancia entre su atestada kitchenette y el estudio que había montado hacía años en lo que era el pequeño salón del apartamento.

Por fin se metió un billete nuevo del fajo en el bolsillo de su chaqueta vaquera, una prenda bastante vieja con los codos rotos, a la que le faltaban un par de botones. Luego metió el resto del dinero debajo de la cama. Quería pasarse por la tienda Levi's de Broadway para comprarse una chaqueta nueva antes de pensar en su problema.

Ya en la puerta, cuando estaba a punto de marcharse, volvió a entrar y agarró el cuenco de rayas azules que tenía en la mesa de pintura. Por un instante tuvo ganas de hacerlo trizas, pero se lo pensó mejor. Más le valía llevárselo y deshacerse de él en otro sitio.

Al cabo de un segundo se lo volvió a pensar. Si las cosas se torcían, tal vez necesitara contar con alguna baza a su favor, y el cuenco lo era.

Inspeccionó el pequeño apartamento buscando un lugar seguro para esconderlo y se acordó del programa que había visto por televisión la otra noche, en el que un hombre ocultaba unas joyas robadas en la cisterna del retrete. De manera que Leo hizo lo propio. El cuenco cayó al fondo de la cisterna, junto a la cadena oxidada y el tapón de goma negra.


¿Acaso tenía miedo de volver a casa? Tal vez por eso se había pasado casi seis horas editando la cinta de Boyd Werther para la PBS. Luego, cuando su taxi ya llegaba a Central Park West, le hizo cambiar de dirección para ir a la casa de piedra rojiza que albergaba la sede de Un Futuro Mejor. Allí se pasó otra hora repasando los correos electrónicos y los mensajes del contestador. Todavía tenía que revisar las solicitudes para el programa del año siguiente, algo que normalmente le encantaba. Pero estaba cansada, tenía la mente en otra parte. Ahora no podía encargarse de la fundación, y menos si quería dedicar su tiempo a su labor policial. Nunca le había gustado pedir ayuda, pero sabía que la necesitaba.

Tendría que llamar a Blair.

Blair Sumner encajaba perfectamente en la categoría de «damas de almuerzos benéficos», aunque sólo comía lechuga. Pertenecía a la plana mayor de la sociedad de Park Avenue y su marido, cliente de Richard, era un despiadado agente de bolsa multimillonario. Blair financiaba la biblioteca y el jardín botánico, y pertenecía a la junta de la Metropolitan Opera, el Landmarks Preservation Committee y otra docena de organizaciones.

A raíz de la muerte de Richard, Blair había intentado acoger a Kate bajo su ala, pero ella no se lo había permitido.

Oyó la voz de Blair en el contestador, con un acento casi inglés que desde luego fingía, puesto que la mujer procedía de Schenectady.

«Ahora mismo estoy fuera, pero por favor, deje su mensaje…» -Blair, soy yo.

– ¡Cariño! -exclamó Blair, interrumpiendo el contestador-. Gracias a Dios. ¿Cómo estás?

Kate respiró hondo. No quería comentar sus sentimientos ni lo que estaba haciendo.

– Bien. Necesito un favor.

– Lo que quieras.

– Que me sustituyas en Un Futuro Mejor.

– ¡Pues claro, cariño! Siempre que no tenga que presentarme allí antes del mediodía. ¿Qué tengo que hacer?

– Leer los expedientes de los niños de la próxima temporada, hablar con el director, esas cosas.

– Estupendo. Vaya, espera…

– ¿Algún problema?

– No, no. Es lo de las rodillas, pero lo dejaré para más adelante.

Kate sabía a qué se refería. Blair se había sometido a tantas operaciones plásticas que, como Kate le había dicho en broma la semana anterior, pronto se quedaría sin nada que operar. Pero Blair le demostró su error asegurando que se iba a quitar la piel fláccida de las rodillas.

«¿Y cómo vas a andar?», había preguntado entonces Kate.

«¿Y a quién le importa andar o no?», había respondido Blair.

– Ah, claro, las rodillas -replicó ahora Kate-. ¿Cómo se me habrá olvidado?

– Tú búrlate todo lo que quieras, pero ya verás cuando tengas mi edad. -Carraspeó-. Bueno, no es que seas mucho más joven. Pero en fin, ya lo comprobarás.

La verdadera edad de Blair era un secreto bien guardado. Aparte de algunas pálidas y finas cicatrices, su rostro no ofrecía señales reveladoras de sus años de vida.

– ¡Venga, mujer! Si tienes las rodillas mejor que yo.

– Lo dices para halagarme, pero no hace falta. No te preocupes, que estoy encantada de ir a la fundación. Mis pobres rodillas pueden esperar. -De pronto su tono se tornó más serio-. Kate, me gustaría verte y no voy a aceptar un no por respuesta. Te conozco muy bien, cariño, te estás haciendo la fuerte…

Kate la interrumpió.

– Sí, Blair. Te prometo que nos veremos pronto.


Lucille, la asistenta, le había dejado la cena envuelta en plástico en la nevera, con las instrucciones para calentarla encima de la mesa. Pero ya era muy tarde para cenar y no tenía hambre. No encendió las luces. La luna entraba por las ventanas del ático, tiñéndolo todo de plata y sombra. Kate no quería ver los objetos que Richard y ella habían coleccionado, recuerdos de las vacaciones, fotografías, cuadros. Pero incluso con las luces apagadas la casa se le hacía muy grande. Tendría que pensar en venderla, trasladarse a un sitio más pequeño, más apropiado para una mujer sola. Sí, tendría que hacerse a la idea de vivir sola.

Pero ¿cómo llenar ahora el vacío?

Tal vez Nola pudiera irse a vivir con ella. La idea la consoló un instante. Pero ¿sería eso justo para Nola? Al fin y al cabo, Kate la había animado para que fuera independiente. Si Nola quisiera mudarse sería distinto, pero no iba a obligarla sólo para que le hiciera compañía. Se negaba a ser una de esas mujeres que no saben estar solas.

La luz del contestador parpadeaba, una lucecita roja en la oscuridad. Diecisiete mensajes. Kate se quedó mirando el aparato. Ni hablar. No soportaba la idea de oír las voces de sus amigos. Todos tenían las mejores intenciones, por supuesto, pero era emocionalmente agotador. Hasta ahora había hecho lo posible por evitar a casi todo el mundo. La única persona a la que llamaba, haciendo un esfuerzo, era la madre de Richard, con quien mantenía la misma conversación de un minuto todos los días:

– ¿Cómo estás, querida?

– Bien. ¿Qué tiempo hace allí en Florida, Edie?

– Muy bueno. ¿Por qué no vienes a vernos?

– Un día de éstos.

– Bien.

– Adiós.

– Adiós.

No hablaban de sus sentimientos ni de Richard. Las dos iban con suma cautela negándose, por tácito acuerdo, a aceptar la realidad.

Arrojó sobre la mesa, junto al contestador, los expedientes de las dos primeras víctimas. Luego se dejó caer en una silla. ¿Por qué se había molestado en llevárselos a casa? Era una vieja costumbre: siempre pensaba con más claridad lejos de la comisaría.

Abrió un expediente y extendió las fotos del crimen por la mesa, superponiendo una sobre otra. Las imágenes mostraban el cuerpo eviscerado de Suzie White desde todos los ángulos. Era un truculento montaje cubista.

¿Era eso lo que quería, llenarse la cabeza de espantosas imágenes que jamás podría olvidar?

Volvió a guardar las fotos y miró el periódico que había en el suelo junto a la mesa, el que había evitado leer, el que publicaba la historia del asesinato de Richard.

¿Por qué habían tenido que incluir una foto de ella? Kate sabía que aquellos psicópatas solían obsesionarse con los periodistas que hablaban de ellos o con los policías que les perseguían. Era lo último en lo que quería pensar. Apartó el periódico con el pie, fuera de la vista, y se levantó.

Sacó una Coca-Cola light de la nevera y bebió un sorbo. No era muy buena idea si quería dormir esa noche, aunque todavía no quería meterse en la cama. Luego se sentó en la mullida butaca de cuero del estudio y encendió el televisor.

Las noticias. Un cuerpo flotando en el Hudson. Una mujer joven, probablemente una adolescente, sin identificar, según decía el presentador que aparecía en una desolada sección del río, en la parte alta de la ciudad. ¿Había mencionado el Bronx o eran imaginaciones suyas? Probablemente no tendría nada que ver con su caso, pero ahora cualquier asesinato le parecía algo personal.

Llamó a comisaría. Sí, había sido en el Bronx. No, no concordaba con el modus operandi de su asesino: no le habían sacado las vísceras a la víctima y no se había encontrado ninguna pintura por la zona. El caso no saldría del Bronx.

– Que pase una buena noche -añadió el agente.

¿Una buena noche? Imposible.

Kate cambió la televisión por la música y se dirigió despacio por el largo pasillo hacia el dormitorio. Allí se desnudó y se puso el pijama de Richard. Primero se lo llevó a la cara, el suave lino contra la mejilla; el olor de Richard se desvanecía, ya apenas quedaba un rastro. Pronto desaparecería del todo.

Richard le sonreía desde la foto de la cómoda y de alguna manera ella consiguió también sonreír.

– Hola, cariño -dijo, llevándose la mano al pecho y estrechando con los dedos el anillo que llevaba colgado.

Fue rápidamente a la cocina y se puso a revolver entre las latas de la despensa hasta encontrar lo que buscaba.

De nuevo en el dormitorio, colocó dos velas votivas a cada lado de la fotografía de Richard, encendió una cerilla y aspiró el olor a azufre. La llama arrojó destellos dorados sobre el marco de plata y el billetero.

«Dios mío», pensó retrocediendo. Seguía siendo la niña católica de Queens, tan supersticiosa y devota como todas y cada una de sus tías irlandesas.

Kate había dejado de ir a la iglesia después de la muerte de su padre. Transfirió la poca fe que le quedaba a su trabajo, primero en la policía, luego en su doctorado y más tarde con la fundación y los chicos. El trabajo se había convertido en su templo.

Pero ahora necesitaba algo más, algo a lo que entregarse, una fuerza, un espíritu, como se quisiera llamar, y las velas junto a la imagen de Richard conectaban con algo muy profundo en su interior y la calmaban.

Se puso el pantalón del pijama de Richard, le hizo unos dobleces en las perneras y se sentó vacilante en su lado de la cama. Todavía no estaba lista del todo para acostarse.

Había logrado pasar el día. Había sido fuerte y dura y había conseguido ocultar su dolor. Pero ahora estaba en casa, sola, y ya no podía seguir fingiendo. Miró hacia el lado de Richard, las sábanas tersas, la almohada ahuecada. Se quedó escuchando la música, la conmovedora voz de contralto de Joan Armatrading y sus palabras, «te necesito», y por fin se permitió llorar.

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