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La PBS había emitido por televisión el anuncio de la exposición cada hora. Herbert Bloom estaba haciendo sitio en su galería. Y Brown había reunido a las tropas.

– Recordad -advirtió, mirando a la multitud en la sala de briefing-. Si nuestro hombre es el paciente que escapó del Pilgrim, buscamos a un varón blanco de veintipocos años. Puede que lleve gafas oscuras; si no las lleva parpadeará con frecuencia y mantendrá los ojos entornados. Ah, y tiene una fea cicatriz en la muñeca.

– ¿Y si no es ese tipo? -preguntó un joven detective de la primera fila.

– Sea quien sea, se trata de un psicópata. Y podría estar fuera de control.

– ¿Significa eso que va a aparecer disparando a todo el mundo?

– Lo dudo. La psiquiatra cree que querrá echar un buen vistazo a su obra antes de intentar nada. Pero de todas formas, llevaréis chalecos. -Brown se tiró de la oreja-. En la galería habrá también por lo menos unos veinte amantes del arte y coleccionistas que el galerista ha invitado, para dar visos de credibilidad al montaje. De manera que lo primordial será la precaución y la sensatez. El portero tendrá una lista con los nombres de los invitados. Naturalmente, a cualquier persona sospechosa se le permitirá el acceso. Precisamente es de lo que se trata.

Brown miró a los agentes Sobieski y Marcusa, que tomaban notas para su jefe, puesto que Grange estaba ocupado instruyendo a unos cuantos agentes nuevos para el operativo.

– El FBI también mandará varios hombres con micrófonos conectados a una furgoneta que estará detrás de la esquina. En todo momento habrá un agente al otro lado de la calle y otros dos en un coche. Ah, otra cosa, tendréis que hacer bien vuestro papel.

Brown hizo una seña a Kate, que se situó junto a él.

– Lo primero es ir de negro -comenzó, mirando a los agentes y detectives que se harían pasar por amantes del arte en la galería. Constituían una mezcla bastante equilibrada de hombres y mujeres-. El negro es el uniforme del mundillo del arte. El que aparezca con una camisa de flores o de rayas, se la estará jugando. Esta inauguración tiene que parecer auténtica. No sabemos si el sospechoso ha estado alguna vez en una exposición, pero, por si acaso, todos tenéis que actuar bien. -Observó a los hombres-. Los chicos pueden llevar tejanos negros, algunos con una camisa negra decente o una camisa blanca, que también vale. Pero que a nadie se le ocurra llevar una camisa con botones en el cuello.

– ¿Se aceptan las chaquetas vaqueras? -preguntó Brown-. En algún sitio tendrán que esconder las pistolas.

– Vale, pero no vengáis todos vestidos igual. Podéis poneros una chaqueta deportiva negra, si es que guardáis alguna en el trastero. Y las chicas, también de negro. Tejanos o pantalones negros, camisetas negras. El blanco también vale, si es por ejemplo una blusa blanca. Pero que sea todo sencillo. Nada demasiado bueno y desde luego nada recargado ni llamativo.

Una detective de la primera fila se tocó tímidamente los volantes de su blusa rosa.

– Y nada de zapatillas de deporte ni los zapatos cómodos de policía. -Miró a las mujeres, agentes y detectives, se acordó de sus tiempos en Astoria y quiso hacer algo por ellas-. A ver, si no tenéis, compraos unos zapatos negros de los caros. Id a Jeffrey, está unas manzanas al sur de la calle Catorce, en el antiguo distrito de la carne. Es famoso por sus zapatos, y es donde van las mujeres del mundo del arte que se lo pueden permitir. Y no os desmayéis al ver los precios.

Una mano se alzó en el aire. Era una mujer joven, rubia teñida.

– Guardad el ticket y se os devolverá el dinero -dijo Kate, anticipándose a la pregunta.

Entonces hizo una seña a Floyd Brown, indicándole que pensaba hacerse cargo del gasto. Qué demonios, pensó, se podía permitir pagar una docena de zapatos de diseño. Miró a las sonrientes mujeres y se acordó de su época de policía, cuando compraba siempre en almacenes de saldo. ¿Por qué no iban a tener ellas un par de zapatos elegantes?

– Escoged algunos que os gusten de verdad -añadió-, porque luego os los quedaréis. Lo único es que tienen que ser negros.

– ¡Eh! -exclamó un policía corpulento de la segunda fila-, que a mí también me vendrían bien unos zapatos de Yves Saint Laurent.

Todo el mundo se echó a reír, incluida Kate.

– Lo siento, pero os tendréis que apañar con unas deportivas negras. Sinceramente, a nadie le importa un pimiento lo que los tíos llevéis en los pies.

Más risas. Era la primera vez que los agentes que no pertenecían a la Brigada Especial de Homicidios no le hacían el vacío.

Nicky Perlmutter le guiñó el ojo.

– Bueno -prosiguió Kate-, y ahora unas cuantas reglas de comportamiento para una inauguración. En primer lugar, está bien mirar la obra, pero que nadie se muestre muy interesado. Es una cuestión de actitud. -Miró el tablón de corcho cubierto de espantosas fotos de asesinatos, alzó una ceja, apretó los labios, se cruzó de brazos y compuso una expresión de absoluto hastío-. ¿Veis lo que quiero decir?

– ¿Como si alguien se hubiera tirado un pedo? -preguntó el mismo detective corpulento, que evidentemente había sido el bromista de la clase cuando era jovencito y todavía seguía interpretando el papel.

– No del todo, pero algo así. -Esta vez Kate no sonrió-. Y hablad con el compañero, decid cosas como «interesante» o «fascinante», pero nunca, en ningún caso, digáis que una pieza es bonita. Eso es lo último.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó el bromista-. ¿Tampoco podemos decir que es monísima?

Brown le clavó la mirada y dijo:

– Buscamos a un asesino, McGrath. Un psicópata muy astuto, joven y fuerte, ¿entiendes?

McGrath pareció encogerse un poco.

– Las armas escondidas, pero de fácil acceso -prosiguió Brown-. Y nada de reacciones exageradas. No vayamos a asustarle. Y lo queremos vivo.

– ¿Eso por qué? -preguntó un agente muy joven que estaba apoyado contra la pared.

– Porque tiene que responder muchas preguntas.


– Eh, espera un momento -llamó Kate.

Nicky Perlmutter, que recorría el pasillo a largas zancadas, se volvió con una de sus sonrisas de Huckleberry Finn, pero se puso serio en cuanto vio que el bromista y su compañero se dirigían hacia ellos.

Los dos necesitaban seriamente un gimnasio. El bromista le dio una palmada en la espalda.

– ¿Qué pasa, Nicky, tío? ¿Vas a ir a esa tienda a comprarte unos zapatitos? -Le dio un codazo a su obeso amigo y los dos se alejaron riéndose como niños de diez años.

– No sé cuál de los dos es más tonto -comentó Kate.

– En eso llevas razón -contestó Perlmutter, pero no sonreía. La miró fijamente con sus ojos azules y vaciló un momento-. No te imaginas lo que es ser un policía gay.

– No, pero sé lo que es ser una mujer policía en Queens, nada menos, y lo que es ser mujer en general. -Se irguió y fingió voz de presentador de televisión-. Todos los ciudadanos de segunda que alcen la mano, por favor. -Y levantó la mano.

– Bueno, los gays son más bien ciudadanos de tercera, y los policías gays, vete a saber -concluyó, encogiendo sus anchos hombros.

Su confesión no sorprendió a Kate.

– Ya conoces el chiste. ¿Cómo se llama a un afroamericano con un título de Harvard? -Perlmutter aguardó un instante-. Negrata. -Se pasó la mano por la boca como para limpiar aquella palabra-. Cada vez que salgo de alguna sala, siempre hay algún cretino que murmura: «Maricón.» Y ya oíste al agente Sobieski cuando mataron a aquel pobre chaval: «Un maricón menos.» -Sobieski es un gilipollas -saltó Kate.

– La mitad de la gente de este país piensa que los tipos como yo vamos derechos al infierno.

– Puede ser, pero el Tribunal Supremo ha aceptado los matrimonios del mismo sexo y ha abolido las leyes de sodomía.

– Sí. Y Pat Robertson está rezando para que los jueces responsables se mueran. Eso sí que es un buen ejemplo para los niños: Chavales, si alguien no está de acuerdo con vosotros, pedid a Dios que se muera. -Perlmutter suspiró-. Una vez, cuando tenía diez años, fui a la iglesia con mi madre, que seguía asistiendo a pesar de haberse casado con un judío. Imagínate. -Se encogió de hombros-. En fin, el caso es que el cura se puso a predicar, explicándonos que los homosexuales iban al infierno. No lo olvidaré nunca.

– Mira, a ver si te sabes éste. En el Titanic van un asistente social, un abogado y un cura. El barco se está hundiendo y el asistente social dice: «Salvad a los niños.» El abogado: «¡A los niños que les den por el culo!» Y el cura salta: «¿Tú crees que nos dará tiempo?»

Perlmutter se echó a reír.

– De todas formas, seguro que el infierno es más divertido. -Kate le miró y se puso seria-. ¿Por qué no me habías dicho que eres gay?

– ¿Por qué no me habías dicho nunca que eres hetero?

Touché.

– No, en serio, -Perlmutter suspiró-. Me ha costado media vida llegar a gustarme, a aceptarme tal como soy. Y lo he conseguido, pero no me apetece anunciarlo a los cuatro vientos. Una vez me propusieron que dirigiera Hate Crimes, ya sabes, la campaña contra los delitos causados por el odio, ya sean por cuestión de raza o de orientación sexual entre otras cosas. Y la verdad es que lo pensé, pero no quería que me conocieran como «el policía gay», que es lo que hubiera pasado, seguro, y eso a pesar de que soy el mejor policía que has conocido, modestia aparte.

– No lo he dudado nunca.

– Oye, igual McGrath tenía razón con lo de Jeffrey. La verdad es que me vendrían bien unos tacones.

Kate hizo ademán de tocarse el pie.

– Qué coño, te dejo los míos.


«¿Estoy soñando?»

Toca el televisor para asegurarse de que es real, de que no está alucinando. Siente en los dedos la electricidad estática y mira fijamente, como hipnotizado, una de sus propias escenas callejeras, mientras su historia-dura dice algo sobre una galería. Pero está tan absorto viendo su obra en la pantalla que apenas la oye. Parpadea, entorna los ojos, se da cuenta de que lleva un rato conteniendo el aliento y jadea. Se le destaponan los oídos y ahora entiende lo que ella dice, lo anota rápidamente en su cuaderno con su caligrafía infantil, y más tarde, cuando la historia-dura ha desaparecido, lee y relee las notas que ha tomado e intenta creer que es real.

«Un nuevo artista prometedor. Un pintor recién aparecido. Galería Herbert Blume, en Chelsi.» Se queda mirando las notas un minuto entero, las cosas que la historia-dura ha dicho.

– ¡Donna!-grita de pronto-. ¡Tony! ¡Dylan! ¡Brenda! ¡Venid todos! ¡Escuchad! -Y les cuenta una y otra vez con todo detalle lo de su cuadro en la televisión, les dice que todos van a ver la exposición Ella los ha visto. Ha visto mis cuadros. ¡Y le gustan!

Le sobreviene una sensación cálida, como el abrazo de una manta suave, pero no dura mucho.

¿Cómo va a conseguir ver la exposición? Al fin y al cabo no puede entrar sin más en la galería y decir que la obra es suya. ¿Es que se creen que es tonto? ¿Intentaría ella engañarle? No lo cree, pero es posible. La gente siempre intenta engañarle.

– ¿Tú qué piensas, Donna?

– Pienso que eres capaz de todo.

– Claro, claro -dice la voz de Dylan-. Ya se te ocurrirá algo. Has hecho muchas cosas, y siempre te sales con la tuya.

Se pone a pensarlo, un montaje de imágenes se sucede en su mente junto con el ruido estático, las canciones y las voces de radio, y está de acuerdo: es verdad, es capaz de todo.

Vuelve a mirar el televisor. Una mujer de pelo caoba y una blusa fresa silvestre está bebiendo una Coca-Cola mientras camina por un césped verde esmeralda. Se deja caer de nuevo en el sillón pensando en la exposición y se siente tan feliz, tan completamente feliz, que las lágrimas le nublan la vista y los colores de la pantalla se convierten en un maravilloso arco iris. Es un auténtico milagro: su cura y la exposición. Todo.

Su propia exposición.

Celebra los mejores momentos de tu vida.

Desde luego.

Tiene que trazar un plan.

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