5

Unas cortinas negras cubren las ventanas creando luminosos contornos esqueléticos contra las oscuras paredes. En el techo, tenues fluorescentes suavizan los bordes de la larga mesa atestada de tubos de pintura, pasteles y ceras, un sillón de aspecto destartalado, varios cuadros colgados de las paredes grises.

Muchas veces imagina ver las luces parpadeantes, rojas, verdes, azules, las que ella siempre colgaba en sus lóbregos pisos. Pero, por supuesto, es sólo una ilusión y lo sabe. Siempre ha sido así desde el accidente.

Sostiene con dos dedos unas gafas oscuras, las balancea mientras se acerca a los lienzos.

¿Ha sido una pérdida de tiempo? Los cuadros no le dicen nada, nada en absoluto. Pelo aplastado contra sangre gris negruzca, sin color, sin emoción. Pero antes eran tan vibrantes… magenta y violeta, color fresa salvaje y grosella…

She wore a raspberry beret… (Ella llevaba una boina color grosella…) Intenta recordar mientras suena la canción en su mente, pero no hay manera. No sirve de nada. Nada sirve. Le daría lo mismo estar muerto.

Ciento veintitrés muertos y la cuenta sigue. El avión cayó sobre un campo de maíz en…

– ¡Shh!

Se deja caer en el andrajoso sillón, nota las lágrimas en las mejillas y se las enjuga con un gesto furioso.

Baby -dice, enfadado consigo mismo.

Baby, baby, baby don't leave me… (Nena, nena, nena, no me dejes…) Otro de aquellos clásicos que a ella le gustaban.

– ¡Basta!

La canción se desvanece. De momento.

De pronto rebusca entre las cajas y bolsas del sillón, muerto de hambre, apartando galletas Oreo, galletitas saladas con sabor a mostaza, bolsas de patatas fritas, y rompe el sello de metal, como una lengua, de un tubo de Pringles. Se mete las patatas en la boca a puñados, casi ahogándose. Su hambre es un vacío imposible de satisfacer. Siempre está ansioso de algo.

Si le preguntaran, él diría que lo que le mantiene es su trabajo, sólo su trabajo, su pintura; que es la pura frustración, su necesidad de ver y conocer la verdad lo que le impulsa a salir de su estudio a un mundo gris que preferiría ignorar, un mundo ni mucho menos tan hermoso, tan maravilloso o tan perfecto como el que pretende crear en sus lienzos. Es una verdadera lástima, diría, un incordio y una interrupción, porque él sin duda preferiría quedarse solo, pintando, pero de pronto surge la necesidad y crece dentro de él, expandiendo el vacío hasta que ya no puede soportarlo, hasta que deja de lado el trabajo, los pinceles goteando pintura, los lienzos sin terminar, y sale de nuevo a la caza. En realidad no es una decisión, no es algo a lo que pueda decir sí o no. Es una necesidad, una búsqueda de conocimiento y, sí, una descarga y una satisfacción, eso lo admite.

Cuando está cazando el hambre remite, la persecución le sostiene. Pasa días sin comer, sin pensar en otra cosa, sin dormir ni lavarse, consumido por su necesidad, hasta que lo ha hecho y ha visto lo que debería ver y sentir y entonces, sólo entonces, irrumpe de nuevo el mundo real y vuelven las necesidades banales como comer, beber y dormir.

En realidad es un proceso como cualquier otro. Sólo que en su caso es un proceso mortal.

Se incorpora, se sacude del regazo las migas de patatas y piensa: «Soy un buscador de la verdad.» Mira de nuevo sus creaciones más recientes, las realizadas junto a sus víctimas, y le inunda el desaliento, como un bautismo que saliera mal.

¿Por qué no puede durar? ¿Acaso no tiene derecho a saber? ¿Por qué le castigan, a él y sólo a él, de forma tan severa?

– ¡Eres geniaaaaaal!

– ¿De verdad, Tony? -susurra en la sala en penumbras. Él no lo siente así.

– ¡Geniaaaaaal!

– Gracias.

Es bueno tener amigos como Tony, alguien que sabe que él es bueno e inteligente. Gracias a Tony ahora se siente mucho mejor, con fuerzas como para levantarse del sillón y ponerse a trabajar.

Echa en la paleta varios pegotes de pintura, alza una de sus diversas lupas y mira el cuadro parpadeando. No permitirá que le venza la frustración. En ese momento desea trabajar. Y en ese momento no tiene hambre. Todavía no.


Mierda.

Nola Davis hizo un esfuerzo por salir de la cama. Una acción sencilla unos meses atrás, pero ahora, con su barrigón de ocho meses y medio de embarazo tamaño pelota de playa, era todo un desafío a la fuerza de gravedad.

¿Lo había estropeado todo, precisamente ahora que sólo le quedaba un año de estudios? ¿Con todo lo que había tenido que pasar para llegar hasta allí?

¿Tan estúpida era?

Nola movió la cabeza y sus rizos, a la altura de los hombros, acariciaron sus tersas y oscuras mejillas.

Bueno, era demasiado tarde para compadecerse. Había tomado su decisión y tendría que aceptar las consecuencias. Qué demonios, se había criado en una jungla de asfalto y había sobrevivido, como cantaba el viejo y sabio Bob Marley con su drogado dialecto jamaicano en uno de sus CD favoritos.

De pronto sintió unas ganas casi violentas de hacer pis. Si pudiera habría echado a correr, pero lo único que consiguió fue anadear con cierta ligereza.

Tiró de la cadena y se levantó despacio sujetándose la barriga. Volvió al salón dormitorio del estudio en el Upper West Side que Kate le pagaba hasta que terminara su último año en Barnard, bueno, eso si terminaba.

Nola suspiró. Era imposible que terminara el curso, ni siquiera el semestre, puesto que saldría de cuentas al cabo de un mes. Haría lo que pudiera, se presentaría a los parciales y comenzaría de nuevo en otoño, lo cual la hacía sentir mal, como si fuera una chica negra corriente que no pudiera hacer más. Claro que seguramente lo era, por mucho que se hubiera esforzado en no serlo. Era mediocre.

Se acarició la barriga y pensó en Kate, que se había portado de maravilla, como siempre, aunque Nola sospechaba que la había decepcionado al quedarse preñada a pesar de que Kate jamás se lo había reprochado.

Entró en la cocina e intentó agarrar una caja de bolsitas de té de un estante encima del fregadero. Pero ponerse de puntillas era todo un esfuerzo en su estado. Tal vez debería irse a vivir con Kate y Richard, pensó, estirándose para llegar a la caja.

No, con Kate y Richard no. Sólo con Kate.

Se sentó en una silla con los ojos humedecidos.

¿Cómo era posible que Richard hubiera muerto?

No sabía qué decirle a Kate, a quien quería con locura. Cuando estaba con ella sólo era capaz de parlotear de cualquier cosa para no llorar, para que Kate no llorase. Tenía la sensación de que si se echaban a llorar, no pararían nunca.

Jamás había visto así a Kate y lo cierto es que le daba miedo. Kate, su mentora, su paladín, ahora se había quedado sola y jamás admitiría que necesitaba que la cuidasen.

Pero ¿acaso no necesitaba todo el mundo cuidados de vez en cuando?

Matt Brownstein, con quien Nola llevaba acostándose la mayor parte del último semestre, desde luego no sabía cuidar de nadie. Claro que ella tampoco quería que la cuidara, el muy gilipollas. Cursaba el último año de arte en Columbia. Y odiaba los condones, pero cuando Nola se quedó embarazada insistió en que se deshiciera del niño, asegurando que él no pensaba hacerse cargo ni mucho menos.

Pero ¿qué demonios había visto en él? ¿Tal vez que era un tipo blanco larguirucho de pelo rizado, y judío como Richard Rothstein?

Intentó no pensar en ello. Miró las reproducciones de cuadros que tenía en la pared. Estudiar arte era lo más increíble que había hecho en su vida. Y ahora tendría que retrasar la matrícula en el prestigioso Art Institute de la Universidad de Nueva York, donde la habían admitido gracias a las muchas influencias de Kate. Por no mencionar los meses que habría pasado en el extranjero para ver algunas de las obras que sólo conocía por reproducciones. Esperaba que Kate no hubiera perdido la fe en ella. Claro que, dadas las circunstancias, podría haber perdido la fe en todo.

Sacó una bolsita de té y la metió en una taza. Tendría que ser fuerte, por Kate y por su propio hijo.

Pero entonces se imaginó a Kate, sola en aquella enorme cama blanca, en aquel piso gigantesco, y se echó a llorar otra vez. Tal vez, pensó, sería buena idea irse a vivir con ella.


– ¿Que quieres trabajar en el caso de tu marido? Pero ¿tú estás loca?

– No he estado tan cuerda en mi vida.

Un minuto antes las dos mujeres se abrazaban en mitad del despacho de Clare Tapell en la jefatura de policía. La jefa intentó con sus modales serenos y un poco torpes consolar a su vieja amiga y colega, pero en cuanto Kate le planteó su petición, retrocedió tres pasos. Ahora estaba apoyada contra su mesa, mirando el techo y suspirando.

– Si te doy el caso, sería una mala amiga y una jefa irresponsable, Kate.

– Corrígeme si me equivoco -replicó ella cruzándose de brazos-. ¿No me estabas suplicando hace unos días que os ayudara con el caso?

– Eso fue antes de…

Kate no la dejó terminar.

– Todavía puedo ayudar a evaluar las pinturas del psicópata y…

– Eso no es lo que me preocupa y tú lo sabes. Venga, mujer. Estás demasiado involucrada.

– Esta conversación ya la hemos tenido antes, ¿te acuerdas? Hace poco más de un año. Entonces también estaba demasiado involucrada, también me afectaba el caso emocionalmente. Pero hice bien mi trabajo, ¿no?

– Y lo pagaste caro.

– Sí, pero ése es mi problema, no el tuyo.

– ¿Y ahora estás dispuesta a pasar por lo mismo? -Tapell sacudió la cabeza-. Pues yo no, Kate, lo siento. En el caso de Richard, no.

Kate parpadeó intentando contener las lágrimas.

– ¡Mira! -exclamó Tapell-. Ni siquiera eres capaz de oír su nombre. ¿Cómo demonios crees que puedes trabajar en su caso?

– Ése es mi problema.

– No, es problema mío y de Brown y de todos los que trabajen contigo. Un policía tiene que tener dominadas sus emociones y… -Se interrumpió mirando a Kate con una mezcla de tristeza y arrepentimiento. No tenía ningunas ganas de amonestar a su amiga en un momento como aquél-. Escucha, sencillamente no es buena idea.

Kate miró por la ventana el conjunto de edificios gubernamentales. Luego se volvió hacia Tapell.

– Tú has hecho lo que tenías que hacer incluso cuando no era una buena idea. Las dos lo sabemos. Necesito hacer esto, Clare, y… -No llegó a decir lo que pensaba: «Sé la verdad sobre ti, Clare, y la utilizaré si no tengo más remedio.»

La habitación quedó en silencio mientras las dos mujeres repasaban sus recuerdos: el ascenso de Tapell a jefa de policía después de que un agente con complejo de Serpico hiciera estallar un escándalo de corrupción policial que acabó con su predecesor. Tapell fue asignada para sustituirle gracias a su reputación sin mácula. Pero Kate sabía la verdad. En Astoria también había corrupción. Y no es que Tapell la aprobara, pero era una funcionaría mal pagada y abrumada de trabajo que prefería concentrarse en asuntos más importantes, como limpiar los malos barrios o apartar de los colegios a los traficantes de drogas. Cuando se barajó su nombre para el nombramiento, tuvo dos opciones: contar la verdad y dejar pasar una oportunidad única en su vida, o aceptar la ocasión de hacer un bien mayor, para lo cual había que barrer la basura debajo de la alfombra, hacer unos cuantos tratos y mantener la boca cerrada. Tapell optó por esto último, y Kate nunca se lo había reprochado.

Ahora, al mirarla a los ojos, se dio cuenta de que Clare sabía lo que estaba pensando.

Se quedaron mirándose, el secreto flotando entre ellas como un hedor a punto de contaminar el aire.

Si aquello duraba mucho más, Kate terminaría por rendirse. Pero no apartó la mirada ni la idea de su mente: «Lo siento, pero si no me queda más remedio utilizaré lo que sé.» Hasta que por fin Tapell habló.

– Está bien. Llamaré a Brown.

Kate se limitó a asentir con la cabeza.

Más tarde, ya en la calle, sintió alivio por no haber tenido que expresar lo que pensaba en voz alta. No le enorgullecía haber considerado siquiera la posibilidad de decir lo impensable. De hecho se sentía en cierto modo avergonzada, incluso un poco escandalizada por haber estado dispuesta a llegar tan lejos para salirse con la suya. Ahora esperaba no haberse equivocado, esperaba ser capaz, en efecto, de trabajar en aquel caso y dominar sus emociones, porque en aquel momento estaba a punto de explotar.

Загрузка...