8

El «salón» de los detectives es en realidad un trastero de diez metros cuadrados al que llaman cariñosamente Graceland desde que colgaron, junto a las máquinas expendedoras, un calendario con la desvaída fotografía a color de la casa de Elvis en Memphis.

Nicky Perlmutter, con unos holgados pantalones caqui y una camisa azul muy ajustada, estaba apoyado contra la pared metiendo y sacando una bolsita de té Lipton en la taza que sostenía. Con su más de metro noventa, sus treinta y siete años y sus hombros anchos y musculosos, habría sido un tipo imponente incluso sin sus ojos azules, sus pecas y su pelo rojizo, pero su cara de Huckleberry Finn y su cuerpo fornido eran una combinación irresistible.

– Eres McKinnon, ¿no?

Kate le miró sorprendida mientras le daba la mano. No era en absoluto lo que esperaba.

– ¿Cómo lo sabes?

– Brown me dijo que esperase a una mujer alta y guapa.

– ¡Venga ya! -Kate se sonrojó un poco-. Brown no te ha dicho eso.

– No, pero sí que eras alta. -Perlmutter sonrió y ella pensó que parecía un niño de catorce años-. No quiero decir que no seas guapa, sino que… vaya, que lo de guapa lo digo yo.

– Pues entonces me parece que Brown tenía razón en dos cosas. -Kate también sonrió-. La primera, que soy alta, y la segunda, que me ibas a caer bien.

Al otro extremo de la larga y estrecha mesa había un par de detectives inclinados sobre dos tazas de café humeante. Uno, en torno a los cincuenta y cinco años, obeso y un poco calvo, mordisqueaba un cigarrillo sin encender; el otro, más joven, no era feo, aunque ya exhibía esa expresión atravesada y suspicaz que desencaja los rostros de algunos policías. Los dos se volvieron brevemente hacia Kate y Perlmutter.

Ella imaginó que la noticia de su llegada había corrido por toda la comisaría. Era lo habitual. Y también conocía la situación: que la policía era una fraternidad, que los chicos no iban a aceptarla a la primera, desde luego no sin gastarle alguna novatada, lo cual en este caso era imposible porque Kate era amiga de Tapell y Brown. Su sexo era ya bastante desventaja, sabiendo que a los hombres no les hacía ninguna gracia tener a una mujer entre ellos, aunque fingieran lo contrario. Claro que a las chicas tampoco iba a caerles bien, puesto que la considerarían una rival. Se acordó de sus tiempos de Astoria. Liz y ella se habían aferrado la una a la otra como sendas tablas de salvación, siendo las únicas mujeres del cuerpo que se llevaban bien.

Tomó nota mentalmente: Brown tenía que pasar la voz de que ella no andaba detrás del puesto ni del pellejo de nadie. Simplemente estaba allí para ayudar a atrapar a un psicópata y, cuando lo consiguieran, retomaría su vida.

¿Qué vida? ¿Qué le quedaba exactamente?

No, no podía permitirse esa clase de pensamientos.

Perlmutter advirtió la nube que de pronto había oscurecido sus rasgos y la agarró del brazo.

– Vámonos de aquí.


Zerega Avenue era una calle amplia que en otra época podía haber sido grandiosa, aunque ciertamente bastante tiempo atrás. Muchos pisos y locales estaban cerrados o quemados, y había tantísimas pintadas que los bordes de los edificios se fundían unos con otros creando una especie de camuflaje urbano. Perlmutter detuvo el coche junto a un bloque de diez pisos. Parecía construido en la década de los veinte y que desde entonces no lo hubiesen limpiado.

El vestíbulo semicircular era tan grande que podía albergar un partido de béisbol infantil. No se veía ningún adorno, habían desaparecido los ornamentos de yeso del techo, las paredes eran una mezcla de pintura desconchada y suciedad y las columnas, enormes como secuoyas, estaban marcadas con groseras iniciales, corazones y calaveras.

– La portera vive en el primero -informó Perlmutter.


Kate no había visto tantas imágenes católicas desde que iba al instituto de St. Anne, y lo cierto es que no las había echado de menos. Encima de cada puerta, atestando las paredes y flanqueando las pesadas cortinas del sofocante apartamento de Rosita Martínez había cuadros, objetos y reproducciones de santos y crucifijos, todos con una sonrisa beatífica o retorciéndose de dolor.

Richard sentía pasión por los iconos auténticos, los italianos, y Kate siempre se había burlado de él diciéndole que eso era por ser judío, que si hubiera sido católico no podría soportarlos.

Martínez era una mujer de edad indeterminada, entre los cuarenta y los cincuenta. Era imposible saber si las arrugas de su rostro se debían a la vejez o a una vida difícil. No medía mucho más de un metro y medio, tenía el pelo negro teñido y llevaba una multitud de pulseras que creaban una minicacofonía cada vez que hacía un gesto.

– ¡Qué desgracia! -Clin, clan, clinc-. Es lo peor que he visto en mi vida. -Clin, clanc-. Lo peor que ha pasado en este edificio desde que soy portera, y eso que he visto de todo. -Suspiró entre el jaleo de sus pulseras-. Horroroso. Todavía estoy tomando pastillas. -De pronto miró a Kate y luego a Perlmutter-. Son del médico -se apresuró a añadir-. Si quieren les enseño la receta.

– No hace falta -contestó Kate con una sonrisa-. Si me hubiera pasado a mí, me estaría atiborrando de calmantes y de whisky, señora Martínez.

Rosita Martínez sonrió también.

– Usted no es como los demás. ¡La de cosas que me preguntan una y otra vez! Como si no hubiera tenido ya bastante.

– Lo imagino. -Kate la agarró de la mano y la llevó hacia el sillón-. Siéntese y relájese. No le vamos a hacer muchas preguntas.

Nicky Perlmutter le ofreció una de sus sonrisas de Huckleberry Finn y se sacó una libreta del bolsillo.

– Por lo visto encontró usted el cadáver a las cuatro de la tarde. ¿Podría decirnos que hacía en ese momento en el piso de la víctima?

Rosita Martínez cerró la boca de golpe.

Kate miró a Perlmutter ladeando ligeramente la cabeza y él entendió el mensaje: piérdete.

– ¿Le traigo un vaso de agua? -preguntó él, señalando hacia la cocina.

La mujer se encogió de hombros y Perlmutter se marchó.

– Comprendo que ha de ser espantoso tener que acordarse de todo aquello -prosiguió Kate-. Pero a nosotros nos ayudaría a encontrar al culpable.

Martínez respiró hondo.

– Bueno, el caso es que el día anterior Suzie me comentó que no le iba bien el agua caliente. La verdad es que pasa muchas veces en el bloque. Fui a su casa para ver cuál era el problema y entonces… entonces… -Se santiguó varias veces entre la sinfonía átona de sus pulseras-. Entonces la encontré.

– Así que usted la vio el día anterior. ¿Recuerda qué hora era?

– La veía muchas veces. Su apartamento está al otro lado del vestíbulo. Pero aquella vez, la última, eran las ocho o las ocho y media. Lo sé porque cuando vino a contarme lo del agua yo estaba viendo American Idol. -Miró con una expresión de orgullo el televisor Magnavox de 27 pulgadas que había frente al sillón, luego alzó la vista hacia un colorido Jesucristo de plástico y se santiguó.

– ¿Sabe adónde iba Suzie a eso de las ocho?

Martínez se encogió de hombros mientras Perlmutter entraba en la habitación con un vaso de agua. El detective se quedó atrás, dándoles un poco de espacio.

– Por favor. -Kate tocó la mano de la mujer-. Si queremos atrapar al que le hizo a Suzie una cosa tan horrible, todo lo que pueda contarnos es muy importante. -En los ojos oscuros de la testigo había una expresión de tristeza-. A usted le caía bien, ¿verdad?

– No le hacía daño a nadie.

– Seguro que no. Ya lo dice la Biblia: como un cordero que va al matadero.

– ¿Es usted católica?

– De la cabeza a los pies. -Kate decidió omitir el hecho de que hacía veinte años que no pisaba una iglesia si no era para ver obras de arte o atender a una boda o un funeral.

– ¡Lo sabía! -Le brillaron los ojos.

– Dígame, ¿sabía usted adónde iba Suzie esa noche, cuando la vio salir?

– Tenía una… bueno, una cita, ya sabe. Suzie traía a casa muchos hombres por la noche -informó Rosita, casi en un susurro-. Pero ¿acaso por eso merecía morir? -Aferró el crucifijo de plata que llevaba al cuello sin dejar de mirar a Kate-. María Magdalena también era así y al final resultó ser una mujer buena.

– Desde luego -afirmó Kate-. Dígame, Rosita, espero que no le importe que la llame Rosita, ¿había algún hombre que viera a Suzie con más frecuencia, alguien a quien usted hubiera encontrado varias veces por aquí? Ya me entiende.

– Unos pocos.

– ¿Podría describir a alguno?

La expresión de concentración profundizó las arrugas de su rostro.

– Bueno, había uno… Parecía un ejecutivo o algo así, porque a veces venía de traje.

– ¿Qué más puede decirme de él? ¿Era alto, bajo, calvo?

– Recuerdo que una vez salió al vestíbulo justo cuando yo me iba al supermercado porque me había quedado sin leche y no me gusta el café solo, y él entraba, como le iba diciendo, y pasó por mi lado. -Alzó el brazo muy por encima de su cabeza.

– Tiene usted muy buena memoria -comentó Kate-. ¿Y qué años le echa?

– Pues no lo sé muy bien. Tenía cara de niño, ¿sabe?, y era muy guapo.

– ¿Le reconocería si lo viera en una foto? -terció Perlmutter, pensando que ahora ya podía entrar en la conversación.

– Sí, sí, creo que sí. Vino muchas veces. La primera vez que le vi… -Aferró el crucifijo con la mano-. Era primavera. A finales de abril, creo. Hacía un día muy bueno, el primero después del invierno. Yo estaba hablando con el señor Díaz, que trabaja con el camión de la basura. Es un hombre muy agradable, un caballero. Mira que tener un trabajo así… -Soltó una risita-. Pues el señor Díaz me estaba diciendo que era más fácil recoger la basura cuando no hace tanto frío y no hay nieve, pero que en verano sería peor, por el calor y porque la basura apestaría y…

Kate la interrumpió con suavidad.

– ¿Y ésa fue la primera vez que lo vio?

– Sí. Él miraba el edificio y parecía muy nervioso, miraba a todas partes y llevaba un papelito, ¿cómo se llaman? Esos papeles que tienen pegamento en un lado…

– ¿Un post-it?

– Eso, eso, un post-it. Lo llevaba en la mano y no hacía más que mirarlo, el papel y el bloque, como para asegurarse de que no se equivocaba de sitio. Y me acuerdo que me llamó la atención porque era guapísimo y me pregunté a quién vendría a ver, aquí en el Bronx. Así que me quedé mirando cuando él entró y, en fin, le confieso que eché un vistazo por el portal y vi que se metía en casa de Suzie y entonces me volví hacia el señor Díaz con una mueca, vaya, alzando las cejas como diciendo: «Ya sabemos a qué viene éste.» -Retorció la cruz y la cadenilla en torno a su cuello-. Y ahora me siento fatal por haberlo hecho. -Miró a Kate con expresión angustiada-. ¿Usted cree que fue él quien le hizo eso a Suzie?

– No lo sé, pero lo averiguaremos. -Kate le dio unas palmaditas en el brazo y las pulseras emitieron una tonadilla-. A propósito, ¿sabe usted si Suzie pintaba?

– ¿Que si pintaba? ¿A qué se refiere usted?

– Que si pintaba cuadros, mujer, óleos, lienzos.

– ¿Iconos, como Jesús?

– No, cuadros normales. Paisajes o bodegones de fruta.

– ¿Fruta? -La portera se encogió de hombros como si la idea de pintar frutas fuera lo más absurdo que hubiera oído jamás-. Pues no, no lo creo. Nunca he visto cuadros de ésos en su casa.

– ¿Alguien más venía a verla con frecuencia?

– Bueno, estaba su novio. Se quedaba muchas veces. No es que fuera un chico muy agradable, pero yo no soy nadie para juzgar.

– Estoy segura de que tiene usted muy buen ojo para juzgar a las personas. ¿Me puede decir cómo era el novio de Suzie?

– Negro, muy flaco, alto. Tenía el pelo largo, con las trenzas esas que llevan algunos ahora, sabe usted.

– Trenzas rastas. A lo rastafari.

– Eso, eso. Y llevaba un bastón de plata, pero no creo que lo necesitara para andar, porque no cojeaba ni nada. Era joven. Yo creo que el bastón era… ¿cómo se dice?

– ¿Un complemento?

– Eso, un complemento.

– Menuda memoria tiene usted. ¿No crees, Nicky?

Perlmutter asintió.

– ¿Algún otro detalle? -prosiguió Kate-. ¿Llevaba algún tatuaje? ¿Alguna cicatriz?

– ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo se me ha podido olvidar? Una cicatriz, sí, una cicatriz feísima. Como si hubieran querido cortarle el cuello. -Se llevó la mano a la garganta con gesto melodramático y luego se santiguó.

– ¿Le importaría pasarse por comisaría para ver unas fotos? -preguntó Perlmutter.

La mujer miró a Kate, como esperando su aprobación, y ella le dio un apretón en el brazo.

– Bueno -contestó por fin la portera, atusándose el pelo-. Pero necesito media hora para arreglarme.

Perlmutter llamó a comisaría para que enviaran un coche a recoger a Rosita Martínez, mientras Kate la felicitaba de nuevo por su memoria y le hacía unas preguntas más. Cuando llegaron los agentes, ambas mujeres charlaban como viejas amigas.

– Es usted una joven muy simpática -decía la portera-, y muy guapa. Pero está un poco delgada. Seguro que anda siempre a dieta, ¿a que sí?

– Qué va. Me paso el día comiendo, de verdad.

– Hace bien. Un día de éstos le voy a preparar una cena para chuparse los dedos.

– Me encantaría.

– ¿Le gustan los plátanos fritos?


– Impresionante -comentó Perlmutter mientras cruzaban el vestíbulo en dirección al apartamento de Suzie White-. Diez minutos más y esa mujer te hubiera adoptado.

– Tenía ganas de hablar. Y seguramente nadie le ha dado tiempo. Además, tenía miedo. Aprendí hace mucho que lo único que la gente necesita para abrirse es sentirse segura.

Perlmutter arrancó un trozo de cinta policial de la puerta de Suzie White. Sentirse seguro. Algo en lo que llevaba trabajando toda una vida.

Tendió a Kate un par de guantes de plástico, él se puso otro par, giró la llave en la cerradura y abrió la puerta.

El apartamento estaba impregnado de olores entremezclados: sudor, cerveza, sexo, pizza, basura, muerte.

Allí no había santos ni cruces. Consistía en una habitación con una cocina pequeña en un extremo, un baño al otro lado, un armario y una cama grande contra una pared atestada de fotografías de revistas de moda y melenudos cantantes de rock: Jon Bon Jovi, Steven Tyler, Axel Rose.

Los de Científica ya habían estado allí y, aparte de la pared de las fotos, habían peinado el apartamento. Todo estaba lleno de polvo de huellas negro, blanco y plateado: el fregadero, la pequeña nevera, la repisa de la ventana, un par de lámparas baratas. El suelo de linóleo estaba tan sucio que era imposible distinguir las manchas viejas de las manchas de sangre.

El baño era pequeño y estaba atestado, el lavabo lleno de óxido, el polvo de huellas del amianto confería al espejo un aspecto velado, como de ensueño. Al abrirlo Kate encontró un pintalabios rojo cereza y un pincel ennegrecido de maquillaje barato.

Mientras guardaba el maquillaje, tuvo la sensación de no estar sola y se volvió para ver si Perlmutter la había seguido. Pero allí no había nadie. Era más que el viejo instinto de policía, algo familiar y más reciente: una sensación, como un zumbido, como si dentro de ella se hubiera partido un cable que enviara por su cuerpo una corriente eléctrica, sensibilizando sus terminaciones nerviosas y sintonizando su antena. Era casi como si el asesino estuviera en aquella habitación con ella, inclinado sobre su hombro, señalando cosas, susurrando: «Mira aquí y aquí.»

– No hay mucho que observar -dijo Perlmutter desde la sala. Kate se alegró de oír su voz. Fue suficiente para interrumpir aquel zumbido eléctrico-. ¿Has encontrado algo? -preguntó al ver que Kate volvía a la sala.

– No -contestó ella, atraída de pronto hacia la pared de pósters de estrellas del rock y modelos, un altar a los prosaicos intereses de Suzie White. Contempló los rizos de Jon Bon Jovi, la dentuda sonrisa de Steven Tyler. El zumbido volvió a su cerebro como un láser. Pegada con una chincheta entre dos fotografías de revistas había una serie de instantáneas de fotomatón: cuatro imágenes consecutivas de un negro y una mujer blanca juntos y apretados, peleándose por el objetivo.

Kate la arrancó de la pared.

– ¿Será el novio? -preguntó, fijándose en las trenzas rastas del hombre-. ¿Cómo han podido pasarlo por alto los de Científica?

– Víctima de alto riesgo, caso de baja prioridad -replicó Perlmutter arrugando la frente.

Kate sabía que tenía razón: el asesinato de una prostituta nunca sería una prioridad.

– A menos que el caso encaje dentro de un patrón.

– Pero los de Científica no podían saberlo entonces.

– Exacto. Tal vez Rosita Martínez pueda identificar al tipo de las fotos. -Kate reflexionó un momento-. Aunque no creo que sea nuestro hombre, y menos si es un asesino en serie. Los asesinos en serie suelen escoger a víctimas de su propia raza, y éste es negro. -Kate contempló los cuatro rostros sonrientes de Suzie White mientras metía las fotos en una bolsa de plástico. Había algo dulce en aquella cara, a pesar de todo el maquillaje, y cierta alegría en su sonrisa que su estilo de vida no había borrado.

Echó un último vistazo en derredor. El zumbido se había reducido a un rumor de fondo.

– La otra escena del crimen nos queda sólo a tres manzanas -comentó Perlmutter.


Aquello no tenía sentido, pensó Kate mientras inspeccionaban el piso de la segunda víctima, Marsha Stimson. Un antro ruinoso en un bloque de tres pisos vacío, en un callejón solitario del Bronx. «Un tío mata a dos mujeres, dos prostitutas del Bronx, y luego se va al centro para matar a… Richard. ¿Por qué?» El esquema no tenía sentido.

– Aquí no hay gran cosa -comentó Perlmutter-. Los de Científica lo han destripado bien.

Una cómoda de madera con los cajones abiertos y los contenidos revueltos, una pequeña cama doble sin mantas ni sábanas, el colchón lleno de bultos y manchas de sangre, testimonio de la vida sórdida y la muerte violenta de su propietaria.

– ¿Hubo algún testigo? -preguntó Kate.

– Nada. La policía sondeó los edificios adyacentes y la calle. Nadie oyó ni vio nada. Aquí nadie dice conocer a la víctima. Tal vez estaba de okupa. El edificio se va a derribar.

Kate miró alrededor: el polvo de huellas que cubría los objetos como si fuera caspa, las grietas del techo, las paredes sucias, la casi absoluta falta de adornos en la lóbrega habitación. Y el zumbido comenzó de nuevo. Una vez más dejó que el instinto la guiara. Paseó la vista por las paredes, fijándose en un calendario de propaganda de Muebles Reinholdt colgado con una chincheta junto a un espejo barato de cuerpo entero enmarcado en plástico. Se imaginó a Marsha Stimson arreglándose frente a él y el zumbido se convirtió en un ronroneo. Luego miró las apagadas paredes beige y una reproducción de Gauguin, de Tahití, recortada de una revista o un libro. Era una escena, en verdes y azules, de mujeres medio desnudas entre árboles y cabañas de una isla, un paraíso. ¿Lo contemplaría Marsha Stimson soñando con lugares lejanos, con escapar de su vida deprimente y gris?

Kate quitó con cuidado la chincheta y metió la reproducción en una bolsa.

– ¿Y eso? -preguntó Perlmutter.

Ella miró la reproducción a través del plástico.

– El asesino puede haberla mirado, puede haberle llamado la atención. Como se va dejando detrás pinturas muy coloridas…

– Bien pensado. Y Gauguin fue uno de los grandes coloristas de todos los tiempos.

– ¿Sabes algo de arte?

– Qué va. Pero me encanta Gauguin. A veces hasta sueño con largarme a los mares del sur. Pero quién no sueña con eso, ¿eh?

En ese momento a ella le pareció una buena idea.

– En el laboratorio pueden tratarla con ninhidrina, a ver si sale algo. Ya sé que es casi imposible, pero a lo mejor el asesino tuvo la imprudencia de tocarla. -Ahora el zumbido casi ronroneaba, ummm hmmm, y Kate se estremeció.


Una vez en el coche de Perlmutter, se puso a pensar en voz alta:

– De manera que el tipo acecha a las dos víctimas, espera a que estén solas y las mata, y siempre lleva un lienzo encima. ¿Para qué? -No se lo podía imaginar-. Con Marsha Stimson lo tendría fácil, puesto que en el edificio no vive nadie. Pero Suzie White estaba en un bloque grande y su puerta daba a un vestíbulo. Había muchas posibilidades de que pasara alguien, de que le vieran o le atraparan. ¿Por qué arriesgarse?

– Tal vez llevaba tiempo acechándola, o sentía algo por ella. Es posible que hubieran estado juntos antes, que la conociera de otra ocasión y supiera dónde encontrarla.

Kate agarró un paquete de cigarrillos del salpicadero. Los había estado evitando durante todo el trayecto hacia el Bronx.

– ¿Te importa?

– No es buena idea, pero adelante. Yo los llevo sólo para ofrecerlos a testigos o sospechosos. A mí no se me ocurriría tocarlos.

– Vaya, vaya. -Encendió el mechero del coche-. ¿Me vas a dar un sermón sobre los males del tabaco?

– Yo no, desde luego. Lo que quiero decir es que estarán sequísimos -replicó Perlmutter.

Kate encendió uno y tosió.

– ¡Puaj, sabe fatal! -Pero no lo apagó-. Menos mal que ya no fumo. -Aspiró el humo amargo pensando: «Richard me va a matar por haber vuelto a fumar», y no pudo contener las lágrimas que acudieron a sus ojos.

Perlmutter la miró un instante.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Fingió una tos-. Es el maldito cigarrillo, que está pasado.

– No digas que no te lo advertí.

Kate se quedó mirando por la ventanilla, tratando de dominar sus emociones.

– A ver si podemos dar sentido a todo esto. Dos mujeres. Luego un hombre. Es un cambio en el ritual, a menos que los crímenes no tengan nada que ver con el sexo de las víctimas. ¿Violaron a las mujeres?

– Según el informe preliminar del forense, no había roces en la vagina ni señales de violación.

Kate no preguntó por Richard. No quería saberlo. Se limitó a aspirar más nicotina y alquitrán.

– Entonces ¿qué es exactamente lo que relaciona todos los crímenes? -preguntó.

– Pues, por ejemplo, el hecho de que los cadáveres fueran destripados o las pinturas…

– ¿Sabes si el laboratorio ha acabado con las pinturas?

– Probablemente con las dos primeras -contestó Perlmutter-. Pero la… en fin, la otra…

Kate respiró hondo.

– ¿Te refieres a la que se encontró junto a mi marido? No pasa nada, Perlmutter -añadió tragando saliva-. De verdad. Di lo que tengas que decir. Si queremos que esto funcione, tenemos que ser sinceros el uno con el otro.

– Muy bien. La pintura encontrada en el lugar del crimen de tu marido.

– Vale -replicó ella, casi sin respirar-. Gracias.

– Ah, oye, llámame Nicky. Cuando me llaman Perlmutter me acuerdo siempre de mi padre. Además, no creo que existan muchos apellidos tan espantosos. De pequeño les suplicaba a mis padres que se lo cambiaran.

– ¿Y por qué no te lo cambias ahora? -preguntó Kate, encantada de hablar de otra cosa.

– No; demasiado tarde. Ya me he acostumbrado. De todas formas, preferiría que me llamaras Nicky.

– Pues tú llámame Kate.

El esbozó una sonrisa infantil sin apartar la vista de la carretera, aunque Kate tenía la sensación de que llevaba varias horas observándola, como si quisiera preguntarle o decirle algo y no se atreviera. No 'podía estar segura. Tal vez le hubieran llegado noticias de los pocos policías que la conocían de cuando vivía en Astoria, donde adquirió su fama de ser más fría que el hielo porque era capaz de trabajar en los casos más duros y afrontar sin inmutarse los crímenes más desagradables. Pero aquello no era verdad. Kate sencillamente era muy buena actriz, y en ese momento agradeció ser todavía capaz de fingir. Porque lo cierto es que todo la afectaba, desde siempre. Pero sabía que no podía permitirse el lujo de reconocer sus sentimientos, porque en cuanto lo hiciera estaría perdida. Por fin apagó el cigarrillo en el cenicero.

– Buena idea -comentó Nicky-. El tabaco mata. Ay, perdona, había prometido no sermonearte.

Kate miró el reloj. Casi se le había olvidado que tenía una cita con su editor para trabajar con las cintas de Boyd Werther, que debían terminarse sin falta si querían que el programa saliera al aire la semana siguiente, tal como estaba previsto. El productor de la cadena, la PBS, la había llamado ya varias veces insistiendo en que el programa podía posponerse, pero ella quería seguir fingiendo que todo era normal, quería estar trabajando todos los minutos del día.

– ¿Me harías un favor? ¿Podrías dejarme en el centro?

– Claro -contestó él.

– Bien. Y ahora, lo más difícil: ¿podría ser en veinte minutos?

Él se echó a reír.

– ¿Desde aquí?

– Llego tarde a una sesión de edición. Ya sé que es una tontería, se trata sólo de mi programa de televisión, pero…

– Oye, que a mí me encanta tu programa, y no es ninguna tontería.

– ¿Tú ves mi programa?

– ¿Dónde te crees que he aprendido cosas sobre Gauguin?

Kate tuvo que sonreír.

Él impostó un tono melodramático:

– «Abróchense los cinturones, que va a ser una noche movidita» -citó, sonriendo de nuevo-. Te llevo en quince minutos si me dices de dónde es esa frase.

– Está chupado -replicó Kate-. Eva al desnudo, con Bette Davis.

Con un rápido gesto Nicky tomó del salpicadero la luz policial, sacó el brazo por la ventanilla y pegó el faro al techo del coche.

– No me denunciarás por utilizar la luz, ¿verdad?

– ¿Y la sirena qué?

Él pulsó el interruptor.

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