26

Boyd Werther cerró la verja del montacargas pensando que aquello era un incordio mayúsculo, que ese día había recibido dos visitas muy importantes en el estudio (dos encargados de la Tate Modern de Londres y el nuevo director del museo Whitney) y no estaba de humor para otra, y menos para atender a un pesado que había llamado más de diez veces, cuando ya se habían marchado sus ayudantes, insistiendo en que era amigo de Kate McKinnon. Ahora tendría que atenderlo a solas, por lo menos hasta que volviera Victoria para empaquetar sus dibujos. Ella sería la excusa para pedir al joven que se marchara, si es que todavía seguía allí. Pero en fin, tratándose de un amigo de McKinnon estaba dispuesto a impartirle unas sabias palabras sobre la obra que el chico le llevaba, y a soportar que le adulara durante cinco minutos. El muchacho le ofreció una sonrisa dulce y tímida. Era guapo el cabrón, pensó Werther.

– Dime, ¿de qué conoces a Kate McKinnon? -preguntó en el ascensor.

– Pues… nos conocemos desde hace tiempo. Era mi… mi profesora.

– ¿En Columbia? ¿Historia del arte?

– Sí y somos… no sé, buenos amigos.

– Así que te dijo que vinieras a verme, ¿eh?

– Sí. Me dijo que le enseñara mi obra, que usted me daría algunos consejos. No me quedaré mucho.

«Eso seguro.» Werther salió del ascensor y guió al chico hasta su loft.

Él se puso de inmediato a sacar sus cuadros y extenderlos por el suelo del estudio. Werther ahogó un gemido. Eran peores de lo que pensaba. De colores chillones, nada sofisticados, torpes. ¿Qué demonios iba a decir de aquella basura? Desde luego le iba a echar una buena bronca a McKinnon. Además, el joven ni siquiera miraba su propia obra, cosa que le cabreó. Esperaba y estaba acostumbrado a una cierta atención, sobre todo por parte de los jóvenes aspirantes a artistas.

El chaval terminó de colocar las telas en el suelo y se incorporó con gesto expectante.

– Bueno, ¿qué le parece?

– Pues… -Werther se acarició el mentón y miró los crudos bodegones y escenas callejeras, los excéntricos colores-. En primer lugar, ¿por qué no te quitas las gafas para ver mejor?

– Ah, se me había olvidado. -Se las quitó y parpadeó.

Werther le miró a los ojos. No había visto en su vida a nadie que pareciera tan triste, tan dolido.

– ¿Estás bien?

– Sí. Geniaaaaaal.

– Es que te he visto parpadear y pensé…

– Qué va, no es nada. Es que tengo… una enfermedad.

«Sí -pensó Werther mirando las telas-. Una enfermedad, desde luego, que consiste en no poseer talento alguno.» -Bueno, ¿qué le parece?

Joder, el chaval era como un cachorro necesitado de afecto y atención.

– Pues son… interesantes.

– ¿Qué quiere decir?

«Cono.» -Pues, por ejemplo tu forma de utilizar el color. Es… muy poco habitual.

– ¿Ah, sí? -El chico miró las telas forzando la vista-. No sé por qué -comentó con cierta tensión.

– Hombre, estarás de acuerdo en que no es muy normal. Pintas las nubes púrpura y las manzanas azules. ¿Has estado estudiando a los fauves?

El joven miró las telas con toda su atención. ¿De qué hablaba el pintor? Los colores estaban bien, eso seguro.

– Me parece que se equivoca.

– ¿En cuanto a los fauves?

– No.

– O sea que no es fauve. ¿Entonces qué, los expresionistas alemanes?

– No. -La cabeza le dolía un poco y la música había comenzado a sonar junto con tonadillas de anuncios.

– No sé qué os enseñan en la academia hoy en día.

– Yo no voy a la academia.

– ¿No decías que Kate era tu profesora en Columbia?

– Fui a una clase nocturna, nada más. -Pestañeó como si le hubiera cegado un destello de flash y rápidamente esbozó una estudiada sonrisa seductora.

Werther le observó. Tenía labios gruesos y una fina estructura ósea, era casi demasiado guapo, pero había en él algo raro también.

– Mira, mejor hablamos en otro momento.

– No, éste es el mejor momento. ¡Eso es! ¡Es Coca-Cola! ¡Lo auténtico!

– ¿Cómo dices?

– Un momento. -El joven sacó unos papeles de su mochila-. Son para usted. Un regalo.

Werther los miró. Eran un puñado de ilustraciones, obviamente arrancadas de libros, con los bordes gastados: Bacon, Jasperjohns, un Soutine.

– Vaya, gracias.

– Son geniaaaales, ¿verdad?

– Bueno, Johns es muy bueno, y el Soutine es interesante, aunque un poco pasado de tono para mi gusto. Pero Bacon, bueno… -Alzó la reproducción con el brazo estirado y arrugando la nariz-. La verdad es que no me llega.

No me llega… No me llega… Las palabras del artista resonaron en su cerebro junto con las canciones y los anuncios.

– ¿Por qué no?

Werther se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? -respondió tendiéndole las ilustraciones-. Deberías quedártelas tú. Supongo que para ti significan mucho más que para mí.

– ¿No le gustan?

– No están mal, pero yo tengo muchos libros de arte y reproducciones. Y además poseo un cuadro de Johns.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que compré un cuadro de Jasper Johns, que es mío.

– ¿Puedo verlo?

– No está aquí. Lo tengo en casa. Esto es sólo mi estudio. -Werther se estaba impacientando-. Oye, ahora tengo que irme a casa.

– Pero si acabamos de empezar. No me ha enseñado nada.

Werther suspiró.

– Mira, ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo? -«Por ejemplo, nunca»-. Estoy cansado. Ha sido un día muy largo.

– Sólo un momento, de verdad. Luego me voy, ¿vale? -suplicó pestañeando y mirando a Werther con sus ojos tristes.

Werther se miró el reloj. Cinco minutos, no pensaba darle ni un segundo más.

– Está bien.

– ¡Geniaaaaal! -El joven señaló una de sus telas en el suelo, una escena callejera-. ¿Qué le parece ésa?

– Es… está bien. Una construcción… muy agradable. -Werther quería decirle que era una mierda, pero también quería que el tipo se marchara.

– ¿A qué se refiere?

– Pues mira, la composición, la forma en que has dispuesto la escena. Está muy bien. -No se le ocurrió otra cosa.

El joven sonrió.

– ¿Y el color?

– ¿El color?

– Sí, el color.

– Pero si no hay colores.

– Claro que hay colores. ¿Está loco o qué? -A veces te parece que estas loco…

– Bueno, si te refieres a la gradación de los tonos o…

– No; a los colores.

– Pero si está en blanco y negro.

– ¡Mentira! -Tenía los nervios de punta, comenzaba a entrarle el pánico-. ¿Se está burlando de mí?

– ¿Por qué iba a burlarme de ti?

– Porque… -No sabía que el artista iba a ser tan cruel con él. Recogió bruscamente la tela del suelo y se la puso delante de las narices-. Hay montones de colores. -Los ojos le lagrimeaban-. Usted se equivoca.

«Este cabrón está chiflado. Tengo que quitármelo de encima.» -Oye, tengo que irme.

– ¿Adónde?

– A mi casa.

– Una pregunta más, por favor.

Werther lanzó un hondo suspiro.

– A ver…

– Vale, es en blanco y negro, pero es bueno, ¿no?

– Sí, está bien. A mí me gusta.

– ¿Que le gusta? -El joven se lo quedó mirando, parpadeando con sus ojos tristes-. A usted no le gusta. Usted piensa que el blanco y negro es aburrido. Piensa que cualquier pintor que no utilice el color está perdiendo el tiempo.

– ¿De qué hablas?

– Le vi, oí lo que dijo sobre el blanco y negro. Dijo que era aburrido.

– Ah. -Werther se echó a reír-. Estás hablando del programa de televisión, el de Kate.

– Sí.

– Mira, ¿por qué no recoges las telas? Ya hablaremos otro día.

– Estoy intentando aprender. De verdad.

– Claro, claro -replicó Werther, captando el tono suplicante del joven. «Está como una cabra.» Se moría de ganas de cantarle las cuarenta a Kate. Si es que conocía al tipo aquel, cosa que comenzaba a dudar. Estaba recogiendo las telas. ¿Tenía lágrimas en las mejillas? «Joder.»-. Oye, lo que yo piense no importa.

El chico se enjugó las lágrimas y Werther se volvió.


Cuando Werther abrió los ojos le dolía la cabeza y al intentar moverse comprobó que no podía. Se debatió contra la cinta adhesiva que ataba su pecho a la silla y vio que también tenía sujetos los tobillos y las muñecas. ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? No tenía ni idea. Lo último que recordaba era que el joven recogía sus cuadros llorando. No, eso no era lo último. Una mano se había acercado a su rostro por detrás, luego olió un producto químico e intentó debatirse, pero el estudio comenzó a girar.

El chico se frotaba el brazo, donde le estaba saliendo un moratón.

– Me ha hecho daño, ¿sabe?

– ¿Qué cono está pasando aquí?

El joven parpadeó y miró hacia un lado.

– Oye, Tony, apaga la luz, ¿quieres? -Esperó con los ojos entornados, protegiéndoselos de los focos del estudio. Al cabo de un momento se acercó a la pared, apagó el interruptor y la sala quedó en penumbra-. Vaya, lo tengo que hacer todo yo. Muchas gracias, Tony.

Boyd Werther miró en torno al chico. Allí no había nadie más.

– Te he preguntado qué coño está pasando aquí. ¿Qué quieres?

– Quiero… quiero que me ayude.

– ¡Que te den por el culo! ¡Suéltame ahora mismo! ¿Estás loco, imbécil? -Werther forcejeó con las ataduras y la silla se movió.

El joven se colocó detrás de él y comenzó a enrollar más cinta en torno a su cuerpo, atando la silla a una tubería de la calefacción.

– ¿Qué haces? -Werther se esforzó por calmarse-. Dime lo que quieres, ¿vale? Seguro que podemos solucionarlo.

– Shhh. -El joven ladeó la cabeza como un perro, como si escuchase algo-. ¿Qué? No, Tony, ahora no. Perdone, ¿qué me decía?

– Pues… te preguntaba qué querías.

– Ah. Hablar.

– ¿Hablar?

– Sí.

Werther comenzaba a sentir pánico. La bilis se le agolpaba en la garganta como si fuera a vomitar. Pero no, tenía que mantener la calma, aquel loco no era más que un chaval, podría manejarle, tenía que salir de aquella situación absurda.

– Ya te he dicho antes que podemos hablar en cualquier momento.

– No, usted quería echarme.

– Estaba cansado, nada más.

– Y no le han gustado. Los dioses -explicó, señalando las ilustraciones que yacían en el suelo-: Bacon, Johns, Soutine.

– Eso no es verdad. Te he dicho que ya tengo un cuadro de Jasper Johns.

– Está… enfermo, ¿sabe?

– ¿Quién?

– Jasper Johns.

«¿De qué coño me está hablando este lunático?»

– ¿De verdad?

– Sí.

Werther no podía mirar su reloj pero sabía que Victoria, su ayudante, volvería pronto. «Que siga hablando.»

– Oye, tú… ¿Tú cuántos años tienes? ¿Veintidós, veintitrés?

– ¿Por qué? -La silueta del muchacho parecía ahora más grande. Se movía mascullando por el estudio. La pregunta le había dejado confuso. Nunca había sabido su verdadera edad.

– No, por curiosidad. Eres muy joven y… -Werther iba improvisando-. No sé, siempre he querido… tener un hijo, alguien a quien pudiera hacerle de mentor.

El chico dejó de moverse.

– ¿Mentor?

– Sí, ya sabes, alguien a quien ayudar, a quien enseñar el oficio. En tu caso, ayudarte con tu… con tu obra.

– ¿De verdad lo haría?

– Pues claro. Me encantaría.

– ¡Jo! ¡Sería geniaaaaaal! Lo mejor es lo auténtico, ¿sabe? Quiero decir, con Sanitas estás en buenas manos. -El joven le puso la mano en el hombro-. Vamos a jugar a una cosa. Yo le señalo una zona de sus cuadros y usted me dice de qué color es.

– Va a ser un poco difícil en esta penumbra. -Recordó cómo parpadeaba el chico antes con las brillantes luces.

Retrocedió y encendió de nuevo el interruptor.

– Lo de las luces lo hago por usted. No quisiera ser… contraproducente. -Parpadeaba y se llevó la mano a los ojos para hacerse sombra. Uno de los focos iluminaba la gruesa cadenilla que Werther llevaba al cuello.

– ¿Eso qué es?

– ¿El qué?

– Lo que lleva al cuello.

– Ah. Una cadenilla. Es muy antigua y muy rara. Medieval.

– Ah, sí. He leído sobre eso. La Edad Media, ¿no?

– Eso es. Es un regalo. -Werther recordó fugazmente el momento en que su bella primera esposa se la había puesto al cuello después de hacer el amor. En otras circunstancias habría sonreído-. La llevo porque da buena suerte. -De pronto se le ocurrió algo-. Oye, ¿por qué no te la quedas? Te traerá suerte.

– ¡Vaya! Es usted muy amable. -El muchacho se inclinó sobre él y por un instante Werther pensó en hincarle los dientes en el antebrazo, pero entonces vio una gruesa cicatriz en la muñeca y no fue capaz.

El muchacho le quitó la cadenilla, la admiró un momento y se la puso al cuello.

– Muchísimas gracias. No lo olvidaré.

– De nada. -Werther hizo un esfuerzo por sonreír.

– Muy bien. Vamos a jugar. Es para aprender sobre los colores, ¿vale?

– Vale.

El joven se volvió hacia uno de los enormes cuadros abstractos de Werther y señaló una zona de un amarillo intenso.

– ¿De qué color es?

– Amarillo.

– ¿Amarillo? ¿Está seguro? -Señaló otra zona y volvió a preguntar-. ¿Y esto?

– Pues… rojo.

El chico entornó los ojos.

– A mí no me joda.

– ¡Pero si es rojo! ¿Es que no lo ves?

– ¡Pues claro que lo veo!

– Vale, vale, seguro que lo ves. -Werther no sabía qué decir, no entendía el juego. ¿Por qué le estaba haciendo aquellas preguntas? El corazón le palpitaba contra la cinta adhesiva-. Oye, ¿tienes algún problema en los ojos?

– ¿Como qué?

– No lo sé. Pero… parece que no ves bien los colores.

El muchacho se acercó con brusquedad y le espetó:

– No-tengo-ningún-problema.

– Vale, vale. De acuerdo.

El joven fue hasta la larga mesa de pintura, en la que había una paleta de cristal con pequeñas manchas de pintura seca y docenas de tubos de óleos alineados junto a botes de pigmento. Inspeccionó los tubos hasta que abrió uno y se lo puso al artista en las narices. La pintura rezumaba por la boca del tubo.

– ¿Es esto? ¿Esto es rojo? -preguntó, señalando con la cabeza.

Werther miró el óleo verde oscuro sin saber qué decir.

– ¿Es rojo?

– Pues… no.

– ¿Me está diciendo que esto no es rojo?

– Eh… mira la etiqueta.

El joven se acercó el tubo a los ojos, pero sin su lupa le resultaba imposible leer claramente lo que ponía: verde esmeralda. Entonces tocó la pintura con la lengua.

– Sabe a rojo -comentó-. Pruébela. -Pegó el tubo a la boca de Werther y el verde salobre le manchó los labios apretados.

– Sí -contestó el artista. Un poco de pintura verde se filtró entre sus labios-. Estaba equivocado.

El joven se dirigió a otro cuadro de Werther y con un rápido gesto, apretando el tubo, trazó un manchurrón de un lado a otro de la tela. Luego se apartó para observar el resultado.

– No coincide -dijo, parpadeando y frunciendo el entrecejo al ver que los tonos eran diferentes-. Puede que tenga razón. -Se volvió hacia Werther-. Pero si me miente esto no va a funcionar. Es contraproducente. Yo pensaba que iba a ser mi… ¿cómo era eso que dijo?

– ¿Tu mentor?

– Eso, mi mentor.

Werther se quedó mirando el grueso gusano de pintura verde que goteaba por la tela estropeando su cuadro.

– ¿Y aquí? ¿Éste qué color es? -El joven señaló una zona de naranja intenso.

Werther inspiró, percibiendo el olor de la pintura que tenía en los labios.

– Es naranja. Una mezcla de… esto… rojo cadmio medio y amarillo limón con un poco de blanco titanio.

El chico miró la zona entornando los ojos. A él le parecía un tono marrón grisáceo medio.

– Enséñeme.

Werther se revolvió contra sus ataduras.

– ¿Cómo voy a poder?

El joven fue de nuevo a la mesa y se puso a recoger tubos de pintura en sus brazos como si fueran niños pequeños.

– Se mueve -dijo Werther.

– ¿El qué?

– La mesa. Se mueve. Tiene ruedas.

– Ah, qué bien -dijo el chalado, empujando la mesa hacia el pintor-. ¿Tiene una lupa?

– Sí, ahí -contestó Werther, señalando con el mentón un escritorio al otro lado del estudio.

– ¿Para que la utiliza? ¿Está usted enfermo?

– Pues… para ver diapositivas de cuadros.

– Ah -replicó el otro, decepcionado. Pasó la lupa sobre los caros tubos de óleos y seleccionó el rojo cadmio medio, el amarillo limón y el blanco titanio. Quitó los tapones y echó en la paleta unos pegotes de pintura que luego mezcló con un pincel sin dejar de parpadear-. ¿Qué tal? -preguntó por fin, mirando lo que a él se le antojaba una mancha marrón grisácea.

Werther se quedó contemplando a aquel chico tan guapo y tan triste. No se podía creer lo que estaba pasando y no comprendía de qué iba todo aquello.

– Esto… necesitas un poco más de amarillo.

El joven parpadeó y miró las manchas de pintura en la paleta.

– Es el de la derecha -explicó Werther casi en un susurro, como si supiera que su ayuda no sería bien recibida.

– ¡Ya lo sé! -Añadió más amarillo a la mezcla, trazó con ella una pincelada sobre la zona que Werther había calificado de naranja y se apartó para observar el resultado. Por lo menos la tonalidad coincidía-. Supongo que ha dicho la verdad.

– ¿Por qué iba a mentir?

– Todo el mundo miente. -Señaló con el pincel otra zona, una ancha banda que corría a todo lo largo del cuadro, de arriba abajo-. ¿Es eso también naranja, maestro, quiero decir, mentor?

– No. Es… rosa.

El joven aplicó una pincelada de pintura naranja encima del rosa. A sus ojos, los dos colores coincidían a la perfección.

– ¿Intenta engañarme?

– No.

– Pero es naranja, ¿no?

– Vale.

– ¿Vale qué?

– Que vale, que tienes razón. Que los dos son naranja, como tú dices.

El joven se volvió.

– Tony, ¿es naranja o rosa? -Luego se volvió de nuevo y rugió-: ¡Es geniaaaaaal! -A continuación añadió con su voz normal-: Tony podría estar mintiendo. A veces miente. -Se giró a la derecha-. ¿Quién miente, Donna? -Y su voz subió una octava-: ¡Los dos mienten! -Se volvió bruscamente hacia Werther-. ¿Cómo puede ser un mentor si me miente?

Werther no supo qué decir. Se humedeció nervioso los labios y percibió el sabor de la pintura mientras el muchacho se acercaba a él apuntándole con el pincel como si fuera una pistola.

– Su… supongo que me he equivocado -balbuceó-. No; te has equivocado tú. Es decir…

– Que yo me he equivocado -repitió el otro, parpadeando-. ¿Que yo me he equivocado? -exclamó más fuerte-. ¿Es que se cree que soy tonto?

– No, no, nada de eso.

– Pues entonces, ¿por qué me iba a equivocar? -Sacó la lengua y lamió la punta del pincel-. Esto sabe a naranja.

– Sí, sí, por supuesto. Es naranja. Tienes razón. -El corazón le martilleaba en el pecho.

El joven se acercó un paso y le plantó el pincel contra los labios.

– Pruébelo.

Werther los apretó con fuerza y masculló:

– Mmm… sí. Naranja.

– ¡Que lo pruebe! -Le apretó las mejillas hasta que los músculos de la mandíbula se aflojaron y el pintor abrió la boca. Entonces le metió el pincel de golpe-. ¿Es que no nota el sabor? ¡Naranja! ¿No? ¡Naranja! -Y sacó el pincel bruscamente.

Werther resolló escupiendo pintura aceitosa.

– Es naranja, ¿no? Ha notado el sabor, ¿no?

– S-sí.

El chico cogió de la mesa un raspador de paletas, en realidad una cuchilla. Se volvió hacia el cuadro más grande y lo cortó de un tajo hacia la derecha, otro hacia la izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Una tela que valía una fortuna destruida en unos segundos. El lienzo colgó del bastidor hecho jirones. El muchacho cortó unos trozos de lienzo, los olió y se los llevó a Werther.

– ¿Esto de qué color es?

– Es… es… -El regusto a aceite, resina y pigmento lo estaba mareando.

– Le voy a dar una pista. Es mi color favorito.

– ¿D-de verdad?

– Sí. Así que dígame, ¿qué color es?

– Eh… siena.

– No, no es siena. -El chico se inclinó sobre él-. Es alboroto.

– ¿Alboroto? No sé qué es eso…

– ¿Se hace llamar artista y no conoce el alboroto? -preguntó el muchacho pestañeando con frenesí y con la cara congestionada.

– Explícamelo, por favor. -Werther notó la pintura deslizarse por su garganta, era como ácido y le quemaba.

– Dígamelo usted. Usted es el que lo sabe todo del color.

– No… yo no…

– Pero usted mismo lo dijo.

– No. Nunca.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– En la tele, ¿no se acuerda?

– No, yo…

– Sí. Usted lo sabe todo y no quiere enseñarme.

– Te enseñaré, te lo juro. Seré tu mentor, ya te lo he dicho. Desátame y deja que te enseñe de verdad. Podemos ser amigos.

– ¿Amigos? -El joven se quedó inexpresivo-. Donna, Dylan, ¿qué pensáis? -Pareció escuchar con la cabeza ladeada, sin dejar de parpadear-. Sí, estoy de acuerdo.

– ¿Qué?

El muchacho sonrió tristemente y se inclinó hacia las manos atadas de Werther con la cuchilla sobre ellas.

– Creen que está mintiendo.

– ¿Quiénes?

– Mis amigos.

– No te miento.

El joven miró sus telas, apiladas ordenadamente en el suelo con el paisaje callejero encima.

– Ya sé lo que piensa, que el blanco y negro es aburrido, que yo soy aburrido. Donna dice que me está mintiendo para que me sienta mal. Y Donna siempre sabe lo que pasa. -Alzó bruscamente el cuadro en blanco y negro-. Usted dice que aquí no hay colores, pero Donna dice que hay montones de colores, colores preciosos. -Agarró un bote de pigmento de la mesa y se lo vertió a Werther en la cabeza cubriéndole de azul-. Está muy guapo -comentó, echándose a reír-. Todo de color menta mágica. Y ahora…

Se apartó mirando a Werther como si fuera una obra de arte, se vació un tubo de óleo en la mano y le pintarrajeó de rojo brillante toda la cara y el pecho.

– A ver, ¿qué color es éste?

– Es… rojo.

– ¡Mentira!

– No, yo…

– ¿Es que no sabe reconocer el verde? ¿Usted? ¡Usted que duerme, sueña y come en color!

Agarró otro tubo y obligó a Werther a abrir la boca. Entonces le metió el tubo y lo vació por completo. Lo tiró al suelo e hizo lo mismo con otro y con otro y con otro. Un auténtico arco iris manaba de la boca de Werther sobre el mentón, la camisa, el regazo.

Werther se asfixiaba, pero todavía respiraba cuando al chico se le ocurrió una idea: estaba a punto de perder una rara oportunidad, y con un artista auténtico. Soltó a Werther y se puso a rebuscar en su mochila mientras el pintor resollaba y escupía intentando respirar. Al cabo de un momento el joven se acercó a él y de un rápido tajo le abrió el vientre. En ese instante la sala explotó a su alrededor con los más magníficos y exquisitos colores que había visto nunca, colores que ni siquiera había llegado a imaginar (fucsia y salmón). Agarró a puñados las vísceras ensangrentadas que se vertían sobre el regazo de Werther y se precipitó hacia sus enormes telas para correr de una a otra manchando y pintando, aplicándoles las tripas en grandes trazos.

Boyd Werther estuvo agonizando largo rato, sin habla y viendo a aquel desconocido correr entre su cuerpo ensangrentado y los cuadros, hundir las manos en su vientre abierto y utilizar su sangre y sus vísceras para pintar algo que cada vez se parecía más a la ilustración de Soutine, Buey desollado, que yacía en el suelo a sus pies.

El muchacho se estaba cansando de correr de un lado a otro, quería tener más de aquella preciosa materia prima, de manera que agarró una lata de café de la mesa y la sostuvo bajo la sangre que manaba del vientre del artista. Luego cogió un pincel y fue de un cuadro a otro, escribiendo e identificándolo todo hasta que el magnífico rojo escarlata comenzó a tornarse rosa y todo el color de la sala palideció. Justo cuando comenzaba a convertirse en gris oyó el ruido del montacargas. Se volvió, con las manos como filetes crudos, goteando sangre, y cogió su cuchillo mientras se abría la puerta del estudio de Boyd Werther.

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