Kate mascaba dos chicles Nicorette a la vez y comenzaba a dolerle el mentón.
Había pensado mantener una conversación civilizada con Noreen Stokes, de hecho la había llamado dos veces, pero colgaba cada vez que la mujer contestaba. Al fin y al cabo, ¿qué podía decirle?
Ahora esperaba al otro lado de la calle, delante del bloque de los Stokes, bajo la lluvia, helada hasta los huesos. Noreen mentía. Si había llegado a contratar a un detective, era evidente que sabía dónde estaba su marido. Noreen Stokes, la sufrida esposa. Por mucho que él la hubiera maltratado, ahora le estaba protegiendo, eso seguro.
Pero ¿qué les pasaba a algunas? Si Richard le hubiera hecho lo que Andy a Noreen, Kate le hubiera abandonado de inmediato. ¿O no? ¿Y qué era lo que había hecho Richard? No tenía ni idea. ¿También a ella la había cegado el amor?
– Richard -susurró, reconcomida por un recuerdo: la primera vez que notó que faltaba dinero y Richard le mintió. Pero había sido un error, un terrible error, y Richard juró y perjuró que no volvería a mentir nunca más y ella le creyó. Deseaba creerle con todas sus fuerzas.
«Richard, por favor, dime qué está pasando.»
De pronto sonó el móvil y Kate reconoció el número que apareció en la pantalla. Floyd Brown. «¡Mierda! ¡Ahora no!» No podía hablar con él hasta saber qué estaba pasando. Necesitaba conocer todos los hechos antes que la policía.
Los Nicorette habían perdido sabor. Kate los escupió en un pañuelo de papel y se metió otro en la boca. Notaba el efecto de la droga. Le recordaba los viejos tiempos, las misiones de vigilancia, cuando se pasaba horas metida en un coche de policía, fumando un cigarrillo tras otro, tomando café malo y con el culo entumecido. Ahora echaba de menos las tres cosas: el tabaco, el coche y el café. Ah, sí, y la autoridad. Brown la mataría si supiera que estaba allí, siguiendo a Noreen Stokes, esperando que la mujer la condujera hasta Andy.
Se acordó del agente del FBI, Marty Grange, sentado frente a ella en la sala de conferencias, clavándole aquella mirada suspicaz. Pues ahora estaba demostrándole que no se equivocaba.
Sonó de nuevo el teléfono. Era Brown otra vez. Debería ponerle al corriente de lo que estaba haciendo, pero no contestó. Ya hablaría con él más tarde, cuando supiera algo.
¿Cuando supiera qué?
Miró sus zapatos mojados y destrozados. «Vete a casa. Sabes que esto es una tontería. Déjalo.» Pero no se movió. No podía pensar con claridad. ¿Cómo iba a pensar con claridad después de haber dormido sólo tres horas, mal y con pesadillas? Exigirle sensatez sería pedirle demasiado. Sólo sabía que no podía permitir que Andy Stokes desapareciera llevándose con él lo que pudiera saber del asesinato de Richard. Había hecho una promesa, un juramento, a Richard y a ella misma, y pensaba llegar al final fuera cual fuese la verdad. Tenía que averiguarla antes que nadie. Tenía derecho a ello, ¿no?
Alzó la vista hacia el bloque, como si pudiera ver el interior del piso de los Stokes y los secretos que ocultaba. Se preguntó qué averiguaría.
Por un instante rezó para que Noreen no saliera de aquel maldito edificio.
Noreen Stokes apartó las pilas de jerséis cuidadosamente doblados, sacó el joyero escondido en el fondo del armario y lo dejó en la cama. Hacía años que no guardaba allí ninguna joya. El collar de perlas, los sencillos pendientes de oro, hasta el anillo de compromiso, de diamantes, se habían vendido o empeñado hacía mucho tiempo, acompañados de las habituales promesas de Andy de comprarle joyas más grandes y más caras cuando las cosas mejorasen, cosa que no pasó nunca.
Pero a ella le daba igual. Nunca le habían interesado mucho las joyas. Siendo una chica del Medio Oeste con título de bibliotecaria, nunca había esperado demasiado de la vida.
Sacó la parte superior del joyero forrado de terciopelo, acordándose de la primera vez que vio a Andrew Stokes, un chico guapo con cara de niño que se había acercado al mostrador de la biblioteca con aquella sonrisa tan suya. Más tarde, cuando tuvieron su primera cita, no podía creerse que un hombre como Andrew Stokes le prestara a ella la menor atención y mucho menos que, sólo después de salir unas cuantas veces, la pidiera en matrimonio. Cuando Noreen le preguntó por qué quería casarse, él explicó que con ella se sentía seguro, y aunque no era exactamente la respuesta que a ella le hubiera gustado, se quedó conforme. Su padre, banquero, y su madre, bibliotecaria, tampoco entendían nada hasta que al cabo de un año de casados Andy comenzó a pedirles préstamos, a los que ellos accedieron… al menos durante una época.
Noreen sacó del joyero el dinero que llevaba ahorrando en secreto desde que se había dado cuenta de que su marido no era tan buen partido como ella esperaba. En diez años Noreen había conseguido ahorrar más de veinte mil dólares.
Había estado a punto de dejarle más de una vez: sus desapariciones sin explicación, la bebida, las drogas, y sobre todo cuando el detective le dio la mala noticia y le enseñó las fotos de Andrew con aquellas mujeres. Pero aquello era cosa del pasado. Andrew la necesitaba de nuevo, había suplicado su perdón y había confesado sus pecados (por tercera o cuarta vez desde que estaban casados), pero también había reiterado su amor eterno, y eso era lo que contaba. Andrew entendía que se había equivocado y prometía cambiar, le suplicaba otra oportunidad. Podían escaparse juntos, le dijo, comenzar una nueva vida. Y aunque algo le decía a Noreen que tuviera cuidado, no recordaba haberse sentido tan feliz desde el día que vio por primera vez la sonrisa deslumbrante de Andrew Stokes. No pensaba permitir que nadie le arrebatara aquella sensación, y esta vez ella tenía todos los ases.
Ató los fajos de billetes con gomas y los colocó ordenadamente en una bolsa pequeña, escondidos debajo de varias prendas de ropa interior, una blusa, un jersey fino, un bañador y unas sandalias, lo justo para ir tirando unos días. También metió unas cuantas cosas para Andy.
El corazón le latía deprisa. Nunca en su vida había hecho nada parecido, nada tan… emocionante. Iba a huir con Andy, el bribón de su marido. Ella se había ocupado de todo: de poner la casa en venta, abrir una cuenta en el extranjero para que le ingresaran el dinero, reservar una habitación en un hotel de Guadalajara («pequeño, encantador, apartado», según la guía de viajes). Tenía ya los billetes en el aeropuerto JFK. Al día siguiente estarían paseando cogidos de la mano por una solitaria playa de México.
Se metió los pasaportes en el bolsillo, se puso un pañuelo en la cabeza y se lo ató bajo la barbilla. Le gustaría haber tenido una boina o un sombrero de ala, como el que llevaba Ingrid Bergman en Casablanca o Faye Dunaway en Bonnie and Clyde. Quería parecer tan peligrosa y tan elegante como se sentía.
Se imaginó a su pobre marido asustado, escondido en el Bronx. Cómo acudiría ella en su rescate, qué agradecido se sentiría él siempre.
Intentó imaginarse la habitación del hotel de Guadalajara. Esperaba que fuera bonita porque esta vez, si Andy quería, estaba dispuesta a ladrar.
En la esquina norte entre las calles Setenta y dos y Park Avenue, un joven ataviado con una anodina chaqueta gris y una gorra que le tapaba la mitad del rostro, se ocultaba a la sombra de una furgoneta de reparto aparcada en doble fila, junto a un Navy Blue Chevy Malibu. Llevaba allí casi dos horas. La fina llovizna le había empapado los zapatos y tenía los pies entumecidos. Cambió el peso de una pierna a otra, pensando en meterse en el coche, pero al final no lo hizo. Otro joven estaba al volante del Malibu, esperando que le diera la orden.
Echó un vistazo al edificio de los Stokes y luego a Kate. Se metió en la boca dos chicles Doublemint. La estúpida cancioncilla del anuncio seguía sonando en su mente:… doble placer, doble diversión.
Maldita sea, tenía los pies helados. Se asomó por detrás de la furgoneta y vio que Kate también miraba el edificio, esperando, igual que él. Se imaginó lo que le gustaría hacer con ella, pero cuando la fantasía comenzaba a formarse, Noreen Stokes salió de la casa, el portero le abrió la puerta de un taxi y se marchó.
Un instante después, Kate hizo exactamente lo mismo y entonces él se deslizó en el Malibu con la agilidad de una serpiente entre la hierba.
Ahora que se había desvanecido el efecto de las drogas, Andy Stokes estaba tembloroso, le picaba la piel, le ardía el estómago. Se inclinó sobre el retrete de Lamar, sucio y agrietado y vomitó un hilillo de bilis. Se agarró al lavabo para erguirse hasta verse en el espejo. Su pelo rubio raleaba y lo tenía desgreñado, la piel pálida, los ojos inyectados en sangre. «Es sólo una jodida pesadilla, tío.»
Se pasó la mano por el pelo. «Eh, rubiales, ¿dónde te habías metido?» Frunció el entrecejo y se volvió. Tal vez no era más que un mal sueño. Sintió otra náusea, pero tenía el estómago vacío. Dentro sólo llevaba asco y fracaso. Mierda. No era culpa suya, eso lo sabría cualquiera, ¿no? En realidad no era un mal tipo. Lo suyo era… una necesidad. No tenía elección.
¿Un sueño? No, una pesadilla. Como en aquel momento, cuando nada más despertarse supo que Lamar no sólo había desaparecido, sino que además le había robado la cartera.
Cogió la oxidada maquinilla de afeitar que había en el lavabo y se la llevó a la muñeca. «Qué coño, acaba de una puta vez, hazle un favor al mundo.» Pero no podía. Qué demonios, era incapaz de todo.
Entonces se acordó de que Noreen iba a sacarle de aquel hoyo. Saldría del país, lo dejaría todo atrás, comenzaría de nuevo. Noreen iba a salvarle porque él le había dicho cuánto la quería, cuánto la necesitaba.
Se echó a reír. La buena de Noreen, siempre tan leal, siempre tan merecedora de confianza, tan responsable. Más fiel que un cachorrito, aunque sin tanto encanto.
Alzó la vista hacia la foto de Suzie White que Lamar tenía pegada con chinchetas al lado del espejo. La arrancó de la pared, la rompió en pedazos, la arrojó al retrete y tiró de la cadena.
En una calle sin árboles del Bronx, Kate vio a Noreen salir del taxi y entrar en un edificio que debía de ostentar el premio al peor bloque de la ciudad, con su fachada de ladrillos picados, las ventanas tapiadas con tablones, el portal cubierto de papeles.
Kate echó un vistazo alrededor: dos niños negros de unos doce años deambulaban por la calle, bien pasada su hora de irse a la cama, con auriculares en los oídos y pantalones holgados, tan bajos en sus caderas que amenazaban con caerse. El letrero de neón de un bar parpadeaba como si estuviera a punto de fundirse.
La llovizna se había convertido en lluvia e interpretaba un solo de batería en el techo metálico del coche. Le atacaba los nervios. Kate respiró hondo varias veces soltando el aire despacio. Podía esperar. Noreen saldría en cualquier momento con Andy.
Floyd la iba a matar, eso seguro. Ya se le ocurriría qué decirle, qué mentira contarle. Aunque Floyd no se creería nada. Pero eso sería más tarde. De momento sólo podía pensar en Andy Stokes, en conseguir que le contara lo que estaba pasando y lo que había pasado.
Siguió mirando el portal del bloque. Pasó otro minuto que le pareció una hora. Un minuto más, no iba a darles más tiempo.
Dio unas palmadas a la automática del 45 que llevaba bajo la chaqueta. Sí, allí estaba, confirmando que aquello era real, que no era una espantosa pesadilla en la que habían asesinado a su marido y ella seguía a su socio hasta un edificio asqueroso del Bronx para averiguar por qué.
Ojalá fuera una pesadilla.
Vio de reojo un borrón azul oscuro, un coche que pasaba y que frenó de pronto con un fuerte chirrido. Un segundo más tarde se apeó un hombre con una gorra baja sobre la frente y se dirigió hacia el edificio. Algo en su lenguaje corporal le resultaba familiar, pero Kate no tuvo tiempo de pensar en ello. Sólo tuvo un presagio: ¡aquí pasa algo!
Tenía que llamar a Brown.
– ¿Dónde dices que estás? -Su voz crepitaba en el móvil.
– Al lado de Zerega, en la calle Ciento cuarenta y siete. Estaba siguiendo a Noreen Stokes y…
– Te dije que me mantuvieras al corriente. Joder…
– No tuve tiempo. Fui a verla un momento y antes de que me diera cuenta llamó un taxi y…
– ¿Y eso cuándo fue? Maldita sea. Bueno, da igual. Voy a mandar los coches patrulla de McNally. Tú no hagas nada, ¿me oyes?
Kate colgó sin despedirse. Sí, le había oído, pero ¿cómo podía no hacer nada? La adrenalina le corría por las venas. Había llegado hasta allí para averiguar la verdad sobre su marido y ahora no pensaba detenerse. Dio al conductor un billete de cincuenta dólares, pidiéndole que la esperase, salió del taxi y soltó el seguro de la Glock.
Estaba llegando al portal cuando oyó tres disparos y los gritos de una mujer.
Abrió la puerta de golpe, entró con cautela en un pasillo gris y se agachó. Alzó la vista hacia la escalera, que estaba a oscuras. El ruido de pasos era cada vez más fuerte y resonaba por encima de los escalofriantes chillidos de la mujer. Hasta que de pronto, en unos segundos, la oscuridad se convirtió en una sombra que a su vez cobró la forma de un hombre que corría hacia ella con una pistola en la mano.
La primera bala de Kate le alcanzó en el hombro. El desconocido dio un respingo hacia un lado, pero se enderezó con el brazo estirado. La luz. se reflejó en el cañón de la pistola, que seguía apuntando a la cabeza de Kate.
Otro disparo, y otro. Kate sentía en la mano el retroceso del arma.
Apretó de nuevo el gatillo. No pensaba correr riesgos. Había visto morir a buenos policías por querer jugar limpio, por disparar tiros de advertencia y herir al sospechoso en lugar de acabar con él.
El hombre cayó rodando los últimos escalones y aterrizó a sus pies, con la pistola todavía en la mano.
Los gritos habían cesado.
Ahora todo estaba en silencio, excepto por el zumbido en sus oídos.
Kate avanzó un paso. En la penumbra del pasillo era imposible saber si el hombre respiraba. Le quitó la pistola y le apoyó la suya en la sien para asegurarse. Luego se inclinó y le buscó el pulso en el cuello. Nada. Le metió la mano en la chaqueta para ver si le latía el corazón. Sus dedos salieron empapados en sangre.
Por fin dio la vuelta al cuerpo de Angelo Baldoni. Tenía los ojos abiertos, con sus largas pestañas, y la sangre seguía manándole a borbotones del pecho, el hombro y el vientre.
A lo lejos se oían sirenas.
Kate pasó por encima de Baldoni para subir las escaleras.
En el primer rellano había una puerta cerrada con tablones. Siguió adelante deprisa, acercándose a un ruido que parecía un arrullo de palomas.
Por fin vio a Andy y Noreen Stokes a través de una puerta abierta, como una piedad moderna: Noreen sostenía en brazos a su marido y le acunaba canturreando. Los miembros de Andy colgaban como los de una muñeca de trapo, y la sangre manaba del orificio que tenía en la frente, pintándole la cara con una raya de payaso de un intenso escarlata.
Noreen tenía sangre en el pecho, pero Kate no supo si era suya o de Andy.
Un momento más tarde, cuando llegó la policía y tuvieron que apartarla a rastras del cuerpo de su marido, Noreen se dio cuenta de que no estaba bien. Se palpó el pecho, explorando con los dedos el agujero que la bala le había abierto en la blusa. Entonces y sólo entonces, Noreen Stokes se desplomó en brazos de Kate.