12

De regreso en el estudio de su casa Kate pegó las fotografías de los tres cuadros a la pared tapizada de corcho, justo encima de su mesa. No tenía duda de que no las había realizado la misma persona. Las dos obras del Bronx, con sus extraños colores, no se parecían en nada a la dejada junto al cadáver de Richard.

El cadáver de Richard.

Las palabras seguían sonando absurdas, por mucho que las oyera o las dijera. Notó que las lágrimas le anegaban los ojos y tendió la mano hacia el paquete de Marlboro que por fin había comprado. No sabía si era el hecho de fumar o la nicotina, pero aquel hábito letal desde luego la ayudaba a calmarse.

Se quedó contemplando las fotografías a través de un sutil velo de humo.

¿Qué tenía aquel bodegón del cuenco de rayas que seguía llamándole la atención? Eran aquellas líneas de lienzo sin pintar. ¿Dónde había visto antes ese método?

En la biblioteca, al otro lado del pasillo, se puso a mirar entre los estantes atestados de libros de arte, esperando ver algo que le refrescara la memoria. Los dos estantes inferiores estaban dedicados enteramente a su trabajo de investigación para la serie televisiva sobre el color. ¿Encontraría allí algo que la ayudara?

Miró el libro de Albers y no encontró nada. Kandinsky, nada. Ellsworth Kelly, Gerhard Richter, Boyd Werther. Nada, nada, nada. Luego los libros sobre la teoría del color. Nada. Cada vez más exasperada, agarró varios catálogos de exposiciones, algunas de hacía incluso cuarenta años, los extendió por el suelo y se puso a hojearlos. Casi transcurrió una hora hasta que encontró uno llamado Coloración, de 1973, con dos láminas de obras de Leonardo Alberto Martini, abstractos líricos realizados a base de onduladas bandas de color intercaladas con rayas blancas.

Si no le fallaba la memoria, aquellas rayas no eran pintura blanca sino lienzo sin pintar, el rasgo distintivo de un pintor, en otra época muy admirado, a quien ella había estudiado brevemente en el instituto, uno de esos artistas que había tenido sus quince minutos de gloria para sufrir a continuación una vertiginosa caída por las grietas del mundo del arte.

Volvió al principio del catálogo y leyó en diagonal el ensayo, pasando la vista sobre palabras y frases hasta encontrar lo que buscaba: la descripción de los cuadros.

«El uso que hace Martini del lienzo desnudo en lugar de la pintura blanca permite que la luz se filtre en sus obras con una cualidad casi mágica. Al emplear sus pinceles de esponja o sus esponjas limpiamente cortadas de manera que la pintura empape la tela, el artista evita las pinceladas y las marcas y deja que el color viva, respire y hable por sí mismo.» Kate sintió un hormigueo. Allí estaba, la técnica pictórica que intentaba recordar, una descripción que coincidía a la perfección con el bodegón del cuenco azul.

Pero si aquello era cierto, ¿qué hacía una obra de Leonardo Alberto Martini junto al cadáver de Richard?

Las manos le temblaban mientras leía la reseña sobre el artista al final del catálogo. Según su fecha de nacimiento, Martini tenía ahora sesenta años. ¿Seguiría pintando? ¿Seguiría exponiendo? ¿Viviría todavía en Nueva York? ¿Habría muerto? Hacía años que Kate no veía una exposición suya ni leía nada sobre su trabajo. Claro que muchos artistas desaparecían de la escena aunque siguieran pintando, ganándose la vida como podían a base de trabajos manuales o dando clases, cualquier cosa para poder comer y mantener su afición a la pintura. Los auténticos artistas necesitaban realizar sus obras, por mucho que el mundo del arte prescindiera de ellos, y Kate siempre había considerado a Martini un auténtico artista, aunque su éxito hubiese sido muy fugaz.

De nuevo en su estudio, con los dedos temblorosos sobre el teclado, Kate acudió a Art Index, una página web que albergaba datos de exposiciones y artistas. Allí no constaba que Martini hubiera muerto ni había indicios de que hubiese expuesto en los últimos veinte años. No había ninguna dirección, número de teléfono ni galería que lo representara.

¿Por qué iba a querer un artista fracasado matar a Richard?

Aquello no tenía sentido.

Corrió por el pasillo hacia la cocina y se puso a abrir cajones hasta encontrar la guía telefónica de Manhattan. Casi arrancó varias páginas en su impaciencia por encontrar el apellido Martini. Había más de dos docenas, pero ninguno de nombre Leonardo o Leo. Cuatro tenían la inicial L, tres de ellos en el Upper East Side (una dirección muy improbable para un artista muerto de hambre), y uno vivía en la calle 10 Este. Kate los llamó a todos y los fue eliminando uno a uno, dejándose el de la calle Diez para el final.

Cuando marcó el número en su móvil le salió un contestador y colgó de inmediato. Si era Leonardo y estaba involucrado en el asesinato, cualquier mensaje podía asustarlo y obligarle a huir.

Además, si quería pedir una orden de registro de su casa, tendría que estar más segura de que el bodegón del cuenco de rayas era, en efecto, obra de Martini. Kate sabía quién podía ayudarla.


– Leonardo Martini. -Merton Sharfstein sostenía la foto del bodegón bajo su nariz aguileña, mirándola por encima de sus gafas de lectura-. Hacía mucho tiempo que no oía hablar de él.

– Pero tú has vendido sus obras, ¿verdad?

– En los años setenta vendí algunos cuadros, sí -contestó él sin dejar de estudiar la fotografía.

Merton había sido un mentor para Kate hacía ya más de diez años, educándola en los pormenores del mundo del arte cuando ella hacía su doctorado en historia del arte y comenzaba a frecuentar su elegante galería en Madison Avenue. Había pocas personas de aquel mundillo que ella respetase más. Sharfstein había estudiado historia del arte con todos los grandes y ahora llevaba una de las galerías más admiradas y prósperas de la ciudad, donde colgaba una ecléctica mezcla de maestros de finales del siglo XIX y grandes obras modernas de la posguerra, objetos de arte de lo más selecto (jarrones de la dinastía Ming, tapices del siglo XVI) y arte contemporáneo de primer orden. Su perspicacia para detectar la calidad y la autenticidad era muy valorada no sólo en los círculos artísticos, sino también en la Interpol, que en más de una ocasión había solicitado sus servicios en casos de fraude o robos de arte a escala internacional.

– ¿Qué te parece? -preguntó Kate, sin dejar de mirar alternativamente la foto y al galerista.

– Es difícil tener la certeza absoluta con una fotografía, pero parece que la pintura se ha aplicado con esponja y que el lienzo se deja sin pintar en las zonas blancas. -Merton pasó la lupa por la imagen-. Desde luego tiene el sello distintivo del estilo de Martini, aunque el tema no sea muy propio de él. -El hombrecillo miró a Kate por encima de la lupa-. ¿A qué viene todo esto?

– Si te lo dijera tendría que matarte.

– Muy graciosa. -Enarcó las cejas-. No me digas que has vuelto a la policía, Kate. Vamos, que después de la última vez, cualquiera pensaría que…

– Mert, cariño, no pienses. -Le dio un beso en la mejilla y puso sobre la mesa Biedermeier las fotografías de los cuadros del Bronx-. ¿Y éstos, qué?

¿Outsider art? Lo siento, hija, pero para estas cosas no tengo paciencia, y menos ahora que la gente se lo ha tomado tan en serio y está compitiendo con arte de verdad en Christie's y Sotheby's. -Suspiró-. ¿Te imaginas pagar cientos de miles de dólares por una escultura de chapas de cerveza, obra de cualquier gamberro o de algún cateto sin dientes, sabiendo que por el mismo dinero se pueden comprar varios dibujos exquisitos de un maestro moderno? Me pone los pelos de punta. -Merton fingió un escalofrío-. No serán tuyas, ¿verdad?

– No. Son de… de un amigo.

– Bueno, eso espero. -El galerista miró las fotografías-. No me imaginaba que Richard y tú comprarais tonterías de éstas. -Se interrumpió con una expresión sombría-. Richard tenía un gusto exquisito.

– Sí. -Kate notó un torrente de emociones que no se podía permitir y volvió rápidamente al tema que le interesaba-. ¿Podrías recomendarme a alguien a quien consultar?

– ¿A los servicios sanitarios?

– Hablo en serio.

– Bueno, podrías acudir a alguno de los mercachifles que tratan con estas cosas. -Se quitó las gafas y miró al techo-. Está la tienducha esa que acaba de trasladarse a Chelsea, la Galería Outsider Art, aunque por mí podía haberse ido un poco más lejos, a Nueva Jersey por ejemplo. Por supuesto jamás la he pisado ni pienso hacerlo.


La Décima Avenida con la calle Veintiuno, el corazón de la zona de arte de Chelsea, un área que Kate conocía bien.

Cinco años atrás aquello estaba lleno de tiendas de coches, naves industriales y algún que otro tugurio de striptease. En las calles casi vacías deambulaban prostitutas de todas las edades y sexos, chicos y chicas jóvenes, transexuales negros con pelucas y ceñidos pantalones cortos que marcaban bultos reveladores todavía por operar. Un auténtico popurrí para el aventurero sexual. Pero todo eso había pasado a la historia.

Porque llegaron las galerías de arte.

Toscos suelos de cemento, edificios de techos altos, impresionantes vistas sobre el río Hudson, boutiques y restaurantes de moda, tugurios convertidos en bonitos apartamentos, gente paseando sus perros, turistas, buitres de la cultura, amantes del arte.

Kate alzó la vista hacia las testarudas nubes que se negaban a disiparse y luego miró al otro lado de la ancha avenida, hacia el Empire Diner, aquel icono de Nueva York negro y plateado, y sintió una punzada de dolor. ¿Cuántas veces había ido con Richard allí a tomar algo, exhaustos después de pasarse la tarde de galería en galería? Le resultaría imposible entrar ahora, sentarse sola, tomarse un café fingiendo que Richard estaba con ella.

Recorrió otra manzana, cruzó la calle Veintitrés y miró los grandes ventanales de Kempner Fine Arts, donde había comprado los grabados de Wharhol y Diebenkorn para el despacho de Richard. Justo al lado estaba el Red Cat Restaurant, donde Jimmy, el dueño, un hombre pintoresco y siempre muy atento, solía invitarles a martinis, el de Kate de vodka, el de Richard de ginebra. Apartó la vista y se volvió hacia la Décima Avenida. Allí estaba Bottino, otro de los bares que frecuentaba con Richard cuando tenían ganas de saludar a los personajes del mundo del arte que prácticamente vivían en la sala principal del establecimiento. Mierda, los fantasmas la acechaban en todas partes, trayéndole a la memoria conversaciones, platos que habían comido o vinos que habían degustado, recuerdos que le rompían el corazón.

Se le iban a saltar las lágrimas. Un minuto más y se echaría a llorar en la calle. Apresuró el paso y casi echó a correr hasta que vio el lugar: «Herbert Bloom. Galería Outsider Art.» La galería de Bloom era justo lo contrario de los amplios espacios minimalistas de las galerías de arte contemporáneo. Era una sala pequeña atestada con todo tipo de cuadros y dibujos de aspecto primitivo que, colgados en dos y tres filas, cubrían las paredes casi por completo, además de los extraños objetos hechos a mano y las chucherías que descansaban sobre pedestales, en las repisas de las ventanas, en las mesas o incluso en los zócalos.

Un hombre bajo con unas gafas enormes que le empequeñecían la cara discutía animadamente con una mujer, una típica neoyorquina entrada en años y muy arreglada. Los dos estaban inclinados sobre lo que parecía una casita tallada o hecha enteramente con trocitos irregulares de madera.

– No encontrará en el mundo un ejemplo mejor de arte vagabundo -decía Bloom, haciendo un gesto ampuloso sobre la pieza como si estuviera bendiciéndola.

– Sí, es exquisita. -La mujer se tocó ligeramente el pelo, tan meticulosamente cubierto de laca que no se movió ni un milímetro-. Me lo pensaré.

– Pues no se lo piense mucho -replicó él, quitándose aquellas gafas de montura roja que darían envidia a Elton John y mirando muy serio a su posible compradora-. El mercado del outsider art sube a cada instante.

– Sí, ya lo sé. Es que mi marido… En fin, ya le diré algo. -Y tras estas palabras salió de la galería.

A Bloom se le ensombreció el semblante. ¡Maridos! Siempre eran un problema. Pero se animó un poco al ver que Kate estaba examinando sus mercancías.

– ¿Ha visto algo que le guste?

– Muchas cosas -contestó ella-. Pero quería saber si puede decirme algo de estos cuadros -añadió, dejando las fotos de las obras del Bronx sobre la atestada mesa del galerista.

– Ah, ya. -Bloom se desanimó de nuevo-. Yo no los he vendido.

– Ya lo sé. Sólo quería oír su experta opinión.

Bloom sonrió.

– ¿Son suyos?

– Pues… sí. Los compré en la feria de outsider art del Puck Building, hace un par de años. Me gustaría ponerme en contacto con el autor y probablemente comprarle algo más, pero es que se me ha olvidado quién me los vendió, ya ve qué tonta soy.

– No, mujer. -Bloom se inclinó sobre las fotos, un poco más interesado-. Me temo que no reconozco al autor. ¿De quién ha dicho que son?

– Ése es el otro problema, que no llevan firma y no sé qué he hecho con el certificado de procedencia.

– ¿El certificado de procedencia? En el mercado alternativo no se oye mucho esa expresión. -De pronto la miró-. Un momento, ¿usted no es la de la televisión?

– Me ha pillado.

– Ya decía yo que me sonaba su cara. Creía que lo suyo era el arte refinado, el arte moderno, ¿no?

– Sí, pero también me gusta el outsider art. De hecho espero reunir una buena colección.

Bloom se relamió.

– Pues en eso sí que puedo ayudarla. Pero… -Volvió a mirar los cuadros del Bronx con sus gruesas gafas-. Me temo que esto no me suena de nada. Además, una mujer con tanto gusto como usted debería estar coleccionando obras outsider de primera, como las de Henry Darger o Martin Ramírez.

– Ya llegaremos a eso. Pero primero podría decirme algo más de estas telas. ¿Cree que son obras de un artista outsider auténtico?

– Eso parece, pero no se puede estar seguro. Hoy en día aún se sigue debatiendo el significado de outsider. ¿Es la obra de un excéntrico de ciudad, de un ermitaño recluido en el campo, o simplemente la de alguien con un serio problema mental a quien le gusta pintar? Eso es lo que ahora buscan los coleccionistas serios: a los genios chiflados de verdad -afirmó, llevándose el dedo a la sien-. En cuanto a este pintor, vamos a ver… El color es desde luego extraño y los bordes también son curiosos. ¿Qué es? ¿Algún código? ¿Sus divagaciones mentales?

– Pues la verdad es que no lo sé -contestó Kate, proponiéndose averiguarlo.

– Lástima que no sean obsesivos garabatos de niñas desnudas… o de niños. No es que para ser outsider tenga que ser una obra pervertida, pero ayuda. Ahora que lo outsider está tan buscado, todo el mundo se esfuerza por lograr ese aspecto autodidacta. ¿Sabía usted que hay artistas licenciados en Yale que pintan con los pies para que las obras parezcan «primitivas»? -añadió haciendo un signo de comillas con los dedos-. Es absurdo. Los auténticos outsider siguen sus propias reglas y no saben nada del mundo del arte ni del sistema -prosiguió en tono más serio-. Son individuos aislados culturalmente, que viven al margen de la sociedad… y que suelen estar bastante perturbados.

Sus palabras resonaron: «Siguen sus propias reglas… aislados culturalmente… al margen de la sociedad… perturbados.»

– Yo acabo de aceptar la obra de una joven… Bueno, no exactamente, es un hermafrodita que ha decidido vivir como una mujer pero se niega a operarse para quitarse los genitales masculinos. Dice que les ha tomado cariño. Por lo visto de vez en cuando le gusta metérsela en la vagina y toquetearse con ella por ahí dentro. -Bloom enarcó las cejas-. Vive en una casita de campo que le dejó su abuelo, en medio de Kentucky, y realiza unos dibujos extraordinarios con bolígrafo, de… Espere, que se los enseño. -Abrió un cajón de un archivador metálico-. Mire, eche un vistazo.

En principio Kate pensó que no eran más que dibujos de líneas y círculos, apretados garabatos que cubrían obsesivamente toda la superficie del papel. Aquello se parecía un poco a los bordes de los cuadros del Bronx.

– Fíjese bien -pidió Bloom.

Vistos de cerca, las líneas y círculos formaban una masa de penes y vaginas entrelazados.

– Vaya.

– Exacto, vaya -repitió Bloom-. La autora, o el autor, lleva diez años realizando un dibujo de éstos a la semana. Todos con bolígrafo azul. Tarda en terminarlos una semana, trabajando diez horas al día, y lo sé a ciencia cierta porque una vez me pasé una semana entera viéndola dibujar uno. Fue bastante perturbador, la verdad. Para utilizar su terminología moderna, es una obra surrealista, pero no en el sentido artístico. -Bloom se quitó sus gafas de Elton John y miró a Kate-. La artista no sabe lo que es el surrealismo. De hecho no sabe nada de arte. Apenas sale de su casita de Kentucky.

«No sabe nada de arte.» La idea le sonaba. Un artista autodidacta. Obsesivo.

– ¿Y de qué come? -preguntó Kate con auténtica curiosidad.

– Un vecino le hace la compra una vez a la semana, aunque nunca la he visto comer más que alguna que otra galleta. Debe de pesar… pues no sé, no llegará a cincuenta kilos, y eso que mide un metro ochenta. Lleva una melena larga, pelirroja y brillante, y tiene un magnífico bigote sedoso. -Se interrumpió un momento-. Voy a enviar a un fotógrafo a Kentucky. Quiero tener un retrato de ella bien grande para la exposición que inauguro el mes que viene. No he podido convencerla para que venga a Nueva York por más que lo he intentado. Creo que causaría una auténtica sensación. -Sonrió-. Es evidente que la imaginería de estos dibujos es algo que lleva muy dentro, que la afecta muy directamente. Se trata precisamente de su situación. -Bloom volvió a mirar las fotografías del Bronx-. A ver, estaría bien que pudiera darme algún detalle estrambótico del autor, no sé, como que lleva veinte años metido en un manicomio y pinta mientras comulga con el espíritu de un perro muerto o algo así -sugirió con una risa-. Bueno, exagero un poco, pero usted ya me entiende. Eso ayudaría a dar significado a la obra, lo cual podría interesar a algún coleccionista. Así le vendería los cuadros y podríamos empezar con su colección de out-sider art.

Kate miró de nuevo los bordes de las telas, pero los garabatos no se convirtieron en penes ni vaginas ni nada.

– Gracias, ha sido usted de gran ayuda. Ya volveré por aquí. -Recogió las fotografías antes de que Bloom pudiera convencerla de que comprara algún dibujo del hermafrodita, aunque llegó a pensárselo. Desde luego eran bastante perturbadores.


Las nubes seguían bajas en el cielo mientras Kate volvía a la comisaría. Seguía dándole vueltas a las palabras de Bloom: «Siguen sus propias reglas… Aislados culturalmente… Al margen de la sociedad… Perturbados…» Podía ser la descripción de un psicópata.

El hermafrodita hacía arte a base de genitales masculinos y femeninos, un tema que, como había dicho Bloom, le afectaba muy directamente.

Así pues, ¿por qué el pintor del Bronx, como Kate había comenzado a llamarle, utilizaba aquellos colores delirantes? ¿Qué significado tenían para él los cuadros?

Kate miraba sin ver los coches y a los transeúntes, absorta en sus pensamientos. Estaba convencida de que todos los artistas buscaban algo, de que a menudo intentaban comprender su mundo a través del arte. ¿Qué era lo que el pintor del Bronx quería comprender?

Desde luego quería que el público viera lo que hacía. ¿Para qué si no llevarse sus obras al lugar donde cometía los crímenes? ¿Para qué las dejaba allí? Tal vez como un regalo, como una ofrenda al muerto. O quizá las abandonaba porque ya habían servido a su propósito, pero ¿cuál era ese propósito?


Lleva un rato en la acera, enfrente del edificio de piedra de la calle 57 Oeste, un lugar que conoce muy bien. Ansia entrar, ver a todo el mundo delante de los caballetes, pero sabe que no es posible. Más tarde alguien podría acordarse de él. De manera que observa ir y venir a los alumnos y profesores, jóvenes y viejos, blancos, negros, asiáticos, latinos, algunos con periódicos bajo el brazo, otros con cajas de pinturas. Y los desprecia, a todos y cada uno de ellos.

Se acuerda de cuando era pequeño, recuerda los dibujos que pintaba con tiza en la acera. Llamaban mucho la atención. De vez en cuando alguien le daba un dólar sólo por ver sus obras. Y luego estaban los otros, los hombres de mediana edad con expresión asustada, en quienes reconocía una necesidad, a quienes sonreía y dejaba que le llevaran a algún sitio (los aseos de una estación de autobús, una habitación de hotel…) y le pagaran por la clase de sexo a la que por entonces ya estaba acostumbrado. Sólo que aquel dinero no era para ella, ese dinero lo ahorraba para pagarse algún día unas clases de arte, y mientras le hacían las cosas asquerosas que solían hacerle, él se imaginaba allí, en aquel edificio de piedra. Y valía la pena.

Tras sus gafas de sol las lágrimas se agolpan en sus ojos, porque de no haber sido por el accidente él también sería uno de aquellos estudiantes con los tejanos manchados de pintura. Pero la idea no hace sino reforzar su determinación, y el atisbo de emoción que había sentido hacía un momento se desvanece como el humo.

Se ha llevado un cuaderno y un lápiz grueso para no parecer fuera de lugar. Realiza un tosco boceto del mismo edificio, deteniéndose de vez en cuando para alzar la vista y mirar a alguien, para decidir: ¿es ella?, o ¿es él? ¿Éste? ¿Tal vez aquél? Y por fin va reduciendo las posibilidades: o bien la chica guapa del pelo claro o el tipo de pelo oscuro. Los dos van con cajas de pintura, que es lo que les ha llevado a la semifinal. Pero lo que decide su destino es que los dos le han sonreído. Todavía no está claro quién ganará el concurso. Le encantaría tenerlos a los dos (Doble placer, doble diversión), pero sería demasiado, al menos por ahora.

El día anterior, cuando comenzó la búsqueda, la chica llevaba un lienzo. Él consiguió echarle un vistazo (era un bodegón) y quedó muy complacido, porque el cuadro funcionaría a la perfección. Pero no será fácil convencerla para que se vaya con él y eso le preocupa. Sabe que las chicas pueden ser muy difíciles, mientras que los chicos, por lo menos cierto tipo de chicos que él conoce muy bien, son fáciles. Y aquel chaval moreno, esbelto y elegante, con manchas de pintura en los tejanos, es uno de ésos. Lo notó en su sonrisa, que duró demasiado.

Sunday, Monday, happy days… (Domingo, lunes, días felices…) Mira la escuela de arte y piensa en lo mucho que echa de menos trabajar en su estudio. Pero aquello es importante. Es lo que le posibilitará seguir trabajando y vale la pena el sacrificio.

Ha sacrificado muchas cosas en su vida. Nadie sabe cuánto ha sacrificado, cuánto ha sufrido.

Una vez le habló de ello a Dylan, porque Dylan también lo había pasado mal y le entendería. Por supuesto, Tony también lo sabe, pero Tony nunca se iría de la lengua.

– ¿Verdad, Tony?

¡Eres geniaaaaaal! ¡Geniaaaaaal! ¡Geniaaaaaal!

– Gracias -susurra. Le alegra que Tony esté con él, haciéndole compañía. No sabe dónde andarán Dylan y Kelly y Brenda y Brandon. Tal vez en casa de Steve, celebrando una de sus fiestas en la piscina. Pero no les guarda rencor. Han sido buenos amigos y tienen derecho a divertirse de vez en cuando.

Los nubarrones han borrado las cúspides de los edificios más altos de Nueva York y él lo agradece. Aun así lleva puestas sus gafas de sol y espera que tanto la chica rubia como el muchacho moreno las encuentren misteriosas y atractivas.

La chica ha entrado en el viejo edificio de piedra hace tres horas, lo cual significa, si tiene el mismo horario del día anterior, que saldrá en cualquier momento. Consulta el reloj, alza la vista y, ¡bingo!, allí está, justo a su hora, bajando por los escalones de piedra con su maletín de pintura.

Por Dios, qué listo es.

¡Eres geniaaaaaal!

– Shhh, Tony, que viene.

Sabe que la chica le ha visto, pero no alza la mirada del dibujo que está realizando. Rellena furiosamente una zona con su grueso lápiz de grafito y cuando ella se acerca y él puede olería y sentirla, sigue con la cabeza gacha, trabajando.

Hoy te mereces un descanso…

– ¿No sería más fácil sin las gafas? -pregunta la chica-. O sea, sobre todo hoy, que no hace sol.

– ¿Sin qué? -pregunta él, aunque la ha oído perfectamente.

– Las gafas. Sin las gafas.

– Ah. Es que me gusta ver el mundo así.

– ¿Con unas gafas de color rosa?

De color rosa. ¿Son de color rosa? Se las quita y las mira. No, son marrones. Por lo menos eso ha creído siempre.

– Tienes los ojos muy bonitos -dice ella-. No deberías llevarlos tapados.

Él esboza su sonrisa de ídolo adolescente, concentrado en no pestañear ni entornar los ojos. Piensa: «Qué suerte ser guapo. Qué útil.» Se pasa un dedo por el mentón terso, casi lampiño, y con la punta de los dedos se toca los labios gruesos, casi femeninos. Es el rasgo que casi siempre provoca una reacción (unos labios tan expresivos, tan bonitos, tan atractivos) y espera que ella se dé cuenta, aunque en ese momento su mente está pasándole una cinta de borrosas escenas pornográficas: callejones oscuros, casetas claustrofóbicas, servicios públicos, hoteles, todos recuerdos confusos y sin sentimientos. Nunca hay sentimientos.

– Eh, ¿me escuchas?

– ¿Qué? Ah, claro. -Otra sonrisa rápida y ensayada-. ¿Qué tal es? -pregunta señalando con la cabeza el edificio, la escuela Arts Students League.

– No está mal, supongo -contesta ella alzando los hombros.

La chica no le va a proporcionar ningún atisbo de la camaradería estudiantil con la que él solía soñar.

– ¿Te apetece un café? -Se vuelve a poner las gafas y tararea-: Hoy te mereces un descanso…

Ella termina la frase:

¡En McDonald's!

– ¡Vaya! -exclama él.

Ella se echa a reír y cambia el peso de pie mientras sus pechos bailan una rumbita bajo su camiseta ajustada.

– Me encantaría. -Le mira pensando que es guapísimo y suspira-. Pero tengo que irme a casa porque si no mi compañera de piso, o sea, me mata.

– ¿De verdad? -pregunta él muy serio-. ¿Eso crees?

– ¡Eres la monda! -La chica se echa a reír-. Otro día. -Le quita despacio el lápiz de entre los dedos y escribe su número de teléfono en el reverso del cuaderno-. Soy Annie. Llámame.

Y se marcha trotando calle abajo. Se gira una vez y le dedica una sonrisa provocativa, pero él no se molesta en devolvérsela porque acaba de advertir que el chico moreno sale del edificio. Es su oportunidad y no quiere dejarla pasar.

– ¿Qué te parece, Tony? ¿Es él?

Sí. ¡Es geniaaaaaal!

El muchacho moreno se detiene en el último escalón, deja en el suelo su maletín de pintura, se pone un cigarrillo en los labios y se toma su tiempo para encenderlo. Luego se apoya contra la pared y deja que el humo le salga lentamente de la boca. Es una pose que pide a gritos una banda sonora, uno de esos grupos femeninos que a ella tanto le gustaban, las Shirelles o las Chiffons, con sus uuhs y sus aahs, sus instrumentos de cuerda y sus canciones lastimeras. Will you still love me tomorrow… (Me seguirás queriendo mañana…) Es evidente que el chico está posando para él. Se echaría a reír a carcajadas si no fuera tan importante.

Al cabo de un momento el muchacho tira el cigarrillo y lo aplasta con el tacón, luego se acaricia la melena negra, recoge su maletín de pintura y cruza la calzada corriendo, esquivando coches y taxis como si se estuviera filmando una persecución. Se detiene para recuperar el resuello justo a su lado. Se inclina sobre él. El aliento le huele a tabaco.

– Ese dibujo mola, tío.

– Gracias.

– ¿Qué te has hecho en la mano? -pregunta al ver la cicatriz amoratada.

– Ah. -Se cubre la muñeca con la camisa-. Eso fue hace mucho tiempo. Estaba… afilando un lápiz con una cuchilla. -Se quita las gafas porque todo el mundo, no sólo la chica, dice que tiene unos ojos muy bonitos. Qué ironía. Era para echarse a reír. O a llorar, nunca atina bien con las emociones. Pero quiere distraerle de la cicatriz, quiere volver las cosas a su cauce. Sonríe, esforzándose por no entornar los ojos. Es evidente que ha dado resultado, porque la sonrisa del otro se ensancha y se torna un poco soñadora.

»¿Te gusta el sitio? -pregunta, señalando la escuela con la cabeza.

– Sí, mola.

– ¿Eres un artista?

– Eso intento. -El chico se muerde el labio, nervioso o tal vez flirteando-. ¿Y tú?

– Yo soy un artista.

– Qué guay. ¿Dónde expones?

¿Exponer? La palabra le despista un momento, pero se le ocurre una respuesta:

– En museos.

– ¡Jo! Qué guay. -Y se queda allí haciendo lo mismo que la chica, pasando el peso de un pie a otro.

¡Adelante! ¡Recuerda que eres geniaaaaaal!

– ¿Vives por aquí? -le pregunta al chaval.

– Pues… bueno, tengo un sitio en el centro, en East Village. No puedo pagarme otra cosa hasta que tenga obras en los museos, como tú. -Suelta una risita nerviosa, casi femenina.

– ¿Pintas allí?

– Pinto, vivo, lo que sea. Mola.

– Qué guay -contesta él, imitando el argot del chico-. ¿Vives solo?

– Sí. -Otra risita nerviosa-. Oye… ¿quieres venir a casa?

– ¡Geniaaaaal!

El chaval se echa a reír.

– ¿Tony el Tigre?-aventura.

– ¿Lo conoces?

– ¿Y quién no?

– ¿De verdad conoces a Tony?

– Tienes mucha gracia, tío -replica el chico moreno y suelta otra risita.

El se pone de nuevo las gafas y sonríe.

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