34

Nola estaba dormida en la silla. En la televisión, una vieja película de James Bond. Pussy Galore daba un golpe de karate a un sorprendido Sean Connery.

Se despertó cuando Kate apagó el televisor.

– ¿Qué tal la inauguración? -preguntó bostezando y estirándose.

– Te aseguro que no te has perdido nada. -¿Se habían perdido ellos algo? ¿Habrían pasado algo por alto?, se preguntó. Esa noche, dos o tres veces tuvo el presentimiento de que había ocurrido algo sin que ellos lo supieran. Estaba segura de que el asesino no había podido resistirse, de que no había sido capaz de mantenerse al margen.

– Me muero de hambre -comentó Nola.

– A ver qué hay en la nevera. -Kate le rodeó los hombros mientras iban a la cocina. No sabía si Richard habría llegado ya, y estaba a punto de preguntárselo a Nola cuando se acordó de todo.


El agente Marty Grange miraba fijamente la televisión, un estúpido programa de policías, y para colmo era una reposición. Bebió un sorbo de Budweiser y echó un vistazo al expediente que había recopilado de McKinnon: su historial en Astoria, un par de casos en los que había metido la pata, pero también numerosos elogios y distinciones que superaban con mucho los errores. Tenía además copias de su certificado de matrimonio, facturas de teléfono y extractos bancarios con cifras que jamás habría imaginado posibles. Pero ningún dato era significativo. No sabía muy bien por qué se había molestado, aparte del hecho de que aquella mujer le crispaba los nervios.

Se terminó la cerveza y fue por otra. Era su cumpleaños. Cincuenta y siete. No tenía familia ni aficiones, nadie con quien celebrarlo. Una vida dedicada al FBI, ¿y para qué?

Necesitaba que aquella operación saliera bien. Necesitaba ser uno de los que atraparan al asesino. Tenía que demostrar a la agencia, y a su nuevo superior, que todavía daba la talla.

Bebió otro trago y volvió a meter los papeles en el expediente. Cerró los ojos y pensó en McKinnon: sus ojos verdes, su pelo brillante, su aplomo, su porte regio, la clase de mujer que no miraría dos veces a un tipo como él.


Vonette Brown estaba acurrucada en el sofá del salón en el apartamento de Park Slope, donde vivía con su marido desde mucho antes de que la zona se pusiera de moda.

Floyd le dio un beso y ella abrió los ojos.

– ¿Qué hora es?

– La hora de jubilarme.

Vonette puso los ojos en blanco.

– Eso ya lo he oído antes -replicó, dándole unas palmaditas en la mejilla-. ¿Has comido algo?

– No tengo hambre. -Brown pensó en Bobby Joe Scott. Menuda bienvenida le habían dado al pobre. Por lo menos no le habían pegado un tiro, pero eso tampoco lo consolaba mucho. Tenían por delante otros tres días de espera, por si el psicópata se pasaba a ver sus cuadros. Le sorprendía que no se hubiera presentado esa noche. En otros tiempos, cuando McKinnon tenía una corazonada referente a los artistas, tanto locos como cuerdos, acertaba siempre.

Vonette le cogió la mano y se levantó.

– Puedo meter en el microondas un poco de carne.

Floyd la siguió hasta la cocina, se dejó caer en una silla y apoyó los codos en la mesa.

– ¿Va todo bien? -preguntó ella mientras encendía el microondas.

– Sí. Sólo estoy agotado. -Pensaba llamar a los novatos de la galería para ver cómo les iba-. Y creo que tengo un poco de hambre -añadió, esbozando una sonrisa para su mujer.


Se queda un momento observando y echa a correr por la calle. El policía vagabundo, que está casi dormido, se espabila y lo ve venir. Se lleva la mano a la pistola justo cuando recibe un tiro entre ceja y ceja.

El silenciador del arma emite un chasquido que se pierde en el estruendo de la noche de Nueva York (el camión de la basura que se aleja, sirenas distantes, el rumor del metro). Sólo le separan unos metros del coche y uno de sus ocupantes lo ve venir, pero demasiado tarde. Él dispara varias veces a través de las ventanillas.


Cuando sonó la alarma Nicky Perlmutter recogió sus pantalones, tirados en el suelo junto a la cama, y sacó el busca del bolsillo. El número de Brown parpadeaba en la habitación oscura.

– Tengo que irme -susurró.

– ¿Tan pronto?

– Trabajo.

El joven del pelo de punta lo miró y le pasó la mano por el pecho musculoso.

– Me alegro de haber ido a esa inauguración.

Perlmutter recordó los cuadros del psicópata en la galería, la decepción que todos habían sentido unas horas antes al ver que el asesino no aparecía. Pero todavía había tiempo. Sólo esperaba que no tuvieran que perder a nadie más antes de atrapar a aquel monstruo.

– ¿Estás bien? -preguntó el joven-. Parecías un poco ausente.

– Es el trabajo, ya sabes.

– ¿Yo? Qué va. Yo nunca he tenido un trabajo de verdad. Sólo soy un pobre artista muerto de hambre.

– Pues qué suerte -replicó Perlmutter, revolviéndole el pelo-. Me gustaría ver tu obra.

– ¿Eso significa que quieres que nos veamos otra vez?

– Sí. -Perlmutter se puso la camiseta sin mangas y miró el número de Brown que parpadeaba de nuevo en el busca-. Tengo que irme, pero te llamaré.


El policía camarero está en el suelo resollando, con los ojos muy abiertos y vidriosos, mirando fijamente la sangre que le mana del vientre junto con su vida. El otro agente está cerca, muerto de un tiro en el corazón. En cualquier momento el camarero también morirá, como el vagabundo y los dos del coche, a los que disparó a través de la ventanilla abierta., pop, pop.

Mira los cuerpos en el suelo, la sangre magenta con un toque de rosa cosquillas. Es precioso.

Pero nada puede compararse a sus cuadros expuestos.

No necesita encender la luz. Para él es mejor así, con la suave iluminación de las farolas de la calle. Qué elegantes son, con sus colores vibrantes, perfectos.

Lo único que falta es su historia-dura, para que le hable de ellos.

Va de cuadro en cuadro. Ve los colores un poco borrosos porque tiene los ojos llenos de lágrimas. Está contento, feliz, o por lo menos son las emociones que cree sentir, y algo más, tristeza, pérdida. Pero puede enfrentarse a todo eso: tiene toda la vida por delante.

Sabe lo que tiene que hacer y es capaz de ello. Abre la lata, el olor casi da náuseas, vierte un poco de gasolina en el suelo, otro poco en las paredes, otro poco sobre un cadáver, en la cara y las manos, y lanza una fuerte patada a la boca sin vida, los dientes se rompen y se astillan. Entonces se acuerda de algo importante y se toma un momento para hacerlo antes de verter más gasolina.

Una última ojeada a sus cuadros. Los colores se desvanecen, ¿o es que las lágrimas los están borrando? No importa. Ya no importa.

Es un sacrificio. Es necesario.

Esa parte de su vida ha terminado.

Esta noche ha triunfado. Outsider a más no poder.

Tiene la mente clara. No hay anuncios ni ruido en su cabeza que lo distraigan. Todo tiene ahora sentido, todo tiene un propósito.

La ve perfectamente, la que le hirió, la que le mató de hambre y lo vendió. Sara Jane. Tenía quince años cuando él nació. Claro que entonces no la conocía, ni sabía que había nacido adicto a la heroína, ni que había pasado el síndrome de abstinencia sólo unos días después de venir al mundo. Tampoco tiene manera de saber que la razón de que a menudo le parezca que se asfixia es porque, de niño, le amordazaban para ahogar sus gritos. Pero pronto conoció a esa chica, a su madre. «Papá me follaba muchas veces, ¿sabes? ¿Y mamá? ¿Dónde estaba mamá? En el infierno, espero.» ¿Cuántas veces había oído eso?

Se acuerda del hombre al que ella llevó a casa aquella lejana noche, que destruyó sus pinturas y pisoteó sus tizas y sus ceras de colores. Y Sara Jane no hizo nada.

Se toca la cicatriz oculta bajo su fino pelo castaño. Recuerda la pelea por salvar sus pinturas, la pesada bota del hombre alcanzándole la cabeza. Entonces todo se volvió negro. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? ¿Horas, minutos? Nunca lo ha sabido.

Cuando se despertó Boy George cantaba Do You Really Want to Hurt Me, y en una cama había dos cuerpos, borrosos pero bastante claros. Sara Jane y el hombre. Asqueroso. No es que le impresionara ver a su madre follar con un desconocido. Ya lo había visto antes. Lo que le chocó fue que su piel se había tornado gris, dos cadáveres gimiendo y gruñendo.

Por un instante, el cuadro Dos figuras de Francis Bacon le viene a la mente y entonces vuelve a estar en aquella habitación, viendo a su madre follar con aquel hombre, todo gris.

¿Cómo podía ser?

Las bombillas de colores de Sara Jane seguían encendidas, pero la luz que arrojaban ya no era azul ni roja ni verde. Él alzó la mano. También se había vuelto gris. Se tocó la sien dolorida y cuando los dedos se le quedaron pegajosos y manchados de negro, supo que lo que fallaba eran sus ojos, no las bombillas. Tenía náuseas y le palpitaba la cabeza, el suelo se inclinaba, la habitación daba vueltas.

Fue entonces cuando el hombre se dio cuenta de que se había despertado y, apartando a Sara Jane, se inclinó sobre él, desnudo, con una sonrisa lasciva, y dijo:

– Es más guapo que tú. Prefiero follármelo a él.

Ella se encogió de hombros y replicó:

– Tú mismo. -Y se puso a liar un porro.

Y entonces aquel hombre, aquel monstruo, lo agarró por los hombros, lo levantó y le metió el pene medio erecto en la boca ensangrentada. Y aunque a él le habían obligado a hacerlo muchas veces y últimamente lo hacía por dinero, no pudo distanciarse, fue absolutamente incapaz de imaginarse un jardín o un arco iris, no ahora que el mundo real se había tornado gris. Captó el olor de su madre en el pene del hombre y pensó que iba a vomitar.

La navaja le quemaba el bolsillo. Quería arrancarle la polla de un tajo, se lo imaginó dando saltos por la habitación, chillando y sangrando como una gallina decapitada, pero no estaba seguro de que la pequeña navaja fuera suficiente y no podía arriesgarse a fallar, de manera que siguió con su tarea, escrutando el rostro del hombre, y cuando éste cerró los ojos y él supo que estaba a punto de correrse, sacó la navaja y le propinó tres navajazos rápidos, estómago, pulmón, corazón -zas zas zas- y la sangre manó de las heridas del hombre y corrió por su vientre y le cubrió la polla y a él le salpicó la cara y los ojos, y por un momento se preguntó si por eso todo se había vuelto rojo de pronto.

El hombre hacía patéticos y frenéticos esfuerzos por contener la pérdida de sangre, apretándose las heridas con las manos, la mirada enloquecida, rayas de un fuerte escarlata contra la piel melocotón pálido. Todo lo que miraba, el suelo, el techo, las paredes, brillaba ahora con las luces de colores de Sara Jane (hierba doncella, trébol y púrpura real), lo cual, si hubiera podido pensar con claridad sobre el asunto, era imposible: no había bombillas púrpura. Pero entonces los colores comenzaron a desvanecerse, la piel del hombre se tornó blanca, la sangre se oscureció hasta hacerse negra y el hombre se inclinó y cayó al suelo, y todo el tiempo Sara Jane gritaba, hasta que él volvió la navaja contra ella.

Después, cuando todo quedó en silencio, apartó el pelo de la cara de Sara Jane y advirtió que la sangre color alboroto se había tornado ébano, su pelo amarillo ceniza, las paredes, todo era gris, y él apenas recordaba que hacía unos minutos, cuando los había matado, la habitación era deslumbrante.

La radio sonaba de fondo («les habla Casey Kasem») mientras ponía a Sara Jane en el suelo y arrastraba el cadáver del hombre junto a ella y le ponía en la mano la navaja, y se imaginó lo que diría la Jessica de Se ha escrito un crimen: «Una pelea entre una prostituta y su cliente; han debido de matarse el uno al otro, ¿no es así, sheriff?» Cuando registraba la ropa del hombre buscando dinero, encontró la pistola. No sabía muy bien qué haría con ella, pero pensó que algún día le vendría bien y decidió quedársela.

Luego se lavó y se cambió de ropa para que la gente no se lo quedara mirando por la calle, reunió su dinero y se dirigió a Port Authority, donde metió el dinero y la pistola en una taquilla, siempre estupefacto ante un mundo que se había vuelto gris, el dolor de cabeza cada vez peor, las piernas débiles. Cuando despertó en aquella sala blanca pensó que estaba muerto y se alegró.

Pero no estaba muerto. Y el mundo seguía gris.

Los médicos le cosieron la cabeza y le vendaron las heridas y le dijeron que tal vez tenía alguna lesión cerebral. Pero él no podía contarles nada. No tocó los platos de barro gris que se suponía eran comida, se quedó mirando por la ventana el apagado cielo gris e intentó fingir que algún día volvería a ver los colores, aunque en el fondo sabía que no sería así y que su sueño de convertirse en artista se había acabado.

Vuelve al presente, mira sus cuadros de vistosos colores y sonríe. Ha demostrado que se equivocaban. Está curado.

Va de un cuadro a otro, tan cerca de ellos que casi roza con la nariz los lienzos, inhalando el dulce aroma del óleo. Pasa la lengua una o dos veces por los gruesos pegotes de pintura: un largo y húmedo beso de despedida.

Las lágrimas le surcan las mejillas, lo ve todo a rayas, como a través de un parabrisas un día de lluvia, pero las imágenes han empezado a aparecer de nuevo en su mente, aquella espantosa mujer y el hombre, y ahora en su cabeza suena la música junto con los anuncios y las voces de la radio: un batiburrillo de ruido uniforme. Se acabó. Ya basta.

Enciende una cerilla.

El ruido es como el viento atravesando un corazón hueco.

Las llamas danzan. Calor.

Mantiene la vista al frente, casi hipnotizado, mientras las llamas lamen sus cuadros y los lienzos comienzan a retorcerse y ennegrecerse. Adelanta la mano para una última caricia de despedida, se le queman los dedos. El fuego avanza en torno a sus pies, las perneras de su pantalón comienzan a humear y quemarse.

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