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– Espera un momento. -Kate se desabrochó el sujetador de encaje negro y se tumbó sobre la cama blanca después de apartar las almohadas y la colcha de seda.

– A eso iba.

– ¿A la colcha o a mi sujetador?

– La colcha no me importa demasiado. -Richard sonrió y las patas de gallo se marcaron en las comisuras de sus ojos azules.

– Pues a mí sí. Y creo que deberías saberlo después de casi diez años de matrimonio.

– ¿Vamos a discutir? -Richard le rozó un pecho con los labios.

Ella se estremeció con un suspiro.

– No, nada de discutir. -Le rodeó el cuello con los brazos pensando en cuánto lo quería, tal vez incluso más que cuando se conocieron, más que cuando él la cortejaba. Richard Rothstein, el apuesto abogado; Kate McKinnon, agente de policía de Astoria. La extraña pareja, por lo menos a primera vista. Pero no eran tan diferentes si se atravesaba la deslumbrante fachada de Richard para llegar al niño de Brooklyn; o si se añadía la pátina de brillo que Kate tanto se había esforzado en adquirir cuando dejó la policía para retomar su primera vocación, la historia del arte, y obtuvo el doctorado, para luego escribir un libro de arte, para más adelante crear su propio programa de televisión, Vidas de artistas. Todo aquello seguía sorprendiéndola.

Si cuando vivía en Astoria alguien le hubiera preguntado dónde estaría cuando cumpliera los cuarenta, ella jamás habría imaginado que alcanzaría la fama y mucho menos que tendría dinero. ¿Cambiar una casa adosada por un ático de lujo? A veces hasta a ella le costaba creerlo. Tenía suerte y lo sabía. Tal vez por eso dedicaba la mitad de su tiempo a la fundación educativa Un Futuro Mejor, una entidad que subvencionaba y mantenía a niños de los barrios bajos, desde el colegio hasta la universidad.

Salvar niños. Qué demonios, no necesitaba un psiquiatra para saber el significado de aquello: la niña huérfana de Queens no quería que los niños pasaran lo que ella había vivido en su infancia. Aunque cuando por fin pudo permitírselo había pasado una temporada haciendo terapia para superarlo, o al menos para comprenderlo: el suicidio de su madre y la culpa que ella había sentido, como si de alguna manera se considerase la causa de la tragedia.

Fue precisamente el psicólogo quien le hizo ver que la decisión de seguir los pasos de su padre y hacerse policía se debía en gran parte a que quería complacerle y compensarle por haber perdido a su esposa, quien, a propósito y por si a alguien le interesaba, resultaba ser la madre de Kate.

La mitad de los hombres de su familia (tíos, primos…) eran policías. Kate fue la primera mujer. Y aunque llegó a detective en sólo dos años, no había sido fácil conseguir la aprobación y la atención de su padre. Pero cuando la destinaron a delincuencia juvenil, cuando se encargaba de menores fugados de sus casas y tuvo la ocasión de salvar niños, todos sus esfuerzos merecieron la pena. Por entonces la detective McKinnon pensaba que podía salvar al mundo entero. Pero tantos niños desaparecidos acabaron pasándole factura.

¿Cuántas veces podían romperle el corazón?

Era una cuestión que le había planteado al psicólogo, a su jefe en Astoria y más tarde a Richard, que le había prometido arreglar sus muchas grietas y fisuras cuando le propuso matrimonio y le ofreció una vía de escape. Y de momento lo había hecho bastante bien.

– Te quiero -susurró ella.

Richard sonrió admirando su peculiar belleza: nariz larga y recta, cejas expresivas, penetrantes ojos verdes. Le acarició la abundante melena oscura. Recientemente Kate había comenzado a ocuparse de su pelo, empeñada en teñirse de rubio las pocas canas que tenía. Había sido un capricho que se concedió a sí misma al cumplir los cuarenta y dos.

– ¿Nunca te han dicho que eres preciosa?

– Últimamente no. -Kate se lo quedó mirando-. ¿Lo entiendes?

Él esbozó una sonrisa de disculpa.

– Lo siento.

– Estás perdonado. -Bajó la mano por la espalda de su marido hasta meterla en los pantalones del pijama, un pijama caro que ella misma le había comprado en Florencia el mes anterior, cuando fue a dictar una conferencia en la Academia sobre artistas norteamericanos prometedores.

Richard se incorporó y acabó de quitarse los pantalones dando patadas.

«A veces -pensó Kate mientras observaba a su alto y atlético esposo- parece un niño, a pesar de que dentro de una semana cumple cuarenta y cinco.» Mientras él volvía a tumbarse sobre ella, se dijo que tal vez todos los hombres eran niños, lo cual de momento le pareció bien. Kate lo besó en la boca y le apresó la oreja con los labios.

Richard le lamió el cuello y la clavícula hasta llegar al pecho.

Ella miró con los ojos entornados sus canosos rizos castaños, sus hombros pecosos. Hacía sólo un año había estado a punto de perderle. Casi había llegado a pensar que la había traicionado.

El Artista de la Muerte.

Una imagen le vino a la cabeza: uno de los gemelos de Richard, de oro y ónice, medio escondido bajo una alfombra persa, reflejando un poco de luz, suficiente para llamar la atención… en la escena de un crimen.

– Richard, no volverás a mentirme, ¿verdad?

El se detuvo.

– ¿Qué? No. ¿Por qué lo dices ahora?

– No, por nada. Perdona.

Richard se incorporó con un suspiro.

– ¿Qué pasa? -preguntó -Nada. Es que… me estaba acordando…

– Ya hemos hablado de eso, ¿no es así, Kate? Lo hemos discutido muchas veces. Pensaba que el asunto estaba zanjado.

– Y lo está. Perdóname. -Se arrepentía de haber hablado. Quería retirar sus palabras, sentir su mano en el muslo, su lengua en el pecho-. ¿Sabes una cosa? -dijo, poniéndole la mano en la mejilla-. Prometo que no volveré a abrir la boca si sigues con lo que estabas haciendo, ¿vale? -Le acarició con los dedos el vello pectoral y luego fue bajando hasta rozar su pene medio erecto, una y otra vez, hasta que notó que se ponía tieso de nuevo.

– De acuerdo. -Richard hundió la cara en su cuello y le dio un mordisco.

– ¡Ay!

– Prometiste no abrir la boca.

Kate cerró los ojos. Pero al cabo de un segundo volvió a ver una imagen: un cuerpo tumbado en una cocina, sangre por todas partes. Mierda. Era algo que no quería ver. Y menos en ese momento. Se había esforzado mucho por olvidar. Pero ¿cómo podía olvidarlo? La muerte de una joven tan unida a ella como una hija.

Abrió los ojos y miró los detalles del techo, cualquier cosa que borrara aquella imagen horrenda. No quería verla. Aquello ya era historia, estaba zanjado. El Artista de la Muerte era historia y la relación con Richard iba bien. No; iba estupendamente. Se abrazó a él.

– Cariño, que me estrangulas.

– Lo siento.

– ¿Seguro que no ha sido a propósito?

Kate rió y le dio una palmada en la espalda. Se sentía bien. No iba a pensar en eso (las mentiras de Richard, la muerte de Elena). Eso era el pasado. Soltó un suspiro.

– Oye, ¿seguro que no estás pensando en otra cosa? -preguntó él.

– Seguro. -Le metió la mano entre las piernas.

– Hmmmm. Qué bien. -Richard hizo lo propio con una mano y le puso la otra en una nalga, jugueteando con los dedos.

Kate gimió. Él siguió con las caricias. ¿Cómo podía haber sospechado de él?

Richard le deslizó los labios por el vientre hasta apoyar la cabeza entre los muslos. Entonces comenzó a ejecutar una lenta danza con la lengua.

Kate inspiró y todas las imágenes se borraron de su mente.


El contacto con su piel, su olor, el gusto a sal y ostras en la lengua, el cuerpo de Kate que se agitaba despacio… todo aquello obraba su magia en Richard.

Llevaban juntos más de una década y todavía no había conocido a otra mujer con la que prefiriera hacer el amor. Tampoco necesitaba fantasías para mantener el interés. Kate era más que suficiente para él. Su amante, su compañera, su amiga. Kate, la persona que le había ayudado a convertirse no sólo en uno de los mejores abogados criminalistas de Nueva York, sino también en uno de los más respetados.

Richard Rothstein tenía ahora tanto dinero que ya no sabía qué hacer con él. ¿Por qué entonces quería todavía más? ¿Acaso intentaba compensar sus orígenes humildes en Brooklyn, la sensación de que por mucho que lograra, por mucho que adquiriera, siempre podría perderlo todo? Pero no, no pensaba permitir que eso ocurriera. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conservar su ático de lujo en Central Park, su casa en los Hamptons, su envidiable colección de arte moderno y contemporáneo. Sólo con pensar en sus posesiones se excitaba. Movió la lengua más deprisa.

– Más vale que pares -susurró Kate- si no quieres que terminemos antes de empezar.

Él deslizó su cuerpo sobre el de ella y la besó en la boca.

Kate advirtió en el beso su propio sabor y resolló cuando Richard la penetró.


La respiración de Kate era profunda y acompasada. Era evidente que dormía. ¿Por qué no se dormía también él? Después de hacer el amor solía caer en coma. Se quedó mirando la luz de la luna que se filtraba entre las gruesas cortinas del dormitorio.

Debería haber dejado las cosas claras con Andy esa tarde, por lo menos haberlo hablado, haber pensado qué tocaba hacer. Ahora el asunto no le dejaría dormir, girando en su cabeza como un disco rayado. Mierda.

Miró a Kate. Le apartó suavemente un grueso mechón de pelo rizado que le caía en la mejilla.

¿Debería contárselo? Pero ¿qué le diría? No, no tenía sentido. Además, ¿para qué preocuparla? No era su manera de hacer las cosas. Había que estudiar el problema y dar con la solución. Eso era.

Una sirena sonó a lo lejos.

Richard apartó las mantas y se levantó en silencio.

En el armario del baño encontró lo que buscaba. Partió por la mitad un Ambien. Bastaría para darle unas horas de sueño y por la mañana podría ir a la oficina sin sentirse adormilado. Se tragó la promesa de sueños con un sorbo de agua.

El espejo le devolvió una imagen envejecida. Ojeras, arrugas más hondas de lo habitual en torno a la boca. Era la preocupación. Apartó la vista ceñudo.

Cuando volvió a la cama creyó empezar a notar el efecto del somnífero. Al día siguiente hablaría con Andy antes de irse a Boston. Todo tenía solución, siempre había una solución. En el mundo de Richard todo terminaba por arreglarse.

Kate se estiró, abrió los ojos y la habitación blanca recuperó su nitidez, los cuadros de la pared, la cerámica en las estanterías de obra, los números iluminados de su despertador. Las 8.22.

¿Era posible?, pensó pestañeando. Casi nunca se despertaba más tarde de las siete. No había oído a Richard marcharse.

Echó un vistazo a su lado de la cama. Almohadas arrugadas, los pantalones del pijama en el suelo. Los recogió mientras iba hacia el baño. No había manera de educar a aquel hombre.

El olor del aceite «árbol del té» llenaba la ducha. Se tomó su tiempo, puesto que tenía por delante un día tranquilo: almorzaría con sus amigas, se haría la manicura, pasaría un momento por Un Futuro Mejor y luego comería con Nola, puesto que Richard estaría fuera.

Nola Davis.

Su segunda oportunidad de tener una hija en funciones.

Kate había sido mentora de Nola desde el noveno curso, cuando la chica del este de Nueva York ingresó en el programa de Un Futuro Mejor. No siempre fue un camino de rosas. ¡La de noches que la niña le había hecho pasar en blanco! Kate meneó la cabeza. Y ahora que sólo le quedaba un año en Barnard para licenciarse en historia del arte, a Nola se le ocurría quedarse embarazada. Al principio Kate quiso estrangularla. Luego, una vez superado el golpe, había comenzado a visitar guarderías e intentó convencer a Nola de que se trasladase a su casa, con sus doce habitaciones, durante unos meses después de que naciera el niño. Se había hecho la ilusión de que por fin sería ocupada la habitación que habían reservado originalmente para cuarto de los niños. Pensaba decorarla de nuevo, tal vez pintar nubes en el techo. Pero Nola no lo tenía muy claro. Estaba considerando trasladarse una temporada a Mt. Vernon, con su tía Gennine, la que había cuidado de ella tras la muerte de su madre. A Kate no le parecía mal, no pensaba insistir, aunque tenía que admitir que la idea de tener un niño allí en su casa era muy emocionante.

Se peinó en el baño con un par de peines de carey, se puso rímel en los ojos y carmín en los labios. Luego se vistió con un sencillo jersey de cachemir, pantalones grises y zapatos planos. Ya era bastante alta, un metro ochenta, ¿para qué quería tacones? De momento no necesitaba intimidar a nadie, cosa que le parecía muy bien.

La chaqueta de Richard estaba tirada sin miramientos en el respaldo de una silla del dormitorio.

La recogió. No quería dejársela a Lucille. Ya le fastidiaba bastante que el fregadero estuviera hasta arriba de platos sucios. Lucille era su asistenta, no su esclava. A Kate todavía le costaba dejar que alguien cuidara de ella, y mucho menos que le hiciera la limpieza.

Descubrió por qué Richard no se había puesto la chaqueta: tenía una mancha oscura en la solapa. De vino, probablemente. Estaba para llevar a la tintorería, o para tirar. Antes de ponerla con la ropa sucia registró los bolsillos. Su marido siempre se dejaba cosas dentro y luego se quejaba de haber perdido un importante documento después de pasar por el proceso de lavado, secado y planchado. Unas monedas en un bolsillo, un extracto bancario en otro.

Dejó el dinero en la mesilla de Richard junto con el extracto, que tenía un post-it pegado con la palabra «Andy» escrita en rojo con la inconfundible caligrafía de Richard.

Le echó un rápido vistazo (una lista de ingresos, gastos, números de cheque, fechas) y estaba a punto de dejarlo cuando advirtió dos entradas marcadas en rojo. Una de seiscientos cincuenta mil dólares; otra, de casi un millón.

Las cifras de este calibre todavía la impresionaban. Siempre la impresionarían. Todavía habitaba en ella la niña de Astoria que heredaba la ropa de sus primas, por muy elegante y segura que la Kate actual pareciera.

Volvió a mirar las cifras, pero no significaban mucho para ella. Era un extracto bancario, nada más.

Se perfumó el cuello y las muñecas con Bal à Versailles, el aroma de su madre y ahora el suyo, aunque había tardado años en decidirse a llevarlo.

Con una rápida ojeada al espejo se aseguró de que tenía una buena presencia.

La verdad, y cualquiera podría testificarlo, es que Kate era muy atractiva. Se retocó el pelo y avanzó por el pasillo, pasando por delante de las fotos de Mapplethorpe de suntuosas flores de erótico aspecto, luego el salón, con su decoración ecléctica (en el que convivían en armonía muebles de diseño y baratijas de mercadillo) y su mezcla de cuadros contemporáneos además de un par de objetos medievales de los que Richard se enorgullecía particularmente, expuestos con cierto descuido estudiado, uno sobre la repisa de la chimenea, el otro en una mesita junto a unos libros de arte; en la portada de uno de éstos aparecía un autorretrato de Picasso que, casualmente, colgaba en la pared justo encima de él.

Por un instante Kate se entristeció. Cuadros en lugar de retratos familiares, objetos decorativos en lugar de los dibujos infantiles o las formales fotografías de chicos con toga y birrete que ella siempre había imaginado.

Sí, lo habían intentado, muchísimas veces. Incluso probaron la inseminación artificial. Pero nada dio resultado. Por supuesto, habían tenido en cuenta la adopción, y probablemente habrían seguido adelante si Kate no se hubiera involucrado tanto en Un Futuro Mejor y con todos los chicos que desde entonces la necesitaban. Una bendición. Echó un vistazo a las cristaleras del salón, que ofrecían una vista del parque mejor que cualquier cuadro. Se le nubló la vista. ¿Lágrimas? Se las enjugó con el dorso de la mano. No iba a compadecerse de sí misma. Con la vida que tenía, con su suerte, era ridículo. Además, hacía años que se había hecho a la idea de que no tendría hijos. Lo cierto es que Un Futuro Mejor le había proporcionado niños de sobra. ¿Qué importaba que no fueran hijos biológicos? Eran todos maravillosos y necesitaban su ayuda.

Dio la espalda a los cuadros y la vista espectacular.

Sacó su chaqueta del armario del recibidor y se detuvo. Por un instante tuvo la sensación de que algo terrible iba a suceder, o que ya había sucedido sin que ella se enterase.

Intentó alejar la idea, pensando que se parecía a su madre (la mujer que había muerto siendo ella demasiado pequeña), o a sus tías irlandesas, que siempre andaban persignándose, mirando el cielo y recitando avemarías, que creían a pies juntillas en todas las supersticiones conocidas por la humanidad y adoraban todas y cada una de ellas. ¡La de miedos que arrastraban aquellas mujeres!

No, Kate no era como ellas.

Se puso la chaqueta y se ajustó el cuello.

Pero lo sintió de nuevo, no tanto un escalofrío como una premonición, nada específico, sólo aquella sensación que tantas veces la asaltaba cuando era policía y las cosas se torcían de verdad.

Pero ya no era policía, y nada se había torcido.

Meneó la cabeza para disipar el miedo. Llegaba tarde, eso era todo. Iría a la reunión, se haría la manicura, comería con Nola y todo iría bien. Todo iba bien.

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