21

El piso de los Stokes estaba decorado con poca inspiración: el sofá y las sillas del comedor eran de ante marrón topo, las cortinas un poco más claras, las alfombras de un tono casi idéntico y en las paredes, de un marrón más pálido, colgaban algunos cuadros de paisajes en colores pastel, impresionistas norteamericanos. No eran de primera categoría, pero Kate reconoció algunos de segundo nivel que no eran baratos ni mucho menos.

Andy y Noreen Stokes vivían en uno de esos edificios altos entre las avenidas Madison y Park. Igual que su colección de arte, no era exactamente lujoso pero sí bastante caro. Kate admiró las vistas desde el piso catorce: se veían principalmente edificios, un atisbo de Central Park y mucho cielo, lo cual en Manhattan era un lujo. Estaba un poco sorprendida, no pensaba que el sueldo de Andy le permitiera llevar aquel tren de vida.

En la pared que dividía el salón del comedor había unos cuantos cuadros, paisajes y bodegones. Kate se acercó a ellos. El dibujo no era muy bueno y los colores un poco chillones.

– A Andy le gusta pintar -explicó Noreen.

Kate volvió a mirar. Los colores estaban desentonados, pero no de forma tan exagerada como en las telas del Bronx. A pesar de todo, se sintió incómoda.

– ¿No tienes ni idea del paradero de Andy?

– No. He llamado a todos sus amigos. No me imagino dónde puede estar. Incluso he llamado a los hospitales.

Noreen Stokes llevaba una bata larga de ante marrón rosáceo, tan parecida a las tonalidades de la habitación que la cabeza y las manos parecían flotar en el aire. Era una mujer pequeña y anodina, de pelo castaño y piel tan traslúcida que dejaba ver el entramado de capilares en sus sienes y debajo de los ojos, lo cual le confería un aspecto frágil, casi como si pudiera romperse.

– Estoy preocupadísima -añadió, aunque en su voz había poca emoción.

Si Richard hubiera desaparecido, pensó Kate, ella estaría paseándose y fumando como una loca. La idea la frenó en seco: Richard había desaparecido. De pronto tuvo envidia de Noreen Stokes, con un marido ausente que podía reaparecer.

– ¿Te importa que me siente? -preguntó.

Noreen señaló el sillón de ante.

– ¿Te apetece tomar algo?

– Si fuera un poco más tarde te pediría un whisky, pero no, gracias. -Kate forzó una risita que ayudó a reforzar la pantomima de serenidad que estaba representando-. Perdona que te lo pregunte, pero ¿te había pasado esto antes? Quiero decir, ¿es la primera vez que Andy desaparece?

Noreen se la quedó mirando. Una venilla púrpura le palpitaba bajo un ojo. Entreabrió los labios como para hablar, pero no dijo nada. Se sentó en una butaca y se quedó inmóvil.

– No. Claro que no -contestó por fin.

Kate la miró a la cara, preguntándose cómo aquella mujer tan anodina, tan frágil, había terminado casándose con Andy Stokes, quien, según los tópicos al uso, debía considerarse un buen partido.

– Lo siento, pero es que no conozco mucho a Andy. La verdad es que no me implicaba mucho en el trabajo de Richard porque a él no le hacía mucha gracia. Ya se sabe, los hombres son muy suyos con las cosas del trabajo.

– Sí, supongo que tienes razón. -Noreen se enrolló en el dedo un hilo suelto de la manga de la bata.

– Vaya, no te imaginas lo difícil que era sacarle algo a Richard. -Notó que su interpretación era forzada, pero estaba intentando encontrar una forma de acercarse a aquella mujer-. No te cuento la de veces que me despertaba a las tres de la mañana y él no estaba en casa. ¡Me llevaba unos sustos de muerte! Y cuando le llamaba a la oficina, preocupadísima, él estaba tan tranquilo, que si perdona, que si no me había dado cuenta de la hora… -Suspiró para disimular el dolor que le causaba hablar de Richard-. ¡Es que nunca piensan en nosotras!

– Andy se marchaba muchas veces, desaparecía varios días, pero… -Noreen se interrumpió de pronto, tensando tanto el hilo de la bata que el dedo se le quedó blanco.

– Pero ¿no decías que no había desaparecido nunca?

– No… no quería decir eso. Es que Andy a veces se iba de viaje, eso es, y… se le olvidaba llamar, como tú has dicho. -Noreen parecía contener el aliento.

– Ya. ¿Sabes si Andy estaba contento trabajando con Richard?

– ¿Por qué lo dices?

Kate suspiró, agotada de pronto, incapaz de seguir interpretando.

– Mira, Noreen, sólo quiero averiguar qué le pasó a mi marido. Igual que tú.

Noreen comenzó a desenrollar el hilo de su maltrecho dedo.

– A Andy no le ha resultado muy fácil sacar adelante su carrera. A veces pienso que se equivocó por completo al elegir su profesión. Supongo que en el bufete de tu marido estaba bastante contento. Desde luego mucho más que en aquel tugurio, Smith, Henderson y…

– ¿Tighton? -apuntó Kate, sin estar muy segura de que fuera el nombre que Richard había mencionado.

– Sí, eso es.

– Richard también tuvo problemas con ellos. No me extraña que Andy estuviera descontento allí. -Kate esbozó una cálida sonrisa.

– ¿Ah, sí? Bueno, Andy no estuvo allí mucho tiempo. Me temo que mi marido cambia de empleo bastante a menudo. Pero eso no es nada nuevo, no creo que te ayude en nada. Andrew me dijo que no mencionara… -Se interrumpió y encajó en los muslos las manos temblorosas.

– ¿Que no mencionaras qué? Oye, Noreen, cualquier cosa que me digas puede ayudarnos a encontrar a tu marido -aseguró mirándola a los ojos-. Porque tú querrás encontrarlo, ¿no?

– ¡Cómo dices eso! -Noreen se incorporó, rígida como una estatua egipcia. Lo único que se le movía era la venilla bajo el ojo.

Kate aguardó un momento, pero era evidente que Noreen no iba a decir nada. El aire se hizo más denso, el tictac del reloj antiguo de la pared sonaba más fuerte, la fragancia a gardenia del perfume de Noreen era abrumadora. Kate necesitó de pronto salir de allí.

– Muy bien, pues si no puedes decirme nada más, me voy.

– Sí -replicó Noreen, totalmente inmóvil-. Será lo mejor.


La temperatura en la calle había bajado como presagio del inminente invierno.

Kate se apoyó contra un buzón respirando hondas bocanadas de aire frío y húmedo, y sacó un Marlboro. El papel que había interpretado, el tener que hablar de Richard, le estaba pasando factura.

«Richard, por favor, cuéntame lo que pasó.» Al otro lado de la calle había un pequeño café que Richard y ella solían frecuentar, y sólo verlo le hacía sufrir. Un marido desaparecido. Noreen Stokes no sabía la suerte que tenía. El viento disipaba el humo del cigarrillo en pequeños jirones grises. Kate intentó concentrarse. ¿Había averiguado algo? Una cosa era cierta: Noreen mentía. Ella sabía dónde estaba su marido, eso seguro. ¿Serviría de algo llevársela a comisaría, intentar intimidarla para que le entregara? Kate sintió ganas de subir corriendo al piso catorce y llevarse a Noreen a rastras, pero sería inútil. Después de pasar diez años en la policía había aprendido a conocer a la gente como cualquier psicólogo y, por lo que había visto, Noreen estaba más que dispuesta a seguir mintiendo por su marido.

Recordó cómo se enrollaba el hilo en torno al dedo y repasó de nuevo la conversación.

«Andrew desaparecía muchas veces varios días…»

«Tal vez se ha equivocado de carrera…» «Su último trabajo no le duró mucho…» Su último trabajo.


La pequeña placa de bronce junto a la puerta era discreta, no mucho más grande que la chapa de una pulsera: «Smith, Henderson, Jenkins &Tighton.» La recepción parecía un rancio club masculino, todo en madera oscura y cuero, y con un rastro de tabaco caro en el aire. Kate imaginó que lo echaban con ambientador, o tal vez salía de los poros de los ancianos que trabajaban allí, todos antiguos alumnos de Yale.

– La secretaria del señor Smith saldrá dentro de un momento. -El acento de la recepcionista era puro Katharine Hepburn-. Siéntese, por favor.

Kate se arrellanó en uno de los magníficos sillones de cuero. Estaba agotada. Si cerraba los ojos se quedaría dormida. Hizo un esfuerzo por hojear los periódicos y revistas dispuestos sobre una mesita de roble (Forbes, Business Week, American Law Journal) y, cuando tendía la mano hacia el Wall Street Journal en un esfuerzo por no dormirse, apareció la secretaria de Smith, otra inglesa, o tal vez fingía serlo, ésta de más de sesenta años, con el pelo gris almidonado y un traje abrochado hasta el cuello. Kate la siguió por varios pasillos pintados de gris y decorados con escenas de caza y antiguas tiras de cómic de carácter político. Era uno de los bufetes más antiguos y distinguidos de la ciudad, pero Richard siempre se había burlado un poco de ellos.

Chase Smith, un hombre que rozaba los setenta, alto, canoso, distinguido, con una camisa hecha a medida que dejaba ver su buena forma física, le dio un apretón de manos que le dejó un hormigueo en los dedos.

– Siento muchísimo lo de su marido -dijo sacando el mentón y apretando los dientes con gesto afectado-. Era un orgullo para la profesión.

– Sí, gracias. -Kate no supo si había un tono irónico en sus palabras. Probablemente no. No conocía a muchos blancos anglosajones protestantes que supieran lo que era la ironía.

– Me comentó por teléfono que estaba interesada en Andrew Stokes -comenzó él, yendo directamente al grano-. Acabo de hablar con el jefe Brown, como usted me sugirió. -Indicó un confidente de piel detrás de Kate, esperó a que se sentara y luego se acomodó en el sillón de cuero de su mesa.

– ¿Podría decirme por qué dejó su bufete Andrew Stokes? -preguntó Kate, sin andarse tampoco por las ramas.

– No tuvimos más remedio que prescindir de él. Digamos que… se tomó demasiadas confianzas con un cliente.

– ¿Tuvieron una aventura?

– No, no es eso. -Se acarició el mentón tenso como si le doliera-. Nuestro bufete fue designado para defender al señor Giulio Lombardi. No era exactamente nuestra clase de cliente.

Kate asintió. Giulio Lombardi. El tío de Angelo Baldoni.

– Sí, lo conozco.

– Ya, el señor Lombardi es bastante famoso, o más bien debería decir infame. -Se acariciaba los tirantes arriba y abajo con las manos-. Ya sabe lo que pasa con los casos de oficio, que no hay forma de evitarlos, aunque naturalmente ninguno de nosotros quería hacerse cargo del asunto. Debo admitir que se lo endilgamos a Stokes porque era relativamente nuevo y porque… en fin, para ser sinceros, no había demostrado poseer mucho talento. Pero lo cierto es que nos sorprendió. Lo hizo bastante bien y consiguió poner a Lombardi en libertad. No nos lo podíamos creer. Pensamos que tal vez habíamos subestimado a Stokes. Pero una cosa es ganar el caso de un cliente y otra muy diferente confraternizar con él.

– ¿Confraternizar?

A Smith le tembló el mentón.

– Parece ser que Stokes se había hecho amigo de Lombardi. Uno de nuestros asociados los vio juntos en un bar del centro en más de una ocasión, tomando copas. De lo más improcedente. Y eso fue varias semanas después del juicio. Al principio no dijimos nada, pensando que tal vez estaban celebrando su victoria, pero debo reconocer que pedí a mi asociado que mantuviera vigilado a Stokes. Comprenderá usted que toda precaución es poca.

– Desde luego. Estoy totalmente de acuerdo -respondió Kate, a quien también se le había tensado el mentón.

Smith sonrió con los dientes apretados.

– Pues bien, mi socio nos informó de que Stokes y Lombardi seguían viéndose, a menudo en compañía de… -Vaciló un instante y carraspeó-. En fin, de mujeres de cierta clase, si sabe a lo que me refiero -explicó, apartando la vista-. El caso es que nuestro bufete había sido designado para defender a Lombardi sólo en aquel caso, y ahí debería haber terminado el asunto. Desde luego no deseábamos tenerle como cliente.

– ¿Y dejaron ustedes clara su postura?

– Desde luego que sí, aunque Stokes tuvo incluso la desfachatez de discutir conmigo, ¿se lo puede usted creer? Decía que Lombardi podía ser un cliente muy rentable y que él se estaba ganando su confianza. Naturalmente le expliqué que no era lo que deseábamos y supuse que me había entendido. Pero me equivoqué. Al parecer su amistad se mantuvo. -Smith inspiró-. Ya comprenderá que no podíamos permitir que aquello siguiera adelante. Tenemos una reputación que mantener. -Se irguió en la silla con gesto orgulloso y Kate casi esperó que se pusiera a cantar el himno de Yale.

– Por supuesto.

– De manera que no nos quedó más remedio que prescindir de sus servicios. Un bufete de abogados, sobre todo con clientes como los nuestros, debe proceder con la máxima cautela. Que uno de nuestros abogados confraternice con una persona de esa clase es de todo punto inadmisible.

– ¿Cómo se tomó Stokes el despido?

– Bueno, no podía hacer nada. -Se quedó pensativo un momento y susurró-: Había surgido otro problema con él y…

– ¿Sí?

– En fin, parece que no éramos los únicos que le teníamos vigilado. -Apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó-. También le seguía los pasos un detective privado, un hombre llamado… -cerró los ojos un momento- Baume.

– ¿Como los relojes?

– Exacto.

Kate miró el fino reloj de acero inoxidable que llevaba en la muñeca, un modelo Linea de Baume et Mercier, la famosa casa de relojes de Ginebra. Richard le había regalado en su último cumpleaños el exclusivo modelo Gala, una pieza de oro blanco y diamantes que valía una fortuna. Ella lo había cambiado por el Linea, un reloj más modesto cuyo precio era cinco veces inferior y Richard donó el resto del dinero a Un Futuro Mejor, donde serviría para algo más que dar la hora con diamantes, una vergüenza se mirase por donde se mirase. Kate puso la mano sobre la de Smith un momento y miró sus pálidos ojos azules.

– ¿Sabe usted quién contrató al detective, señor Smith?

– Desde luego. Fue su mujer. La esposa de Andrew.


Lamar Black no tenía ninguna intención de involucrarse, eso seguro.

En primer lugar, el tío aquel era un gilipollas. Y en segundo lugar, le preocupaban sus supuestas relaciones con los peces gordos. Mira lo que le había pasado a Suzie, a su preciosa y dulce conejita. Lamar sintió una oleada de tristeza, pero pronto la sustituyó el hambre. No había desayunado y se moría de ganas de zamparse un par de McMuffins de huevo y salchichas, cosa que pensaba hacer en cuanto llegara al cajero.

¡Era un tío patético! Lamar se imaginó a aquel capullo blanco en su salón, acurrucado en el sillón como un niño de pecho, con los nervios de punta. Lamar había sido muy generoso, había mezclado bastante caballo con la dosis habitual de cocaína.

Llevaba suministrándole cocaína todas las semanas desde hacía más de un año, cosa que no se había molestado en contar a la policía. ¿Y por qué iba a decirles nada? Ni que fuera tonto. La policía no le había ofrecido nada a cambio. Pero una cosa era vender un poco de coca y otra muy distinta tener metido en casa a ese tío, aunque fuera cliente habitual de Suzie. Al fin y al cabo, apenas sabía nada de aquel imbécil, aparte de que le gustaban las putas y las drogas. Qué coño, incluso podía ser el asesino de Suzie. Puede que su pinta de gilipollas no fuera más que una tapadera.

Necesitaba tiempo para conseguir su dinero. Eso era lo que le había dicho cuando acudió a él, hablando en argot y todo como si fuera un puto hermano negro.

«¿Qué pasa, tronco? Oye, ¿puedo quedarme en tu queli? Sólo un par de noches, colega, hasta que me den mi pasta.»

Lamar casi se echó a reír en su cara, hasta que se dio cuenta de que también él podía sacar algo. Sí, le ayudaría, como estaba haciendo en ese momento. La mezcla de coca y caballo le tendría fuera de combate mientras él le limpiaba la cuenta del banco. Según decía el muy bocazas, tenía tres o cuatro mil dólares que pensaba sacar para largarse a una isla desierta o una mierda de ésas, porque la policía andaba tras él. Todo esto se lo había contado a Lamar apresuradamente cuando le suplicó que le alojara en su casa, prometiéndole un porcentaje del dinero si le ayudaba. Sí, eso del porcentaje le parecía bien a Lamar, pero sería un porcentaje del cien por cien. Al fin y al cabo, si aquel tío se había cargado a su Suzie, era justo.

Menudo idiota, pensó Lamar, metiendo la tarjeta del tipo en el cajero. Luego introdujo la contraseña, VIRGIN, que no había sido difícil sonsacarle: una dosis de coca y el tipo se ponía a largar como si no hubiera ningún interruptor entre su cerebro y su boca.

Lamar rió otra vez. Pero cuando leyó en la pantalla que no podía sacar más de quinientos dólares de una vez, se le cortó la risa y tuvo que dominarse para no liarse a patadas con la condenada máquina.

Por fin respiró hondo. Se quedaría con la tarjeta, eso es, al día siguiente sacaría otros quinientos dólares, y al siguiente otros quinientos, hasta que se agotara la cuenta. De momento tendría que conformarse con los quinientos en billetes de veinte nuevecitos.

Tocó los billetes y por un instante pensó en los mafiosos italianos y la policía. No pensaba volver a su casa, de ninguna manera. Lo mejor era largarse unos días, incluso una semana. Para entonces el cliente de Suzie estaría detenido o se habría largado. A lo mejor incluso habría muerto.

Lamar echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada. La cicatriz enrojecida del cuello se estiró. Luego se metió el dinero en el bolsillo y se dirigió hacia los arcos dorados de la esquina, en busca de sus McMuffins de huevo.

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