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Tiene una bolsa de ganchitos de queso, dos paquetes de bollos y una Coca-Cola de litro, todo delante de él, preparado. Lleva días esperando, pensando en ello mientras pintaba tanto que por mucho colirio que se pusiera los ojos seguían escociéndole. Ha terminado seis cuadros nuevos que considera muy buenos, en los que ha gastado casi por completo varios pinceles y ha reducido a muñones una docena de lápices para crear sus bordes, escribiendo los nombres una y otra vez, excitado por la nueva adquisición. Está listo para enseñárselos a ella. Pero ¿cómo? ¿Y dónde?

– Eh, Tony, está a punto de empezar. Donna, ¿tú quieres verlo? ¡Venga! ¡Deprisa! -Grita hacia la oscuridad. Asiente con la cabeza y sonríe cuando sus amigos se sientan en el sillón con él y cree notar el calor de sus cuerpos alrededor-. ¿Y Brandon y Brenda?

– Brandon está trabajando y Brenda dice que le duele la cabeza -explica con su voz de falsete-, pero yo creo que miente porque tiene celos.

– ¡Mujeres! -susurra, dando un codazo a un imaginario Tony el Tigre.

– ¡Son geniaaaaales!

– Sí, ya. A veces.

Se inclina, toquetea la antena portátil para sintonizar bien la imagen.

– Bien, y ahora a callar todos. -Se agita de pura emoción.

Los títulos y créditos dejan paso a edificios, bares y tiendas mientras la cámara sigue a un hombre guapo y fornido que camina por la calle. Una placa: «Mulberry Street.» Escribe el nombre en su libreta de dibujo con rotulador negro. Ahora el hombre llega a una puerta, hay un primer plano de una llave en la cerradura, y un rápido cambio de plano cuando el hombre tira de la vieja puerta de metal de un enorme montacargas. Una vista desde abajo del ascensor que sube. La pantalla queda en negro una fracción de segundo y luego aparece en primer plano la cara de Kate. Él está rebosante de alegría al ver que no sólo tenía razón y que su pelo es castaño y sus ojos azules, sino que además todavía está sucediendo el más increíble de los milagros.

– ¿Lo ves, Donna? ¿Qué te había dicho?

– Sí -contesta con la voz de Donna, aunque en su mente sigue el dilema: tal vez los ojos de Kate no sean azules. No se acuerda, siempre se equivoca. Pero Donna qué sabe. ¿Por qué va a estar ella en lo cierto y no él? No, él tiene razón. No, la tiene Donna-. ¡Calla!

«Esta noche tenemos para ustedes algo muy especial -anuncia Kate-, la visita de uno de los mejores y más conocidos pintores de hoy en día, Boyd Werther.» La cámara recorre el impresionante estudio del artista, primero un largo plano de los enormes y coloridos cuadros apoyados contra las paredes manchadas de pintura, luego a lo largo del suelo, sobre un laberinto de botes de aguarrás, barniz y aceite, algún que otro pincel sobre una lata abierta de espesa pintura, unos cuantos tubos de óleos esparcidos como si los hubieran tirado o lanzado en algún momento de furia creativa, cuando de hecho las ayudantes del pintor lo han distribuido todo cuidadosamente, siguiendo las detalladas instrucciones del maestro, unos momentos antes de que llegara al estudio el equipo de televisión. Ahora la cámara se acerca, sube y baja por la superficie de una tela y luego de otra, mientras la voz en off de Kate va haciendo comentarios.

«El Art News opina que en la obra de Boyd Werther se mezcla el refinamiento de los pergaminos japoneses con la energía del expresionismo abstracto.» Él se esfuerza por ver lo que ella dice, pero para él los cuadros son simples abstractos, y entonces la pantalla se torna gris. Todo es gris. El pelo ya no es castaño, los colores han desaparecido como si se hubieran escurrido hacia abajo. Mira el suelo, casi esperando ver allí los charcos de colores. ¿Será a causa de esos espantosos cuadros?

– Tony, ¿tú entiendes esos cuadros?

– ¡Son geniaaaaaales!

¿Lo son? No se imagina por qué Tony lo cree así, aunque últimamente sospecha que Tony dice lo mismo de cualquier cosa.

Entre los abstractos de Werther aparecen en pantalla otras telas, una Improvisación de Kandinsky, detalles de pinturas rupestres de las cuevas de Lascaux, nada que a él le suene. Mientras, Kate sigue narrando:

«… Todas estas influencias confluyen en la obra de Werther…»

Toma un puñado de ganchitos de queso, manchándose los dedos con el colorante anaranjado que no puede ver, y se los mete en la boca entre desesperado y emocionado. Mastica como si quisiera digerir cada una de las palabras que le ofrece su historia-dura.

Nueva escena: Kate, sentada en el estudio con el atractivo hombretón, que ahora lleva una ropa suelta que parece un pijama, los grandes cuadros dispuestos en torno a ellos.

«Estoy aquí en Nueva York con el pintor Boyd Werther, en su estudio de NoLIta…», comenta ella.

Él escribe en su cuaderno «No li ta», con su rotulador negro, justo debajo de donde ha apuntado «Mulberry Street».

Kate habla. Werther habla. Los cuadros aparecen en la pantalla. Pronto se acaban los ganchitos de queso y él abre una bolsa de bollos e intenta memorizar la conversación, palabras como «deconstrucción» y frases como «formal contra antiformal» y «moderno contra posmoderno». La cabeza le da vueltas con tanta información nueva y sólo una vez recibe la recompensa de un destello de verde brillante (el jersey de Kate), verde bosque o verde pino, de eso no está seguro, pero se desvanece muy deprisa. Luego Boyd Werther se rasca la enorme barriga y dice:

«¿Para qué molestarse en pintar si no se utiliza el color, que es la herramienta más seductora?»

– Sí, sí -replica él a la pantalla-. Estoy de acuerdo. Es lo que yo quiero.

«Un pintor que no conoce los colores está perdiendo el tiempo.» -Pero yo intento aprender. -Se inclina sobre la pequeña pantalla-. De verdad.

«Lo que es yo -prosigue Werther-, como, duermo y sueño en colores.» Soñar en colores. Sí, él ha soñado en colores. ¿O también eso se ha terminado? No se acuerda. Se agarra la cabeza, que ha empezado a dolerle. Ahora las náuseas se añaden a la jaqueca, y una imagen: un hombre y una mujer en una cama, el destello del cuchillo, del rojo al negro, del negro al rojo.

El pintor señala las grandes telas apoyadas contra las paredes del estudio.

«Fíjate en lo que el color, el auténtico color, puede lograr. Un milagro, ¿no?», dice.

Un milagro, sí.

– Por favor. -Mira fijamente la pantalla pero sólo ve telas grises-. ¿Dónde coño está mi milagro? -grita. Y cuando la cámara enfoca a Kate, llega su milagro, el pelo exquisito de ella vibrando con su castaño dorado, su jersey verde tan precioso como el jade. Ahora lo comprende. Es ella. Sólo ella puede producir su milagro.

Lame la pantalla del televisor y cree percibir el refrescante sabor a menta de su jersey verde.

«Mira -dice el artista. Se levanta y se acerca a una gran mesa atestada de tubos de óleo y botes de pigmentos. Alza un bote de cristal lleno de polvo oscuro. La cámara se acerca para tomar un primer plano-. Parece negro, ¿verdad?» -Sí, sí -replica él, sentado al borde del sofá, con la cara pegada a la pantalla, embelesado.

Werther destapa el frasco y derrama un reguero de polvo en su paleta de cristal.

«Es pigmento puro -explica-, antes de convertirse en pintura. -A continuación abre una lata y añade al pigmento unas gotas de un líquido untuoso-. Aceite de linaza. -Y con una pequeña espátula los mezcla hasta formar una densa pasta brillante. Luego saca un pincel de una lata de café, lo moja en la pintura de aceite que acaba de crear y traza una larga pincelada en un lienzo blanco-. Es como magia, ¿no? Azul verdoso.»

¿Azul? Qué va. A él le sigue pareciendo negro.

«Claro que el pigmento y la linaza deberían molerse con un mortero, para que la mezcla sea perfecta -comenta Werther, volviendo a su sitio junto a Kate-. Pero ya has visto que el pigmento cobra vida con el aceite.»

«Desde luego -responde ella-. Es precioso.»

¿Es precioso? ¿Por qué?

«La pintura al óleo es una técnica muy antigua -explica Werther-, pero para mí es la mejor.» «Sí -dice Kate, asumiendo un tono profesional mientras la cámara se centra en ella-. La inventaron los holandeses, posiblemente el gran maestro De Flemalle o los hermanos Hubert y Jan van Eyck, a principios o mediados del siglo XV. La pintura al óleo permitía crear tonos más lisos y perfiles más sutiles, cosa que los pintores anteriores no podían lograr con sus temperas al huevo, que se secaban muy deprisa, o con sus laboriosos frescos.» «El mayor logro de la pintura», comenta Werther.

«¿Qué les diría pues a los pintores que restringen su paleta, o a los que no utilizan el color y se limitan al blanco y negro?», pregunta Kate.

«Les diría que no se molesten en pintar. Fíjate en Franz Kline. Él ya lo ha hecho, y nadie lo va a superar. Hoy en día es algo muy aburrido, que no ofrece nada. Yo nunca lo haría, jamás. La verdad es que yo, sin colores, me suicidaría.»

Aquella frase se repite sin cesar en la mente de él: sin colores me suicidaría… sin colores me suicidaría… sin colores me suicidaría… La cámara recorre de nuevo la mesa de pintura de Werther.

Él ansia aprender con toda su alma, mezclar sus propios colores como acaba de hacer el artista, mejorar, comprenderlo todo.

Quiere que el artista le enseñe.

«En el próximo programa -anuncia Kate-, tendremos algo muy especial. La capilla Rothko, en Houston, uno de los grandes testimonios del arte. -Esboza una cálida sonrisa-. Y no se olviden de asistir a la exposición de WKL Hand, que se inaugura en la galería Vincent Petrycoff de Chelsea.» Una última sonrisa antes de que su rostro se funda para dejar paso a los títulos de crédito.

En el cuaderno donde ha anotado «No li ta» y «Mulberry Street», escribe: «WKL Hand, galería Vin-Sent Petricof, Chelsi.» Luego se levanta del sillón para ver si sus cuadros se han secado. Le tiemblan las manos mientras los cubre con plásticos y los pega todos juntos con cinta adhesiva. De la pared trasera descuelga con cuidado algunas reproducciones de su galería de maestros: el Francis Bacon de la pareja gris, uno de los animales de Soutine y un Jasper Johns. Ha decidido que quiere conocer la opinión del pintor sobre ellos. Y si todo sale bien, puede que hasta le dé uno de regalo, como muestra de respeto mutuo.

Se detiene un momento para considerar qué más necesita, repasa los contenidos de la mochila y sus pertrechos habituales, y saca los pinceles. Allí habrá de sobra.

Una conversación de pintor a pintor. Tiembla de la emoción.

Ahora, con el mapa del metro de Nueva York abierto ante sí, va pasando la lupa hasta encontrar Mulberry Street y una parada cercana. Cierra los ojos, vuelve a recordar el principio del programa, el hombre andando por la calle, algunas de las tiendas por las que pasó, la puerta ante la que sacó las llaves, y lo ve a la perfección: el número del portal es el 302.

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