10

Mira de soslayo los periódicos tirados por el suelo del estudio junto al ajado sillón. ¿Cómo se han podido equivocar tanto? ¿Un bodegón con un cuenco de rayas azules? De eso nada.

¿Y un hombre? Él no se acuerda de ningún hombre.

¿Estaría alucinando? Tal vez. A veces todo parece un sueño.

Se presiona con la palma de las manos los ojos doloridos.

De las otras víctimas está seguro, sabe cómo y por qué fueron seleccionadas. Pero no del hombre. Tal vez los periódicos intentan tenderle una trampa.

Sometimes you feel like a nut, sometimes… (A veces te parece que estás loco, a veces…) Mira las dos pinturas pegadas con chinchetas a la pared, hechas con pelo y sangre. Había otras parecidas, pero las ha tirado en arrebatos de frustración. Y luego estaban, por supuesto, las que hacía con animales, que sólo podía guardar un día o dos antes de que empezaran a apestar.

Pero ahora está seguro de que si hubiera habido un hombre, habría también una tercera pintura. Y no la hay.

No, él no lo hizo. Se acordaría. No está loco.

A veces te parece que estás loco, a veces…

– ¡Eso lo dirás tú!

Cierra los ojos y se imagina a la chica bajo la farola tirándose de la minifalda y piensa que sí, que era real, pero ¿qué aprendió, aparte del hecho de que no estaba preparado y que debía quedarse siempre bajo techo? Claro que hubo un momento, aquel momento tan hermoso. Pero la idea es que dure, ver si tiene razón.

Echa un vistazo a los otros periódicos que hablan de la chica sin identificar encontrada flotando en el río. No había pistas sobre ella… ni sobre él. Eso era bueno.

No, ¡es geniaaaaaal, geniaaaaaal, geniaaaaaal!

– ¡Ahora no, Tony! ¡Estoy intentando pensar! -grita. Luego se disculpa-: Perdona, Tony. -No quiere ofender a su amigo, que lleva tanto tiempo con él. Confía en Tony, como confía en Brenda y Brandon y Dylan y Donna y a veces en Steve, pero nunca en David, de quien cree que podría parecerse un poco a él y por tanto le desprecia.

Se saca del bolsillo la pequeña lupa de gran aumento que siempre lleva encima. Las palabras en tinta negra marchan por la página como hormigas gigantes mientras lee los artículos. Le sorprende que se hayan tomado interés en aquellas dos mujeres. ¿A quién le podían importar?

Tal vez, piensa, han cobrado importancia por el hombre, el abogado, según dicen. Un hombre rico.

Lee con atención el artículo del Post y luego cambia al New York Times y estudia la pequeña foto cuyo pie reza: «Richard y Kate Rothstein.» Observa al hombre y la mujer. La lupa fragmenta las imágenes, ya muy granuladas, y las convierte en diseños abstractos de puntos negros. Advierte algo familiar y se pone a leer despacio el artículo hasta llegar a la parte que le interesa, la parte sobre la mujer del muerto, historiadora del arte, dicen que es. ¿No se han equivocado? ¿No es más bien una historia-dura?

Para que vean que no es tonto.

A veces te parece que estás…

– ¡Que te calles!

Intenta olvidar el ruido en su cabeza, desliza la lupa sobre el periódico.

«La señora McKinnon-Rothstein es muy conocida como figura del mundo del arte, una experta en arte contemporáneo…»

Cierra los ojos, se imagina a su historia-dura mirando sus pinturas y sonríe.


La luz matutina entraba difuminada por las ventanas y dibujaba rectángulos sobre el suelo oscuro de la sala de pruebas, iluminando el desvaído dibujo de cuadros, las grietas y la suciedad.

– Éste es el agente especial Marty Grange -dijo Floyd Brown.

Kate calculó que no mediría más de uno setenta. Era un hombre de complexión robusta, la camisa blanca almidonada y la corbata azul marino enrojecían su cuello, llevaba las mangas subidas en sus brazos de Popeye. Se mantenía erguido, recto como una vela, sacando su pecho ancho, como dispuesto a que le pasaran revista. El agente la miró entornando sus ojillos oscuros.

– He oído hablar de usted. -Su carraspeo sonó como un gruñido.

– Es todo verdad. -Kate tendió las dos manos juntas-. Más vale que me ponga las esposas ya. -Añadió una sonrisa que el agente del FBI no le devolvió.

Perlmutter tosió para disimular la risa.

Los ojos de Grange se movieron como un láser hacia el detective y éste se quedó clavado en el sitio.

– El agente Grange es del FBI de Manhattan -prosiguió Brown-. Acaba de unirse a nosotros y trabajará en el caso. Actuará también de enlace con el FBI de Washington.

– Genial -replicó Kate, casi como si lo sintiera de verdad.

Los ojos de Grange, dos canicas negras y opacas, se dirigieron hacia Kate, aunque ella no estaba del todo segura de que la estuviera mirando.

Lo estaba.

El agente Marty Grange se concentró en un punto justo a la izquierda de Kate, aunque podía verla a ella a la perfección, una técnica que había desarrollado y usado con sus hombres y con los sospechosos. Funcionaba bien. Había aprendido que la gente se ponía nerviosa si no sabía si la estaban mirando o no.

En menos de un minuto determinó que Kate era inteligente, que llevaba ropa cara y que irradiaba demasiada confianza. Claro que también había leído el expediente del FBI y conocía su historia: todos los casos en que había trabajado en Astoria, que había sido expulsada de dos institutos católicos, sabía hasta los nombres de sus profesores de colegio. Había leído también los expedientes sobre sus padres, sus tíos y todos los miembros de la familia que fueron policías, y conocía detalles de la muerte de su madre que la misma Kate ignoraba.

El conocimiento es poder. Ése era el lema de Marty Grange.

Ahora miró a Kate de nuevo y decidió que tenía otra baza en su contra: era demasiado guapa.

La sala de pruebas de la comisaría Seis estaba preparada para ellos. Las tres pinturas, en bolsas de plástico transparente, estaban dispuestas en una estrecha mesa en el centro de la sala, de forma que pudieran verlas desde todos los lados. Una tarjeta junto a cada una de ellas indicaba el número del caso específico. El otro objeto que había en la mesa era la lupa que Kate había pedido. Ella sacó un libro del bolso y lo dejó también en la mesa.

Mitch Freeman irrumpió en la sala un poco desaliñado y sin aliento, con el pelo rubio canoso cayéndole sobre los ojos, la camisa remangada y un maletín lleno a reventar bajo el brazo.

– ¿Llego tarde?

– Sí -replicó Grange-. Ya íbamos a empezar.

El psiquiatra del FBI se volvió hacia Kate.

– Me alegro mucho de verte. Bueno, quiero decir… -su sonrisa se convirtió en un gesto ceñudo- que lo siento muchísimo…

– Yo también me alegro de verte -le interrumpió Kate, y se concentró en las pinturas, sobre todo en la que encontraron junto a Richard. Era la primera vez que la veía.

«Dios mío. Aquí está. El cuadro que dejaron junto a mi marido agonizante.» No. No podía permitirse pensar de esa manera. Tenía que distanciarse de inmediato. «Es un cuadro, nada más. Un cuadro. Un cuadro. Un cuadro.» Notaba que Grange la observaba. Carraspeó.

– Bueno, en primer lugar… -Se sorprendió por el tono sereno de su propia voz. «Sí, puedo hacerlo»-. Son totalmente distintas. Me refiero a la diferencia entre las telas del Bronx y… y ésta. -Kate inhaló deprisa-. Son distintas en muchos aspectos, algunos más evidentes que otros. En primer lugar, las dos pinturas del Bronx están sin tensar, son trozos de lienzo suelto. Pero la… -Vaciló un momento. ¿Cómo referirse a la pintura del crimen de Richard?-. La pintura de la zona céntrica de Manhattan está en un bastidor. -Alzó el cuadro agarrándolo por los bordes de la bolsa y lo giró para que todos lo vieran-. Este tipo de bastidor se compra en tiendas -informó, señalando el rectángulo de madera que sostenía el lienzo-. Es uniforme y lleva marcada una talla. Pero el autor ha cortado él mismo el lienzo y lo ha grapado a la madera. También ha preparado la tela. Fijaos que los bordes son más oscuros, porque el gesso no ha terminado de cubrirlos.

– ¿El qué? -preguntó Grange.

– El gesso. Es una mezcla acrílica de blanco de titanio y agua con la que los artistas preparan el lienzo para luego pintar encima. Si se aplica el óleo directamente sobre una tela sin imprimar, la pintura la penetra y acaba por pudrirla. Eso se evita con el gesso.

– Así que tenemos a un pintor que sabe algo del oficio -terció Brown.

– Así es. Aunque esto es bastante básico. -Kate inspeccionó la imprimación del lienzo atentamente a lo largo de los bordes, donde no estaba cubierto de pintura-. Antiguamente se empleaba el blanco de plomo para imprimar las telas, pero es muy tóxico y ya casi nadie lo usa. Supongo que esto es gesso, pero deberían analizarlo en el laboratorio para estar seguros. Si se trata de blanco de plomo, reduciría muchísimo las probabilidades.

Perlmutter escribió una nota.

– ¿Existen diferentes marcas de gesso?

– Creo que la principal diferencia entre un gesso y otro es la cantidad de agua. Los más baratos tienen más agua. Pero podría haber otros aditivos que diferencien las marcas. Deberíais comprobarlo.

Kate pasó entonces a uno de los cuadros del Bronx, el bodegón, y dio la vuelta al lienzo.

– Éste no tiene bastidor, evidentemente, no es más que la tela. Es un lienzo comercial que ya tiene una primera imprimación. El autor lo compró tal cual está, listo para pintar. Es barato.

– ¿Y por qué se iba a molestar un pintor preparando él mismo los lienzos, con el gesso y todo lo demás, cuando se pueden comprar ya preparados? -preguntó Grange.

– Porque queda mejor cuando lo haces tú mismo. Eliges tu propio lienzo, decides cuántas capas de imprimación quieres. Incluso se puede lijar entre capa y capa para lograr una superficie más tersa. La mayoría de los artistas profesionales hace sus propias imprimaciones, ellos o sus ayudantes, si es que se pueden permitir tener un ayudante. -Se concentró en la escena callejera-. Y aquí pasa lo mismo. Es una tela sin bastidor y ya preparada para pintar.

– ¿Y por qué el asesino no se molestó en preparar los lienzos del Bronx y en cambio sí preparó el otro?

– Buena pregunta, agente Grange. -Kate se detuvo un momento, mirando de una en una las tres pinturas-. Y mi respuesta sería… que no han sido realizadas por la misma persona.

– ¿Me está diciendo que se trata de dos asesinos? -El rostro pétreo de Grange se tornó aún más duro.

– Lo que estoy diciendo es que se trata de dos pintores. -Kate se paseó por delante de las tres telas, utilizando la lupa a modo de puntero-. Aparte de las diferencias con los bastidores y los lienzos, existen otras discrepancias. En primer lugar, la aplicación de la pintura -afirmó, señalando la encontrada en el centro de Manhattan-. Aquí no se ven pinceladas. La pintura está licuada y se ha aplicado con pinceles muy finos, tal vez de pelo de marta o incluso con esponjas. -Luego señaló los lienzos del Bronx-. Mientras que en éstos el pintor utiliza pinceles de pelo duro. La pintura se aplica con fuerza, las pinceladas son evidentes. -Se detuvo un momento mientras los hombres observaban los cuadros-. Y por supuesto, la diferencia más marcada es el color. En la pintura del centro el color es realista, los plátanos son amarillos, la manzana roja. Pero en las del Bronx el color es totalmente irreal.

Kate tomó entonces el libro que había llevado, El arte de Ernst Ludwig Kirchner, lo abrió por una de las diversas páginas que tenía señaladas y lo alzó para que todos vieran una ilustración.

– Kirchner fue el primer artista que me vino a la mente cuando vi los cuadros del Bronx. Ya veis la semejanza en el uso del color. -La reproducción del libro (Los tormentos del amor) era un cuadro audaz de llamativos colores: una cara en contrastado blanco y negro, todavía más extraña por los acentos de azul brillante y rojo sangre.

– ¿Por qué la cara azul? -preguntó Brown.

– Kirchner formaba parte de un grupo alemán de pintores expresionistas que se hacían llamar «Die Brücke», que significa «el puente». Exageraban las formas y utilizaban colores no realistas para expresar sus sentimientos. Exaltaban el trabajo febril y la aceptación de la fealdad y la deformidad.

– Pues misión cumplida -comentó Brown.

– Mi propósito no es inculcaros el gusto por la pintura expresionista alemana -replicó Kate-. Sólo quería mostraros a un pintor al que recuerdan las obras del asesino del Bronx. Los dos pintan de una forma directa, es decir, la pintura se aplica con pinceladas fuertes y rápidas, y los dos emplean colores desentonados. También quería que vierais que no es tan raro que los artistas experimenten con el color.

– ¿Es posible que nuestro hombre haya visto la obra de este pintor alemán? -quiso saber Grange.

– Sí. Hay varias expuestas en los museos de Nueva York. Pero no estoy diciendo necesariamente que el asesino intente emularle. Las pinturas de Kirchner tienen un aspecto autodidacta, pero en realidad es un artista muy sofisticado. -Miró un instante los lienzos del Bronx-. Aquí tenemos los colores fuertes y vivos de Kirchner, pero a mí me parecen la obra de alguien sin formación. Además, está el detalle curioso del marco. En las obras del Bronx, el autor garabateó los bordes, cosa que no hizo en la del centro. Esta última es una pintura realista, sofisticada. No puede atribuirse al mismo autor. ¿Está segura? -insistió Grange. Es mi opinión. Pero ¿a usted le parecen iguales, agente Grange?

A Grange no le gustó el tono de desafío que creyó detectar en Kate, pero de momento lo pasó por alto.

Ella se inclinó sobre las obras del Bronx y los demás la imitaron. Cinco cabezas a pocos milímetros de distancia.

– Fijaos en los restos de carboncillo en torno a las figuras. Aquí se ven alrededor de las nubes, y aquí alrededor de la fruta Yo creo que el artista dibuja primero con carboncillo y luego aplica la pintura. -Se volvió hacia la obra del centro y los demás también la siguieron-. Pero en este cuadro no hay carboncillo. No ha habido ningún esbozo. Parece más bien hecho con precipitación, como si el artista no hubiera empleado mucho tiempo en la obra. Sin embargo, el trazo es seguro. Yo diría que el autor sabe lo que hace. -Volvió de nuevo a las obras del Bronx-. Mientras que estas dos pinturas son… toscas. Creo que son obra de un aficionado, un pintor outsider sin formación, mientras que la otra pertenece a un profesional.

– Joder -exclamó Brown-. ¿Nos ha salido un imitador?

Mitch Freeman observó las telas con sus gafas de lectura.

– ¿Y si el asesino quisiera despistarnos? Tal vez por eso decidió realizar un cuadro mejor que los otros, más seguro, como tú dices.

– No lo creo -respondió Kate-. Todos los pintores tienen su propio estilo. Es como la caligrafía. Si vas a una clase de arte verás veinte alumnos trabajando con el mismo modelo y todas las obras, a pesar de reflejar el mismo objeto, serán diferentes, variarán en la composición, las pinceladas y desde luego el color. No hay dos personas que vean los colores de manera idéntica. El color es subjetivo, está en el ojo del observador.

– ¿Y eso? -preguntó Grange.

– Por ejemplo su camisa, agente Grange. Parece azul porque absorbe todos los demás colores de la luz y refleja sólo el azul. El color es el resultado de ondas de luz. Cuando usted dice que su camisa es azul, está diciendo en realidad que la estructura molecular de su camisa está absorbiendo todos los rayos lumínicos excepto los azules. -Seis meses atrás Kate apenas sabía nada de aquello, pero su programa de televisión sobre el color la había obligado a pasar muchas horas con científicos y teóricos del color, que le habían dado un curso acelerado sobre el tema-. Su camisa, en sí misma, no tiene ningún color. El color lo genera la luz.

– ¿Estás diciendo que las nubes rosadas de este cuadro no son rosadas en realidad? -terció Perlmutter.

– Son rosadas porque nosotros las percibimos así. Pero eso sucede en el cerebro. Vamos a ver. El color se manifiesta cuando la luz alcanza las células del fondo del ojo, llamadas conos y bastones. Los conos son los responsables del color y los bastones del blanco y negro. Los bastones y los conos responden a la luz y envían un mensaje al nervio óptico del cerebro, que a su vez nos indica qué color estamos viendo.

– De manera que el autor de las pinturas del Bronx anda jugando con los colores -concluyó Perlmutter-. Pero ¿por qué?

– Eso no lo sé -contestó Kate, aunque una idea comenzaba a formarse en su mente-. Puede que esté experimentando. Como ya he dicho, no sería el primero en jugar con los colores, por diversas razones: resonancia emocional, simbolismo…

– ¿Crees que el color es simbólico? -preguntó Brown-. ¿El cielo rosa y las nubes rojas significan algo?

– ¿Como con Gauguin? -terció Perlmutter con una sonrisa de buen estudiante.

– Podría ser. Aunque no sabría determinar qué. Gauguin utilizaba los colores puros y sencillos porque quería reflejar una cultura pura y sencilla: la gente que encontró en Tahití y la Martinica. Pero en estas obras no sabría cuál podría ser el simbolismo. -Kate se concentró de nuevo en la pintura del centro, el bodegón con el cuenco de rayas-. Estoy bastante segura de que ésta se ha realizado con pinceles de esponja o con trochos de esponja. Y fijaos que las rayas blancas del cuenco no están pintadas, sino que es el lienzo al natural. -Se dio unos golpecitos en la barbilla.

– ¿Qué pasa? -preguntó Brown.

– Pues que esto me suena de algo, pero… no sé. -Suspiró y volvió a mirar las obras del Bronx-. Y hay otra cosa. ¿Veis esto? -preguntó, pasándole la lupa a Grange-. Es una «Y», creo. Y ahí -indicó, guiándole la mano-. Podría ser parte de una «R».

Grange dio un pequeño respingo y apartó la mano deprisa.

– ¿Y eso qué significa?

Kate recuperó la lupa y volvió a recorrer con ella los lienzos.

– Que podría haber palabras debajo de la pintura. Deberíamos pasarlas por rayos. -Se centró en los bordes grises-. Estos bordes garabateados son curiosos. No estoy segura, pero también podrían ser palabras, escritas unas encima de otras hasta hacerse ininteligibles. -Entornó los ojos-. Tendremos que ampliar estas zonas. -Se concentró en el cuenco-. Aquí no se ven trazas de palabras, pero deberíamos pasar por rayos X todas las pinturas.

– De acuerdo -convino Grange-. Las enviaré a Quantico lo antes posible.

Kate le puso la mano en el brazo.

– Preferiría que nos las quedáramos. En fin… no me gusta decir esto, pero ¿y si nos llega otra? Sería bueno tener éstas aquí para poder comparar.

Grange se quedó mirando la mano de Kate, pero no se movió.

– Puede usted analizarlas aquí, ¿no es así, Brown? -preguntó.

– El laboratorio está justo abajo. Y las radiografías no son nada especial, las hacen continuamente. Hernández, que lleva el laboratorio, se pondrá a ello de inmediato. Ya ha analizado las huellas y fibras de los lienzos.

– ¿Ha encontrado algo?

– No hay huellas, pelos o fibras que no pertenezcan a las víctimas. Nuestro asesino llevaba guantes.

– Muy bien -asintió Grange-. Las pinturas se quedarán aquí de momento. Pero quiero que envíen todas las pruebas de laboratorio y las radiografías a Quantico, para asegurarnos bien de los resultados.

– No hay problema -replicó Brown.

Grange se incorporó, obligando a Kate a retirar la mano tal como él se proponía. Con aquel contacto le resultaba casi imposible concentrarse. Se puso a caminar de un lado a otro.

– Si estamos buscando un imitador, dos asesinos, dos sujetos desconocidos, tal vez sea mejor que dividamos la investigación. -Miró a Kate y tuvo ganas de decirle que ya había hecho su parte y que se podía ir. Pero le había llegado el mensaje de Tapell, que era muy claro: McKinnon se queda. Muy bien, se quedaría, pero sólo mientras el caso lo compartieran el FBI y la policía de Nueva York.

A Brown no le había hecho ninguna gracia que Grange se metiera en su territorio y asumiera el mando, pero tenía que seguirle la corriente.

– Tal vez sería más fácil y menos costoso que siguiéramos llevando juntos los casos… hasta que se demuestre que son diferentes. Si no le parece mal.

Grange miró más allá del rostro de Brown.

– No le falta razón -dijo. Luego procedió a indicar cómo pensaba que debían llevar la investigación. Kate advirtió que Brown fingía escuchar, asintiendo con la cabeza y arrugando el entrecejo con estudiada concentración, pero sabía que el detective dirigiría a su grupo de élite exactamente como le diera la gana, aunque siempre haciendo creer a Grange que le seguía la corriente.

Cuando los hombres se marcharon, Kate se quedó sola un momento. Tenía una sensación extraña. Casi se sentía bien.

Pero ¿cómo podía sentirse bien?

Porque lo había hecho y había funcionado, podía mirar aquel cuadro, un claro recordatorio de la muerte de su marido, y analizarlo sin derrumbarse hecha pedazos.

Miró de nuevo las tres telas. Era imposible que fueran obra del mismo autor, estaba segura.

Echó un vistazo el banal bodegón que quedaría para siempre ligado a la muerte de Richard.

Kate no se consideraba una persona vengativa, pero tenía que admitir que en ese momento lo que la ayudaba a levantarse por las mañanas, su razón de vivir, era encontrar al hombre que había asesinado a su marido y hacer que pagara por ello.

Pasó una vez más la lupa por la superficie del bodegón del cuenco. Había algo que le resultaba muy familiar en aquellas zonas de tela limpia y aquella forma de aplicar la pintura sin pinceladas. Pero ¿qué era?


– ¿Quieres que te haga un resumen mientras los miras? -Hernández se apoyó contra la mesa de Brown, con su corpachón embutido en una ajustada bata de laboratorio. Debía de tener unos treinta y cinco años y llevaba el pelo oscuro recogido sin mucho cuidado bajo uno de esos gorritos de plástico para no contaminar pruebas. Dirigía el laboratorio criminal desde hacía cuatro años.

Brown examinó por encima los expedientes y asintió con la cabeza.

– Muy bien. -Hernández hizo un globo con el chicle que mascaba-. Las primeras dos víctimas, las del Bronx, se parecen bastante. Las heridas de arma blanca son rápidas y profundas y perforaron el corazón y los pulmones. No habrían vivido mucho tiempo. Por lo menos se utilizaron tres cuchillos. Si miras la última página verás que me inclino por un cuchillo corto de caza, un bisturí y un cuchillo más grande y serrado para cortar las costillas. Un trabajo muy eficiente. Tu asesino iba preparado.

– Se ensañó con las víctimas, eso está claro.

– Sin duda. Las abrió como si buscara algo. -Reventó otro globo de chicle y Brown le clavó una mirada que ella ignoró-. Pero no hay señales de tortura, no hay marcas de mordiscos ni se llevaron ningún trofeo evidente. Los pezones, los labios vaginales, está todo. -Se interrumpió un momento y reventó varios globos sin darse cuenta-. Yo diría que jugó un poco con ellas una vez abiertas, pero los órganos están intactos. No se llevó nada a casa para cenar.

Brown suspiró.

– ¿Y Rothstein?

– Si miras las armas que sugiero, en la página tres… -Hernández aguardó un momento, mascando ruidosamente hasta que Brown encontró la reseña-. Sólo un arma, una navaja automática supongo. La víctima recibió dos cortes, uno horizontal y uno vertical, desde el pubis hasta debajo del esternón, donde el hueso detuvo la hoja. Entonces el asesino la sacó de un tirón. -Imitó los movimientos con bruscos gestos del brazo y la mano-. Luego hizo un corte en la sección abdominal, como si trazara una enorme cruz. Las heridas son bastante limpias, bastante profundas para atravesar los músculos, pero la hoja no llegó a alcanzar el corazón ni los pulmones. -Vaciló un momento-. A mí me parece que los intestinos se le salieron cuando lo arrastraron por el callejón.

– ¡Joder! -Brown miró las fotos del expediente, el cuerpo desnudo de Richard Rothstein roto en detalles abstractos de carne amoratada y herida.

– Por la temperatura que según el forense tenía el cadáver cuando lo encontraron y el hecho de que apenas había comenzado el rigor mortis -Hernández masticaba el chicle con vehemencia-, yo diría que la víctima se mantuvo con vida un rato en aquel callejón.

– Escúchame, Hernández -dijo Brown agarrándole la muñeca-, McKinnon no debe enterarse de esto bajo ninguna circunstancia, ¿entendido?

– Yo no tengo por qué contárselo. Eso es cosa tuya. -Movió la mano para zafarse-. Tapell tiene copias del informe, pero eres tú quien decide a quién más se le envían. -La mujer concluyó su declaración con un fuerte chasquido del chicle.

– Bien -replicó quedamente Brown. La idea de que el marido de McKinnon hubiera muerto lentamente en aquel maldito callejón le daba náuseas. Durante el caso del Artista de la Muerte había llegado a conocer un poco a Richard, y más tarde Kate los había invitado, a él y a su mujer Vonette, a cenar o a su casa en alguna ocasión. A Brown le gustaba el desparpajo y el encanto del abogado de Brooklyn.

– Si vas a la página dos, verás que las dos víctimas del Bronx tenían cinta adhesiva en la boca, las muñecas y los pies. Conseguimos recoger unos cuantos pelos y fibras de la cinta. La mayoría procedían de las víctimas o de sus apartamentos, pero no todos, de manera que lo más probable es que sean de nuestro hombre. Hemos pasado las fibras por espectrometría y cromatografía de gases para identificarlas como ropa o cualquier otra cosa que pueda encontrarse en una casa. También se han comparado las muestras de pelo con las bases de datos, pero de momento no coinciden con ninguna ficha. Claro que si traéis algún sospechoso, podemos utilizar las muestras para ver si coinciden con él. Al final del informe he incluido los resultados de las pruebas.

– Buen trabajo. -Ahora todo lo que tenían que hacer era encontrar un sospechoso. Por muy buenos que fueran los análisis forenses, si no había sospechoso con el que comparar los resultados no llegarían a ningún sitio-. ¿Se utilizó también cinta adhesiva con Rothstein?

– No. A él lo dejaron sin sentido de un golpe, probablemente con el cañón de una pistola, a juzgar por el tamaño y la forma de la herida en la cabeza. El golpe debió de dejarle inconsciente un rato, luego le hicieron los cortes. No se han encontrado heridas en las manos, de manera que no intentó defenderse. Probablemente porque seguía inconsciente.

– Pues menos mal. -Brown se quedó pensativo un instante-. Pero ¿por qué utilizar la navaja si tenía una pistola?

– Ni idea.

– ¿Alguna huella?

– En el callejón fue imposible encontrar huellas. Aquello era una pocilga. Los de Científica estuvieron también en su despacho, pero no encontraron más que las huellas de la víctima y sus empleados. El asesino llevaba guantes.

Brown cerró el expediente de Richard Rothstein. De momento ya había oído bastante.

– ¿Y en el Bronx? -preguntó-. ¿Se ha encontrado alguna huella?

– Muchas huellas parciales y manchas en ambos casos. Y con la ninhidrina han salido un par de huellas de guantes en el cuadro de Gauguin que trajo McKinnon. Sin duda son del asesino, porque no creo que la víctima llevara guantes para andar por casa.

– Pero unas huellas de guantes tampoco sirven de mucho -protestó Brown.

– No, pero podríamos encontrar una muestra de sudor, si por ejemplo se tocó la cara. Se le están haciendo pruebas de ADN. Si tenemos suerte, igual encontramos algo.

– ¿Cuándo tendremos los resultados del ADN? -preguntó Brown.

– Tardarán unos días.

– ¿Algo más?

– Había marcas y desgarros en las puntas y el empeine de los zapatos de Rothstein, lo que significa que lo arrastraron boca abajo. Eso también explicaría que fuera soltando los intestinos por el callejón.

– ¿De verdad se puede sobrevivir con la mitad de las tripas fuera?

– Hasta que se pierde demasiada sangre, sí. Aunque lo más seguro es que el trauma lo dejara en estado de shock o en coma.

– Menos mal -resopló Brown. Eso sí podría contárselo a McKinnon, si es que daba con la manera de decírselo.

– Sí -convino Hernández, pensando que a veces odiaba su trabajo, sobre todo cuando estaba fuera del laboratorio, lejos de sus microscopios y sus espectógrafos y sus cajas de Petri, tratando con los vivos-. Oye, tengo que irme.

– Muy bien. Gracias.

Floyd entrelazó las manos detrás de la cabeza y se arrellanó en la silla. Aquello estaba claro: era evidente que se trataba de dos modus operandi diferentes.

Las víctimas del Bronx fueron apuñaladas y evisceradas; a Rothstein, en cambio, le dejaron inconsciente con un arma y luego lo apuñalaron. Era evidente que alguien intentaba aprovecharse de los crímenes del Bronx, imitando a su autor incluso en el detalle de la pintura. McKinnon tenía razón: las tres obras eran distintas. Aunque el asesino de Richard Rothstein no sabía cómo eran las telas del Bronx, sólo que junto a las víctimas se habían encontrado unas pinturas al óleo, una escena callejera y un bodegón, y todo eso gracias a los buitres de la prensa.

Brown tomó unas notas, resumiendo los dos casos y sus diferencias, pero no mencionó que Rothstein hubiera estado vivo en el callejón. Pasaría el sumario a los detectives y luego hablaría con el jefe de operaciones y con Tapell, para pedir que asignaran más efectivos al caso. No les iba a hacer ninguna gracia, ahora que el alcalde recortaba cada vez más los presupuestos y todo el departamento de policía tenía que trabajar horas extras. Todos estaban agotados y hartos.

Floyd se frotó las sienes. Empezaba a dolerle la cabeza. Si McKinnon estuviera allí, le pediría un par de excedrinas.

Sabía muy bien lo que iban a decirle el jefe de operaciones y Tapell: que los de Homicidios tendrían que desdoblarse y estar al tanto de todo, que los casos ya le estaban costando a la ciudad y al departamento más de lo que podían permitirse en efectivos, y que su trabajo era obtener resultados por muy corto que anduviera de personal.

Y sabía también otra cosa: que no habría forma de que McKinnon se mantuviera al margen del caso de su marido. Aquella mujer era más terca que una mula. Y además tenía razón en su observación: si alguien le hiciera daño a su esposa o a su hija, Brown le arrancaría la piel a tiras.

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