25

Nola insistió en ver Vidas de artistas, aunque Kate no estaba de humor. No hacía más que repasar la jornada una y otra vez: las conversaciones con Brown y Freeman, las acusaciones de Noreen en el hospital, todo se mezclaba en su mente compitiendo por su atención, y la entrevista con Boyd Werther que ahora aparecía en la pantalla no era suficiente ni mucho menos para distraerla. Aun así logró mantener una charla con Nola, sonreír, decir que todo iba bien, hasta que la chica por fin se fue a la cama. Entonces Kate se sirvió un vaso de Johnny Walker y se puso a cavilar en su situación, tenía que comprender lo que pasaba y encontrar alguna solución, si es que la había.

Puso en el estéreo, con el volumen bajo, un CD de Julia Fordham, uno de sus favoritos, que no había podido escuchar desde la muerte de Richard. Incluía tantas canciones de penas de amor o sobre la felicidad que pensó que jamás sería capaz de oírlo de nuevo. Pero ahora, sin advertirlo siquiera, estaba cantando en susurros uno de sus temas favoritos, Missing Man, y las palabras llenaban la sala y empapaban las paredes, la alfombra, su corazón dolorido. Entonces se dio cuenta de que llevaba varios días con esa canción en la cabeza, Missing Man, el hombre desaparecido, una oración para Richard, su hombre desaparecido.

Salió al pasillo de puntillas y se asomó a la habitación de Nola. Escuchó un momento hasta que percibió su respiración tranquila y entonces se apoyó contra el umbral observando su hermoso rostro iluminado por la luna que entraba por la ventana. Tuvo ganas de acariciarle la frente, abrazarla y protegerla, prometerle que nunca dejaría que les pasara nada, ni a ella ni a su hijo.

Pero ¿cómo podía hacer esa promesa? Se sentía incapaz de proteger a nadie.

Cerró la puerta sin hacer ruido y volvió al salón para servirse otro whisky, todavía intentando poner en orden lo que sabía y lo que no, bajo el arrullo de la magnífica voz y las tiernas letras de Julia Fordham.

Una llamada al contable de Richard había confirmado que el bufete tenía graves dificultades financieras debido a varias retiradas de fondos muy cuantiosas e inexplicables la semana anterior a la muerte de Richard. El contable le había llamado entonces preocupado, pero la reunión que quedaron en mantener para discutir el asunto no llegó a celebrarse, puesto que estaba prevista para el día después de su asesinato.

¿Había estado Richard retirando dinero para pagar un préstamo a la mafia? ¿No podía haberlo pagado fácilmente con sus fondos personales? El contable había asegurado a Kate que el patrimonio personal de Richard estaba intacto. Aquello no tenía sentido. Además, si Richard había estado pagando la deuda (cosa que Noreen negaba), ¿por qué querrían matarle?

Kate se paseó en torno a la sala, mirando sin ver los objetos de arte que ya no significaban nada para ella. Los daría todos sin dudar a cambio de saber la verdad.

Según Noreen, todo había sido culpa de Richard. Pero también culpaba a Kate de la muerte de Andy. Era natural que quisiera hacerle daño. ¿Seguiría mintiendo a pesar de que ya no importaba? Tal vez Noreen ignoraba que su marido la engañaba; tal vez aquélla era sencillamente la versión de Andrew Stokes, un hombre que llevaba años mintiendo a su mujer, que frecuentaba prostitutas, que conocía al proxeneta Lamar Black hasta el punto de esconderse en su apartamento, que confraternizaba con mafiosos tan conocidos como Giulio Lombardi.

Fue al teléfono y comenzó a marcar el número privado de Floyd Brown, ansiosa por pedirle que volviera a incluirla en el caso, que la dejara seguir, ayudar a descubrir la verdad.

Pero ¿cómo iban a averiguar nada? Stokes había muerto. Baldoni había muerto.

Richard había muerto. La idea resonó en su interior.

Richard, muerto. Sí, aquello era verdad, tanto si había sido un caso de error de identidad o un asesinato intencionado. Ya no importaba. Richard había muerto, igual que los hombres que podían haber tenido las respuestas.

Miró por la ventana el cielo nocturno y luego el parque, oscuros parches de vegetación iluminados por las farolas.

Fue al cuarto de baño y sacó un Ambien del bote. Combinado con el whisky probablemente era un error, pero no soportaba la idea de otra noche en vela. Mitch Freeman tenía razón, y Brown también. Tal vez debería marcharse unos días. Sí, pensó, a la clínica Betty Ford.


Una mano en su pecho, acariciándole despacio el pezón, luego hacia abajo, entre sus piernas. La espalda arqueada, el cuerpo pegado al de él. Los labios en su cuello, un aroma a limón.

Los dedos de él la rozan en una caricia perfecta. La conoce. Le besa los labios, se los abre suavemente con la lengua.

Ella percibe su sabor, tan familiar.

Abre las piernas cuando él se coloca sobre ella.

¿Por qué no siente nada? Susurra su nombre, Richard, alza las caderas para encontrarse con las de él y el dormitorio se desvanece para dar lugar al callejón, que es más oscuro de lo que recordaba, y más largo, interminable. Los pies se le pegan al suelo como si caminara sobre alquitrán fresco, el punto de luz al otro lado se hace cada vez más pequeño, no más grande. Abre los brazos para tocar las paredes y las manos se le hunden en algo blando, viscoso y cálido, como intestinos.

Kate resuella, atrapada. La luz al otro lado del callejón ha desaparecido, como si alguien hubiera apagado un interruptor. La negrura es absoluta.

Avanza a tropezones como un borracho, ciega, arrastrando barro con los pies, las manos chorreando vísceras.

Pero entonces la oscuridad se retira y puede ver de nuevo. El cuerpo al otro lado del callejón es Leonardo Martini y el hombre que está sobre él empuñando un cuchillo es Richard, que apuñala a Martini una y otra vez. La sangre mana de las heridas del pintor como de una fuente, corre por el callejón y se encharca a los pies de Kate.

Roja.

Kate la mira hasta que se torna rosácea y se convierte en las nubes del cuadro del psicópata del Bronx, y luego la pintura cobra vida en torno a ella y se ve caminando junto a bloques de color mandarina y cubos de basura de rojo alboroto, y ahí está Richard, pintándolo todo con aquellos colores absurdos.

– Bonito, ¿eh?

– No -dice Kate-. Es demencial.

– ¿No te gusta?

– ¿Por qué le has matado?

– ¿A quién?

– A Martini.

– No tenía opción -contesta Richard pintando la acera con anchas pinceladas de rosa cosquillas-. Sabía demasiado.

– Como en la película -apunta Nicky Perlmutter, que ha aparecido de pronto-. El hombre que sabía demasiado, de Alfred Hitchcock, ¿la conoces? -Luego se pone a cantar con profunda voz de bajo-: Che sarà, sarà!

– Calla -dice Kate-. Esto es muy serio.

– Pues claro que sí -replica Nicky, y sigue cantando.

El mundo de colores chillones se desvanece y Kate está en un pasillo de pintura desconchada y oscilante luz amarillenta. Se oyen pasos y los resonantes latidos de un corazón. Un grito, y Angelo Baldoni aparece delante de ella, sonriendo, apuntándole al vientre con una pistola. Aprieta el gatillo y ella retrocede tambaleándose y cae, cae, cae en la oscuridad hasta el callejón, con Richard. Dos Richards: uno sin vida, tirado en el suelo, el otro vivo trabajando con ahínco en un pequeño cuadro, que termina y apoya contra la pared.

– Es bueno, ¿eh?

– No está mal -comenta ella, mirando el bodegón del cuenco de rayas azules-. Pero ¿qué haces?

– Fingiendo mi muerte. No pasa nada, ¿verdad, cariño?

– No, no. Pero… ¿por qué?

– Tengo que irme, mi vida. Nos vemos. -El Richard vivo se desvanece sonriendo en una nube de humo y, como si fuera un fantasma de dibujos animados, se mete en el Richard muerto que yace en el callejón.

– No, Richard. ¡Espera, por favor! ¡Dime qué está pasando!

El Richard muerto cobra vida, la mira y dice:

– Shhhhh. Es un secreto. -Y el callejón se queda a oscuras.

Ahora está en una habitación blanca, de paredes blancas y suelo blanco. Pero cuando Kate alza la vista, no hay techo. Unos nubarrones grises surcan el cielo azul pálido, como si estuvieran dentro de un cuadro de Magritte, el surrealista belga. Delante de ella hay una mesa blanca y, encima, el cuerpo de Richard. El forense, Daniel Markowitz, tira del anillo que tiene en el dedo.

– No sale -dice con una mueca de exasperación. Entonces toma una sierra-. Con esto bastará.

– No, espera. -Kate le arrebata la sierra-. Déjame a mí. -Y empieza a cercenar el dedo hasta separarlo de la mano. La sangre mana a borbotones, pintándolo todo de un brillante rojo bermellón.

Kate abrió los ojos agitada, medio consciente y medio atrapada en la pesadilla, con la espantosa imagen de estar cortándole el dedo a Richard todavía en la cabeza. Comprobó que estaba despierta, se llevó la mano a la alianza de su marido y salió de la cama, ansiosa por espabilarse.

Otras noches había tenido buenos sueños, en los que estaba con Richard, y había hecho ímprobos esfuerzos por aferrarse a ellos antes de volver a la realidad. Pero aquella pesadilla era mucho peor que el mundo real y quería olvidarla cuando antes, aunque no lo conseguía del todo. ¿Por qué había condenado a Richard en su sueño? ¿Por qué su subconsciente lo había convertido en un mentiroso y un criminal?

Se quitó el pijama de Richard y lo tiró a la cesta de la ropa sucia. Ya no quería llevarlo, ya no quería acordarse de él a cada minuto. ¿O sí? No tenía ni idea. Volvió a sacar el pijama de la cesta y, por última vez, se lo llevó a la cara. Su aroma se había desvanecido.

Cogió la fotografía enmarcada que tenía en la cómoda y miró el rostro sonriente de su marido. ¿Se estaba burlando de ella? ¿La había estado engañando todo aquel tiempo? ¿En qué andaba metido? ¿Por qué lo mataron? Kate deseaba con todas sus fuerzas saberlo y al mismo tiempo no quería saber nada.

– ¿Qué pasó, Richard?

Pero Richard seguía sonriendo, protegiéndose los ojos del sol. La fotografía no era más que un momento congelado en el tiempo, un momento que no volvería a suceder.

Kate miró las velas votivas, ya consumidas, el cristal ennegrecido de humo, los pábilos carbonizados incrustados en unas amebas planas de cera sucia. Por fin dejó la foto en su sitio.

Freeman tenía razón. Debería marcharse. Para pensar, o para no pensar. Ni siquiera eso podía decidir. Su equipo de televisión estaba en Houston, preparándose para grabar el último capítulo del programa. Podían grabar la capilla sin ella, pero ¿por qué no acompañarles? A Nola le faltaban todavía unas semanas para salir de cuentas y Lucillo podría cuidar de ella un par de días mientras Kate estaba fuera. Fuera de su casa, fuera de Nueva York. Era una buena idea. Y en Houston no había recuerdos que la acecharan. Nunca había estado allí con Richard.

Antes de que saliera el sol ya lo tenía todo reservado: los billetes de avión, el hotel. Al cabo de una hora llamaría a la amiga que trabajaba en la famosa capilla.

Sacó una maleta pequeña del armario, la puso sobre la cama y comenzó a hacer el equipaje.

La capilla Rothko. Un lugar de culto basado puramente en el color. El arte como religión. La religión como arte. En otra época había creído sinceramente que era posible. Pero ahora apenas creía en nada.

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