37

– McKinnon, eres una mujer increíble -comentó Perlmutter, al volante del Crown Victoria.

– Hago lo que puedo.

– ¿Qué le has hecho a Grange?

– Lo siento, pero mis labios están sellados.

– Seguro que con él no lo estaban tanto.

– No seas grosero. Hemos llegado a un entendimiento, nada más.

– Ya. -Perlmutter apartó la vista de la carretera para mirarla con gesto suspicaz-. Bueno, pues tu nuevo pretendiente me ha enviado en su lugar y yo estoy encantado, así que no sé lo que estarás haciendo, pero sigue así.

Kate se quedó mirando los coches y las señales de carretera, preguntándose qué habría hecho para convertir al agente Grange.

– ¿Vamos por Tappan Zee o por Taconic?

– Me da igual.

– Bien. Creo que por el puente es un poco más largo. Ya puestos, podemos tomarnos el día. -Perlmutter apoyó el brazo en la ventanilla abierta.

Algunos parches de cielo azul jugaban al escondite con los nubarrones.

– ¿Brown aprueba esta excursión? -preguntó Kate.

– Totalmente. Fue Brown quien llamó al director después de tener una charla con tu mejor amigo, el agente Grange. Si sale algo de esto, tanto Grange como Brown tendrán buena prensa. Si no, bueno, tampoco se perderá nada.

Kate no sabía qué podía ganar o perder, pero necesitaba saber, tanto si las respuestas le gustaban como si no, necesitaba seguir adelante con su vida, si es que era posible. Recordó las instrucciones de Grange sobre la inminente entrevista: lo que estaba interesado en saber y lo que ella podía ofrecer a cambio. Ella había escuchado con atención y lo había memorizado todo. Miró por la ventanilla. Los árboles pasaban como borrones verdes.

– Considérame tu chófer -comentó Perlmutter con una sonrisa-. La verdad es que Brown no tuvo que pedírmelo dos veces. Me atraen las cárceles, y no lo digo en el aspecto sexual, así que no quiero bromitas. Me interesa mucho la historia de las prisiones.

– ¿Me estás diciendo que te interesan otras cosas aparte del cine?

– Oye, que hay películas de cárceles magníficas. Fugitivos, con Tony Curtis encadenado a Sidney Poitier, lo cual nos da unas posibilidades muy interesantes; El hombre de Alcatraz, Cadena perpetua… -Dio unos golpecitos en el volante-. A ver, una pregunta, y no es de cine: ¿quiénes fueron las personas más famosas ejecutadas en Sing Sing?

– Ni idea.

– Venga, piensa.

Kate puso los ojos en blanco.

– ¿Al Capone?

– ¿Al Capone? ¡Pero qué dices! Julius y Ethel.

– ¿Los Rosenberg?

– Los frieron en 1951. Y allí murió también una de mis parejas favoritas de toda la historia: Martha Beck y Raymond Fernandez.

– Ah, sí, los asesinos de los Corazones Solitarios. Hicieron una película de serie B sobre ellos, ¿te acuerdas?

– ¿Que si me acuerdo? La tengo. Con Tony LoBianco y Shirley Stoller.

– Nicky, es terrible desperdiciar el cerebro en basura.

– ¿Basura? -Perlmutter exageró un suspiro-. ¡Qué sacrilegio!

Nicky encendió la radio y, a pesar del ruido estático de los códigos de la policía, siguió a Jay Z, rapeando con él a la perfección.

– Pero bueno, ni que tuvieras diecisiete años -dijo Kate con una sonrisa.

– Ojalá.

– Busca algo un poco más… tranquilo.

Perlmutter giró el dial hasta encontrar una antigua canción de Dylan, Simple Twist of Fate.

– ¿Te va Bob Dylan? -preguntó La canción le recordó a Richard. No sabía muy bien si quería oírla, pero Perlmutter ya estaba cantando, de manera que contestó:

– Sí, Dylan está bien.

Dylan. Kate recordó las fotografías ampliadas de los bordes de los cuadros del psicópata, llenos de nombres: Dylan, Tony y Brenda. ¿Quiénes serían?

Se metió en la boca un chicle Nicorette.

Poco después de atravesar el puente salieron de la autopista para dirigirse al pueblo de Ossining. Entraron en la calle principal, donde muchos de los edificios históricos estaban intactos. Después de varias vueltas tomaron una carretera en cuesta y apareció a la vista la torre de Sing Sing.

– ¿Nunca has pensado de dónde viene el nombre de Sing Sing?

Kate negó con la cabeza. Ahora que casi habían llegado ya no estaba tan segura de querer pasar por aquello.

– Viene de la expresión india sin sinck, que significa «piedra sobre piedra». Toda la parte sur de Ossining, que por cierto se llamaba Sing Sing hasta que los residentes quisieron desligarse de la cárcel, está asentada sobre piedra caliza.

– Eres un pozo de información.

– Pues sí. ¿Qué más quieres saber? ¿A cuánta gente han ejecutado? ¿Las torturas que se empleaban antes de la reforma penitenciaria?

Perlmutter se detuvo por fin a la puerta del penal y mostró su identificación al guarda. Por una vez Kate se alegró de que estuviera callado.


Una vez dentro, un celador los llevó a una pequeña habitación cuadrada. El hombre miraba a Kate como si fuera un merengue de limón.

Cuando se quedaron a solas Perlmutter le dijo:

– El espectáculo lo diriges tú. Yo sólo he venido para que sea oficial.

Kate asintió mirando en torno a la sala. Medía unos tres metros por tres, no tenía más ventana que un pequeño rectángulo de cristal en la puerta, había unos fluorescentes de luz oscilante, dos sillas metálicas y un cartel de NO FUMAR que la impulsó a zamparse otro Nicorette.

– Menuda adicción -comentó Perlmutter.

– Y que lo digas. Me sale más caro que el tabaco.

Un momento después el celador llevó a la habitación al hombre de la fotografía de Baume, esposado de pies y manos.

– Siéntate -ordenó, y le esposó los tobillos a una de las sillas metálicas clavadas al suelo de cemento-. Estaré aquí fuera -informó, guiñándole el ojo a Kate.

Charlie D'Amato era más pequeño de lo que Kate esperaba y parecía también más viejo. El pelo blanco le raleaba, tenía la cara fláccida como un perro pachón y las manos retorcidas por la artritis y cubiertas de manchas de vejez.

El hombre miró a Perlmutter, que estaba apoyado contra la pared.

– ¿Y usted es…?

– Detective Perlmutter. -Sacó del bolsillo el Daily News, lo desplegó y se puso a leer-. Como si no estuviera.

D'Amato enarcó las cejas, se encogió de hombros y se volvió hacia Kate.

– No sé qué piensas que puedo decirte del asesinato de tu marido.

Kate intentó disimular su sorpresa.

– Así que sabe por qué he venido.

– Las noticias vuelan -replicó él con una sonrisa crispada e irónica. Kate imaginó que era el gesto que utilizaba cuando quería acobardar a alguien-. Digamos que el celador y yo… nos entendemos bien.

– Perfecto -dijo Kate-. Así ahorramos tiempo.

– Me gustan las mujeres como tú: derechas al grano. -D'Amato señaló con la cabeza el paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo del pecho-. ¿Me sacas uno, guapa? De momento estoy un poco impedido -añadió con una sonrisa torcida.

Kate le dio un Winston y luego se lo encendió.

D'Amato tenía dificultades para llevarse el cigarrillo a la boca; cualquier movimiento era un esfuerzo por el peso de los grilletes. La miró a través del humo.

– Tienes más o menos la edad de mi hija. Se llama Teresa y vive en New Brunswick, en Jersey. Tiene una casa estupenda y un par de críos, uno ya casi adolescente, Charlie. Lleva el nombre de su abuelo. Hace tiempo que no lo veo. -Esbozó una sonrisa algo menos retorcida que la anterior-. ¿Tú tienes hijos?

Kate supuso que D'Amato conocía la respuesta y que precisamente por eso había hecho la pregunta.

– Señor D'Amato, no tengo mucho tiempo…

– Pues yo tengo todo el tiempo del mundo -replicó él, exhalando una nube de humo.

– No es eso lo que tengo entendido. -Según Grange, D'Amato padecía una enfermedad terminal. Pero Kate no pretendía que su comentario sonara tan brutal-. Escuche, si sabe a qué he venido también sabrá que tengo autoridad para ofrecerle algunos favores. ¿Por qué no me dice lo que quiere?

– ¿Y quién ha dicho que yo quiera nada?

Kate le ofreció su propia versión de sonrisa irónica.

– Todos queremos algo, señor D'Amato.

– Llámame Charlie -contestó el preso, haciendo gala de su aspecto de abuelito.

– Dejémonos de tonterías, Charlie. Usted me dice algo y yo le ofrezco algo. Ya sabe cómo va esto. Empieza usted.

D'Amato se quedó en silencio, exhalando un par de anillos de humo en el aire ya cargado, y miró a Perlmutter un instante antes de hablar.

– Angelo Baldoni mató a tu marido. ¿Qué te parece, para empezar?

Fue como una bofetada, aunque Kate ya se lo esperaba.

Perlmutter la miró y vio que se las apañaba bien.

– ¿Por qué? -preguntó Kate con tono comedido.

– Creo que me toca a mí, guapa. -D'Amato se inclinó en la silla con un chasquido de hierros-. No me dejan ver a mis nietos.

– Podemos arreglar una visita. -Grange le había dicho que podía valerse de los derechos de visita.

– En una habitación, con un celador, no a través de un cristal. No quiero que vean así a su abuelo.

– Muy bien. Mi turno. -Kate inspiró-. ¿Por qué mató Baldoni a mi marido?

El viejo se encogió de hombros como si estuviera aburrido.

– Se interpuso en el camino.

– ¿En qué camino?

– No te imaginas dónde me tienen metido, guapa. Es una celda muy oscura. Me sacan como mucho media hora al día para que vea el sol y respire un poco de aire fresco. A menos que tenga que ir al médico, que tampoco es muy divertido, nunca veo nada. Me han dicho que en la parte norte hay unas celdas con ventanas.

– Y le gustaría que le trasladaran a una.

– Digamos que la idea me vuelve más comunicativo.

– Tal vez se pueda conseguir. -De hecho Grange ya había dispuesto el traslado a una celda mejor si el hombre cooperaba, pero Kate no estaba dispuesta a admitirlo todavía.

– No me gusta eso de «tal vez».

– Y a mí no me gustan los juegos.

– La que pone las reglas eres tú, no yo. -Esbozó de nuevo aquella sonrisa irónica.

– Señor D'Amato…

Él blandió un dedo, un movimiento difícil con las esposas puestas.

– Charlie.

– Charlie.

– Quiero una celda con ventana, de verdad. Soy ya muy viejo, me estoy muriendo, ¿acaso es mucho pedir?

No necesitaba hacer tanto teatro, pero Kate le dejó interpretar el papel.

– Lo arreglaremos -contestó.

Esta vez la sonrisa de D'Amato pareció más auténtica.

– Tu marido estaba creando problemas.

– ¿Qué clase de problemas? ¿Y para quién?

– ¿Tanto te importa saberlo?

Kate le miró a los ojos.

– Sí.

– Muy bien, pero sólo porque me recuerdas a mi hija. -D'Amato miró a Perlmutter-. ¿Por qué no espera fuera y nos deja un poco de intimidad? Puede mirar por el cristal de la puerta, como está haciendo el celador.

Perlmutter miró a Kate y ella asintió con la cabeza.

D'Amato esbozó su sonrisa azucarada de abuelo.

– Así está mejor, ¿no? -comentó una vez Perlmutter hubo salido.

– Siga. Me estaba contando lo que le pasó a mi marido.

Él suspiro.

– El malo de la película es aquel baboso, Stokes, no Angelo Baldoni. ¿Angelo? -D'Amato resopló por la comisura de la boca-. Angelo era un don nadie, un mequetrefe, un sgarrista, un soldado raso, un protegido. No era más que un idiota. Tal vez él apretara el gatillo, pero fue Stokes el que dio la orden. -Tiró el cigarrillo al suelo e intentó pisarlo pero no pudo levantar los pies encadenados-. No digo que Angelo fuera un santo, pero para él no fue más que un encargo. No tenía nada personal contra tu marido.

Kate tenía el corazón encogido. No había sido más que un encargo. Matar a su marido. Sólo un encargo.

– El trabajo es el trabajo -prosiguió D'Amato, como si hablara del tiempo-. Lombardi, el tío de Baldoni, dio el visto bueno porque le debía un favor. Quería saldar cuentas con Stokes de una vez. Ya estaba harto. No hacía más que darle dinero que el tipo aquel despilfarraba en putas y drogas. Quería terminar. Favor por favor y se acabó. Finito. Ciao. De manera que cuando Stokes le pidió el gran favor, matar a Rothstein, Lombardi pensó que muy bien, que sería el último favor. Así que le encargó el trabajito a Angelo, y a éste le dio por pedir un cuadro al gilipollas que trabajaba para él, para que el asesinato de tu marido pareciera obra de aquel otro chiflado.

– Y luego mató al pintor, a Martini, ¿no?

D'Amato asintió.

– Por lo visto Martini se volvió codicioso. El dinero vuelve loca a la gente -comentó encogiéndose de hombros-. Stokes estaba falseando los libros del bufete de abogados, sacando mucho más dinero del que le correspondía. Se ve que tu marido se enteró y no sólo iba a despedirlo, sino también a denunciarlo a la policía. Stokes le fue con el cuento a Lombardi y le dijo que Rothstein pensaba dar unos cuantos nombres, que tu marido conocía la relación entre ellos. Consiguió asustar a Lombardi. Pretendía que Lombardi también deseara la muerte de Rothstein. Ya sabes cómo van estas cosas.

«Pretendía que Lombardi también deseara la muerte de Rothstein. Ya sabes cómo van estas cosas.» Las palabras le ardieron en los oídos. Pero necesitaba enterarse de todo, y D'Amato parecía querer seguir hablando. Le indicó que prosiguiera.

– Baldoni y Stokes se merecían el uno al otro. De manera que Angelo dijo que de acuerdo, que se encargaría de Rothstein, pero quería cincuenta mil por el trabajo y Stokes tuvo los huevos de acceder. Así que sacó más dinero del bufete. La verdad es que tiene gracia. Podría decirse que tu marido pagó su asesinato de su propio bolsillo.

Kate tenía náuseas. Andy había ordenado la muerte de Richard y pagó por ella con el dinero del bufete de Richard.

– ¿Cómo sabe todo esto?

– Cariño, hay muy pocas cosas que yo no sepa -replicó D'Amato con una sonrisa malévola-. Lombardi trabaja para mí. De hecho, fui yo el que luego ordené que eliminaran a Stokes.

«¡Dios mío!» Estaba delante del cerebro de la operación, del hombre que tiraba de las cuerdas. El hombre que podría haber dicho: «No, no matéis a ese hombre, no matéis a Rothstein.»

– No debería contarme esto.

– ¿Por qué? ¿Me vas a meter en la cárcel? ¿Me vas a matar? -Lanzó una carcajada y suspiró. Kate percibió en su aliento el olor a tabaco-. Me han dicho que el FBI está buscando a Lombardi. Te voy a contar un secreto, guapa. No lo van a encontrar. -Otra sonrisa.

Kate no tuvo que preguntar lo que resultaba obvio: Lombardi estaba muerto.

– Diles de mi parte que dejen de perder el tiempo. En cuanto a Stokes, era un bala perdida, no traía más que problemas. No iba a dejar de meterse en líos y era un bocazas. Ya se le habían devuelto todos los favores, ¿no? Y además, yo nunca le debí nada a ese gilipollas. Así que fuera. -Enfatizó su punto de vista con un gesto grosero.

– ¿Lo ordenó usted desde aquí?

– ¿Por qué lo dices? ¿No crees que pudiera?

– Supongo que puede hacer muchas cosas, señor D'Amato.

– Así es. Y te voy a decir otra cosa, guapa. Casi consigues que te maten cuando te metiste por medio.

– ¿Eso le preocupa, que matara a Baldoni?

– Nadie es imprescindible -replicó el viejo encogiéndose de hombros-. Pero yo hablaba de ti, de que casi te matan.

Kate contestó sin pensar:

– Me habría dado igual.

– Eso es fácil decirlo. Estás aquí conmigo, viva. La próxima vez puede que no tengas tanta suerte.

Kate se quedó pensando. ¿Se alegraba de estar viva? Era como si todo en su vida hubiera quedado atrás. Miró a D'Amato a los ojos.

– Aprendí a cuidar de mí misma desde muy pequeña. -Pensó en la muerte de su madre, luego su padre y luego Richard. Richard, que era inocente.

Inocente.

Kate asimiló el dato por primera vez y sólo entonces se dio cuenta de que se alegraba de no haber muerto.

– ¿Y lo de la celda nueva? -preguntó el viejo.

– Le trasladarán -dijo Kate-. ¿Y quiere saber algo gracioso?

– Claro, guapa. A ver si me río.

– Ya tenía autorización para trasladarle a otra zona de menos seguridad, a una celda con ventana. Lo único que tenía que hacer era decirme algo. Ha tenido suerte.

– Ay, cariño -D'Amato le dedicó de nuevo su sonrisa malévola-, ¿de verdad crees que te habría dicho algo de no haberlo sabido de antemano?


Perlmutter y Kate se dirigieron hacia el coche sin hablar. Él lo había visto y oído todo y ella agradeció su silencio.

Estaba intentando asimilar las buenas noticias y las malas. Habían matado a Richard para hacer un favor a Andy Stokes. Una muerte estúpida, sin sentido. Y Richard sólo era culpable de haberse equivocado y no haber ido a la policía antes de hablar con Andy Stokes.

Bueno, ya tenía sus respuestas, las que quería: su marido era inocente y ella había matado a su asesino. ¿Por qué entonces no se sentía mejor?

Miró el cielo, más azul que gris, con lágrimas en los ojos. Necesitaría tiempo para recuperarse. Tal vez la verdad hubiera levantado el velo de las sospechas sobre Richard, pero también había hecho más dolorosa su pérdida, más agudo su sufrimiento. Tenía razón. Pero ¿qué cambiaba eso? A pesar de ser inocente, Richard no iba a volver. El viento deshizo una nube como si fuera de algodón. Tal vez esa noche, pensó, podría dormir.

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