4

¿Cuántos días habían pasado?

Kate no lo sabía. Notaba el cuerpo pesado, como de plomo. Le insumía un gran esfuerzo incorporarse en la cama, donde había pasado casi todo el tiempo sollozando. No parecía capaz de hacer otra cosa. Dormir era imposible. Cada vez que cerraba los ojos comenzaba a ver escenas aterradoras del cuerpo de Richard en aquel callejón.

Y luego el depósito de cadáveres.

¿Cómo lo había logrado? ¿Cómo había conseguido aguantar allí, en la helada sala de la muerte, con el cuerpo de su marido en una tabla de porcelana, cubierto hasta la barbilla con una sábana que ocultaba su cuerpo destrozado, su hermoso cuerpo.

Brown había estado con ella constantemente, apoyándole una mano en el brazo, dándole el contacto humano suficiente para no escapar, a gritos de aquella pesadilla.

Pero ¿cómo se había sentido?

¿Aturdida? Sí. ¿Anestesiada? Desde luego.

Había intentado mirar cualquier cosa menos el cadáver. Contempló las paredes, los fregaderos, las mangueras negras que colgaban de los grifos, las básculas (parecidas a las que se ven en los mercados, sólo que éstas se utilizaban para pesar órganos humanos, no tomates), el instrumental quirúrgico -cuchillos, bisturís, tijeras, fórceps, una sierra para cortar huesos, cizallas.

Kate conocía el lugar. Había asistido a más autopsias de las que hubiera querido, y había tenido que identificar muchos cadáveres. Pero aquello era historia. Ella no le debía nada a nadie, ¿no?

Había visto un instante la cara de Richard, pálida, sin vida, y notó las piernas tan flojas como las mangueras negras. Brown, siendo un policía avezado, debió de notarlo o intuirlo, pues la había sostenido con más fuerza y preguntado:

– ¿Estás bien?

«¿Bien? ¡No! ¡Me estoy muriendo!» Pero Kate se había limitado a asentir con la cabeza, respirando deprisa tras la mascarilla quirúrgica y apartando la vista hacia el dictáfono junto a la mesa. Sabía por experiencia que el forense lo utilizaba para ir grabando los detalles de su trabajo.

¿Qué diría aquel forense? Varón, blanco. Edad, cuarenta y cinco. Buena condición física. Un metro ochenta y siete de estatura.

Kate paseó la vista por la sábana. Un mapa en relieve de un cuerpo amado y conocido. Pero ahora parecía mucho más pequeño, menguado en la muerte. Aquel hombre, aquel cuerpo que era su esposo. No podía ser. No, no era posible. Se negaba a creerlo.

Cerró los ojos y se imaginó la playa tras las dunas de su casa de Hamptons; el mar azul extendiéndose hacia el infinito; Richard, iluminado por el sol cegador del mediodía, alto, fuerte, cayendo juguetón a sus pies y haciéndole cosquillas hasta que ella le suplicaba que parase; la arena arañándole los codos cuando le apartaba; los dos riendo, riendo, riendo como si fueran niños. Aunque Kate no lo notó, las lágrimas le manchaban de rímel las mejillas.

¿Le había dado un beso de despedida cuando se marchó a Boston? No, estaba dormida. Y Richard no había llegado a Boston, ni siquiera al aeropuerto.

¿Le habrían matado en su despacho? El callejón quedaba a una manzana. Debían de haberlo atacado de camino a la oficina o en la misma oficina. En ese caso, alguien había arrastrado el cadáver una manzana para dejarlo en el callejón.

Por Dios, ¿qué le estaba pasando? ¡Ponerse a pensar como una policía, ahora, en un momento así!

Miró la mano de Richard. La alianza de oro reflejaba la fría luz fluorescente y destacaba horriblemente entre los dedos de alabastro. Un escalofrío le recorrió las manos, los brazos, le llegó al corazón y por un momento la sala de acero y porcelana comenzó a darle vueltas, hasta que hizo un esfuerzo por observar fríamente aquella mano, de manera objetiva, como si no fuera más que una perfecta réplica anatómica de la mano de Richard, una obra de arte digna de Miguel Ángel.

El forense, un hombre joven de rostro cetrino y gafas gruesas, había seguido su mirada.

– Ah, el anillo. Eeeh… Se lo puede llevar luego. A menos que… Bueno, hay quien prefiere que lo entierren con él.

«Que lo entierren con él… Que lo entierren con él… Que lo entierren con él…» Las palabras resonaron en su mente y por alguna razón activaron una de aquellas estúpidas canciones trágicas y adolescentes de su juventud, un coche sobre unas vías de tren, una chica que vuelve y encuentra a su novio muriéndose. Teen Angel. Kate no podía parar la canción, la frase teen angel, teen angel que sonaba una y otra vez, absurdamente, en su cabeza.

– ¿Puedo llevármelo ahora? -logró decir. El fiscal sacó la alianza del dedo de su esposo muerto y se la tendió. El oro estaba frío, pero le quemaba la mano.

Kate miró la etiqueta de identificación que el forense llevaba un poco torcida en la solapa de la bata, cualquier cosa para distraerse: «Daniel Markowitz.»

– Lo siento -dijo él-, pero no ha dicho… vaya, que era… Era su esposo, ¿no es así?

– Por supuesto -bramó Brown.

– Sí -susurró Kate, y por primera vez se había permitido mirar el rostro de Richard, milagrosamente intacto, la piel tersa, los pálidos labios un poco abiertos.

Había dedicado los últimos minutos -¿o fueron horas?- a evitar la verdad. Pero en ese momento miró los ojos de su marido esperando que parpadeara, y al ver que no lo hacía se esforzó por fijarse en la piel grisácea de un rostro a la vez tan familiar y tan extraño, más parecido al muñeco de un museo de cera que al marido que había amado. Se obligó a creer que aquél era su cuerpo, que aquél era Richard, su marido, y que estaba muerto y no volvería. Y en ese momento algo dentro de ella se había roto.


Kate se movió en la cama, se llevó los dedos a los ojos para asegurarse de que estaban abiertos, que estaba despierta, que aquello no era un sueño, que no era la pesadilla de la que tanto había deseado despertar.

El reloj digital confirmó la hora y la fecha. Era cierto, habían pasado tres días y ella seguía en la cama, viva, aunque no podría soportar la idea de vivir. Estaba viva y Richard había muerto. Nada había cambiado y todo había cambiado.

Aspiró el olor de la almohada de Richard. No había permitido que la cambiara Lucille, la dulce jamaicana que llevaba la casa de los Rothstein desde hacía casi diez años. Necesitaba algo, cualquier cosa para mantener viva su presencia, el olor de su pelo y su piel y un atisbo de Skye, la colonia inglesa que le había comprado en su luna de miel en Londres. La tapa del frasco era una diminuta corona dorada.

«Aquí tiene, majestad», le había dicho al regalársela, y los dos se echaron a reír cuando Richard se puso la coronita en la cabeza.

Varios ramos de flores daban color al dormitorio. Incluso en su conmoción Kate había pedido a la gente que hicieran donaciones de caridad en nombre de Richard, en lugar de enviar los consabidos e inútiles ramos de flores y cestas de frutas. Pero a pesar de todo, había recibido algunos.

Los mensajes se agolpaban en el contestador sin que ella los atendiera. Había rechazado a los amigos.

Lucille le llevaba infusiones y sopas de pollo con triángulos perfectos de pan tostado con mantequilla, pero Kate apenas los probaba.

Nola iba a verla todos los días. Se sentaba junto a la cama y se ponía a charlar de cualquier cosa, del colegio, de su constante acidez estomacal, de lo que fuera para distraerla. La buena de Nola. Pero sólo servía para que Kate se sintiera peor y además culpable, puesto que ella era la adulta, la que debería consolar a Nola. Richard había sido como un padre para ella los últimos años, y encima iba a tener un hijo.

Kate apenas se reconocía en aquella mujer triste y débil.

El funeral fue como una bruma, sólo unos días después de la muerte de Richard (los judíos siempre tan ansiosos por enterrar a sus muertos), demasiado pronto para Kate, muy a diferencia de los larguísimos velatorios católicos irlandeses de su juventud, cuando los parientes atestaban la casa de Queens de los McKinnon, cuando el humo del tabaco tiznaba los bordes de la tristeza y el alcohol humedecía el dolor.

Recordaba el velatorio de su madre como cualquier otra fiesta familiar, sus tías en la cocina, preparando comida e intercambiando recetas («el secreto es echar una pizca de azúcar al hervir la col»), y sus tíos paternos en el salón, Mike y Timothy, ambos policías como su padre, viendo cualquier evento deportivo en la televisión en color. Los reflejos de la pantalla iluminaban las fundas de plástico que protegían el sofá de cuadros marrón y las butacas de las quemaduras de cigarrillo y las manchas de cerveza que su madre, con razón, temía. Sólo las sacaron después del entierro.

Willie la había llamado casi una docena de veces desde Alemania, donde disfrutaba de una beca Fulbright de pintura. Por Dios, cómo echaba de menos al chico, mucho más que a un simple protegido. Richard y ella le habían apadrinado durante todo el ciclo de Un Futuro Mejor, comenzando en sexto curso. Ahora no sólo se las había arreglado para sobrevivir en el mundo del arte, sino que encima triunfaba y, además de ganarse la vida, mantenía a su madre, su abuela y su hermana, después de sacarlas de las casas de protección oficial del Bronx para llevarlas a un espacioso apartamento de clase media en Queens, con jardín y todo, pagado enteramente con las ventas de sus cuadros. Un chico increíble. Bueno, ya no era un chico, sino un hombre.

– Vuelvo a casa -le había dicho Willie.

– De eso nada -había respondido Kate-. Tienes que terminar la obra para la exposición.

– Ya la he terminado. Faltan menos de dos semanas para la exposición y los cuadros están enviados.

– Willie, la semana pasada me dijiste que todavía estabas trabajando en las acuarelas, que ibas a traerlas en el avión. Así que no me mientas.

– Las acuarelas no importan, Kate. Necesito estar allí contigo ahora mismo.

Pero ella se mantuvo firme.

– Ésta es la exposición más importante de tu carrera, Willie. Es una galería nueva para ti y una de las mejores de Nueva York. Tienes que terminarlo todo. -Entonces respiró hondo y mintió-: Yo estoy bien. Nos veremos en la exposición. Y te prohíbo que vuelvas a casa ni un día antes, ¿entendido?

Por fin Willie accedió, pero sólo porque ella había insistido.

Kate tardó unas horas en saber por qué había insistido con tanta vehemencia. La verdad era que no quería que él la viera tan descompuesta; por alguna absurda razón necesitaba que el chico siguiera considerándola una supermujer, su hada madrina, capaz de enfrentarse a cualquier cosa. Tal vez, pensó, si lograba convencerlo llegaría a creérselo ella misma.

La madre de Richard ofrecía la celebración judía oficial, el shivah, en su piso de Boca Ratón, pero Kate no tenía fuerzas para ir a Florida y quedarse sentada con Edie en la terraza charlando y sonriendo con valentía. Adoraba a la madre de Richard, pero no, no era posible. De momento.

Así pues, ¿qué podía hacer? Jugueteó con el cinturón del albornoz blanco, arrancando sin darse cuenta hilillos de algodón. No tenía ni idea.

Nunca se había imaginado de aquel modo, inmovilizada por el dolor. Siempre había logrado seguir adelante, enfrentarse a las cosas más horrendas. De alguna manera había sobrevivido.

¿Cómo lo había logrado?

Miró el paisaje por los ventanales del dormitorio, una hilera de descoloridas copas de árbol, una especie de vista rapada de Central Park contra un cielo gris que imitaba su estado de ánimo.

Captó un movimiento de reojo y dio un respingo.

– Qué susto me has dado.

Liz Jacobs entró en la sala, se sentó en la silla acolchada frente a la cama de Kate y echó un vistazo a su mejor amiga.

– Joder, tienes un aspecto horrible -comentó moviendo la cabeza.

– Muchas gracias. -Kate entornó los ojos fingiendo rabia, aunque no podía enfadarse-. ¿Cómo has entrado? Le tengo dicho al portero que nada de intrusos.

– La placa del FBI abre muchísimas puertas, cariño. Y después de chuparle el culo a mi jefe para que me dejara salir de mi mesa de Quantico un día entero, no iba a permitir que un portero estirado de Central Park West me diera con la puerta en las narices. -Liz le ofreció una cálida sonrisa-. Y pienso volver dentro de unos días. Voy a pasar aquí, en Nueva York, mis dos semanas de vacaciones.

– ¿Para vigilarme?

– No. Necesito un descanso, y si no pedía ahora mis vacaciones iba a perderlas. Voy a quedarme con mi hermana y los niños en Brooklyn. Tenemos muchas cosas que contarnos.

– Mentirosa.

Liz se la quedó mirando.

– ¿Comes bien? Estás hecha un palillo, lo cual me da mucha rabia. Bueno, ¡a mí y a cualquiera que utilice la talla doce!

Kate sabía que Liz intentaba animarla con sus bromas. Siempre se habían ayudado la una a la otra de la misma manera, durante años, a través de sus diversas tribulaciones. Y de hecho casi estaba dando resultado. Kate llegó a sonreír incluso.

– Me alegro mucho de verte.

– ¿Y por qué no te ibas a alegrar? -replicó Liz ladeando la cabeza-. ¡Pero bueno, Kate! Estás destruyendo la imagen que tenía de ti como mujer perfecta. Llevas el pelo hecho unas greñas, necesitas una manicura, vas hecha un desastre. ¡Dentro de una semana vas a estar como yo!

Kate se echó a reír, pero al cabo de unos segundos la risa dio paso a las lágrimas.

– ¡Ay, Liz!

Su amiga la rodeó con sus brazos y le dio palmaditas en la espalda mientras ella sollozaba en su hombro.

Kate se apartó después de un momento, sacó un par de pañuelos de papel de la mesilla y se enjugó los ojos y la nariz.

– Dime una cosa, Liz, ¿cómo lo hacía antes? Quiero decir, cuando Elena murió, ¿cómo sobreviví? Porque…

– Trabajaste en su caso, Kate. Eso fue.

Las palabras la golpearon como si le hubieran arrojado agua fría en la cara.

– ¿Cómo? ¿Me estás sugiriendo que trabaje en el caso de Richard?

– Perdóname, Kate, pero nos conocemos hace mucho. Fuimos compañeras en Astoria, estuvimos juntas durante mi divorcio y tus abortos… Creo que te conozco. No eres una mujer pasiva. Eres una mujer de acción. Eso es lo que siempre te ha dado fuerzas.

Kate se tomó un momento para imaginárselo: la idea no sólo de volver a la policía, sino de ser capaz de distanciarse lo suficiente para intentar atrapar al asesino de su marido.

– Me has dicho que Floyd Brown quería que colaborases en el caso -prosiguió Liz-. Es evidente que te creía capaz de ello, que pensaba que deberías involucrarte. Y Tapell estaba de acuerdo.

– Eso fue antes… -Tragó saliva-. Antes de lo de Richard. Ahora ya no es un caso cualquiera.

– Ya lo sé. Y créeme, no estoy intentando convencerte de nada. -Liz apoyó la mano en el brazo de su amiga-. Me has hecho una pregunta. Querías saber cómo sobreviviste al asesinato de Elena, y yo te lo he recordado. Nada más.


Más tarde, en la ducha, seguía rumiando la sugerencia de Liz. Trabajar en el caso. Y mientras recibía los chorros de agua caliente se dio cuenta de que la sola idea había hecho posible que se levantara de la cama, se metiera en la ducha y se lavara el pelo, y todo eso sin llorar y sin pensar en la pérdida y el dolor, su mente ocupada y distraída por primera vez desde la muerte de Richard.

¿Qué había dicho Willie tras la muerte de Elena? Que había utilizado la pintura para sobreponerse al dolor, para reconstruir su mundo destrozado.

Salió de la ducha, se envolvió el pelo en una toalla blanca y se miró en el espejo lleno de vaho. La imagen que le devolvió el azogue no era la de la mujer que llevaba días llorando. Los ojos parecían ahora más vivos, el gesto de la boca más decidido.

Trabajar en el caso. ¿Sería posible?

Sacó una bola de algodón, la mojó en un tónico de color aguamarina y se frotó la piel como si quisiera limpiar las capas de civismo que había pintado sobre la dura y joven policía de Queens. Aquel rostro ya no era del todo el de Kate Rothstein, mujer casada de alta sociedad que organizaba cenas fabulosas y trabajaba para organizaciones benéficas. Ahora se parecía más a aquella joven y enérgica detective de homicidios que podía afrontar los peores crímenes, perseguir fugitivos y derrotar al Artista de la Muerte.

Asintió mirándose, reconociendo a una vieja amiga a la que se alegraba mucho de ver.

Sí. Podía hacerlo. Podía volver a ser policía.

Por lo visto Liz la conocía mejor que ella misma. No era de extrañar, después de casi veinte años de amistad, aunque al principio, cuando eran dos novatas que sólo llevaban un año en la policía de Astoria, no se habían caído especialmente bien: Kate McKinnon, la enérgica chica irlandesa proveniente de una familia de policías, y Liz Jacobs, una chica judía y cerebral cuya familia casi la había desheredado cuando dejó de lado su licenciatura en psiquiatría para ingresar en la academia de policía de John Jay.

Lo que por fin las había unido fue un caso: la desaparición de Denny Klingman, un niño de ocho años con una carita tan dulce que a Kate se le rompió el corazón al ver su foto; y la captura de Malcolm Gormely, un traficante de crack, pornógrafo, pederasta y posible asesino.

Gormely era el principal sospechoso de la desaparición de Klingman y había evadido a la policía en Manhattan, Brooklyn, el Bronx y Staten Island, trasladando su base de operaciones de una zona a otra cada vez que se olía la proximidad de la policía. Ahora se creía que se había establecido en Long Island City.

Clare Tapell, jefa de policía de Queens, pensó que sería bueno añadir mujeres a la unidad de pederastia, compuesta sólo por hombres. Eligió a Kate por su experiencia con menores de edad y la puso a trabajar con Liz, que ya se había ganado la reputación de investigadora minuciosa. Ese mismo día Kate tuvo un careo con el antiguo compañero de celda de Gormely, condenado a veinte años por robo a mano armada. A cambio de una reducción de cinco años de condena, el hombre la informó de la preferencia que Gormely sentía por los chicos preadolescentes, a ser posible rubios (como Denny Klingman). Le dio también el teléfono de un sujeto al que los federales buscaban por pornografía infantil y que intercambiaba fotografías obscenas con Malcolm Gormely. Entretanto Liz había comparado los expedientes de todos los niños desaparecidos en los últimos diez años y había estudiado cualquier modus operandi remotamente parecido a las tácticas de Gormely, que secuestraba niños en los supermercados cuando sus madres o niñeras estaban despistadas eligiendo unos guisantes congelados o unas patatas fritas.

Al final Kate contactó con el pornógrafo infantil haciéndose pasar por compradora, lo detuvo y amenazó con cortarle los cojones si no le informaba del paradero de Gormely. Luego Liz y ella, temiendo que las luces y las sirenas arriesgaran todavía más la vida del pequeño Denny Klingman, fueron sin refuerzos a vigilar una fábrica abandonada de telas y retales en Long Island City. Después de unas horas y varios cafés y donuts, vieron salir a Malcolm Gormely. A continuación forzaron la cerradura y encontraron a Denny Klingman, desnudo y aterrorizado, junto con otro niño de cinco años, ambos rubios y angelicales, atados y amordazados. Liz se los llevó a la comisaría mientras Kate metía en una bolsa el equipo fotográfico y la pornografía infantil que casi la hizo vomitar. A continuación encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar a Malcolm Gormely.

Tres horas más tarde, cuando llegaron los refuerzos que Kate había pedido, hizo falta una ambulancia para Gormely.

– Se resistió a la detención -fue todo lo que Kate dijo.

Denny Klingman volvió con sus agradecidos padres, pero nadie reclamó al otro niño. Hasta que Gormely confesó que se lo había vendido su madre, una adicta al crack, por una cantidad de heroína suficiente para dos días.

Hicieron falta dos policías fornidos para contener a Kate cuando encontraron a la mujer. Más tarde, cuando la unidad de defensa del menor, sobrecargada de trabajo, dejó ir a la madre sin más, Kate se arrepintió de no haberla matado cuando tuvo ocasión. El rostro del niño apareció en sus pesadillas durante meses. Un niño más al que no pudo salvar.

Durante la breve investigación de Asuntos Internos, Liz respaldó a Kate testificando que, efectivamente, Malcolm Gormely se había resistido a la detención, que Kate no tuvo más remedio que hacer uso de la fuerza para evitar que escapara. Aunque Liz no estaba presente en el momento. Asuntos Internos consideró las acciones de Kate «necesarias», a pesar de que ella no había sufrido más que unas magulladuras en los nudillos mientras que el pederasta resultó herido con dos ojos morados, un pómulo destrozado, la pérdida de varios dientes, una rótula fracturada y varios dedos partidos. Al fin y al cabo, se concluyó, Kate no llegó a dispararle.

Después del caso, Liz y Kate fueron amigas y heroínas para siempre, aunque nunca volvieron a hablar de Gormely ni de la furia que Kate había descargado sobre él.


Kate atravesó el dormitorio descalza sobre las lujosas alfombras y abrió el amplio vestidor. Los recuerdos de Liz, de cómo se conocieron, de su trabajo juntas y lo que había pasado con Gormely parecían pertenecer a otra vida. Kate era entonces una persona totalmente distinta.

¿O no?

Todavía recordaba lo bien que se había sentido al darle su merecido a aquel tipo.

Kate alejó esos pensamientos, concentrada en escoger un atuendo con aspecto de policía. Dejó de lado las prendas de famosos diseñadores y terminó eligiendo unos tejanos y unos zapatos de suela fuerte, con cada elección separándose un poco más de su vida normal.

Su Glock automática del 45 estaba donde la había dejado un año atrás, en el estante superior del armario, al fondo, detrás de unos viejos pañuelos que casi nunca utilizaba.

¿Por qué no se había deshecho de ella? Lo había pensado muchísimas veces, pero no llegó a hacerlo.

La empuñó. Era la pistola que obtuvo un año antes de dejar la policía de Astoria. La había elegido por su cuerpo ligero de polímero y su diseño ergonómico, el gatillo fiable y preciso, todo lo cual aumentaba las posibilidades de acertar al objetivo.

El arma estaba fría. Comprobó el gatillo y el seguro antes de meter un cargador. Trece balas. El número de la mala suerte, pensó.

Ya casi lo había logrado. Casi había vuelto a asumir el papel de policía. Ya casi no era una mujer casada. Casi, pero no del todo.

Era una viuda.

¿Cómo podía aplicársele aquel nombre? Las viudas eran otras mujeres, no ella.

Se detuvo un momento, mirando en torno al blanco dormitorio como si buscara algo que le recordase quién era en realidad.

Los pantalones del pijama de Richard estaban tirados sobre la cama. Llevaba días con ellos puestos, negándose a quitárselos, diciéndole a Lucille una y otra vez que no los lavara, a pesar de que, en un impulso, había regalado casi toda la ropa de Richard y le había pedido a Lucille que guardara todas sus fotos fuera de la vista. ¡Y cómo la había mirado entonces la asistenta! Lucille no lo entendía. Al principio Kate sólo buscaba el olvido, no quería ver nada que le hiciera pensar en él, no quería recuerdos que la acecharan. Era incapaz de mirar siquiera cualquier cosa que le recordara que el hombre al que amaba, con el que había vivido más de diez años, ya no estaba.

Pero ahora decidió recuperar una. Sacó del cajón su foto favorita, que durante años había tenido en su mesilla de noche. Acarició con los dedos el delicado marco de plata y luego el rostro sonriente de Richard, con la mano en la frente, protegiéndose los ojos del sol. Siguió rebuscando en la mesilla hasta encontrar una bolsa de plástico con la alianza de Richard, su grueso reloj Rolex y el billetero de plata de ley con sus iniciales grabadas que ella le había regalado cuando cumplió los cuarenta. Era el regalo favorito de él. Kate apenas recordaba haber metido la bolsa en el cajón al volver del depósito de cadáveres.

Pasó los dedos por las iniciales grabadas. Era un recuerdo curioso, un billetero, pero estaba muy asociado a Richard. «El señor Nueva York», solía llamarlo ella con cierto sarcasmo cuando él se sacaba aquel clip ceremoniosamente del bolsillo y cogía unos billetes para lo que fuera, restaurantes, taxis, guardarropas, gastando el dinero a lo grande. Era como un juego para quien había sido un niño pobre de Brooklyn.

Dejó la foto en la cómoda, con el clip al lado. Sí, Richard querría tener el billetero junto a él, estaba segura.

– Lo atraparé -susurró, mientras ensartaba la alianza de Richard en la fina cadenilla de oro que siempre llevaba al cuello. El anillo se deslizó hasta descansar en el hueco de la clavícula.

Volvió a mirar la foto y el clip, notó la frescura de la alianza de oro contra su piel. No era mucho, pero bastante para resucitar su presencia, para que su corazón, o lo que quedaba de él, mantuviera el contacto, aunque el resto de su ser siguiera distante. Lo necesitaba si iba a trabajar en el caso y quería sobrevivir.

Ahora sabía lo que tenía que hacer: averiguar quién había hecho aquello. Entonces se sentiría… Pensó en la cuestión. ¿Cómo se sentiría? No, para eso no había tiempo, no había tiempo para sus sentimientos. Si seguía avanzando por el camino de las emociones estaría perdida, no ayudaría a nadie, ni a la policía ni a Richard ni desde luego a ella misma.

Tenía que ir paso a paso, sin pensar.

Volvió al baño y se miró en el espejo. Maquillaje. Sí. Totalmente necesario. No iba a permitir que la gente la compadeciera. Antiojeras, rímel, carmín. Aquello sería suficiente. Se apartó la densa melena de la cara y se la recogió con unos pasadores, un estilo de peinado que utilizaba muy poco porque a Richard no le gustaba. Y tenía razón. No iba bien con su nariz larga ni con los ángulos de su cara, aunque ahora no le importaba.

Cuando observó el producto acabado, apenas se reconoció. Quedaban pocas trazas de Kate Rothstein, mujer de sociedad. Eso era bueno. En el trabajo que tenía por delante no había cabida para la criatura de lujos y comodidades que había cultivado.

Curioso, pensó. Creía haber eliminado a la dura policía de Queens, pero lo cierto es que había estado siempre allí, como la pistola de la que no se había deshecho, esperando.

Se puso la pistolera al hombro y enfundó la Glock.

Liz tenía razón, por supuesto. Necesitaba hacer algo.

Ya tendría tiempo de llorar a los muertos más tarde. Ahora era el momento de entrar en acción.

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