13

Mientras Brown investigaba el historial de Leonardo Martini, Kate observaba a través del cristal la sala de interrogatorios donde Nicky Perlmutter entrevistaba a Lamar Black, el novio de Suzie White. Con sus antecedentes por drogas, pequeños hurtos y prostitución, no había sido difícil localizarle. Ahora estaba sentado en una silla de madera y tenía en la mano un cigarrillo que fumaba como si fuera un porro. Intentaba dárselas de duro, pero parecía derrotado, con los ojos cansados y los músculos de la mandíbula trémulos. Según Brown, Perlmutter llevaba interrogándole un par de horas.

– Dice que no tiene ni idea de quién ha podido hacerle eso a su «pequeña Suzie», que estaban enamorados -informó Nicky al salir de la sala. Él también parecía agotado. Tenía los labios secos y los ojos inyectados en sangre-. Puede que esté diciendo la verdad. Dio un buen respingo cuando le puse en las narices las fotos del fotomatón. Jura que la noche que mataron a Suzie él estuvo en unos billares hasta altas horas de la madrugada.

Kate se quedó mirando a Lamar Black a través del cristal. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los fluorescentes iluminaban una fea cicatriz en forma de media luna que iba del lóbulo de la oreja izquierda hasta la otra oreja. Era la marca que Rosita Martínez había mencionado.

– ¿Qué más?

– Por lo visto Suzie White había escapado de su casa siendo menor de edad. No se acuerda de dónde era. Del culo del mundo, vete a saber. Tal vez podamos localizar a su familia. Dice que Suzie solía trabajar en las calles del centro para un chulo italiano, un listillo. Black piensa que pertenece al crimen organizado, pero quién sabe. Suzie se largó porque el listillo le pegó una paliza, y dio con Black a través de una de las chicas de su harén, aunque la chavala ha tomado las de Villadiego y no habrá manera de interrogarla.

– Alguien debería ir al Bronx para hablar con las chicas.

– Ya estamos en ello -contestó Nicky.

– No tiene mucho sentido que la haya matado él. ¿Para qué se iba a cargar su propia inversión? -Kate echó otro vistazo a Black, que ahora estaba encorvado y sujetándose la cabeza entre las manos-. Y no me lo imagino como nuestro asesino pintor.

– Probablemente no, pero él no lo sabe. Lo único que sabe es que, con su expediente, lo podemos meter en chirona si nos da la gana.

– ¿Conocía a la otra víctima, Marsha Stimson? -preguntó Kate.

– Dice que no. Pero puede que alguna de sus chicas la conociera.

– ¿Y el cliente habitual de Suzie que Rosita Martínez mencionó?

– Sí, según Black, Suzie tenía un cliente a quien veía una o dos veces a la semana, por lo general en el centro de la ciudad. Por lo visto el tío este conocía al chulo italiano y la amenazó con irse de la lengua si ella no le atendía cuando él quería.

– ¿Tenemos la descripción?

– Black dice que sólo lo vio una o dos veces, y de lejos. Es más o menos joven y atractivo.

– ¿Y Suzie nunca le contó nada de él?

– Decía que le gustaba oírla ladrar.

– Pues que los agentes pregunten a las prostitutas por los aficionados a los ladridos -dijo Kate, poniendo los ojos en blanco-. Puede que todavía siga viendo a las chicas de ese chulo italiano. A lo mejor no estaría de más tenerlas vigiladas.

Perlmutter asintió con la cabeza.

– ¿Tú crees que el tío iría hasta el Bronx, nada menos, para echar un polvo? Muy desesperado tendría que estar.

– O muy obsesionado -apuntó Kate.


– Me parece que se os ha escapado -dijo Floyd Brown, girando la pantalla del ordenador para que Kate y Nicky la vieran-. Leonardo Alberto Martini. Fallecido.

– Mierda. ¿Cuándo? -preguntó Kate.

– Anteayer. Suicidio.

Kate dio un respingo.

– Es demasiada casualidad. ¿Sabes si Científica ha estado ya en su casa?

Floyd sacó un folio de una carpeta que tenía en la mesa.

– Sí y no. Por lo visto no hicieron gran cosa. El informe es muy breve. Suicidio. Nada más. Se llevaron el cuerpo. «Pendiente de investigación», pone aquí. -Se lo tendió a Kate.

– Tengo que ir allí ahora mismo para ver los cuadros de Martini. ¿Puedes avisar para que nos dejen entrar?

– Muy bien -contestó Floyd, pero Kate ya se había vuelto hacia la puerta.


Kate y Nicky entraron en el apartamento con unos guantes de látex puestos.

El ambiente estaba cargado y en el aire flotaba un olor dulzón y podrido. Supuestamente Martini se había volado la cabeza metiéndose una pistola en la boca y había yacido muerto un día y medio hasta que su amigo Remy Fortensky, que le había llamado varias veces porque no se había presentado a la cena que celebraban juntos una vez por semana, insistió para que el portero le abriera la puerta del apartamento.

Los policías que habían acudido, un par de novatos recién salidos de la academia, supusieron que había sido un suicidio y contaminaron el lugar pisoteando por todas partes y tocándolo todo. El equipo forense que llegó a continuación metió a Martini en una bolsa y se llevó el cuerpo antes de que llegaran los de Científica, de manera que el equipo técnico no tuvo ya gran cosa que hacer y se marchó enseguida.

A su muerte, Leonardo Martini había recibido tan poca atención como en vida.

Según su amigo Remy Fortensky, Martini estaba deprimido porque nunca tenía dinero, su carrera se había hundido y además bebía demasiado. Todo el mundo lo tenía clarísimo: artista fracasado se suicida. Caso cerrado.

– ¿Así es como opera la policía hoy en día? -preguntó Kate, revisando una vez más el breve informe.

– Están sobrecargados de trabajo y desmoralizados, el cuento de siempre.

En el estudio que Leonardo Martini había montado en el apartamento los lienzos se apilaban unos encima de otros. Dos grandes cuadros en los que al parecer estaba trabajando colgaban de las paredes: pinturas abstractas de ondulantes bandas de colores contra grandes zonas de lienzo en blanco.

Nicky ladeó la cabeza.

– ¿Qué te parecen?

– Hombre, nada revolucionario, pero son buenas.

– Tienen algo que me gusta mucho, una cierta economía. -Se acercó a ellas-. Me gusta que las bandas de color ondeen y se deslicen por la superficie.

– Serías un buen crítico de arte -observó Kate.

– Ya, seguro. -Las mejillas pecosas del detective se sonrojaron.

Junto a los dos cuadros había una mesa atestada de botes y herramientas, tubos de óleos aplastados y una lata grande de aguarrás. En el suelo, un rollo de lienzo de algodón y una lata de cinco litros de gesso.

Al fijarse en la mesa Kate advirtió los trozos cuadrados de esponja manchados de pintura y los pinceles de esponja que utilizaba Martini en lugar de los habituales pinceles de pelo. Cogió una esponja.

– Por eso la pintura parece formar parte del lienzo, en lugar de reposar sobre él -dijo-. Martini la aplicaba con esponjas.

– ¿Es una práctica común?

– No necesariamente, pero la han utilizado antes pintores como Morris Louis y Helen Frankenthaler.

– Sí, he visto algunos cuadros de Frankenthaler en el Museo de Arte Moderno. Son muy grandes, con áreas de colores diluidos, ¿no?

Kate asintió con la cabeza mientras abría uno de los botes de potitos en los que el pintor había mezclado los colores de los cuadros en que estaba trabajando. El olor penetrante del aguarrás le saltó a la cara. Volcó el bote en la paleta y salió una pintura azul vivo, tan licuada con aguarrás que parecía acuarela.

– Es el azul que utilizó para estas bandas -apuntó Nicky, señalando uno de los grandes cuadros abstractos de la pared.

Ella los miró. Era indudable que guardaban cierta semejanza con el bodegón del cuenco de rayas azules.

– Tal vez utilizó también este azul para otras obras -comentó, mientras cerraba el bote y lo metía en una bolsa.

Se movía despacio, captando todos los detalles, pero su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Habría estado Martini involucrado en el asesinato de Richard? ¿Se había suicidado porque se sentía culpable?

– ¡Joder! -masculló Nicky a sus espaldas. Kate se volvió hacia él. Su compañero estaba en la diminuta alcoba que hacía las veces de dormitorio y había alzado el colchón con un brazo musculoso mientras con la otra mano recogía fajos de billetes-. Son todos de cien. Aquí debe de haber cuatro o cinco mil dólares.

– Es mucho dinero para un artista muerto de hambre -comentó Kate.

– Tal vez llevaba años ahorrando. A lo mejor era uno de esos que no se fían de los bancos.

– Puede ser. Pero ¿todo en billetes de cien? Además, ¿no decía el amigo de Martini que siempre se andaba quejando de estar en la ruina?


Kate y Nicky pasaron dos horas registrando el piso a conciencia. Inspeccionaron los cajones de la cómoda, miraron entre su ropa interior y en los bolsillos de las prendas colgadas en el pequeño armario. Kate metió en bolsas varios tubos de pintura y algunas esponjas por si se podía establecer una relación con el bodegón del cuenco de rayas. Luego él llamó a una furgoneta para que se llevara todas las pruebas al laboratorio.

– Espera un momento, que tengo que ir al baño -dijo por fin.

Kate encendió un cigarrillo, añadiendo humo al ambiente cargado, y se puso a mirar los cuadros a medio terminar de la pared y los otros muchos que había apilados. Tanta dedicación en realizar obras que no interesaban a nadie era deprimente.

– Esto se cae a pedazos -comentó Nicky al volver del baño-. No funciona ni la cisterna.

– Un momento.

Kate entró en el baño. Ya había registrado el botiquín y había recogido como pruebas el cepillo de dientes, la maquinilla de afeitar y hasta la porquería que encontró en el desagüe de la ducha, esperando hallar algún pelo que coincidiera con las muestras encontradas en el maldito bodegón. Pero había un lugar del baño donde no había mirado.

Se puso unos guantes nuevos, bajó la tapa del retrete y abrió con cuidado el depósito de la cisterna.


– No. Te he dicho de rodillas. Ladrando. -¿Ladrando? -Sí, como un perro. Ladra.

– ¿Y no puedo hacerlo en la cama? No quiero estropearme las medias.

– Pues quítatelas.

– Creía que te gustaban.

– Y me gustan. -Joder. ¿Por qué demonios no podía hacer lo que le estaba diciendo? Quitó una manta de la cama y la tiró al suelo-. Arrodíllate ahí.

– O sea, ¿quieres que me ponga de rodillas o a gatas?

A él empezaba a dolerle la cabeza.

– A gatas. Y ladrando, coño. ¿Tan difícil es?

– Vale, vale, no hace falta que grites.

La chica tardó una eternidad, primero extendiendo la manta y luego poniéndose a gatas. Hasta que por fin logró emitir un sonido agudo: «¡Guau!» Sonrió y ladró un poco más:

– Guau, guau, guau.

– ¿No lo sabes hacer mejor?

– Estoy ladrando, ¿no? ¿Quieres que gruña también? -La chica pensó que lo que se merecía era un mordisco y que desde luego no le pagaban bastante por toda aquella mierda. Y eso que había creído que con éste sería fácil, incluso divertido y todo, porque era un tío muy guapo. Pero joder, se había equivocado de plano-. Sé gruñir muy bien.

– ¿Cómo quién? ¿Cómo el cabrón de Tony el Tigre? Quiero que ladres, que ladres de verdad. -Suzie sí sabía ladrar, lanzaba auténticos aullidos. Sólo de acordarse de ella a gatas y ladrando se le ponía dura. Tenía que pensar en ella si quería terminar de una vez con aquella puta idiota que no valía los cuarenta dólares que cobraba por sus servicios, más los cincuenta del meublé del Bronx. La había escogido sólo porque era joven y le recordaba a Suzie, y porque trabajaba a pocas manzanas del que había sido su lugar habitual de encuentros, pero desde luego no podía reemplazar a su Suzie, que le dejaba ir a su casa y que ladraba como una perra furiosa mientras él le daba por el culo. Suzie valía por lo menos cien dólares. Era especial. Le habría pagado el doble, pero ella nunca se lo había pedido porque era justa y porque en el fondo él estaba convencido de que le tenía cariño.

Ahora miró a la puta, que se había puesto a estirar la manta otra vez. Patético.

Aquello no iba bien. No se le terminaba de poner dura y además seguía preocupado por todo. Podían detenerle y meterle en la cárcel. Y ahora hasta su esposa, su fiel Noreen, amenazaba con dejarle. Noreen. ¡Joder, si supiera de la misa la mitad! Bueno, que le dieran por el culo. Que se largara si le daba la gana. Noreen se negaba a ladrar, por más que él llevara años pidiéndoselo y suplicándoselo.

– ¡Que te den por el culo, Noreen!

– Yo no me llamo Noreen.

– ¿Acaso estaba hablando contigo? -Se dejó caer en la horrible cama, miró la bombilla desnuda del techo y quedó cegado un momento. Cerró los ojos con fuerza y las estrellas danzaron contra un telón negro.

¿Qué demonios estaba haciendo allí? Se imaginó junto a un mar azul y suspiró. ¿Cómo había llegado a caer tan bajo? Se sentía sucio y despreciable. Miró a la chica, que seguía a gatas, y lanzó una risa amarga.

– ¿De qué te ríes? -preguntó ella, todavía trasteando con la manta.

– De nada. -Le dieron ganas de matarla, de aplastarle la cabeza contra el suelo y ver cómo se le salían los sesos, si es que tenía.

Le parecía que había pasado mucho tiempo. Tantas promesas, tantos sueños evaporados, muertos o agonizantes. Debería suicidarse. Debería haberse matado hacía años, antes de que todo aquello se le fuera de las manos.

Miró de nuevo a la prostituta. No le estaba ayudando a olvidar, y eso era lo que él quería, lo que necesitaba, olvidar. Estaba cansado. Demasiado cansado para hacer nada.

– Vete -dijo.

– ¿Qué?

– ¡Que te largues! -Arrugó un par de billetes de veinte dólares y los arrojó al suelo.

La chica echó a andar a gatas detrás de ellos y él se incorporó para mirarla.

– Eso es. ¡Corre como una perra! -Saltó de la cama y montó a la chica, meneándose la polla medio fláccida para ponerla dura-. ¡Y ahora ladra!

– Esto te va a costar veinte más -dijo ella, mirándole sobre el hombro.

– ¡Que ladres, coño! ¡¡Ladra!!

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