El día libre le había sentado bien. Ahora Kate estaba ansiosa por llegar al estudio de Boyd Werther y terminar de grabar la entrevista para su programa Vidas de artistas. Tendría que terminar pronto si quería llegar a su cita con Floyd Brown. A pesar de que Clare le había asegurado que sólo querían su opinión sobre un par de cuadros, no le hacía ninguna gracia. Una cosa era ver cuadros en una galería o un museo y otra muy distinta ir a una comisaría.
Apartó la idea y aceleró el paso.
Mulberry Street era como un pueblecito que despertara un poco más tarde que el resto de Manhattan: varios camiones y furgonetas estaban descargando, los tenderos levantaban sus persianas de metal, los limpiaventanas frotaban con agua jabonosa los escaparates; los residentes del barrio, gente joven y desde luego moderna (mujeres con el ombligo al aire y el vientre bien torneado en el gimnasio, hombres con el pelo desgreñado como si acabaran de salir de la cama, un peinado que requería una hora de cuidados delante del espejo), charlaban en los nuevos bares de moda que abundaban en la calle, con cigarrillos en unos labios todavía jóvenes pero con expresiones resabiadas. Kate se preguntó de dónde sacarían el tiempo libre. ¿Serían pintores, músicos o corredores de bolsa en paro que habían optado por la vida bohemia cuando se hundió el mercado en los años noventa? ¿Qué más daba? Mejor para ellos, pensó Kate, que siempre se sorprendía cuando iba a NoLIta, la zona norte de Little Italy, al comprobar que la ciudad era un astuto camaleón, capaz de transformar barrios enteros de la noche a la mañana.
El pequeño equipo de rodaje estaba ya preparado para grabar cuando ella salió del montacargas al enorme estudio de Boyd Werther. Con sus techos de estaño de cuatro metros de altura, los suelos de madera y sus magníficas vistas sobre la ciudad, Kate había dicho en broma que Boyd debía de haber matado a alguien para conseguir un estudio tan fenomenal. Pero lo cierto es que tenía su explicación.
Boyd Werther era un raro fenómeno en el mundo del arte, un artista que había triunfado a lo largo de toda su carrera. Primero como pintor minimalista en los años setenta. Luego, cuando amplió sus perspectivas y tomó el relevo de los expresionistas abstractos de los años cincuenta, combinando la energía y la gracia del gesto de De Kooning con los magníficos colores de Mark Rothko, fue canonizado como un «maestro moderno» y sus lienzos de bandas de colores entrelazadas se compararon con influencias tan geniales y dispares como los cuadros de Jackson Pollock, la caligrafía de los antiguos pergaminos japoneses y las pinturas rupestres paleolíticas de Lascaux.
Últimamente se hablaba de él como «la gran esperanza blanca». Kate no sabía si con eso querían decir que Boyd era el guardián de la antorcha tradicional o si era un término despectivo, aunque conociendo el mundo del arte, sospechaba que sería esto último. Nadie podía triunfar durante cuarenta años sin ganarse el desprecio de la gente.
Ella esperaba que la carrera de Boyd Werther fuera tan próspera y lucrativa como parecía, puesto que el pintor le había confiado que pasaba pensión a tres ex mujeres (¿o eran cuatro?, no se acordaba) que le habían dado seis o siete hijos, incluido uno que todavía no andaba y asistía a una selecta guardería de pago, retoño de la belleza brasileña que había protagonizado su último divorcio.
Kate fue andando con cautela entre focos y cables para dar un rápido abrazo a todos los miembros del equipo.
– ¿Dónde está Boyd? -preguntó.
– Echándose espuma en el pelo -contestó Cindy con gesto impaciente.
Kate sacó la lista de preguntas para Boyd, a quien ya llevaba entrevistando varias semanas. Aquél era el último día de grabación, y quería asegurarse de tener todo lo necesario para el programa.
La serie de esa temporada era muy sencilla: todas las semanas se entrevistaba a un artista sobre la importancia del color. Aunque las entrevistas parecían filmadas en directo, lo cierto es que eran grabadas, de manera que Kate podía no sólo eliminar los errores, sino añadir también secuencias históricas relevantes, como el abstracto Improvisaciones de Kandisnky, una obra de principios de siglo que era una auténtica poesía de color; los exhaustivos estudios de color de Josef Albers; primeros planos de cuadros impresionistas (donde se podía ver cómo los autores habían creado un efecto óptico colocando, por ejemplo, un rojo junto a un amarillo para dar la sensación de naranja en el ojo del observador), así como otras entrevistas con científicos y teóricos del color.
Boyd Werther no sólo era un colorista de primera, sino que además era interesante y sabía expresarse, y Kate estaba segura de que el programa sería magnífico.
Mientras el equipo de televisión terminaba los preparativos, las ayudantes de Boyd, dos jóvenes de extraordinaria belleza, iban de un lado a otro recogiendo pinceles y trapos, atendiendo el teléfono y preparando café. Kate suponía que estaban allí para satisfacer todas las peticiones y caprichos del genio, ya fueran artísticos o no.
Boyd Werther entró descalzo en la sala. Las dos ninfas mantenían el suelo tan limpio que se podía comer en él.
Werther, un hombretón con tendencia a la gordura, iba ataviado con una sedosa camisa negra medio abierta que dejaba ver su ancho pecho y unos pantalones sueltos atados con un cordón bajo una barriga prominente. Llevaba el pelo largo, despeinado a la moda, oscuro aunque veteado de canas. Besó a Kate primero en la mano, con gesto afectado, y luego en las mejillas.
– Tus ojos… -comenzó, apartándose un poco para mirarla- son de un verde cromo increíble. ¿Nunca te lo habían dicho?
– Constantemente. El carnicero, los camareros, todo el mundo. Una pesadez.
Boyd rió.
– Pero es verdad. Son de un verde cromo purísimo. Es extraordinario.
– Sí, ya. Y mi pelo es de un siena quemado deslumbrante y mis labios… ¿qué, escarlata cadmio? ¿Y qué más? Seguro que me dejo algo.
Él le pasó el dedo por la mejilla.
– Tu piel. Una mezcla perfecta de rosa Madder, con un fondo de amarillo Nápoles y un ligero toque de blanco titanio.
– Madre mía. -Kate puso en blanco sus ojos verde cromo.
Boyd le dedicó una sonrisa seductora y tiró suavemente de la gruesa cadenilla que llevaba al cuello.
– Menudos grilletes llevas.
– ¿Esto? -Boyd alzó un poco la cadenilla con los dedos sucios de pintura, para que la viera mejor-. Es un regalo de mi primera mujer. Era italiana, ¿sabes? Se ve que la pieza llevaba siglos en la familia. Tengo entendido que es medieval.
Kate se acercó para admirar los eslabones en forma de cruz.
– ¿Cómo es que dejó que te quedaras con ella?
– Siempre mantengo la amistad con mis ex mujeres… y mis ex amantes.
– ¿Podemos empezar? -preguntaron los dos cámaras casi al unísono, inmunes a los encantos del pintor.
Kate se echó un rápido vistazo en uno de los espejos de Boyd, se alisó los pantalones y el jersey y se sentó en una de las dos sillas dispuestas en el centro del estudio, rodeadas de las enormes y coloridas obras del pintor.
El ayudante les colocó los micrófonos, y a continuación Boyd se pasó dos horas señalando sus pinturas, formulando opiniones y haciendo declaraciones sin apenas respirar.
A la última pregunta, «¿Qué importancia tiene el color para usted?», respondió:
– El color lo es todo. Absolutamente todo. Es la razón por la que me levanto por las mañanas. ¡Sólo hay que ver mis pinturas para saberlo! La verdad, para qué molestarse en pintar si no se va a utilizar el color, que es la herramienta más seductora del arte. Yo como, respiro y sueño en color.
– Eso suena un poco enfermizo -replicó Kate, pero se volvió rápidamente hacia el cámara y añadió-: Corten. Lo siento, Boyd, no he podido resistirme. Pero bueno, voy a contestar de manera un poco más respetuosa. -Hizo un gesto al cámara para que comenzara de nuevo a grabar-. Ya veo -prosiguió, ahora un poco más seria-. ¿Qué les diría entonces a los pintores que limitan su paleta o que no utilizan el color, sólo el blanco y negro?
– Bueno, Franz Kline se podía permitir obras en blanco y negro, pero eran los años cincuenta. Ahora, la verdad, sería muy aburrido. Yo no podría jamás. El hecho es que si tuviera que vivir sin colores, me suicidaría -concluyó encogiéndose de hombros.
– ¿Podría repetir eso? -preguntó el cámara-. Me gustaría rodar un primer plano.
– Claro.
Boyd Werther se enderezó en la silla y se alisó la camisa mientras la cámara se acercaba.
– Si me negaran el uso del color, me suicidaría. Sin ninguna duda.
– A propósito -dijo Kate mientras Boyd la despedía con dos besos en el montacargas-. Un viejo artista muy sabio me dijo una vez que nunca hay que decir «de esta agua no beberé».
– Supongo que te refieres a mi declaración de que nunca trabajaría en blanco y negro.
– Es que no me gustaría que te suicidaras.
Hacía más de un año que Kate no veía las monótonas paredes marrones de la comisaría Seis, y nada había cambiado: los mismos fluorescentes, que lo bañaban todo de una luz enfermiza, el mismo aroma a café malo, las mentiras de los criminales, la ambición de los agentes y los sueños frustrados envenenaban el aire, y sus propios malos recuerdos hacían de todo aquello algo personal.
Kate saludó con la cabeza al sargento que la recibió en el mostrador.
– Brown te está esperando. ¿Sabes el camino?
Desde luego que sí. No lo había olvidado.
Kate se miró las manos, las uñas pintadas de color perla. Luego consultó su reloj.
– No creo que pueda hacerlo, Floyd. -Se remetió el pelo detrás de la oreja y respiró hondo. Ya había hablado de ello con Clare Tapell y había accedido a echar un vistazo. Pero ahora que estaba allí, en el despacho de Brown, no quería saber nada. Las pesadillas del Artista de la Muerte inundaban su mente para no dejar sitio a nada más. Si Richard estuviera allí, se negaría a gritos. Pero no hablaba con él desde el día anterior, cuando Richard la había llamado desde su despacho. Parecía preocupado y le prometió contárselo todo cuando volviera de tomar declaraciones en Boston.
Brown tamborileó en la mesa.
– Mira, McKinnon, yo lo entiendo. Pero nos harías un favor personal a Tapell y a mí.
Ella asintió. Sabía que no le quedaba más remedio, pero su mente seguía rechazando la idea. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, ahora que por fin había logrado volver a la normalidad después de un año de lágrimas y pesadillas? Quería volver a su programa de televisión o a Un Futuro Mejor para revisar las solicitudes de la nueva temporada y pensar de dónde iba a sacar los fondos para mantener a un nuevo grupo de niños. Ésos eran los problemas que le interesaban.
– De acuerdo -dijo por fin. Se puso en pie y se alisó los pantalones intentando hacerse a la idea. Sólo había que echar un vistazo a un par de lienzos. Podría soportarlo. Miró a Brown a los ojos-. Terminemos de una vez -añadió.
Brown había conectado la sirena y conducía el Chevy Impala por las calles del Bronx a toda velocidad.
– Si llegas a decirme que era en el Bronx me habría negado de plano -aseveró Kate, contemplando los edificios y las casas de piedra rojiza que le recordaban la calle donde se había criado en Astoria, sólo que esto era todavía más cutre.
– Sí, ya les pedí que mandaran a un agente con los lienzos a tu castillo de Park Avenue, pero se ve que la policía anda un poco corta de efectivos.
– Muy gracioso. Y además es Central Park West, no Park Avenue.
– Sí, lo sé -replicó Brown con una sonrisa.
– ¿Qué pasa, que hace tiempo que no puedes meterte con nadie, detective Brown?
– No, pero siempre ha sido más divertido meterse contigo. Ah, y es jefe Brown.
– Ya lo sé -contestó ella, devolviéndole su sonrisa irónica.
La comisaría del Bronx tenía peor aspecto que la Seis, aunque era evidente que habían hecho cierto esfuerzo por ellos. Los lienzos estaban en la sala de briefing, con sus hileras de sillas metálicas delante de una pizarra, un tablón de anuncios y un atril con un micrófono. Las pinturas estaban en bolsas de plástico sujetas con grandes clips negros y colgadas con chinchetas en el tablón junto con fotografías de la escena del lugar del crimen. Kate deseó que las hubieran puesto en otra parte, preferiblemente donde no pudiera verlas.
McNally entró en la sala con paso cansino.
– Lo siento -se disculpó-. No me habían dicho que estabais aquí.
Brown hizo las presentaciones.
Kate advirtió que el jefe del Bronx la miraba de arriba abajo. La gente solía deducir por su aspecto y su manera de hablar que era el producto de un colegio privado, una casa de veraneo y un Mercedes Benz, cuando de hecho aquella imagen era su propia creación.
En la mesa junto al atril había una máquina de café con la sempiterna pila de vasos de plástico, cajitas de leche y un plato lleno de sobres de azúcar y sacarina, además de galletas Oreo en una fuente de plástico.
Kate intentó no mirar las fotografías del crimen, aunque ya se estaban imprimiendo en su cerebro a través de su visión periférica.
Pero las pinturas le llamaron la atención, tal vez porque, tras pasar los últimos seis meses inmersa en el mundo del color, había leído de todo (desde el famoso Interaction of Color de Josef Albers hasta los escritos de Mondrian y Von Doesburg sobre los colores primarios), entrevistado a Ellsworth Kelly e incluso viajado a Alemania para hablar con Gerhard Richter sobre sus tablas de colores. O tal vez era que los colores de aquellas curiosas y torpes pinturas eran tan extraños que resultaban fascinantes en sí mismos. Kate no estaba segura.
– ¿Qué opinas? -preguntó McNally mientras mordisqueaba una galleta.
Kate se acercó al bodegón.
– Bueno, se podría calificar de fauvista. Era el estilo de los pintores franceses que se dedicaron a experimentar con el color: Matisse, Derain, Dufy… Pero no estoy tan segura. Los fauves, que en francés significa «animales salvajes», intentaban estructurar la pintura enteramente a través del color. Pero esto… bueno, aquí los colores no están estructurados. Son atrevidos y chillones, es cierto, pero en sí no significan nada.
– Así que la considerarías la obra de un aficionado -quiso saber Brown.
– Podría ser. Tal vez lo que en el mundo del arte se llama un outsider.
Brown ladeó la cabeza.
– ¿Y eso qué significa?
– Originalmente, el outsider art, se llamó art brut, una expresión que acuñó el artista francés Jean Dubuffet a principios de los años cuarenta. Se refiere a la obra de pintores autodidactas, sin formación, y al arte de los enfermos mentales.
– ¿Me estás diciendo que a la gente le interesa lo que pintan los locos? -repuso McNally perplejo.
– Pues sí, así es. En serio. Los surrealistas franceses tenían una gran devoción por el arte de los locos y estaban muy influidos por su obra. Hoy en día la colecciona mucha gente.
McNally meneó la cabeza.
– Pues no lo entiendo.
Kate sacó las gafas del bolso y se acercó a examinar más de cerca el bodegón y la escena callejera.
– Los bordes son muy interesantes -comentó, advirtiendo el borde de dos centímetros y medio, casi perfecto, en torno al perímetro de ambas obras-. El autor se ha hecho su propio marco. -Luego prestó atención a los trazos y espirales de grafito, ininteligibles, más bien un puro borrón gris-. Creo que están hechos a lápiz. Son muchos trazos y muy laboriosos, pero no son más que garabatos. -Se acercó más a la parte coloreada-. El autor ha apretado mucho el pincel -comentó, señalando una parte donde parecían haber restregado la pintura sobre el lienzo-. Esto son pelos del pincel que se han quedado pegados.
McNally se sacudió de la camisa las migas de galleta y se inclinó sobre la obra a la vez que Brown.
– Así que los ha pintado deprisa y con fuerza -comentó éste.
– Podría decirse.
McNally se quedó contemplando los lienzos.
– ¿Y por qué los colores están puestos tan mal, porque iba con mucha prisa?
– No necesariamente. Una pincelada fuerte, expresionista, puede implicar que el autor trabajaba con brío y con prisas, pero tanto se tarda en poner un color correcto como en poner uno que no corresponde.
– Así que lo ha hecho a propósito -concluyó Brown, sirviendo un vaso de café sólo y ofreciéndoselo a Kate. Ella lo aceptó, no porque le apeteciera un café malo, sino porque Floyd se había acordado de que lo tomaba solo.
– Tal vez. -Kate bebió un sorbo. Era incluso peor de lo que recordaba-. Muchos artistas han experimentado con el color. Y aquí hay algo que me recuerda un poco a Kirchner, un expresionista alemán. Ya os enseñaré luego alguna obra suya.
A McNally se le iluminó el semblante.
– Así que nuestro hombre es alemán.
Kate negó con la cabeza disimulando una sonrisa.
– No. Lo que digo es que en estas pinturas hay algo crudo, algo apremiante que me recuerda a los pintores alemanes. Es posible que el asesino, o quienquiera que pintara esto, conozca la obra de esos pintores, que esté tratando de emularlos o… -Miró un instante la escena callejera-. No sé. Ésta es mayormente en blanco y negro y…
– Excepto por el cielo -señaló McNally orgulloso, como si hubiera observado algo que todo el mundo había pasado por alto.
– Exacto. -Kate cruzó una breve mirada con Brown antes de volver a los cuadros-. La verdad es que no sé muy bien qué decir. Parecen obra de un autodidacta, pero hay artistas que buscan ese efecto de manera intencionada.
– ¿Crees que podrían ser una especie de código? -preguntó Floyd.
– Tal vez -contestó Kate. Una imagen le vino a la mente: su rostro pegado al San Sebastián de Andrea Mantegna. Aquello sí que era un código. El Artista de la Muerte. Se apoyó contra el atril sintiendo una repentina náusea.
Brown le tocó el brazo.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
De pronto Kate se moría de ganas de un cigarrillo, después de seis meses sin dar ni una calada.
– Sí, estoy bien. ¿Por dónde íbamos? El dibujo de las calles y la fruta está bien. No tiene nada de especial, los objetos son reconocibles, adecuados, aunque haya un poco de distorsión. Pero tampoco sé si esto es intencionado. -Apretó los labios-. Parece haber trazas de carboncillo debajo de la pintura; debe de ser su manera de comenzar los cuadros. Y también parecen asomar unas letras, puede que una A y una R -comentó señalando-. ¿Las veis? Aquí y aquí. -Se quitó las gafas y cruzó los brazos intentando observar los lienzos con objetividad-. Pero lo que hace de estas obras algo especial, aunque no estoy segura de que sea la palabra más adecuada, es el extraño uso del color. Pero no puedo imaginarme lo que el autor intenta conseguir, porque la verdad es que no tiene ningún sentido. -Se volvió hacia McNally-. Si tiene usted fotografías de las pinturas, me gustaría llevármelas a casa, a ver si se me ocurre algo.
– Tengo unas cuantas en el despacho -contestó él, y salió bruscamente de la sala.
Entre la ropa de Brown sonó una musiquilla apagada.
– ¿Un marcapasos? -preguntó Kate con una sonrisa irónica.
Floyd sacó el móvil del bolsillo interior.
– Aquí Brown. Sí. ¿Dónde? Mierda. ¿Quién está? -Le temblaba el mentón-. Ya. Pues a ver si los de Científica no arrasan con todo antes de que llegue yo.
Colgó justo cuando McNally entraba con un sobre.
– Son digitales -explicó éste, entregándoselo a Kate.
– ¿Qué pasa? -le preguntó ella a Floyd.
– Un asesinato. Y otro cuadro. En el centro de Manhattan.
Brown conducía el Impala entre el tráfico de la West Side Highway con la sirena puesta. El río Hudson corría borroso ante Kate, como una pincelada azul verdosa bajo un cielo gris acero.
Pero ¿qué era lo que sentía? Además de las ganas de fumarse un cigarrillo, que no se le pasaban, había definitivamente algo más. ¿Tal vez adrenalina? Su viejo instinto de policía se había activado, tanto si le gustaba como si no. Aunque desde luego no le hacía ninguna gracia ir a visitar la escena de un crimen, eso seguro. Kate tamborileó con las uñas el salpicadero.
– Pareces a punto de explotar -comentó Brown.
– No; estoy bien.
– ¿Quieres que salga de la autopista y te deje en algún sitio?
Kate vaciló, intentando frenar las palabras que ya le salían de la boca.
– Mira, tú ve a donde tengas que ir, que yo ya tomaré un taxi.
Brown lanzó una risita.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella.
– Quieres verlo, ¿a que sí?
– No -suspiró-. Es que no quiero que te desvíes por mí.
El esbozó una sonrisa irónica.
– Ya, seguro.
– Has dicho que vas a la calle Treinta y nueve, ¿no? Está a una manzana del despacho de Richard. Así tengo una excusa para ir a verle.
– Ya -repitió Brown con tono seco.
Cuando Brown atravesaba la 40 Oeste, la radio del coche crepitaba emitiendo códigos y descripciones.
– ¿Quieres que te deje aquí?
– ¿En medio de la calle?
– Lo decía por si acaso. -Brown siguió sonriendo hasta que vio varios coches de policía y agentes alejando del lugar a los curiosos.
Kate consultó el reloj. Casi las cuatro y media. Richard ya habría vuelto de Boston y era probable que incluso estuviera en su oficina. Debería llamarle, decirle que estaba allí cerca, tal vez salir con él a tomar algo. Aquello tenía más sentido que ir con Brown a ver la escena de un crimen. Pero no hizo ningún ademán de utilizar su móvil.
– Última oportunidad -dijo Brown.
Ella se limitó a asentir con la cabeza.
Tuvieron que aparcar en la acera. Media docena de coches de policía, una unidad médica móvil y una ambulancia se apiñaban al final de la calle, cerca de los edificios altos en la esquina de la Avenida de las Américas, a unas manzanas al sur de las luces, los anuncios y el bullicio de Times Square. Brown bajó del coche con la placa en la mano y se abrió paso entre la multitud hasta el cordón policial.
Un agente fornido con un bigotito rubio y el rostro enrojecido se acercó a ellos.
– La víctima está al otro extremo del callejón -informó.
– ¿Alguien ha tocado algo?
– No. Hemos hecho lo que nos han dicho, jefe Brown. Le esperábamos. Hay un par de forenses y un par de agentes con el cadáver, pero nada más. Estábamos esperando, ya le digo. -Miró a Kate.
– Viene conmigo. Colabora con la policía.
A Kate le gustó oír aquello e intentó adoptar una compostura oficial. Se metió el bolso de piel bajo el brazo y se irguió. «¿Estoy loca?» Respiró hondo. Ya sabía la respuesta a esa pregunta, pero algo la impulsaba a seguir adelante, detrás de Brown.
Éste echó un vistazo al callejón, pero no vio nada.
– Recorre toda la parte trasera del edificio -informó el agente-, desde la Treinta y nueve a la Cuarenta. La víctima, la policía y los forenses están al final, como le he dicho. Según nos ha comentado un portero, este callejón solía conectar los dos edificios hace unos treinta años. -Hizo una seña a un agente para que se acercara, le cogió la linterna que llevaba al cinto y se la tendió a Brown-. La va a necesitar.
Cuando Brown entró en el callejón, Kate vaciló un momento y luego le siguió.
Tal vez su instinto de policía le fallaba, o su instinto humano le decía que olvidara aquella locura. O tal vez era otra cosa. No estaba segura de nada, excepto del escalofrío que le subía por la espalda, el hormigueo en los brazos y las piernas y la sensación de tener la boca seca.
Brown se volvió hacia ella.
– ¿Estás segura, McKinnon?
¿Segura? No, por supuesto que no. Pero tenía que seguir adelante, tenía que ver la escena del crimen. ¿Por qué? No tenía ni idea. Algo la apremiaba a hacerlo.
Brown esperaba.
– Sí -contestó por fin.
Terminaría con aquello y volvería a su vida normal, llamaría a Richard, saldrían a tomar una copa y todo volvería a ser como antes. Desde luego no le contaría nada, porque Richard la mataría. Por un momento se acordó de la otra noche, cuando estaban en la cama, Richard penetrándola. Pero en lugar de reconfortarla, el recuerdo no hizo sino aumentar su ansiedad.
El callejón medía poco más de un metro de anchura. Era oscuro y frío. Un lugar que el sol no tocaba jamás. Brown iba un poco por delante, pero comenzaba a desaparecer convertido en una sombra.
Algo pasó junto a sus pies, rozando sus mocasines de piel, probablemente una rata. Kate mantuvo la calma, distraída por algo menos tangible, una especie de zumbido en la cabeza, una sensación que no experimentaba desde hacía más de un año, la misma que tenía cuando perseguía al Artista de la Muerte y estaba cada vez más cerca de atraparle. Pero aquello no tenía sentido. El Artista de la Muerte estaba muerto.
Brown encendió la linterna, iluminando las paredes de ladrillo llenas de marcas y pintadas y un suelo tan sucio y tan lleno de latas y botellas de cerveza que parecía una planta de reciclaje abandonada. Aquello apestaba a basura, alcohol y orina.
– Menuda peste -comentó Brown-. Como en Park Avenue, ¿eh?
Kate ignoró la pulla. Recordó cuando Brown y ella servían juntos en la policía. Ambos habían estado a punto de morir. Ahora el corazón le latía deprisa. Brown silbaba una cancioncilla, como si no pasara nada, como si no fueran a llegar al final de aquel oscuro callejón para encontrar un cuerpo inerte.
Un cadáver. ¿Por qué tenía entonces tanto miedo?
Involuntariamente se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y se dio cuenta de que buscaba un arma que no tenía. Suspiró. Aquello era ridículo. Era ridículo haber ido y era ridículo tener miedo.
Brown movía la linterna de un lado a otro, ora enfocando un trozo de pared, ora un punto del suelo.
¿Qué era eso? Algo gelatinoso a los pies de Kate, tal vez comida podrida o un animal muerto. No lo sabía, no quería saberlo, pero algo se le había pegado a las suelas y ahora daba un chasquido a cada paso.
Estaban justo en mitad del callejón. La luz del otro extremo se filtraba como a través de una densa niebla. No se veía nada ni se oía gran cosa. El zumbido estaba en sus oídos, en su mente.
– Creías que te habías librado de eso, ¿eh, McKinnon?
– ¿De qué? -Kate apenas entendió sus palabras.
– Cuando uno es policía, lo es para siempre.
Floyd tenía razón, aunque no le gustó nada admitirlo. Mierda. ¿Por qué no había llamado a Richard? ¿Por qué no había ido a verle? ¿Qué demonios estaba haciendo en aquel callejón en mitad de Manhattan, encaminándose hacia el escenario de un crimen que no tenía nada que ver con ella? Y sobre todo después de haber jurado que nunca volvería a hacer nada parecido.
Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Las siluetas al final del callejón se volvían definidas. Eran tres, no, cuatro, junto a lo que parecía un espantapájaros caído.
Kate decidió no mirar. Cuando llegara al final, seguiría andando. Ya no necesitaba verlo. Seguramente sólo había querido ponerse a prueba, comprobar si podía enfrentarse al miedo después de todo lo que había pasado.
La linterna de Brown iluminaba ahora más detalles: eran tres hombres y una mujer en torno al espantapájaros.
Muy bien, ya lo había visto, incluso más de lo que necesitaba. Ahora no se detendría; se excusaría ante Floyd y saldría a la luz del día para telefonear a Richard. De pronto se moría de ganas de marcharse de allí.
– Jefe Brown -llamó la mujer. Cuando la iluminó la linterna, Kate la reconoció. Era la forense que había examinado el cuerpo de Elena. La imagen le vino a la mente como un relámpago: la forense inclinada sobre el cuerpo destrozado de Elena, explorándolo con las manos enguantadas.
¡Por Dios!
Kate se detuvo de pronto y se apoyó contra la pared, sin hacer caso del hedor a basura, alcohol y orina, ahora amplificado por la muerte. Respiró hondo y creyó que iba a vomitar. Pero no, estaba bien. En cuanto saliera de allí se recuperaría del todo.
Brown se había reunido con el grupo. Las voces se mezclaban: «varón, blanco, totalmente mutilado». Kate sólo veía la mitad de lo que los otros observaban, el cuadro que había en el suelo junto al cadáver. Luego uno de ellos tendió algo a Brown, explicando que era la cartera. Brown la abrió y se inclinó sobre el cuerpo sosteniendo la linterna. La luz se movía de un lado al otro, enviando fugaces e indiscriminadas imágenes obscenas del cadáver.
Tenía que salir de allí de inmediato. Pero los policías, la forense y Brown le impedían el paso.
«Dios mío, ¿por qué he venido?» Había sido una idiota, una idiota arrogante. Si había intentado demostrarse algo, ya no importaba.
Dio unos pasos murmurando disculpas y, al pasar junto al grupo, Brown intentó detenerla. Pero le tocó el brazo con tanta suavidad que no habría podido pararla, y Kate supo entonces con absoluta certeza que había ocurrido algo espantoso.
Pero no se detuvo.
Sintió el aire fresco en la cara. Gracias a Dios. Ya casi había salido de allí.
– McKinnon. Kate. -Brown la llamaba con voz ronca.
Ella ya notaba bajo los pies la acera normal. Estaba a punto de alcanzar la libertad.
– McKinnon. -Brown la agarró del brazo, pero ella se zafó. No pensaba detenerse.
¿Qué había visto en el instante en que se atrevió a mirar, cuando la linterna iluminó claramente el rostro de la víctima?
– No -dijo sin saber muy bien a qué se refería. Tenía que seguir andando, eso era todo, entonces se libraría de aquella pesadilla-. No -repitió, pasando junto a los policías y los hombres, mujeres y niños que se habían congregado. Echó a correr entre el tráfico de la calle, entre los cláxones de los coches. Lo que había visto no era verdad, no podía ser verdad.
Pero Brown la alcanzó. La retuvo por el brazo y la obligó a volverse hacia él. Sus grandes ojos castaños la miraron con lástima y compasión. Kate se desplomó contra él y el rostro del hombre, el rostro de la víctima, del cuerpo del callejón, el hermoso rostro del cadáver le vino a la mente como un destello.
– ¡Dios mío! ¡No! -sollozó contra la camisa azul de Brown-. Dios mío, no, por favor… No puede ser. ¡No puede ser Richard!