30

Liz se arrellanó en el sillón, mirando los preciosos objetos de arte del salón de Kate.

– Te aseguro que es estupendo poder salir unos días de Quantico y ver a mi hermana, a mi sobrino, a ti… Aunque a ti no es que te haya visto mucho.

Kate ofreció a su vieja amiga y compañera una lánguida sonrisa.

– Es por el caso este. Bueno, los casos en realidad. Lo siento, pero es que no hemos podido parar un momento.

– Pero ¿no habías dejado la policía?

– Eso pensaba yo también. -Kate suspiró-. Acabo de salir de una reunión con la brigada. Les he dicho lo que acabo de contarte, sobre la psiquiatra y el médico.

– Lo del adolescente perturbado y ciego a los colores.

– Sí. En Pilgrim han verificado que desapareció sin dejar rastro, y la central nos ha enviado la ficha del asesinato de la enfermera. El modus operandi es como el de nuestro sospechoso.

– Así que crees que se trata del mismo hombre.

– Podría ser. -Kate se levantó, se sentó y se levantó de nuevo-. Oye, he quedado con Willie, pero tengo una hora libre. ¿Te apetece dar un paseo?


Fuera del San Remo no se veía ni un asomo de cielo azul. Unas nubes bajas cubrían la ciudad de un gris implacable.

Liz entrelazó el brazo con el de Kate.

– ¿Sabes? Nunca he visto Strawberry Fields.

– Está al otro lado de la calle, enfrente del Dakota, donde vivían John y Yoko. -Kate señaló el monolito pseudogótico en la esquina de la calle Setenta y dos-. Vamos.

El parque estaba tranquilo. El serpenteante camino que llevaba a Strawberry Fields se veía flanqueado de árboles.

– Aquí estamos -dijo Kate, señalando el círculo de mosaico en el suelo con la palabra IMAGINE en el centro-. Al principio Yoko Ono puso un anuncio en el Times pidiendo donaciones de todo el mundo, y tengo entendido que empezaron a llegar de inmediato: bancos marroquíes, fuentes francesas… Pero el departamento de parques y jardines los rechazó y a Yoko se le ocurrió una idea más simple para un jardín internacional.

Liz miró el mosaico. Estaba cubierto de fotos y monedas, y había un ramo de flores ya marchitas.

– La gente viene a presentar sus respetos -comentó Kate, con una oleada de tristeza y dolor-. Vamos, que te voy a enseñar una zona del parque muy especial, muy tranquila.


¿Es real? ¿Está ocurriendo de verdad, o ve alucinaciones? Se levanta las gafas y se frota los ojos. No se lo puede creer.

La historia-dura, en colores. Su pelo castaño ondea en la brisa. Tiene la sensación de que se va a morir y, en ese momento, le parece bien.

La última vez que estuvo junto a su edificio pensó que tal vez se la había inventado, que era un producto de su imaginación. Pero no. Es real.

– Mira, Tony -susurra-. Es ella.

La mira cruzar la calle con otra mujer. El corazón se le acelera.


Kate tomó un sendero que discurría junto al lago, que ese día se veía de un gris opaco. Estaba sereno y tranquilo y sólo habían salido unos pocos botes.

– Parece increíble que estemos en el centro de Manhattan -comentó Liz.

– Gracias al genio de Olmsted.

– ¿Qué ha dicho la brigada de lo de organizar la exposición?

– Lo están considerando -contestó Kate-. Espero que por lo menos lo intenten. Es mejor hacer algo que esperar de brazos cruzados. -Era lo que ella llevaba haciendo las dos últimas semanas: moverse, estar siempre en movimiento.

Kate avanzó sobre el pequeño puente y se detuvo, esperando un momento a que Liz contemplara el paisaje.

– Es curioso -comentó Liz, mirando el agua serena y cubierta de una masa de algas tan gruesa que el estanque relucía de un intenso amarillo verdoso, a la vez magnífico y espantoso. Cruzaron el puente y siguieron un camino casi oculto entre los árboles.

– Aquí era donde quería traerte, el Ramble. -Aunque al mirar alrededor, viendo los árboles oscuros y el recóndito sendero, ya no estaba tan segura de que hubiera sido una buena idea. Allí no había ni un alma.


Él conoce bien la zona, tiene sus lugares preferidos entre los árboles y las colinas, pero su favorito es un poco más inaccesible, hay que trepar una verja, aunque eso nunca le ha detenido, ni a él ni a los pervertidos que pagaban por sus servicios.

Acecha a su historia-dura y a la otra mujer, oculto entre los árboles y matorrales. Ella habla y gesticula y, aunque no se entienden sus palabras, su tono es reconocible al instante por su programa de televisión. Le gustaría echar a correr, tocarla, abrazarla un momento, explicarle lo que ella ha conseguido (darle la capacidad de ver los colores y de seguir viviendo).

Dios, cómo la quiere.

Un destello… Una cara. Esa otra cara. La de ella. ¿Amor? ¿Odio? ¿Qué es lo que siente?

Abrazarla. Acariciarla. Herirla. ¡Follarla! ¡Matarla!

No, a ella no. ¿Entonces a quién? ¿A qué «ella»? ¿A cuál? Su mente, como una radio, está perdiendo la señal, todo son ruidos estáticos.

Alivio. Eso es lo que necesita.


Kate llevó a Liz por un camino que atravesaba una serie de rocas de aspecto casi prehistórico.

– He grabado un anuncio que se va a emitir cada hora en cuanto se dé el visto bueno -informó.

– ¿Tú crees que lo verá?

Kate vaciló un momento. Había visto un movimiento entre los árboles, ¿alguien entre la densa vegetación? Se metió un chicle Nicorette en la boca.

– Bueno, tenemos la teoría de que ha estado viendo mi programa. Por eso llegó a saber de Boyd Werther. -Kate se estremeció. ¿Sólo por el recuerdo de Boyd, o por encontrarse en aquel rincón donde las sombras habían tornado más frío el aire otoñal?

– Nunca te había visto mascar chicle. Ni siquiera en los viejos tiempos, antes de que te convirtieras en una dama.

– Muy graciosa. Es Nicorette. Y no puedo parar. Estoy pensando en comprarme parches para desengancharme de los chicles.

Liz se echó a reír.

– Oye, esto es un poco siniestro -dijo, mirando los alrededores-. No he visto ni un alma desde que cruzamos el puente.

– Por eso es especial. Aunque yo no recomendaría venir sola. -Otro escalofrío y aquel zumbido en la cabeza-. Oye, yo también me estoy poniendo nerviosa. Me parece que no ha sido muy buena idea. Si vamos por ahí llegaremos al castillo de Belvedere. Allí siempre hay gente.


No. No puede marcharse. Todavía no. Tiene que… ¿Qué? ¿Hablar con ella? ¿Hacerle preguntas? ¿Has conducido un Ford últimamente? ¿De verdad quieres hacerme daño? ¿Decirle cosas? ¡Quiero mi MTV! Con Sanitas estás en buenas manos.

Concentración. ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Al castillo de Belvedere? Sí, eso parece.

Pero ¿cómo va a contenerse?

La verja no es un problema, es fácil saltarla. Sabe dónde termina la escalera tallada en roca, oscura y fría: en la cueva cerrada. Baja los escalones deprisa, un descenso al infierno de quince escalones. ¿Cuántas veces ha estado allí? ¿Diez? ¿Cien? El sitio perfecto para una cita de veinte dólares, tantas que ha perdido la cuenta.

Al fondo de las escaleras se baja la cremallera para liberar su erección.

Por su mente corre un collage de caras e imágenes: la cara de Kate, la de ella, los rostros sin nombre de los que ha matado, y colores, deslumbrantes colores imaginarios.

«Eso es. Abróchate. Muévete.»

Un castillo le llama.


Kate estaba en el mirador de piedra de Vista Rock, contemplando el imponente estanque Turtle Pond de oscuros juncos verdes y agua lodosa.

– Muy bonito -comentó Liz-, pero muy solitario.

Había allí unas veinte personas, turistas, pensó Kate sin fijarse en ellas. Un par de niños tiraban piedras desde el mirador.

Solitario: la palabra le daba vueltas en la cabeza. No sabía muy bien si se sentía sola o no. No había tenido tiempo de pensarlo. Tal vez por eso era incapaz de olvidar el mal presentimiento que todavía la acompañaba.

– Deberíamos irnos -dijo.


Los niños le están poniendo furioso, sus risas estridentes, la adoración de sus padres.

Está entre dos parejas que hablan un idioma que no comprende. Se pregunta si se tratará de una especie de código, si serán extraterrestres. Da lo mismo, le ofrecen camuflaje. La historia-dura no le ve. Pero él la ve con claridad, y a la otra mujer que le suena de algo. ¿De qué? No lo sabe. Ahora no puede recordarlo. Está demasiado excitado.

Kate mira el agua.

Parece triste. ¿Por qué?

¿Qué razones puede tener para estar triste?

El se pega a los turistas, moviéndose con ellos, siempre oculto, y entonces, justo cuando cree que se va a atrever a acercarse a ella y hacerle unas preguntas (¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has encendido los colores? ¿Ha sido magia?), ella se aparta y echa a andar por el camino.

Él la sigue, siempre fuera del sendero, rezagándose, observándolas, dos figuras algo borrosas entre los árboles.

Cuando la ve, los árboles se tornan de pronto de un verde brillante; cuando ella desaparece, los árboles vuelven a ser negros.

Sí. Ella tiene poderes.

¡Es ella!¡Coca-Cola es así!

Al final del parque, las dos mujeres se abrazan y Kate llama a un taxi.

Oculto entre los árboles verdes y oscuros, él vacila un momento. La adrenalina corre por sus venas. Cuando la ve cerrar la puerta del taxi echa a correr por el sendero e imita su gesto.

Un momento después él también va en un taxi. Mira el taxímetro que va marcando dólares y centavos mientras los árboles marrón grisáceos de Central Park van pasando en un borrón por las ventanillas. Sólo un poco de color, pero suficiente para darle esperanzas. No puede perderla. Ahora no.

– ¿Adónde va? -pregunta el taxista.

– ¿Podría… eh… seguir a aquel taxi? Es mi… amiga.

Nunca ha hecho eso, se siente como en una película de espías.

– Mezclado, no agitado -masculla entre dientes.


¿Por qué tenía los nervios tan crispados? ¿Era sólo por la perspectiva de organizar la exposición del asesino? Kate no lo sabía muy bien. Por la ventanilla contempló los oscilantes colores de las luces de neón de Times Square. ¿Qué sentiría si los carteles y los anuncios se tornaran grises? Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

El hecho de que su nombre apareciera ahora en los cuadros le rondaba la mente como un parásito. Mierda, ¿por qué siempre acababa persiguiendo delincuentes o siendo perseguida por ellos? ¿Se debía a que se acercaba demasiado, o a que les tocaba alguna fibra íntima?

Kate recordó todas las atrocidades que había visto, la fealdad a la que un policía se enfrenta casi a diario. Por eso había dejado el cuerpo. Por no mencionar el sueldo miserable y las acuciantes sospechas que al final acababa sintiendo todo policía, el presentimiento de que todos los seres humanos eran mentirosos y estafadores y probablemente algo peor, que al final todo acaba por filtrarse en la vida propia, si es que uno lograba tener una vida propia.

¿Por qué se había puesto tan nerviosa en el parque? ¿Simplemente por la tensión del caso, por la muerte de Richard, por todo lo que había pasado? Central Park era uno de sus lugares favoritos. Kate cerró de nuevo los ojos y se acordó de la primera vez que había salido con Richard. Asistieron a una ópera en el parque. Tres semanas y seis días más tarde, él se había declarado en una pizzería, cerca de la comisaría de Astoria. Ella había cazado al vuelo la ocasión, la posibilidad de empezar una nueva vida. Cuánto le quería. Su futuro se extendía ante ellos como el horizonte del mar el día más claro del año.

Y todo salió bien, incluso mejor de lo que esperaba. Y no por el dinero ni los privilegios, aunque desde luego le habían venido bien. Claro que lo suyo no era perfecto. Pero ¿qué matrimonio lo era? Ella desde luego no era perfecta. A veces estaba de mal humor o se volvía introvertida, y Richard podía mostrarse egoísta e inmaduro, y era un manirroto, aunque Kate siempre había pensado que eso era señal de su generosidad, sobre todo en lo referente a ella. Eso le recordó el dinero que faltaba en el bufete de Richard. No tenía ningún sentido. Kate seguía creyendo que, si hubiera habido problemas, Richard se lo habría contado. Su vida juntos no había sido una mentira. ¿No?

«No era una mentira, ¿verdad, Richard?»

La ciudad era un borrón en la ventanilla del taxi.

Tal vez su matrimonio no era perfecto, pero se habían querido, eso era cierto, y confiaban el uno en el otro. Por eso estaba dispuesta a llegar al final, a arriesgarlo todo para demostrar que tenía razón, que Richard era un hombre bueno y decente, que su vida juntos no había sido una mentira.

Pero ¿cómo iba a demostrar eso ahora?


La gente iba «haciendo» las galerías, según la jerga del mundillo: artistas, coleccionistas, turistas y mirones iban y venían por la amplia calle Chelsea, ciñéndose las chaquetas y los abrigos, preguntándose quién habría robado el sol de otoño.

Kate agradeció la distracción, sobre todo sabiendo que iba a ver los cuadros de Willie, aunque no podía dejar de pensar en el asesinato de Boyd Werther ni de cuestionar la idea de organizar una exposición con las pinturas del psicópata.

Al cruzar la calle miró el reloj. No sabía si Nola habría llegado ya a la galería. Se acordó de la última exposición de Willie, de cómo había organizado sus enormes y complejas piezas que mezclaban pintura con otros medios diversos, así como conceptos abstractos y figurativos. Estaba tan absorta en sus pensamientos que de pronto se encontró formando parte de un grupo de mujeres que ocupaban toda la acera charlando entre ellas.

– ¡Ay! -exclamó una rubia atildada a la perfección, con el pelo lleno de laca, un maquillaje impecable, un traje de Chanel repleto de hebillas y cadenitas brillantes y unos mocasines con hebillas y cadenitas a juego. Kate acababa de darle un pisotón.

– Perdón.

La rubia arrugó la frente, pero enseguida se animó.

– ¡Ay, madre mía! Usted es Katherine McKinnon.

Al instante se vio envuelta en sonido surround, con una docena de mujeres hablando a la vez. («¡Me encanta su programa! ¡Es fabuloso! ¡Es usted fabulosa!»), y perfume suficiente para solucionar de una vez por todas el problema de la mano de lady Macbeth.

Kate sonrió, murmurando: «Gracias, muchas gracias», hasta que logró desenredarse del grupo, aunque una nube de perfume siguió envolviéndola a lo largo de otra manzana. Todavía estaba disfrutando de su momento de fama cuando alguien pasó por su lado, v aunque sólo fue un instante, se fijó bien: un joven alto, con gafas de sol. Kate se giró hacia él, lo vio un momento de perfil y entonces una joven salió de una galería y le dio un beso.

No, no podía ser el solitario insociable que había descrito la doctora Schiller.

¿O sí? Schiller también había dicho que podía mostrarse encantador, que era muy capaz de engañar a cualquiera. Kate observó a la joven pareja alejarse por la calle de la mano y sintió un escalofrío. Se había alarmado sólo por las gafas de sol. Una cosa inocua. Pero se preguntó si cada vez que viera unas gafas de sol saltaría la alarma. Era absurdo, por supuesto. Ella misma llevaba gafas.


Qué hermosa es. Su pelo es un poco más cobrizo de lo que pensaba, la blusa de un oscuro color cereza. Todavía funciona.

La observa desde el otro lado de la calle. Ella contempla a una joven pareja que va de la mano y él se imagina que los abre en canal y sus vísceras caen al suelo, una cornucopia de deliciosos colores. Casi se desmaya.

Un momento más tarde ella desaparece dentro de una galería.

¿Se atreverá a seguirla? ¡Sólo por diversión! No. Demasiado arriesgado. Esperará. Se entretendrá con fantasías sobre el grupo de mujeres que pasa delante en ese momento. No se parecen en nada a las mujeres que ha conocido en su vida. Todas van muy arregladas y huelen muy bien, charlan y gesticulan, algunas se vuelven hacia él con una sonrisa.

¡Seguro que no puedes comerte sólo una!


La galería Vincent Petrycoff ocupaba media manzana de una de las mejores áreas de Chelsea. Sin escaparates desde los que pudiera verse el interior, la fachada de hormigón blanqueado hablaba de intimidad, un santuario dedicado al arte de mirar sin distracciones.

Kate siguió a un par de montadores a través de unas puertas con un discreto cartel: INSTALACIÓN EN CURSO.

Dentro, la sala de exposiciones era del tamaño de un gimnasio, de techos tan altos que no se podía ni calcular el espacio. Se veían cajas de cartón y plástico de embalaje por el suelo, varios hombres encaramados en escaleras, parcheando y lijando, tapando marcas y grietas con prístina pintura blanca.

Nola ya había llegado y observaba a Willie, que organizaba a los montadores desde el centro de la sala como un director de circo, pidiendo que movieran un cuadro unos centímetros a la derecha o a la izquierda, que cambiaran esa tela por aquélla. Tenía los rizos rastafaris peinados hacia atrás y la cara desencajada de tensión.

– A ver si montamos esto bien -comentó mientras saludaba a Kate con un beso.

– Son geniales, ¿verdad? -dijo Nola.

Kate contempló la obra, cuadros grandes de 3 X 2,5 metros apoyados contra las paredes. Todos con el inconfundible estilo de Willie, su peculiar mezcla de pintura y escultura. Se fijó en una pieza en concreto: varias tapas metálicas de cubos de basura, llenas de abolladuras y cubiertas de grafiti, clavadas a la superficie del cuadro y rodeadas de más grafiti sobre las gruesas costras de pintura. Parecía un yacimiento arqueológico urbano. Otra obra combinaba trozos de cristal y espejo incrustados en la pintura, de manera que el observador se convertía en parte del cuadro, su propio rostro reflejado en fragmentos desconcertantes.

Kate se fue moviendo de un cuadro a otro.

– Son increíbles.

– ¿Lo dices de verdad?

– Pues claro que sí -aseguró ella. Por mucho éxito que tuvieran, casi todos los artistas solían sentirse inseguros. Se acordó de Mark Rothko, que había terminado abriéndose las venas, y de sus pinturas negras en la capilla Rothko, obras llenas de incertidumbre y misterio-. Te has superado, de verdad -comentó, intentando concentrarse en la obra de Willie-. Me encanta que utilices tantos elementos dispares a la vez, todo suspendido, como flotando en los cuadros, inesperado y a la vez totalmente inevitable.

– No parecen un vertedero, ¿verdad? No son sólo un montón de… basura.

Kate alzó la mano como si llamase un taxi.

– Doctor Freud. Aquí alguien le necesita.

– Ya, ya. -Willie rió-. Son los nervios de la inauguración, supongo.

– Tranquilo. -Kate le tocó el brazo-. Son muy buenos.

– ¿Lo dices de verdad?

– Venga, Willie, que ya me conoces. Yo nunca miento sobre el arte.

– Ya, pero si te parecieran horrorosos tampoco me lo dirías.

– Nunca me parecerían horrorosos, porque tú eres incapaz de hacer nada horroroso.

– Yo le he dicho cien veces que son buenísimos -terció Nola.

– ¿Y quién te ha dicho que cien veces es suficiente? -Willie sonrió-. Pero os quiero mucho a las dos.

Kate captó fragmentos de su propio rostro en el cuadro de los espejos. Parecía plasmar exactamente cómo se sentía desde que había recorrido aquel callejón funesto: hecha pedazos.

– Yo también te quiero -dijo-. Oye, ¿por qué no cambias aquellos dos cuadros? La gente debería encontrarse el de los espejos de manera inesperada y no nada más entrar.

– Buena idea.

– Perdonadme un momento -se disculpó Nola, tocándose la barriga-. Tengo que hacer pis.

Los montadores estaban cambiando los cuadros cuando Vincent Petrycoff entró en la sala. El traje oscuro se le ajustaba al cuerpo como si se lo hubieran cosido puesto, lo cual era muy probable.

– Bueno, ¿qué te parece nuestro niño prodigio? -preguntó, saludando a Kate con dos besos al aire junto a sus mejillas.

– Creo que es muy bueno. Y los cuadros también. Tienen fuerza, son densos, inteligentes.

– Es como si me estuvieras describiendo a mí. -Petrycoff se pasó la mano por la coleta plateada y lanzó una risita.

– En ese caso retiro lo de inteligente -bromeó Kate, imitando la risa de Petrycoff y dándole un codazo. Desde luego no quería enfadar al galerista de Willie justo antes de una exposición.

Él se echó a reír otra vez, pero enseguida se puso serio.

– Oye, ¿por qué no escribes algo sobre la obra?

Imposible, pensó Kate. Todo el mundo sabía que Willie era casi su hijo adoptivo, y ella ya había hecho mucha propaganda de la exposición en su programa. Ya era bastante nepotismo. Sonrió sin comprometerse y se quedó mirando a los hombres que estaban trasladando el cuadro de los espejos. La luz se reflejaba en los cristales como si fuera una vidriera en medio de la pintura azul oscuro y negra. De pronto se dio cuenta de que también contenía rostros y figuras en sombras.

– Ese cuadro me gusta mucho -comentó-. ¿Está disponible?

– Pues… podría ser. Pero habrá que respetar la cola. Tengo una lista de espera larguísima. El director del Reina Sofía de Madrid también estaba muy interesado en esta pieza.

– ¿De verdad? -preguntó Willie, que al parecer no sabía nada.

– Sí. Estuvo aquí ayer justo cuando sacábamos el cuadro. -Petrycoff miró a Kate de reojo-. Quería que se lo reserváramos, pero le dije que si surgía alguien seriamente interesado, tendría que venderlo.

– Pues yo no voy a quitarle un cuadro a un museo -repuso Kate-. Es demasiado importante para la carrera de Willie.

– No, claro que no. -Petrycoff pareció un poco cortado-. Pero le puedo llamar. Le gustaron también otros cuadros. Seguro que encontramos una solución.

Kate no quería estropear una buena venta a Willie, si es que Petrycoff decía la verdad. Pero tampoco era tonta y sabía reconocer las artimañas de los tratantes de arte.

– Mira, ¿sabes qué? -dijo-. Que ya llamaré yo a Carlos. Le conozco bastante. ¿Dónde se hospeda?

– Ah… -Petrycoff se tiró de la coleta con tanta fuerza que Kate pensó que se la iba a arrancar-. Pues me temo que ya se ha marchado.

– Bueno, pues le llamo a Madrid.

– Sí, bien… eh… llámale. -A Petrycoff le temblaba la mandíbula. De pronto miró a los trabajadores que trasladaban el cuadro de Willie y se le desencajó el rostro-. ¿Dónde coño tienes los guantes blancos?

El chico sin guantes, que sostenía un lado del cuadro de Willie a quince centímetros del suelo, de pronto lo dejó caer.

Petrycoff lanzó un grito y Willie contuvo el aliento.

– ¡Idiota! -gritó el galerista acercándose al muchacho-. ¡Fuera de aquí ahora mismo! Estás despedido. ¡No se te ocurra volver a pisar esta galería! ¿Me has oído? Ya te mandaré un cheque por correo.

Los otros trabajadores guardaban silencio, pintando y lijando las paredes con renovados bríos.

Willie se acercó al cuadro.

– No ha pasado nada.

– Menudo cretino. -Petrycoff seguía gruñendo mientras inspeccionaba la obra.

– Son bastante indestructibles -comentó Willie-. Son de madera y las superficies están tan trabajadas y son tan densas que haría falta un hacha para hacer una marca. No tienes que despedir a nadie.

– ¿Me estás diciendo cómo llevar mi galería? -exclamó Pony coff, que se había puesto morado.

– No, sólo te digo cómo son mis obras.

Kate pensó en intervenir: una cosa era que el galerista insultara a sus trabajadores (Petrycoff era famoso por sus arranques de rabia), y otra que se metiera con Willie. Pero Willie mantenía una sonrisa tranquila y Petrycoff parecía estar calmándose. Tal vez Willie no necesitaba ayuda para manejar al galerista. Puede que a Petrycoff le hubiera afectado de verdad la muerte de su pintor más famoso, más de lo que había dejado ver en el funeral. Kate le concedió el beneficio de la duda.

Volvió a recorrer despacio la galería, advirtiendo detalles en la obra de Willie que no había captado a primera vista. Pero la perspectiva de organizar la exposición del psicópata en la Outsider Art comenzó a invadir su mente como un virus informático. ¿Era una buena idea? ¿Un error? ¿Aparecería el asesino? ¿Se mantendría apartado?

Hizo un esfuerzo por volver al presente, a la obra de Willie.

– Son geniales, Willie -dijo al cabo-. Buenísimos, de verdad. Nos vemos en la inauguración. Y acuérdate de que al día siguiente nos vamos a cenar con Nola. Los tres solitos. Que no se te olvide.

– No te preocupes.

Nola volvió a la sala y Willie le dio un torpe abrazo, intentando sin conseguirlo rodearla con los brazos.

– Vincent. -Kate llamó al galerista en cuanto Willie se alejó-. Oye, ¿por qué no llamas tú a Carlos?

Petrycoff sonrió.

– Buena idea. Queda más profesional.

– Sí, claro. Si le interesa algún otro cuadro, yo me llevo el de los espejos.

Al galerista se le iluminó el semblante.

– Ya te diré algo. Crucemos los dedos para que Carlos se quede con otra pieza.

– De acuerdo. -Kate le estrechó la mano. Ya tenía suficiente. Echó un último vistazo al cuadro que sin duda terminaría siendo suyo. Era una pieza fascinante, no sólo una metáfora de su vida fragmentada, sino también del mundo, todo humo y espejos.


Las nubes amenazaban lluvia y del cercano río Hudson venía un aire frío.

– Por Dios, si casi es invierno -comentó Nola.

– Sí. -Kate le pasó el brazo por los hombros. Pensaba que el invierno había llegado con dos semanas de antelación, pero no tenía nada que ver con el clima.

Willie salió de la galería y echó a correr para alcanzarlas.

– Sólo quería daros las gracias otra vez -dijo cuando llegó a su lado-, por vuestro apoyo y esas cosas. Y creo que con Petrycoff voy a necesitarlo.

– Tú ya te las apañas muy bien con él -le aseguró Kate-. La exposición va a ser un bombazo, créeme. No tienes por qué preocuparte. -Justo cuando se despedía con un beso, sonó su móvil.

Era Floyd, con noticias sobre la exposición del psicópata.

Tapell había dado el visto bueno.


Al otro lado de la calle, junto a una farola, con las gafas puestas e intentando a la vez ocultarse y parecer despreocupado, observa e intenta averiguar qué está pasando.

¿Son su familia? ¿Sus hijos? Nunca ha oído que tuviera hijos. Y no se parecen a ella, son morenos mientras que ella es muy blanca. Repasa mentalmente las series de televisión: El show de Bill Cosby, La familia Partridge, La tribu de los Brady, Días felices. Ninguna concuerda del todo, aunque todos los temas musicales comienzan a sonarle en la cabeza de golpe.

Es evidente que a ella le caen bien, tal vez incluso los quiere, aunque no sabe en qué consiste exactamente esa emoción. Se atreve a salir un momento de su escondrijo para verlos mejor. Están demasiado absortos en su festín de afecto para advertir su presencia.

Siente una súbita oleada de calor, un arrebato de celos tan intenso que el pelo de Kate, que hace un momento era castaño y cobrizo, se torna gris, y los edificios de ladrillo rojo son ahora turbios, su mundo una vez más borroso y sin color.

Es por ellos. Ellos lo están estropeando. Están destruyendo lo que su historia-dura le había dado.

Se apoya contra una farola mientras el trío desaparece por la calle gris, y piensa que tendrán que pagar por su crimen.

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