9 En el carromato de Ben

Abenthy fue el primer arcanista que conocí, una figura extraña y emocionante para un niño tan pequeño como yo. Dominaba todas las ciencias: botánica, astronomía, psicología, anatomía, alquimia, geología, química…

Era corpulento, con unos ojos chispeantes que no paraban de moverse en todas direcciones. Tenía una franja horizontal de pelo gris oscuro en la parte de atrás de la cabeza, pero (y eso es lo que mejor recuerdo de él) no tenía cejas. O mejor dicho, las tenía, pero en un estado perpetuo de renacimiento, porque se las quemaba continuamente durante sus experimentos de alquimia. Esa peculiaridad le daba un aire de sorpresa y burla.

Hablaba con dulzura, reía a menudo y nunca ejercitaba su ingenio a costa de los demás. Maldecía como un marinero borracho con una pierna rota, pero solo a sus asnos. Los animales se llamaban Alfa y Beta, y Abenthy les daba zanahorias y terrones de azúcar cuando creía que nadie lo veía. La química era su disciplina favorita, y mi padre aseguraba que jamás había conocido a nadie que manejara mejor el alambique.

Cuando Abenthy solo llevaba un par de días en la troupe, yo ya tenía por costumbre viajar en su carromato. Le hacía preguntas y él me las contestaba. Luego él me pedía que le cantara canciones, y yo las tocaba con un laúd que había tomado prestado del carromato de mi padre.

De vez en cuando, incluso cantaba. Tenía una potente voz de tenor y siempre desafinaba, buscando las notas donde no correspondía. Casi siempre que pasaba eso, paraba y se reía de sí mismo. Era un buen hombre, y nada engreído.

Un día, poco después de conocerlo, le pregunté a Abenthy qué se sentía cuando se era un arcanista.

Me miró atentamente.

– ¿Conoces a algún arcanista? -preguntó.

– Una vez pagamos a uno que encontramos en el camino para que nos arreglara un eje roto. -Hice una pausa para pensar-. Se dirigía al interior con una caravana de pescado.

Abenthy hizo un ademán de desdén.

– No, no, chico. Me refiero a un arcanista de verdad, y no a un pobre hechicero de tres al cuarto que se gana la vida por las rutas de las caravanas tratando de impedir que la carne se pudra.

– ¿Qué diferencia hay? -pregunté intuyendo que eso era lo que se esperaba de mí.

– Bueno -repuso él-, me llevaría tiempo explicártelo…

– Tengo todo el tiempo del mundo.

Abenthy me miró como evaluándome. Yo estaba esperando esa mirada. Era la clase de mirada que decía: «Hablas como si fueras mayor de lo que aparentas». Confiaba en que lo asumiera deprisa. Resulta tedioso que te hablen como si fueras un niño, aunque lo seas.

Abenthy respiró hondo.

– El que uno sepa hacer un par de trucos no significa que sea un arcanista. Hay gente que sabe arreglar un hueso roto o leer vín-tico éldico. Quizá hasta practiquen un poco de simpatía, pero…

– ¿Simpatía? -le interrumpí con todo el respeto de que fui capaz.

– Supongo que tú lo llamas magia -dijo Abenthy de mala gana-. Pero en realidad no lo es. -Se encogió de hombros y continuó-: Pero aunque practiques la simpatía, eso no te convierte en arcanista. Un verdadero arcanista es el que ha estudiado el Arcano en la Universidad.

Cuando mencionó el Arcano, se me ocurrieron una docena de preguntas más. Quizá pienses que no son muchas, pero si las añades a las cincuenta preguntas que yo llevaba conmigo a todas partes, comprenderás que estaba a punto de explotar. Hice un gran esfuerzo para permanecer callado, porque quería que Abenthy continuara él solo.

Abenthy, sin embargo, se percató de mi reacción.

– Veo que has oído hablar del Arcano, ¿no? -Parecía hacerle gracia-. A ver, explícame lo que te han contado.

Ese pequeño apunte era la única excusa que yo necesitaba.

– Un niño de Temper Glen me contó que si te cortas un brazo te lo pueden coser en la Universidad. ¿Es verdad? Hay historias que dicen que Táborlin el Grande fue a la Universidad a aprender los nombres de todas las cosas. Hay una biblioteca con mil libros. ¿De verdad hay tantos?

Abenthy contestó mi última pregunta; las otras las había formulado demasiado deprisa y no le había dejado responder.

– Hay más de mil. Diez veces diez mil libros. O más. Más libros de los que jamás podrías leer. -La voz de Abenthy adquirió un deje nostálgico.

¿Más libros de los que jamás podría leer? Eso no acababa de creérmelo.

Ben continuó:

– La gente que ves viajando en las caravanas, como hechiceros que hacen que la comida no se estropee, zahoríes, adivinos, embaucadores, ellos no son verdaderos arcanistas, igual que todos los artistas itinerantes no son del Edena Ruh. Quizá sepan un poco de alquimia, un poco de simpatía, un poco de medicina. -Sacudió la cabeza-. Pero no son arcanistas de verdad.

»Hay mucha gente que asegura serlo. Llevan túnica y se dan muchos aires para aprovecharse de los ignorantes y de los ingenuos. Pero te voy a decir cómo puedes reconocer a un verdadero arcanista.

Abenthy se quitó una fina cadena que llevaba colgada del cuello y me la dio. Era la primera vez que yo veía un florín del Arcano. No llamaba mucho la atención; solo era un trozo plano de plomo con una extraña inscripción grabada.

– Eso es un verdadero florijn. O florín, si lo prefieres -me explicó Abenthy con cierta satisfacción-. Es la única forma infalible de saber quién es y quién no es un arcanista. Tu padre me pidió que le enseñara el mío antes de dejarme viajar con vuestra troupe. Eso demuestra que es un hombre de mundo. -Me miró con astuta indiferencia-. Incómodo, ¿verdad?

Me aguanté y asentí con la cabeza. La mano con que había cogido el florín se me había dormido. Sentía curiosidad por examinar las inscripciones del anverso y el reverso, pero pasados unos segundos se me había dormido el brazo hasta el hombro, como si me hubiera recostado toda la noche sobre él. Me pregunté si se me dormiría todo el cuerpo si seguía sujetándolo.

No tuve ocasión de comprobarlo, porque el carromato pasó por un bache y se me cayó el florín de Abenthy de la mano. El anciano lo atrapó al vuelo y volvió a colgárselo del cuello, riendo.

– ¿Cómo lo soporta? -pregunté, y me froté la mano entumecida para recuperar la sensibilidad.

– Solo le produce ese efecto a los demás -me explicó-. Su propietario solo nota calor. Así es como se diferencia a un arcanista de alguien que tiene un don para encontrar agua o para predecir el tiempo.

– Trip tiene algo parecido -dije-. En todas las tiradas saca sietes.

– Eso es un poco diferente -dijo Abenthy riendo-. No es tan inexplicable como un don. -Se recostó un poco más en el asiento-. Y probablemente sea también más seguro. Hace doscientos años, uno podía darse por muerto si la gente sospechaba que tenía un don. Los tehlinos los consideraban señales diabólicas, y quemaban a la gente que los tenía. -Se puso serio.

– Nosotros hemos tenido que sacar a Trip de la cárcel un par de veces -dije tratando de aligerar el tono de la conversación-. Pero nadie ha intentado nunca quemarlo.

Abenthy esbozó una sonrisa cansada.

– Sospecho que Trip tiene un par de dados muy especiales, o una habilidad muy especial que seguramente exhibe también cuando juega a cartas. Te agradezco mucho tu oportuno comentario, pero un don es algo completamente distinto.

No soporto que me traten con condescendencia.

– Trip no haría trampas ni para salvar el cuello -dije con más aspereza de la que pretendía-. Y todos los miembros de la troupe saben distinguir unos dados buenos de unos dados amañados. Trip saca sietes. No importa qué dados use: siempre saca sietes. Si hace una apuesta con alguien, saca sietes. Si tropieza con una mesa sobre la que hay unos dados, marcan un siete.

– Hmmm. -Abenthy asintió-. Te pido disculpas. Eso sí parece un don. Me gustaría verlo.

Asentí.

– Coja sus propios dados. Hace años que no le dejamos jugar. -Entonces se me ocurrió una cosa-. Quizá ya no funcione.

Abenthy se encogió de hombros.

– Los dones no desaparecen así como así. Cuando vivía en Staup, conocí a un joven que tenía un don. Era excepcional con las plantas. -La sonrisa de Abenthy se esfumó mientras el anciano contemplaba algo que yo no podía ver-. Sus tomates estaban rojos cuando las tomateras de todos los demás todavía estaban creciendo. Sus calabazas eran más grandes y más dulces, sus uvas, nada más prensarlas y embotellarlas, enseguida se convertían en vino. -Se quedó callado, con la mirada perdida.

– ¿Lo quemaron? -pregunté con la morbosa curiosidad propia de los jóvenes.

– ¿Qué? No, claro que no. No soy tan viejo. -Me miró con el ceño fruncido, fingiendo severidad-. Hubo una sequía y el tipo tuvo que huir de la ciudad. A su pobre madre se le rompió el corazón.

Hubo un momento de silencio. Oí a Teren y a Shandi, que viajaban dos carromatos más adelante, ensayar unos versos de El porquero y el ruiseñor.

Abenthy también los escuchaba, distraídamente. Después de que Teren se perdiera a medio monólogo del jardín de Fain, me volví y miré al anciano.

– ¿En la Universidad enseñan teatro? -pregunté.

Abenthy negó con la cabeza, y me miró como si le hiciera gracia mi pregunta.

– Enseñan muchas cosas, pero eso no.

Miré a Abenthy y vi que él me estaba observando a mí con sus danzarines ojos.

– ¿Usted podría enseñarme alguna de esas otras cosas? -pregunté.

Me sonrió. Fue así de fácil.


A continuación Abenthy me hizo un breve repaso de cada una de las ciencias. Aunque su disciplina preferida era la química, él era partidario de una educación equilibrada. Aprendí a utilizar el sextante, la brújula, la regla de cálculo, el abaco. Y lo más importante: aprendí a pasar sin ellos.

Al cabo de un ciclo sabía identificar todas las sustancias químicas que había en el carromato de Abenthy. Pasados dos meses sabía destilar licor hasta que era demasiado fuerte para beberlo, vendar una herida, arreglar un hueso roto y diagnosticar cientos de enfermedades a partir de sus síntomas. Conocía el proceso para fabricar cuatro tipos diferentes de afrodisíacos, tres brebajes anticonceptivos, nueve contra la impotencia y dos filtros que Abenthy llamaba simplemente «ayuda para doncellas» y acerca de cuyos propósitos era muy impreciso, aunque yo tenía mis sospechas.

Aprendí las fórmulas para preparar una docena de venenos y ácidos y un centenar de medicinas y panaceas, algunas de las cuales hasta funcionaban. Doblé mis conocimientos sobre hierbas, si no los prácticos, al menos los teóricos. Abenthy empezó a llamarme Rojo, y yo lo llamaba a él Ben, primero para desquitarme, y luego cariñosamente.

Solo ahora, después de tanto tiempo, me doy cuenta del esmero con que Ben me preparó para lo que encontraría cuando fuera a la Universidad. Lo hizo con mucha sutileza. Una o dos veces al día, intercalaba en las lecciones un pequeño ejercicio mental que yo tenía que resolver antes de proseguir con lo que estuviéramos haciendo. Me hacía jugar a «tirani» sin tablero, siguiendo los movimientos de las piedras mentalmente. Otras veces se interrumpía en medio de una conversación y me hacía repetir todo cuanto habíamos dicho en los últimos minutos, palabra por palabra.

Eso estaba mucho más allá de los sencillos ejercicios de memorización que yo había practicado para actuar en el escenario. Mi cerebro estaba aprendiendo a trabajar de una manera diferente y se estaba fortaleciendo. Mentalmente me sentía como se siente el cuerpo después de un día cortando leña, o nadando, o en la cama con una mujer. Te sientes agotado, lánguido y casi divino. Esa sensación era parecida: solo era mi intelecto lo que estaba cansado y expandido, lánguido y, de forma latente, poderoso. Notaba cómo mi mente empezaba a despertar.

A medida que progresaba, iba ganando impulso, como cuando el agua empieza a desmoronar un dique de arena. No sé si entiendes el concepto de progresión geométrica, pero esa es la mejor manera de describirlo. Mientras tanto, Ben seguía enseñándome ejercicios mentales que yo sospechaba que inventaba por pura maldad.

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